Telefoneaba a Hema el primer domingo del mes justo después de medianoche, cuando en Adis Abeba eran las siete de la mañana del lunes. Las tarifas eran más baratas a esa hora, pero como antes que Hema se ponían Almaz, Gebrew y a veces la enfermera jefe, solían ser llamadas largas y caras. Desde que Hema había traído al mundo al hijo de Mengistu (perdón, del camarada Mengistu), ya no nos preocupaba que nos espiase la policía secreta, que por otro parte tenía que concentrarse en los enemigos reales. Mengistu Haile Mariam, secretario general del Consejo de Campesinos y Obreros, jefe del Consejo Militar de la Etiopía Socialista, presidente vitalicio de las Fuerzas Armadas de los Pueblos Democráticos de Etiopía, general en jefe del Consejo para la Lucha Armada contra la Agresión Imperialista en Tigre y Eritrea, había adoptado un marxismo de tipo albanés. El régimen había confiscado las viviendas y despojado de sus tierras a las clases altas y medias e incluso a los pobres trabajadores. Pero los favores a Mengistu, y sobre todo a su esposa, no se olvidaban; de forma que ahora los medicamentos y suministros del Missing no quedaban bloqueados en el almacén de aduanas y ya no había que sobornar a nadie.
Mientras marcaba el número de Hema aquel domingo, imaginé a mi familia mirando el reloj, con las tazas de café en las manos, esperando a que sonara el teléfono desde un continente que ninguno de ellos había visto. Descolgó Almaz, con Gebrew al lado, los dos súbitamente tímidos y vergonzosos. Su conversación consistía en repetidos Endemenneh? Dehna ne woy? («¿Cómo estás? ¿Estás bien, eh?») hasta que aquellos padrinos míos se convencían de que su lij, su niño, se encontraba perfectamente. Me dijeron que me recordaban en sus oraciones, que ayunaban por mí.
—Rezad para que nos veamos pronto y para que Dios vele por vosotros y por vuestra salud —repuse.
La enfermera jefe se mostraba exactamente al contrario, charlatana y espontánea, como si nos hubiésemos tropezado en el pasillo a la puerta de su despacho.
Cuando había informado a Hema de la primera vez que había visto a Thomas Stone, me había escuchado sin hacer comentarios y tal vez se había sonreído al enterarse de que su hijo había invadido el apartamento del cirujano. No le oculté nada: Stone ya no constituía la amenaza que fuera en mi niñez. Al explicarle que había dejado el marcador en su escritorio a modo de tarjeta de visita, supuse, por su silencio, que ignoraba que Shiva tuviese El cirujano práctico: un compendio de cirugía tropical. En consecuencia deduje, y confirmé más tarde gracias a la enfermera jefe, que Hema había procurado por todos los medios desterrar el libro del Missing; jamás había querido que Shiva y yo viésemos la obra de Stone, y menos aún una foto suya.
—Cené con él, mamá —dije cuando se puso al teléfono—. Tomé inyera por primera vez en más de un año.
Sin duda la molestó enterarse de que Ghosh me había dado un mensaje para Stone, puesto que no hizo ningún comentario. Cuando le expliqué en qué consistía exactamente el último deseo de su marido, la oí sofocar una exclamación en el pañuelo. El mensaje decía más sobre Ghosh y su generosidad que sobre Thomas Stone. Al preguntarle si sabía algo del marcador o de la carta que lo acompañaba, respondió que no.
—Tal vez Shiva lo sepa. ¿Puedo hablar con él?
Gritó su nombre, una convocatoria que yo había oído muchas veces desde pequeño. Oí responder a mi hermano y por el eco supe que su voz provenía de nuestra habitación de niños. Mientras esperaba, Hema preguntó a la enfermera jefe por el marcador. Su enfática negación me indicó que se trataba de algo nuevo para ella.
El teléfono nunca era un instrumento cómodo en manos de Shiva. Estaba bien, el trabajo de la fístula iba muy bien y no, no sabía nada sobre ninguna carta desaparecida.
—¿Recuerdas el marcador, Shiva, y la alusión a una carta?
—Sí.
—Pero dices que no había ninguna carta en el libro…
—Ninguna.
—¿Cómo conseguiste el libro?
—Me lo dio Ghosh.
—¿Cuándo?
—Cuando agonizaba. Quiso hablar conmigo de muchas cosas, y ésa era una. Me dijo que había cogido el libro de casa de Stone el día que nacimos. Que lo había guardado y que deseaba que lo tuviera yo.
—¿Era ésa la primera vez que veías el libro o la foto de Stone?
—Sí.
—¿Mencionó Ghosh una carta de la hermana Mary, de nuestra madre, a Stone?
—No, no lo hizo.
—¿Te explicó por qué quería que tuvieses tú el libro?
—Tampoco.
—Cuando viste el marcador y leíste la mención a la carta, ¿volviste a preguntarle?
—No.
Suspiré. Podría haberlo dejado ahí, pero después de haber llegado tan lejos proseguí:
—¿Por qué no?
—Si él hubiera querido que tuviese la carta, me la habría dado.
—¿Por qué me regalaste el libro, Shiva?
—Quería que lo tuvieras tú.
Su tono no era diferente de cuando habíamos empezado a hablar, sin el menor rastro de enfado en él, pues posiblemente no había captado la irritación en el mío. Shiva estaba en lo cierto: o bien no había ninguna carta, o bien la guardaba Ghosh, que habría tenido sus razones para destruirla.
Estaba ya a punto de despedirme, sabedor de que no cabía esperar que mi hermano me preguntase por mi salud o bienestar.
—¿Cómo son vuestros quirófanos? —inquirió, lo que me sorprendió.
Quería saber sobre la distribución, lo lejos que estaban el autoclave y los vestuarios, y si había un lavabo fuera de cada recinto o un área común de lavado y cepillado. Realicé una descripción detallada. Cuando terminé, aguardé.
—¿Cuándo volverás a casa, Marión? —preguntó, lo que volvió a sorprenderme.
—Bueno, Shiva… me quedan otros cuatro años de residencia.
¿Era aquél su modo de decir que lamentaba lo sucedido? ¿Qué me echaba de menos? ¿Quería yo eso de él? No estaba seguro, así que me limité a añadir:
—No sé si volviendo corro algún riesgo, pero si no, me encantaría ir dentro de un año o así… ¿Por qué no vienes aquí a visitarnos?
—¿Podré ver vuestros quirófanos?
—Claro. Aquí los llamamos «salas de operaciones». Puedo disponerlo todo para que los veas.
—De acuerdo. Iré.
Volvió a ponerse Hema, que estaba de un talante charlatán, reacia a dejarme libre. Su voz cantarína me transportaba al Missing, me parecía estar sentado junto al teléfono debajo de la foto de Nehru y viendo al otro lado de la habitación el retrato de Ghosh en el que consagraba el sitio donde había pasado tantas horas escuchando el Grundig.
Cuando colgué me sentí desesperado: estaba de nuevo en el Bronx, entre aquellas paredes desnudas, salvo por el Éxtasis de santa Teresa enmarcado. Mi busca, silencioso hasta entonces, se puso a sonar. En respuesta a su llamada, volví a ponerme el yugo al cuello; en realidad, bienvenidos fueran mi existencia esclavizada de residente de cirugía, el trabajo interminable, las crisis que me mantenían en el presente, la inmersión en sangre, pus y lágrimas… los fluidos en que se disolvía todo rastro de yo. Trabajando sin descanso me sentía integrado, me sentía norteamericano, y raras veces tenía tiempo para pensar en mi casa y mi país. Luego, cuatro semanas después, llegaría el momento de telefonear de nuevo al Missing. Me preguntaba si aquellas llamadas le resultarían tan duras a Hema como a mí.
En una carta posterior, Hema me explicaba que había investigado si Bachelli, Almaz e incluso a W. W. Gónada sabían si Ghosh o la hermana habían dejado algún papel, pero ninguno había oído nada. Me contaba también que la solicitud de visado de Shiva para visitarme estaba retenida por el gobierno, pues le pedían que aportase declaraciones juradas que demostraran que no tenía ninguna deuda en Etiopía, y además que yo tampoco había contraído ninguna de la que él pudiera ser responsable. Añadía que recordaría a mi hermano agilizar esos trámites, pero al leer entre líneas comprendí que ella sabía que Shiva había perdido interés.
Escribí a Stone para comunicarle que el paradero de la carta de la hermana Praise seguía siendo un misterio. No me contestó, ni siquiera para darme las gracias por las molestias.
En los cuatro años siguientes, vi a Thomas Stone de vez en cuando, si venía a dar conferencias o a pasar visita como docente. Resultó un profesional tan admirable como me había imaginado, magistral, serio y con un dominio absoluto del tema. Tenía el tipo de visión que sólo podía deberse a un estudio cuidadoso de la literatura quirúrgica y a vivir para ella durante muchos años. Prefería con mucho estar cerca de él de aquella manera que tener que cenar en su compañía. Quizá le pasara lo mismo, pues no volvió a llamarme ni visitarme.
Fui a Boston a tres rotaciones diferentes de un mes cada una: cirugía plástica, urología y trasplante. El trabajo era fascinante, un reto, así que olvidaba mis angustias por tenerlo cerca. Trabajé con él en la última rotación, que fue más ajetreada de lo que podía imaginar. En aquella ocasión, me propuso cenar, pero me excusé aduciendo que mi trabajo en la unidad de cuidados intensivos de trasplante no me permitía salir antes de las nueve de la noche, incluso si no tenía guardia. Creo que se sintió aliviado.
En 1986 acabé mi año como residente jefe, que era también el quinto de prácticas, y me quedé como ayudante de Deepak mientras me preparaba para el examen final. Aunque a regañadientes, había terminado por admirar el largo y arduo sistema norteamericano de las prácticas quirúrgicas, si bien resultaba más fácil admirarlo cuando estabas a punto de terminar. Me sentía técnicamente competente para practicar todas las operaciones importantes de cirugía general y conocía mis límites. Había pocas cosas que no hubiese visto en el Nuestra Señora. Y lo más importante, me notaba seguro respecto al cuidado de los pacientes antes y después de la intervención y en el ámbito de la unidad de intensivos.
Ese mismo año de 1986 se hizo famoso mi hermano. Deepak me mostró el artículo del New York Times: ¡qué emocionante ver la foto de Shiva, ver en ella mi reflejo, pero con el pelo más corto, casi a cepillo, y sin las canas que plateaban mis sienes y patillas! La imagen me produjo una amargura inmediata, el recuerdo del dolor de la traición. Y sí, envidia. Shiva me había arrebatado la primera y única chica a quien yo amaba. Y ahora ocupaba los titulares ante mis narices, en mi periódico. Me había atenido a todas las normas y había procurado hacer lo correcto mientras él se las saltaba todas, y el resultado era aquél. ¿Podría permitir algo así un Dios equitativo? Confieso que tardé un rato en poder leer el artículo.
Según el Times, Shiva era el mayor especialista del mundo en fístula vaginal y el primer defensor de las mujeres que la padecían. Era el genio que había detrás de la campaña de la OMS para la prevención de la fístula, que estaba «muy por delante del enfoque habitual de estos temas en Occidente». El periódico reproducía el pintoresco cartel de «Cinco Fallos que Conducen a la Fístula», que mostraba una mano con los dedos extendidos. Al observar la fotografía me di cuenta de que se trataba de la mano de Shiva; en la palma había una mujer sentada en actitud de abatimiento… ¿acaso aquella modelo era la enfermera en prácticas en plantilla?
El cartel se había distribuido por toda África y Asia e impreso en cuarenta idiomas. Se enseñaba a las parteras de aldea a contar con una mano los Cinco Fallos: el primero era casarse demasiado joven, las esposas niñas; el segundo, la ausencia de cuidados prenatales; el tercero, esperar mucho antes de admitir que el parto estaba estancado (período en que la cabeza del bebé se hallaba atascada a medio camino del canal del nacimiento y haciendo ya daño) y era imprescindible una cesárea; el cuarto, la gran escasez de centros médicos donde se pudiesen practicar cesáreas. Suponiendo que la madre sobreviviese (el niño nunca lo hacía), el último fallo era que el marido y los parientes políticos expulsasen a la mujer debido a una fístula goteante y maloliente vesicovaginal, rectovaginal o ambas. El suicidio solía poner punto final a estas historias.
«Las mujeres con fístula acuden como pueden a Shiva Praise Stone —rezaba el artículo—. Llegan en autobús (siempre y cuando los otros pasajeros no las hayan echado antes a patadas), a pie o en burro. Muchas llevan una hoja de papel en la mano que simplemente dice en amárico: "Missing", "Hospital Fístula" o "PACIENTE PARA STONE."». Shiva Stone no era médico, «sino un lego experto, iniciado en este campo por su madre ginecóloga».
La siguiente vez que hablé con Hema le pedí que felicitase a Shiva de mi parte y le dije:
—Mamá, deberías haber recibido más reconocimiento en ese artículo. Shiva no podría hacerlo sin ti.
—No, Marión. En realidad, es todo obra suya. La operación de fístula no era algo que me entusiasmara. Es mejor para alguien tan resuelto como tu hermano. Requiere atención constante antes, durante y después de la operación. ¡Si supieras las horas que pasa considerando cada caso, previendo cada problema! Es capaz de ver la fístula en tres dimensiones.
Mi hermano había inventado técnicas y creado nuevos instrumentos en su taller. El artículo mencionaba los esfuerzos de la enfermera jefe para recaudar fondos y lo mucho que los necesitaban, de manera que las donaciones se habían multiplicado. La enfermera Hirst estaba pensando en construir un edificio nuevo para uso exclusivo de las aquejadas de fístula.
—Shiva tiene dibujados los planos desde hace años. Tendrá forma de V y sus alas convergerán en el Quirófano Tres.
Arreglarían y remodelarían el quirófano, para que hubiese dos con una zona de lavado y cepillado compartida en medio.
Aquella noche, al releer el artículo del Times, sentí un vuelco en el estómago. Resultaba patente la admiración sin reparos que la periodista sentía hacia Shiva, y daba la impresión de que había abandonado su reserva, su tono desapasionado habitual, por lo mucho que la había conmovido aquel hombre, más que el tema. Terminaba con una cita de mi hermano: «Lo que hago es sencillo: reparo agujeros», decía Shiva Praise Stone.
«Sí, Shiva, pero también los haces».
Después tuve mi propio éxito, aunque más discreto: aprobé el examen escrito del Consejo Americano de Cirugía. Pocos meses después, me convocaron para los exámenes orales en Boston en el hotel Copley Plaza. Tras hora y media agotadora delante de dos examinadores, terminé con la sensación de que me había ido bien.
Fuera hacía un día espléndido. La iglesia de la Ciencia Cristiana, un monolito de piedra gris, se alzaba serena al final de un largo estanque reflectante, perfilándose contra el cielo azul. Había pasado cinco años metido noche y día en el hospital, sin ver el cielo, sin sentir el sol en la cara. Me dieron ganas de meterme en el agua vestido, o de lanzar un grito de victoria. Pero me conformé con un helado, que disfruté sentado junto a la brillante superficie del estanque.
Tenía previsto dirigirme al aeropuerto y tomar el vuelo de vuelta a Nueva York. Pero al reparar en que mi taxista era etíope y después de saludarlo en nuestro idioma, tuve otra idea. Sí, claro que conocía el Reina de Saba de Roxbury, y sería un honor llevarme.
—Me llamo Mesfin —se presentó, sonriendo el espejo retrovisor—. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
—Me llamo Stone —contesté, abrochándome el cinturón, aunque no estaba preocupado, pues aquel día no podía pasarme nada malo—. Soy cirujano.