Thomas Stone se quedó en mi habitación hasta después de medianoche. En determinado momento se fundió con las sombras oscuras, y su voz colmó mi espacio como si nunca se hubiesen pronunciado allí otras palabras. No lo interrumpí. Me olvidé de su presencia porque yo estaba ya habitando su historia, encendiendo una vela en la iglesia de Santa María de la fortaleza de San Jorge en Madrás, afrontando un internado inglés, viendo cómo la memoria al destaparse podía llevar a una visión de Mary. Y si podían producirse visiones en Fátima, Lourdes y Guadalupe, ¿quién era yo para dudar que una visión secular de mi madre no se le hubiese aparecido a él en la ventana escarchada de una pensión, lo mismo que viera y sintiera yo de niño en la habitación del autoclave? Su voz me guió a un pasado anterior a mi nacimiento, pero tan mío, con todo, como el color de mis ojos o la longitud de mi dedo índice.
Sólo cobré conciencia de Thomas Stone cuando acabó; entonces vi a un hombre hechizado por su propia historia, un encantador de serpientes cuya serpiente se ha convertido en su turbante. El silencio subsiguiente fue terrible.
Stone salvó nuestro programa de cirugía.
Lo hizo convirtiendo el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro en filial del Mecca de Boston, para lo que bastó con que firmara una carta en que así se explicaba. Pero el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro no fue una simple sucursal sobre el papel: todos los meses llegaban cuatro estudiantes de medicina y dos residentes de cirugía del Mecca para hacer una rotación con nosotros. «Un safari para ver a los nativos matándose entre sí, y para poder asistir a unos cuantos espectáculos de Broadway», como explicó B. C. Gandhi cuando se enteró del plan. Sin embargo, cada uno de nosotros tuvo también oportunidades de hacer rotaciones de su especialidad en Boston.
Acabé el internado e inicié el segundo año de residencia. El resultado más importante de nuestra relación con el Mecca fue que permitió terminar la especialización a Deepak, el Judío Errante de la Cirugía (como lo llamaba B. C). Era ya un cirujano especialista titulado y podría haber ido a cualquier sitio para empezar a ejercer. En cambio, se quedó en el Nuestra Señora con el cargo de director de formación quirúrgica y también se le nombró profesor ayudante clínico en el Mecca. Nunca lo había visto tan feliz. Thomas Stone, fiel a su palabra, allanó el camino para que se publicara el estudio de Deepak sobre lesiones de la vena cava, artículo que apareció en el American Journal o/ Surgery y se convirtió en un clásico, citado por todos cuando se trataba de lesiones hepáticas. Aunque Deepak percibía ya un salario de especialista, continuó viviendo en la residencia del personal. Por cortesía de los residentes quirúrgicos del Mecca que bajaban al Bronx para las rotaciones, contábamos con mayor número de personal y Deepak podía descansar más. En un espacio no utilizado del sótano, investigó los efectos de diferentes interrupciones del flujo sanguíneo en hígados de cerdos y vacas.
No fue necesario seguir ocultando la demencia de Popsy, que deambulaba libremente por el Nuestra Señora, vestido con una bata de quirófano y una mascarilla al cuello. Se le impedía la entrada en quirófano o abandonar el recinto del hospital, pero no parecía importarle. A veces paraba a la gente y proclamaba: «Me he contaminado».
Un viernes a última hora, unos meses después de que Thomas Stone viniera a mi habitación, llamaron a la puerta, y allí estaba de nuevo, vacilante, azorado e inseguro de cómo lo recibiría.
Su larga confesión había cambiado las cosas para mí; me había resultado más fácil estar enfadado con él, desordenar su apartamento y violar su espacio antes de oír su historia, pero ahora su presencia me incomodaba. No lo invité a entrar.
—No puedo quedarme, pero me preguntaba… quería decirte si… te importaría cenar conmigo en un restaurante etíope de Manhattan mañana sábado… Aquí está la dirección… ¿Hacia las siete?
Era lo último que me esperaba. Si me hubiese invitado al Met, o a cenar al Waldorf-Astoria, habría rechazado la propuesta sin vacilación. Pero «restaurante etíope» conjuró el sabor agrio de inyera y wot picante, se me hizo la boca agua y la lengua se me paralizó. Asentí, aunque en realidad no quería tener tratos con él. Pero nos quedaba un asunto pendiente.
El sábado, al salir del metro, lo vi de lejos a la puerta del restaurante Meskerem de Greenwich Village. A pesar de que llevaba en América más de veinte años, parecía fuera de lugar. No mostraba el menor interés por el menú que se exponía fuera, y no se fijaba en los estudiantes que salían de un edificio de la Universidad de Nueva York, con cajas e instrumentos en la mano, a quienes el pelo, la ropa y los múltiples piercings de las orejas diferenciaban del resto de peatones. Se sintió visiblemente aliviado al reparar en mí.
El Meskerem era un local pequeño, con cortinas de un rojo oscuro y cuyas paredes recordaban el interior de una cabaña de chikka. El aroma a granos de café tostados en carbón y el olor a pimienta del berbere te daban la sensación de hallarte a mundos de distancia de Manhattan. Nos sentamos en unos rústicos taburetes de tres patas muy bajos a una mesa de mimbre trenzado. Un espejo grande que había detrás de Stone me permitía ver al mismo tiempo la parte posterior de su cabeza y a la gente que entraba y salía. Los carteles clavados con chinchetas en las paredes mostraban los castillos de Gondar, el retrato de una risueña mujer tigre de dentadura perfecta, un primer plano de la cara arrugada de un sacerdote etíope y una vista aérea de la calle Churchill, imágenes todas ellas con el mismo pie: «Trece meses de sol». La decoración de los restaurantes etíopes que visité posteriormente en América se basaba claramente en el mismo calendario de las Líneas Aéreas Etíopes.
La camarera, una amhara bajita de ojos relumbrantes, nos trajo el menú. Se llamaba Anna. Casi se le cae el bolígrafo cuando dije en amárico que llevaba cuchillo propio y que tenía tanta hambre que si me decía dónde estaba atada la vaca, empezaría ya con el asunto.
Cuando nos presentó la comida en una bandeja circular, Stone pareció sorprendido, como si hubiese olvidado que nosotros comíamos con los dedos del mismo plato. Para su consternación, Anna (que era de Adis Abeba, del barrio de Kebena, no lejos del Missing) me dio gursha: partió un trozo de inyera, lo mojó en curry y me lo tendió con los dedos. Stone se levantó precipitadamente y preguntó dónde estaban los servicios, temiendo que le hiciese luego lo mismo.
—Bendito sea san Gabriel —dijo Anna, mirándolo alejarse—. He asustado a tu amigo con nuestras costumbres habesha.
—Debería conocerlas. Vivió siete años en Adis Abeba.
—¡No! ¿En serio?
—No te ofendas, por favor.
—No importa —repuso sonriendo—. Conozco ese tipo de ferengi. Pasan años allí, pero no nos ven. No te preocupes. Tú lo compensas y eres más guapo.
Podría haber salido en su defensa, haber dicho que era mi padre. Sonreí y me ruboricé, pero no dije nada.
Cuando Stone volvió, hizo un intento desganado por comer. Inevitablemente, una de las canciones que emitieron los altavoces del techo fue Tizita. Lo observé para ver si significaba algo para él, pero no era así.
Lo que distingue a un nativo es que nunca se mancha los dedos de curry; al coger un trozo de carne de pollo o vacuno empapada en la salsa, el inyera sirve de pinza, como una barrera. Stone tenía las uñas rojas.
Tilahoun cantando Tizita, la atmósfera envolvente y el incienso hacían que los recuerdos burbujeasen hasta la superficie. Recordé las mañanas en el Missing, donde la niebla tenía cuerpo y peso como un tercer elemento además de la tierra y el cielo, pero que luego se desvanecía al elevarse el sol; recordé las canciones de Rosina, los cánticos de Gebrew y la teta mágica de Almaz; recordé la visión de una Hema y un Ghosh más jóvenes cuando se marchaban al trabajo, y nosotros diciéndoles adiós por la ventana de la cocina; pude ver aquellos días idílicos, resplandecientes como una moneda nueva, brillando a la luz del sol.
—¿Tienes previsto pasar los cuatro próximos años de residencia en el Nuestra Señora? —me preguntó, irrumpiendo en mi ensueño—. Si te interesa trasladarte a Boston…
Cuánta perspicacia. Justo cuando me disponía a hablar del pasado, él deseaba saber sobre el futuro.
—No quiero dejar el Nuestra Señora, para mí es un equivalente del Missing. Jamás quise marcharme del Missing ni de Adis Abeba, pero me vi obligado a ello. Ahora no quiero abandonar el Nuestra Señora.
Cualquier otra persona habría preguntado por qué había tenido que dejar el Missing. Quizá era culpa mía… Si él hubiese planteado la cuestión, podría no haberle contestado, cosa que quizá él intuyera.
—¿Qué le ha parecido la comida? —le preguntó Anna en inglés mientras retiraba los platos.
—Estaba buena —contestó él casi sin mirarla, y se ruborizó al ver que ella y yo lo observábamos—. Gracias —añadió, como si esperase que eso lo ayudara a librarse de la camarera.
Anna sacó dos toallitas empaquetadas del bolsillo de la bata y las dejó en la mesa.
—Estaba buena —repetí—, de verdad, pero podríais hacer el wot más picante.
—Por supuesto —repuso ella en amárico, algo afectada por la crítica implícita—. Pero si lo hiciéramos la gente como él ni siquiera podría probar la comida. Además usamos manteca de aquí, así que aunque lo cocinemos más picante no sabrá igual que allí. Sólo alguien como tú apreciaría la diferencia.
—¿Quieres decir que no existe ningún sitio donde pueda tomarse genuina comida habeshá? ¿Auténtica de verdad? ¿Con la cantidad de etíopes que hay en Nueva York?
—Aquí no —contestó negando con la cabeza—. Si estás alguna vez en Boston, ve al Reina de Saba; queda en Roxbury. Es famoso, es como nuestra embajada. Arriba, en una estancia, venden comestibles y abajo sirven comida casera, preparada con mantequilla etíope auténtica traída por el personal de las Líneas Aéreas Etíopes. Todos los taxistas etíopes comen allí. En ese lugar sólo verás etíopes.
Stone había asistido a esta conversación con rostro inexpresivo. Cuando Anna se fue, rebuscó en el bolsillo, supuse que la cartera, pero sacó el marcador que yo le dejara en su habitación, donde le había escrito una nota la hermana Mary Joseph Praise.
Me sequé las manos cuidadosamente y lo cogí. Me di cuenta de que lo había echado de menos y me dije que no debería estar allí en una mesa de mimbre sino en la cámara de seguridad de un banco. Había sido mi talismán en un viaje desgarrador, una fuga de Etiopía de la que Stone no sabía nada. Leí las últimas líneas («Te incluyo una carta mía. Léela enseguida, por favor. HMJP») y alcé la vista.
Se agitó en su asiento. Tragó saliva y se inclinó sobre la mesa de mimbre.
—Marión. Este marcador… ¿supongo que estaba en el libro?
—Así es. Tengo el libro.
Se quedó rígido, con las manos atrapadas debajo de los muslos como si estuviese recorriéndole una corriente eléctrica.
—¿Sería posible…? Podría pedirte que… si tienes… ¿Estaba allí la carta?
Parecía desvalido, sentado allí tan cerca del suelo, como un padre que visitara un parvulario, con las rodillas debajo del mentón.
—Creía que la carta la tenías tú.
—¡No! —respondió, tan enfáticamente que Anna nos miró.
—Lo siento —dije, aunque no sabía muy bien por qué me disculpaba—. Supuse que te habías llevado la carta al marcharte. Y que habías sido tú quien había dejado el libro con el marcador.
Su expresión, tan expectante un momento antes, se descompuso.
—No me llevé casi nada. Me fui del Missing con lo puesto y un par de cosas del despacho. Y nunca volví.
—Lo sé —repuse, y se encogió. No era raro que fuese reacio a indagar en mi pasado: ningún puñal puede perforar el corazón humano como las palabras bien elegidas de un hijo despechado. Pero ¿pensaba realmente en mí así? ¿Como un hijo?—. Pero sí te llevaste el dedo —añadí.
—Sí… eso fue cuanto cogí. Estaba en la habitación de ella. Volví allí. —Alzó la vista.
—Lo siento. Ojalá tuviese la carta.
—¿Y el marcador? ¿Cómo lo conseguiste?
Suspiré. Anna nos sirvió café. La tacita sin asa parecía impropia para mi tarea de informar a aquel hombre de toda una vida.
—Tuve que salir de Etiopía precipitadamente. Las autoridades me buscaban… Es una larga historia. Creían que estaba implicado en el secuestro de un avión de las Líneas Aéreas Etíopes, que era simpatizante de la causa eritrea. Absurdo, ¿verdad? ¿Te acuerdas de tu sirvienta Rosina? Uno de los secuestradores era su hija Genet. Por cierto, Rosina murió; se ahorcó. —Era más de lo que Stone podía asimilar—. Rosina y Genet… Bueno, basta que te diga que sólo dispuse de una hora para abandonar la ciudad. Cuando me iba, cuando estaba escalando el muro del Missing y despidiéndome de Hema, de la enfermera jefe, de Gebrew, Almazy Shiva, mi hermano… —Me interrumpí, pues había chocado contra un muro—. Shiva, tu otro hijo…
Tragó saliva. Aquello estaba resultando imposible. Y sin embargo necesitaba saber, particularmente si era doloroso.
—Mi hijo… —dijo, ensayando la palabra.
—Tu hijo. ¿Quieres ver cómo es? —Asintió, esperando que sacase la cartera—. Mira el espejo que hay detrás de ti.
Vaciló, como si creyera que se trataba de una broma. Pero cuando por fin se volvió y nuestros ojos se encontraron en el espejo, me sobresalté, pues de pronto aquello resultaba más íntimo de lo esperado.
—Shiva y yo somos imágenes especulares.
—¿Y cómo es? —preguntó sin volverse.
Suspiré. Moví la cabeza y bajé la mirada. Entonces me miró de nuevo de frente.
—Shiva es… muy distinto. Un genio, en mi opinión, pero no del modo habitual. En el colegio se mostraba impaciente, nunca contestaba a las preguntas del examen para aprobar, no porque no supiese… sino porque jamás entendió que es necesario aceptar las convenciones. Sin embargo, sabe más medicina que yo, y por supuesto más ginecología. Trabaja con Hema en las operaciones de fístula. Es un cirujano excelente, sólo formado por ella. No fue a ninguna Facultad de Medicina.
Stone habría podido averiguarlo todo por su cuenta sin mucho esfuerzo si hubiese querido, pero era ahora cuando le interesaba.
—Estaba muy unido a Shiva cuando éramos pequeños.
Me miraba sin pestañear. No podía explicarle los detalles de lo sucedido desde entonces y que no había contado a nadie. Sólo Genet y mi hermano sabían la verdad.
—Él y Genet hicieron algo para herirme que no puedo perdonar…
—¿Relacionado con el secuestro?
—No, no. Ocurrió mucho antes. En realidad, estaba y sigo estando muy enfadado con él. Pero es mi hermano, mi gemelo, así que cuando no disponía de más que una hora para abandonar la ciudad, cuando llegó el momento de decirle adiós a Shiva… bueno, resultó muy doloroso para ambos. —De pronto me encontré luchando por mantener la compostura. No podía llorar delante de Stone, así que me pellizqué el muslo—. Cuando me despedí de él, me dio dos libros. Uno era su ejemplar del Anatomía de Gray, su posesión más preciada, que siempre llevaba consigo como si fuese un talismán. El otro era el tuyo, con el marcador. No supe cómo ni cuándo lo había conseguido. Ni siquiera sabía que hubieras escrito un libro. Sus páginas estaban intactas, no creo que lo leyese, desde luego no como devoraba su Gray. Es probable que viese y leyese el marcador. Pero lo conozco, y lo más probable es que no sintiese curiosidad por el marcador ni por la carta a que se refería. Shiva vive en el presente. Ignoro cómo consiguió el libro ni por qué quiso dármelo.
Él guardó silencio, con la mirada fija en el cesto vacío que había entre nosotros, como símbolo de cuanto era desconocido de su pasado, de nuestro pasado. Su expresión de profundo dolor me desgarró.
—Puedo preguntárselo —propuse, pues necesitaba saber tanto como él—. Se lo preguntaré.
Stone estaba a un mundo de distancia. Cuando alzó la vista, comprendí la intensidad de su dolor; lo vi en el oscurecimiento del iris, aunque esa delicada estructura no debería cambiar de color. El aura casi mística de aquel cirujano legendario (la resolución, la dedicación, la pericia) era mera superficie. Había fabricado al personaje quirúrgico para protegerse, pero en realidad lo que había creado era una cárcel. Siempre que se aventuraba de lo profesional a lo personal, sabía lo que le esperaba: dolor.
—Y resulta que creía que la tenías tú y tú creías que la tenía yo… —dijo al fin con una voz vieja, fatigada.
—¿Qué crees que dice la carta?
—Ojalá lo supiera —replicó bruscamente—. Daría el brazo derecho por…
Hacía unos meses que lo conocía y la cólera que me creía obligado a sentir se había aplacado. Lo que me había contado de su niñez, la muerte de su madre… habría sido suficiente para perdonarle, pero no creía que estuviese preparado para ello. Si no había perdonado a Shiva, ¿por qué exculpar a Stone? Aunque lo hubiese disculpado, había en mí una parte perversa que se negaba a dejar que él lo supiera. Pero tenía un asunto pendiente con él.
—Tengo que decirte una cosa —empecé, pensando que nunca había creído que pudiese sentir embarazo delante de aquel hombre—. Algo que Ghosh me encargó. —El deseo de Ghosh me había parecido irracional en su momento, pero ahora, delante de aquel rostro duro y curtido, comprendí por qué había querido que buscara a Stone. Ghosh lo conocía, aunque había sobrestimado mi madurez—. Expresó un último deseo que prometí cumplir. Pero no lo hice. Lo pasé por alto. Espero que tú, y él, me perdonéis. Me dijo que creía que su vida sería incompleta si yo no lo hacía… Quería que viniese en tu busca y te dijese que te consideraba un hermano. —No resultó fácil, porque me asaltó la imagen de la fatigosa respiración de Ghosh, recordé cada una de sus palabras, mientras veía el efecto que al repetirlas causaban en Stone. Aparte de su madre, y del doctor Ross en el sanatorio, ¿quién había expresado amor por él? Tal vez la hermana Mary Joseph Praise, pero ¿había llegado a decírselo alguna vez? Y si lo había hecho, ¿la había oído él?—. Le decepcionó que no te pusieras en contacto con él. Pero quería que supieses que, fuese cual fuese tu razón para guardar silencio durante tantos años, lo aceptaba.
Ghosh creía que Thomas no había querido mirar atrás por vergüenza. Tenía razón, porque se ruborizó entonces.
—Lo siento tanto… —dijo, y aunque no supe si se dirigía a mí, a Ghosh o al universo, y aunque no era suficiente, ¡ya era hora!
Si había más personas en el restaurante ya no me fijaba en ellas, y si sonaba la música ya no la oía.
Estudié a mi padre como estudiaría un espécimen colocado ante mí: vi la sonrisa que pugnaba por aflorar sin conseguirlo, y la expresión angustiada y dolorida que siguió. Habría sido terrible que un hombre como él hubiese intentado educarnos, que nos hubiese sacado de Etiopía. A pesar del dolor y la sensación de pérdida que había experimentado, nunca habría cambiado mi pasado en el Missing por una vida en Boston con él. Tenía que agradecer a Thomas Stone que se hubiese marchado de mi país. El amor que sentía por la hermana Mary Joseph Praise había llegado demasiado tarde. Ella era el misterio, el gran pesar que se llevaría a la tumba… y nada lamentaría más que no saber lo que le decía en aquella carta.
—Escribiré a Shiva —aseguré—. Le preguntaré por la carta.
Creo que entonces comprendí por qué Thomas Stone evitaba a la gente. Después de la traición de Genet, no había querido amar tanto a una mujer; no, salvo que tuviese una garantía por escrito. Había conocido a una estudiante de Medicina del Mecca, una santa comparada con mi primer amor; buena, generosa, bella y que parecía ir más allá de sí misma, como si su existencia fuese secundaria comparada con su interés por el mundo y las cosas del mundo, incluido yo. Mi respuesta tardía y débil debió de alejarla de mí, privarme de cualquier oportunidad de un futuro en común. ¿Me sentí triste? Sí. ¿Y estúpido? También, pero aliviado al mismo tiempo. Al perderla, me protegía de ella y la protegía de mí. Era algo que tenía en común con el hombre que se hallaba frente a mí. Pensé en un reloj que ha dejado de tictaquear y que sólo indica la hora correcta dos veces al día.
Stone pagó. Me levanté con él. En la puerta del restaurante, ambos con las manos en los bolsillos, esperé.
—«No llames feliz a ningún hombre antes de su muerte» —dijo. Y sin darme tiempo a decidir si aquella expresión suya era alegre o de tristeza, asintió con un cabeceo y se alejó.