46
Habitación con vistas

Guardó silencio, y en los minutos siguientes me pareció que intentaba decidir qué más contar. Cuando continuó, al principio pensé que se había saltado los años del Missing, desechando la existencia de mi madre, y estuve a punto de soltar una grosería para interrumpirlo, pero me alegro de no haberlo hecho, porque cuanto siguió trataba de ella…

Los robles y los arces que se ven por la ventana de su habitación son hombres salvajes con la cabeza en llamas. Cierra los ojos, pero bajo los párpados aún sigue viendo la misma pesadilla. Sus nervios son dolorosos cables punzantes que envían descargas eléctricas a los músculos. Tiembla tanto que al llevarse a los labios un vaso de agua la derrama casi toda antes de tomar un sorbo. Vomita hasta que imagina la pared del estómago lisa y brillante como un caldero de cobre. Pero el impulso de escapar a la carrera ha desaparecido. Ha puesto uno o quizá dos océanos entre él y el lugar del que huye.

Eh Harris y otro hombre, tal vez médico, a juzgar por su distanciamiento, le dejan tintura de paregórico en una botellita al lado de la cama. No la ve al principio, supone que el peculiar aroma a anís y alcanfor es una alucinación. Pero cuando la localiza, bebe como si contuviese la redención. El olor a antiséptico impregna el aire de la habitación y luego su aliento. La pequeña cantidad de opio de la tintura es lo que le proporciona cierto alivio, se dice. No es, por supuesto, la base de alcohol de la tintura, pues ha dejado de beber.

Las dos únicas mujeres a quienes ha amado han muerto, y aunque una falleció años antes que la otra, ambas muertes se superpusieron en su cerebro. Le hicieron perder el juicio. Huyó. Corrió sin saber adonde ni de qué huía. Ya ha corrido bastante. No recuerda cómo llegó a Nueva Jersey desde Kenia, sólo que cuenta con un benefactor, Eli Harris.

Pasa una semana, medida no por días sino por sudores fríos y terrores nocturnos. La agitación y los temblores tardan dos semanas en remitir, y los feos y pequeños invertebrados en empezar a retroceder. Estuvieron durante mucho tiempo sobre su piel y sobre el borde de las sábanas, escurriéndose hacia la periferia de su visión cuando se volvía para mirarlos. Ahora retroceden hacia el inframundo quitinoso de donde procedían.

Hay pan y queso junto a su cama, colocados sobre un periódico de hace dos días. La botella de paregórico está vacía. Han vuelto a llenar la jarra de agua. Cuando le parece que ya no entraña riesgo acercar la silla hasta la ventana, las hojas han pasado de zanahoria a ladrillo y a carmesí y a todos los tonos intermedios, una paleta que desborda la imaginación de cualquier pintor. Toma asiento allí como una estatua, agradecido de poder sentarse, de ver las cosas como son. Las hojas caen en espiral, cada descenso único y nunca repetido. Un millón de viajeras dejan sus rastros invisibles en el aire.

Una mañana, se siente lo bastante sereno para bajar la escalera. Un gorrión salta sobre la madera alabeada del porche, y el barniz se descascarilla bajo sus patas. Ve al gatito anaranjado que avanza desde la glicina, deslizando los omóplatos como pistones bajo la piel. Se pregunta si estará alucinando. El felino clava los ojos en su presa, no parpadea. El pájaro ladea la cabeza como una mujer coqueta para mirar al hombre y al animal.

Cuando Thomas cree que la tensión es insoportable, el gatito da un salto, pero el gorrión brinca sin problema hasta la barandilla poniéndose fuera de su alcance. Percibe que algo se rompe en su interior, liberándolo del letargo que frena sus movimientos y entorpece sus pensamientos. Ha salido a un mundo en que el destino de un gorrión y el de un hombre pueden decidirse en el pestañeo de un gato, ésa es la verdadera medida del tiempo.

* * *

Conoce el techo de su habitación mejor que su cuerpo. Ha estudiado las molduras; las hendiduras decorativas son regulares en profundidad y anchura. Ve la obra de un artesano. Aunque un torpe aficionado subdividió más tarde la casa con tabiques de contrachapado y puertas prefabricadas, aún es visible la huella del maestro.

Al principio atribuye al paregórico el curioso fenómeno, pero continúa mucho después de que aquél se haya acabado: como un operador de cine, ve desplegarse su vida en la pantalla del techo en blanco, o a veces en la luz que juega sobre la ventana. No puede controlar el contenido ni el orden de los rollos, pero sí observar desapasionadamente, separar las emociones del acontecimiento y juzgar al actor que le interpreta a él.

Una tormenta de principios de invierno cae sobre Ocean City y llega al interior por la tarde, primero con lluvia gélida que bate contra la ventana, y luego con nieve tan espesa que cuando sale fuera le baja las pestañas. Cubre el norte de Nueva Jersey con una capa de trece a quince centímetros en cinco o seis horas. Se cierran autopistas, aeropuertos, escuelas y tiendas, pero él no tiene ni idea de lo ocurrido cuando se retira a su habitación. En los bordes de la ventana se forma hielo dejando un estrecho prisma por el que se ve un mundo silencioso y fantasmal. Aquel atardecer presencia una escena de su vida que le hace desear acabar con todo. Está sentado en la cama, mirando por la angosta brecha de la ventana escarchada. Su mente se halla paralizada y silenciosa, como el paisaje exterior. Lo único que se agita es el ir y venir del aliento, pero hasta eso parece cesar.

Entonces, de pronto, siente una aceleración, como si el desgaste de las células cerebrales hubiese destapado una laguna de la memoria.

Lo que arroja aquella noche de invierno es un recuerdo intenso, colorista y concreto de la hermana Mary Joseph Praise.

El sólo es el observador; un hombre observa a un pájaro, ajeno al gato feroz que acecha en la glicina.

Esto es lo que ve, lo que recuerda:

Adis Abeba.

Hospital Missing.

Trabajo.

Se ve a sí mismo enfrascado en el ritmo de las operaciones, de la clínica, de escribir, de obligarse a dormir, sus días llenos y satisfactorios. Las semanas y los meses van pasando. La palabra clave: trabajo. Y de pronto la maquinaria se para…

(Piensa en esto como su «período del Missing», lo prefiere a «crisis nerviosa»).

Siempre empieza del mismo modo. Despierta del sueño en su habitación del Missing, aterrado, no puede respirar, como si estuviese a punto de morir, como si el aliento siguiente disparara la explosión. Aunque está despierto, los tentáculos del sueño y la pesadilla no ceden. Lo distintivo de ese estado es una aterradora distorsión espacial. Su pluma, el pomo de la puerta y la almohada (los objetos cotidianos que normalmente no merecen una segunda mirada) se hinchan, alcanzan dimensiones colosales y amenazan con atravesarlo, con asfixiarlo. No controla en absoluto la situación, de la que no puede salir incorporándose o moviéndose de un sitio a otro. Se convierte en algo que no es niño ni hombre, no sabe dónde está ni la escena que revive, pero se siente aterrado.

El alcohol no es el antídoto, no rompe el maleficio, pero amortigua el terror. Tiene un precio: en vez de caminar por la línea entre la vigilia y la pesadilla, la cruza. Deambula por un mundo de objetos familiares convertidos en símbolos; recorre escenas de su infancia y atraviesa las puertas del infierno. Oye un diálogo incesante, como una crónica de criquet en la radio. Ése es el telón de fondo de los terrores nocturnos de Etiopía. La voz del comentarista no es nítida… a veces parece su propia voz. Cuando bebe pierde el miedo, pero el dolor no desaparece. Él, que no tiene lágrimas en el estado de vigilia, llora como un niño ahora. Ve a Ghosh (probablemente el Ghosh real, no un personaje del sueño) de pie ante él, preocupado y moviendo los labios, pero la voz del comentarista ahoga sus palabras.

Entonces aparece ella. No puede oírla, pero su presencia resulta tranquilizadora y finalmente sólo ella permanece, sólo ella hace guardia. Debía de estar durmiendo cuando la avisaron, porque lleva un pañuelo a la cabeza y una bata. Lo abraza al aparecer una nueva oleada de lágrimas, y llora con él, intentando salvarle de la pesadilla pero al hacerlo la arrastra también a ella. (Cada vez que lo recuerda, siente un estremecimiento). Cuando trabajan juntos comparten una intimidad que incluye el cuerpo de otro que yace entre ellos, inconsciente, desnudo y expuesto. Pero este llanto en brazos de ella es diferente de los roces de sus antebrazos cubiertos por las mangas o de las cabezas que chocan durante una intervención quirúrgica. Separados como están por la mesa de operaciones durante tantas horas al día, cuando ella lo abraza, la ausencia de la mesa, la mascarilla, los guantes, resulta alarmante. Se siente como un recién nacido colocado sobre el vientre materno desnudo. Ella le susurra al oído. ¿Qué dice? Ojalá pudiese recordarlo. Parece algo improvisado, no una oración formal. Consigue silenciar la voz del locutor.

Recuerda su blusa, humedecida por las lágrimas de él… no, por las lágrimas de ambos.

Se acuerda de que se abrazaba a ella, de que apretaba la cara contra su pecho, durmiendo, despertando, abrazando, llorando, durmiendo de nuevo. Ella pregunta una y otra vez: «¿Que pasa? ¿Qué te ha pasado?». Permanece a su lado horas, días, quién sabe cuánto tiempo, mientras él se aferra a la vida y la tormenta ruge, lo golpea, intentando separarle de su abrazo.

Recuerda una pausa, un silencio sorprendente que supone un cambio en la pauta. La blusa de ella se ha abierto.

Como un cirujano que se esfuerza por desplegar un plano tisular bajo la incisión, él quiere que la blusa se abra más, y tal vez su nariz, sus mejillas, vengan en su ayuda. Los pezones se separan de los soportes en que yacen, y entonces los pechos escapan de la blusa para encontrarse con sus labios. El rostro de ella debe de ser un espejo del suyo porque trasluce miedo emparejado con deseo.

Ella se cierne sobre él, desnuda, los pechos plenos y tranquilizadores, lágrimas y alivio en el rostro de ambos, que se devoran a besos para recuperar el tiempo perdido. Luego él está sobre ella, que lo mira como si fuese el Salvador. Cuando la penetra, se adentra en su bondad, una bondad y una inocencia que él perdió siendo muy pequeño, de las que se alejó pero promete que nunca volverá a alejarse…

Sentado en la cama en su exilio de Nueva Jersey, el mundo exterior silencioso bajo la nieve, se le acelera el corazón, una taquicardia peligrosa, la camisa empapada de sudor a pesar del frío. Siente un dolor sordo bajo el esternón. Ojalá pudiese recordar la sensación exacta de los labios de ella, de sus pechos.

Pero recuerda esto (y reza para que sea una imagen auténtica): cómo se pierde en ella, igual que si fuera un suave manto de piel de cordero. Se asienta sobre él, lo cubre como el anochecer sobre una vega. En su unión burlan a los demonios, los de ambos, y cuando él emite su grito de alivio puntúa las suaves exclamaciones de ella. Se restaura el orden. La proporción vuelve. Llega el sueño como una bendición.

La maldición es ésta (y llora en Nueva Jersey al recordar, golpeándose la cabeza con la mano): cuando despierta de su período del Missing, sólo percibe una perturbación en el espacio, un hueco en el tiempo, embarazo y vergüenza profundos, razón por la que no puede hacer memoria, y que sólo puede aliviar entregándose de nuevo a su trabajo. Ha bloqueado todo lo anterior.

Qué cruel que este recuerdo aflore en una tormenta invernal tanto tiempo después de su muerte. Qué cruel experimentar esta visión fugaz y fragmentada a través de una ventana cubierta de hielo, y preguntarse luego si es real o si se trata de la perturbación de un cerebro carcomido por el alcohol. Ha reconstruido el recuerdo como una reliquia rota, y finalmente está completo; pero aún tiene dudas. Nunca volverá a verla con mayor claridad que aquella noche en Maple, 529. Cuando años después lo recuerde, se preguntará si lo deforma, si lo adorna, porque cada vez que piensa en ella conscientemente, eso forma un nuevo recuerdo, una nueva impronta que acumula sobre lo anterior. Teme que se desmorone si lo manosea demasiado.

—Me salvaste la vida. Y perdiste la tuya por mi estupidez, mi indecisión y mi pánico —le dice en voz alta a la hermana Mary Joseph Praise, sentado en su pequeña cama de Nueva Jersey. Aunque es demasiado tarde para ello, sabe que ha de decírselo, y aunque no es creyente, espera que lo oiga de algún modo—. No puedo amar a ningún ser humano más de lo que te amo.

Es incapaz de mencionar a los niños; cree que puede hacer todavía menos por ellos que por la hermana Praise; sabe que existen dos niños, gemelos, lo recuerda, en un universo aún más lejano que donde reside ella.

Sin embargo, es demasiado tarde para decir esas cosas a la hermana Praise. Ni siquiera ese recuerdo, bello y erótico, puede excitarlo o llenarlo de gozo. En cambio, cuando se le aparece la desnudez de ella, y su propia congestión, la miscibilidad de sus partes, lo que siente son unos celos furiosos, como si ocupase su cuerpo desnudo otra persona y montase a la mujer a quien ama, una illusion des soises, «Yo soy eso, pero eso no soy yo». Su cuerpo que empuja, los triángulos oscuros de los omóplatos, los huecos y hoyuelos de la zona lumbar, sólo anuncian muerte y destrucción. Son un augurio de un final terrible porque ese placer carnal condenará a Mary, aunque ella no lo sepa aún, pero él, al observar la escena, sí. Su castigo es aún peor: él tiene que vivir.