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Una cuestión de tiempo

Cuando Thomas Stone era pequeño, le preguntó al maali (el jardinero,) de dónde venían los niños.El maali, un hombre de piel oscura, ojos turbios y aliento acre por el arrak bebido la noche anterior, contestó:

—¡Tú viniste con la marea del anochecer, por supuesto! Te encontré yo. Eras suculento y sonrosado, con una aleta larga y sin escamas. Dicen que sólo existe un pez así en Ceilán, mas allí estabas tú. A punto estuve de comerte, pero no tenía hambre. Te corté la aleta con esta misma hoz y te llevé a tu madre.

—No te creo. Mi madre y yo tuvimos que venir juntos del mar. Éramos un pez grande. Yo estaba en su vientre y salí —replicó el niño, alejándose. El maali podía hacer que brotasen rosas de la tierra donde sus vecinos no lo conseguían. Pero Hilda Stone lo habría despedido por contarle historias como aquélla a su único hijo.

La casa del pequeño quedaba justo al otro lado de las murallas de piedra de la fortaleza de San Jorge en Madrás, India. La aguja de Santa María se alzaba detrás de las melladas almenas. Su pintoresco y cuidado cementerio constituía el patio de recreo del niño, el lugar donde estaban enterradas más de cinco generaciones de hombres, mujeres y niños ingleses, a quienes se habían llevado el tifus, la malaria, la kala azar y, en contadas ocasiones, la vejez.

La fortaleza de San Jorge fue la sede inaugural de la Compañía de las Indias Orientales. Santa María se construyó en 1680, la primera iglesia anglicana de la India (aunque en modo alguno la primera iglesia, que fue construida en el año 54 por el apóstol santo Tomás, que desembarcó en la costa de Kerala). Una placa en el interior de Santa María conmemoraba el matrimonio de lord Clive y otra el del gobernador Elihu Yale, que fundaría más tarde una universidad en América. Pero el niño no veía ninguna en conmemoración del matrimonio de Hilda Masters, de Fife, tutora e institutriz, con Justifus Stone, funcionario del Raj (el Imperio británico en la India), y casi dos décadas mayor que ella.

Thomas creía que todos los niños se criaban como él, frente al océano Indico, con el temible estruendo de las olas estrellándose contra la fortaleza de San Jorge de fondo. Y suponía que todos los padres eran como el suyo, que tropezaban con los muebles y hacían ruidos alarmantes en plena noche.

La voz de Justifus Kaye Stone, que bajaba tronando desde lo alto, y su bigote de escobilla de limpiar botellas mantenían a raya a los niños pequeños. Los recaudadores de impuestos del funcionariado indio eran considerados semidioses, siempre rodeados por un séquito de secretarios y peones como moscas en torno a mangos muy maduros. Los recaudadores hacían giras que duraban semanas enteras y eran agasajados en cada ciudad. Cuando Justifus Stone estaba en casa en cierto modo no se encontraba allí, a pesar de su ruidosa presencia. Thomas comprendía (como lo captan los niños, aunque les falten palabras para expresarse) que Justifus era un hombre centrado en sí mismo y que no prestaba atención a su mujer. Tal vez por eso Hilda se refugió en la religión. Imaginar el sufrimiento de Cristo le permitía soportar el propio.

Bienaventurados los mansos.

Bienaventurados los pacíficos.

Bienaventurada la joven institutriz que se casa con un recaudador de impuestos confiando en aclararle la piel amarillenta de quinina y curarle la afición a la ginebra y las mujeres nativas, porque de ella es el reino de los cielos.

La bienaventuranza de Hilda llegó en la forma de su hijo rubio de ojos azules cuyos pies su madre apenas dejaba que rozasen el suelo, incluso cuando ya era suficientemente mayor para caminar.

El aya del pequeño, Sebestie, no tenía más tarea que la de incorporarse al juego, porque era Hilda quien lo dejaba montarse en su espalda fingiendo ser Jim Corbett, el cazador de caza mayor, mientras ella encarnaba al elefante que lo transportaba a su puesto para la cacería del tigre. Hilda dibujaba portillos con tiza roja en las paredes encaladas y lanzaba para él una pelota de tenis. Le cantaba himnos y abanicaba cuando no podía dormir por el exceso de humedad. La claridad de su voz cantarína llamaba la atención de las soñolientas lagartijas de la pared. Su pelo castaño, con raya al medio, caía de una cabeza acampanada. Por mucho que lo contuviera, un halo crespo enmarcaba siempre su rostro.

Cuando el niño extendía los brazos en plena noche buscándola, ella estaba allí. Pero las noches en que Justifus Stone se hallaba en casa, el pequeño no dormía bien, temía por su madre, pues aquéllas eran las únicas veces que abandonaba la cama de su hijo. Entonces Thomas hacía guardia con su bate de criquet ante la puerta cerrada del dormitorio, dispuesto a irrumpir si los ruidos no cesaban. Sólo cuando cesaban, como siempre acababa por suceder, se retiraba a su habitación. Al abrir los ojos por la mañana, la veía de nuevo a su lado, despierta y mirando a través de su fleco de pelo.

Todos los niños deberían tener una madre de temperamento tan equilibrado; las pocas veces que Hilda se enfadaba lo hacía con tanta suavidad que el efecto era perdurable. Thomas vivía para complacerla, para lo que se esforzaba constantemente. Era como si ambos supiesen, aunque no podían saberlo, que la vida era corta, el instante fugaz.

El niño tenía ocho años cuando Hilda se vio obligada a dejar el coro de Santa María. Una tos que al principio sonaba a lejanos disparos de artillería pronto pasó a ser como uñas al raspar una bolsa de papel. El doctor Winthrop, un hombre demasiado bien vestido, que más que conversar emitía sentencias, dictaminó que madre e hijo debían dormir separados, «por el bien del niño».

El pequeño oía los paroxismos nocturnos de Hilda desde la otra habitación, tapándose los oídos con las almohadas.

—Es consunción, no cabe la menor duda —le dijo un día el doctor Winthrop a Thomas, empleando un término delicado para la tuberculosis mientras guardaba el estetoscopio y el termómetro—. Se ha hecho seca. La forma sicca de la tisis, ¿sabes? —explicó al niño como si se tratase de un colega, y le estrechó la mano con gravedad.

¿Cuándo se pondría mejor?

—Reposo, dieta e hidroterapia —recomendó—. Durante un tiempo… digamos que durante mucho tiempo… se vuelve inactiva. Después de todo, no es algo que dependa de nosotros, ¿eh, señor Stone?

Cuando Thomas preguntó: «Por favor, señor, ¿de quién podría depender?», el doctor alzó la mirada, pero el pequeño no entendió hasta más tarde que el médico no se refería a Justifus, cuyos pesados pasos hacían estremecerse la lámpara del techo, sino a Dios.

Thomas despertó una mañana soñando con carruajes tirados por caballos y estruendo de cascos en sus oídos. Descubrió que su madre había vomitado sangre por la noche, mucha, y que habían tenido que avisar a Winthrop. Cuando se la llevaron, no le dejaron besar la frente de su hijo. Viajó hasta Coimbatore, y desde allí el tren de vía estrecha, que parecía de juguete, la llevó ladera arriba hasta una estación de montaña situada justo debajo de Uty. El doctor Ross había erigido un sanatorio en las montañas de Nilgiri siguiendo el modelo del famoso centro de Trudeau en Saranac Lake, Nueva York. Las cabañas blancas que rodeaban el hospital eran una reproducción exacta de las neoyorquinas, con los mismos porches espaciosos y ventilados e idénticas camas con ruedas.

Thomas se durmió llorando contra el pecho huesudo de Sebestie. Estaba enfadado con Hilda por enfermar, por haber fomentado aquella intimidad al punto que la separación resultara al niño insoportable. No era como sus compañeros del colegio, que querían más a sus ayas que a sus padres y no les importaban las largas separaciones. Sebestie se convirtió en una madre sustituía de la noche a la mañana, pero él se resistía a entregarle su amor, porque también ella podría luego desaparecer.

Thomas acudía a Santa María y rezaba cincuenta salves antes de ir al colegio, y lo mismo a la vuelta. Pasaba tanto tiempo arrodillado que se le formaron unas protuberancias bajo las rótulas. Llevaba colgado al cuello con un cordel, escondido debajo del uniforme del colegio, el pesado crucifijo que había estado en la pared del cuarto materno. El crucifijo le rozaba la piel sobre el esternón y el cordel se le hincaba en el cuello. Como no tenía un primogénito ni un carnero o una oveja, sacrificó su bate de criquet firmado por Don Bradman, dando golpes hasta destrozarlo contra la piedra de lavar. Ayunó al punto de sentir mareos. Con una cuchilla de afeitar se cortó en el antebrazo, vertiendo sangre en el altar que había construido para la Virgen María en su habitación. Sebestie lo llevó al templo de Mambalam e incluso al pequeño templo que había en la acera detrás de su casa. Si dependía de Dios, no parecía que Dios escuchase.

Entretanto, su padre no se saltaba ni una parada en su circuito: Vellore, Madurai, Tuticorin y los puntos intermedios. Cuando Justifus Stone se encontraba en casa, apenas tenía tiempo para quitarse el salacot o deshacer las maletas que ya estaba otra vez de viaje. Justifus llamaba a su hijo «arzobispo de Canterbury», y si lo que se proponía era tranquilizarlo con esas palabras, no lo lograba en absoluto. Hablaba con Thomas como si se dirigiese a multitudes. De noche oía sus pisadas irregulares como las de un gigante en un dormitorio de dimensiones liliputienses que no pudiese evitar chocar contra los muebles. Cuando su padre volvía a salir de viaje, el niño respiraba aliviado.

Transcurrió un año en el que Thomas vivió prácticamente sin padres en la gran casa, con Sebestie, Durai (el cocinero), el maali Sethuma (que lavaba la ropa y fregaba los suelos de baldosas) y un intocable que acudía una vez a la semana a limpiar los retretes; ellos eran su familia.

El día de Navidad, el hijo y el campechano padre se reunieron para la comida, acompañados por un único invitado, Andrew Fothergill, un empleado paterno.

—¡Vaya! ¡Qué festín! Es agradable contar con la presencia de todos. Magnífica comida, sencillamente magnífica. Comed, comed —decía, cuando sólo estaban ellos tres a la mesa y Durai esperaba tras la puerta de la cocina—. No podemos dejar que se lo lleven todo. Hay dinero que ganar con la fibra de coco. Cuerdas, claro, o esteras. Lo merecemos, nos lo ganamos, por supuesto, y qué caramba, lo tendremos.

Y así continuó, callando apenas para tragar, escupiendo migas. Fothergill se esforzaba valerosamente por conectar los pensamientos de Justifus, por proporcionar a los comentarios dispersos de su superior una columna vertebral, una ilación. Justifus empezó a frotarse un muslo, luego el otro, removiéndose, mirando hacia abajo con irritación como si la perra se hallase bajo la mesa, aunque, por supuesto, el animal jamás entraba en la casa cuando él estaba. Cuando sirvieron el pudín las frotaciones en la pierna eran tan furiosas que Thomas acabó por preguntarle:

—Por favor, señor, ¿qué le pasa?

—Tengo costras en las piernas, hijo. Es una cosa continua, ¿sabes? Resulta muy molesto. —Al intentar levantarse, casi vuelca la mesa. Salió del comedor tambaleante, apoyándose en el aparador y la pared, con los pies pegados al suelo como imanes.

Thomas recordaba la mirada de consuelo de Fothergill cuando le había acompañado hasta la puerta.

20 de enero

Mi querido hijo:

Mis temperaturas fueron 36,7; 37,2; 37,8 y 37,3 grados. No incluyó la de 38, aporque no me la creí. Sacan rodando nuestras camas al porche y vuelven a meterlas dentro de noche. Dentro y fuera. Ni siquiera me permiten ir al lavabo. REPOSO ABSOLUTO, aunque el inmenso esfuerzo que eso requiere parece contradecir la idea de descanso. Me cuesta mucho creer que en este porche, con la niebla y el aire tan frío, el cuerpo pueda generar una temperatura superior a los 36 grados. No es extraño que nos llamemos animales de sangre caliente.

Había rodeado con un círculo una mancha en la hoja y añadido el comentario: «Mis lágrimas, al llorar por ti, hijo mío querido». Hilda le recordaba en todas las cartas que tenía que ser valiente y paciente.

Para Thomas el tiempo no se dividía ya en días y noches o en estaciones. El tiempo era un anhelo sin fisuras de su madre.

«Dicen que no he experimentado ninguna gran mejora, pero que debería alegrarme de no haber empeorado…».

El niño iba pasando por las rutinas en el colegio. Su madre le exhortaba a rezar, le explicaba que ella rezaba a todas horas y que Dios escuchaba y que la oración nunca fallaba. Él rezaba constantemente, convencido de que al menos las oraciones la mantendrían viva.

«Sé que Dios no se propone mantenernos separados y que pronto volverá a reunimos».

* * *

Una mañana, Thomas despertó y notó la almohada húmeda. Sebestie encendió la lámpara y allí estaba la señal de la Bestia: una leve rociada rojiza en su almohada, un diseño de rara belleza. El aya lloró, pero el niño estaba entusiasmado. Sabía que eso significaba que volvería a ver a su madre. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes?

Dos camilleros descalzos con flamante dril blanco recibieron su tren en Uty y lo llevaron directamente a la cabaña de Hilda. Se metió en su estrecha cama, entre sus brazos. Tenía once años. «Tu llegada es el mejor y el peor regalo que podría haber recibido», dijo ella.

Pálida y en los huesos, era una sombra de la madre que él conociera en otros tiempos. Carecía ya de aquel espíritu juguetón, aunque tampoco podría haber encontrado reciprocidad en aquel hijo suyo larguirucho de ojos angustiados y orlados de arrugas de preocupación. Se sentaban juntos en el porche de su cabaña, los dedos entrelazados como raíces secas. Por la mañana temprano veían a los recogedores de té que pasaban flotando por el sendero, los pies ocultos por la niebla, los baldes de la comida tintineando a cada paso. Por el día, sólo interrumpían su soledad las enfermeras para tomarles la temperatura y llevarles el almuerzo y las medicinas. Al oscurecer, cuando veían a los recogedores de té regresar a casa, era la hora de dormir.

Como a Hilda le faltaba el aliento, era él quien leía, y su madre lloraba de orgullo ante la fluidez precoz del muchacho. Las tumbonas de fondo de caña disponían de grandes reposabrazos y de una paleta para escribir hecha de la misma teca. Allí se escribían cartas uno a otro, las metían en sobres y las sellaban; después del almuerzo intercambiaban sobres, los abrían y las leían. Rezaban por lo menos tres veces al día. Cuando hacía mucho frío se quedaban fuera, envueltos en mantas.

Al principio a Thomas le mareaba la altura, pero fue fortaleciéndose. La tos disminuyó. Sin embargo, nada, ni el aire fresco ni la leche ni la carne, los huevos y los tónicos que la obligaban a tomar, ayudaba a Hilda. Su tos era distinta, un sonido fascinante y quejumbroso al mismo tiempo. Su hijo se percató de que tenía una hinchazón delicadamente dolorosa en el esternón, que destacaba debajo de la blusa. Le resultaba embarazoso preguntarle, y procuraba no apoyar la cabeza allí. Una vez, cuando su madre estaba desnudándose, lo había entrevisto: era tan grande como un huevo de petirrojo, pero más oscuro. Supuso que se debía a la consunción, la tisis, el bacilo tuberculoso, el agente de Koch, TB, la microbacteria… cualquiera que fuese su nombre, un enemigo traicionero que crecía en su interior.

Una noche cuando estaban echados uno al lado del otro con las camas juntas, y mientras Thomas leía el libro de oraciones diario, Hilda lanzó una exclamación de sorpresa. Miró de nuevo la frase para ver si había pasado por alto una palabra, y al alzar la vista vio la sangre que manchaba el camisón blanco de su madre y se extendía como si le hubiesen disparado.

Jamás podría olvidar que en el momento atroz en que su madre se dio cuenta de que estaba muñéndose y cuando sus ojos buscaron los de su hijo, su primer pensamiento, su único pensamiento, fue que iba a abandonar a su pequeño.

Se quedó paralizado un instante, y a continuación se levantó de un salto y abrió la blusa empapada. Del pecho brotó un geiser rojo que ascendió hasta el techo y después cayó al suelo. Un momento después volvió a ocurrir lo mismo. Y luego otra vez. Un surtidor de sangre obsceno y palpitante, al ritmo de cada latido de su corazón, continuó golpeando el techo, lloviendo sangre sobre él, la cama y el rostro de ella, y empapó las páginas del libro abierto.

Retrocedió ante aquel espectáculo monstruoso, aquella erupción del pecho de su madre que tintaba de rojo cuanto se encontraba alrededor. Cuando se le ocurrió contenerlo con la sábana, el géiser había perdido fuerza, como si el depósito estuviese vaciándose. Hilda yacía empapada en su sangre, la cara blanca como porcelana y moteada de escarlata. Había muerto.

Thomas abrazó la cabeza empapada y le bañó la cara de lágrimas.

—Era inevitable. Ese aneurisma llevaba un año tictaqueando en su pecho. Sólo era cuestión de tiempo —le dijo el doctor Ross cuando llegó en pijama y con la bata blanca encima, al tiempo que le aseguraba que la sangre no era infecciosa, idea que al muchacho ni siquiera le había pasado por la cabeza.

Solo, verdaderamente solo, Thomas contrajo fiebre y tos. No quiso trasladarse de la cabaña a la enfermería, pues aquélla era la última cosa del mundo que le unía a su madre. Dejó que lo condujeran para hacerle una radiografía. Luego observó a Muthukrishnan, el boticario, que llegó con una carretilla cargada con el voluminoso aparato de neumotorax en su brillante caja de madera. Muthu se acuclilló en la terraza y, después de limpiarse la cara con una toalla, abrió la elegante caja y empezó a desempaquetar las grandes botellas, manómetros y tubos. Al poco rato llegó en bicicleta el doctor Ross, que también había sufrido en tiempos consunción.

—Las radiografías no sirvieron de nada, muchacho. Absolutamente de nada —aclaró Ross.

«Era sólo cuestión de tiempo», pensó Thomas, deseando que llegase el momento de reunirse con su madre.

No se encogió cuando la aguja penetró entre las costillas por la espalda y en el espacio pleural que formaba el pulmón, un espacio que era normalmente un vacío, explicó Ross.

—Ahora medimos presiones —añadió.

Maniobró con la aguja mientras Muthu trajinaba con las dos botellas, subiéndolas y bajándolas siguiendo las instrucciones de Ross.

—Esto es «neumotorax artificial». Una forma elegante de decir que metemos aire en ese vacío que forra tu pecho para colapsar la parte infectada del pulmón, muchacho. Esas bacterias de Koch necesitan oxígeno para prosperar, y no vamos a dárselo, ¿verdad?

Boca abajo, desde las profundidades de su enfermedad, Thomas pensaba que aquel razonamiento no era lógico. Estuvo a punto de decir: «¿Y qué pasa con mi oxígeno, doctor Ross?», pero se contuvo.

Tuvo que permanecer tumbado en decúbito prono veinticuatro horas, sostenido en esa posición por sacos de arena. Muthu pasaba a ver cómo se encontraba varias veces al día. Reseñó la fiebre súbita y los escalofríos. El neumotorax artificial había introducido otras bacterias en el espacio pleural del pulmón.

—Empiema, hijo —sentenció la voz de Ross, que el muchacho oía a lo lejos—. Así llamamos al pus que se acumula alrededor del pulmón. No me sucede muy a menudo, pero a veces pasa. Lo siento mucho. Desgraciadamente, el pus es demasiado denso para extraerlo con una aguja —le explicaba.

Lo llevaron para operarlo a una habitación azulejada de ventanas altas, que parecía desnuda salvo por una elevada y estrecha mesa en medio, sobre la que colgaba una luz de disco gigante que parecía el ojo compuesto de un insecto. Le causó una honda impresión en el muchacho. Era de otro mundo, territorio sagrado, pero aun así secular. El término «quirófano» resultaba adecuado por su extrañeza.

Con anestesia local, Ross cortó la piel junto a la tetilla izquierda, luego expuso tres costillas adyacentes y cortó segmentos cortos de ellas, destechando o «epifisectomizando» la cavidad del empiema. El pus no tenía ningún sitio donde concentrarse. A pesar de la anestesia, el muchacho sintió dolores atroces en algunos momentos.

—¿No destruirá una abertura así el vacío en el espacio pleural? —preguntó cuando fue capaz de hablar—. ¿No hará que entre el aire y se colapse todo el pulmón?

—Brillante pregunta, muchacho —repuso Ross, encantado—. Se colapsaría en cualquier otro, pero debido a la infección, el empiema, el forro de tu pulmón se ha vuelto rígido, grueso e inflexible, como una escama. De modo que en tu caso no ocurrirá.

Durante una semana, el pus rezumó en las almohadillas de gasa fijadas sobre el agujero. Cuando el derrame se convirtió en un hilo, el médico rellenó la herida con cinta de gasa para hacerla «curar por intención secundaria». Durante los cambios de vendaje, Thomas la examinaba con un espejo, enorgulleciéndose perversamente de lo que producía y de los cambios diarios mientras su cuerpo iba reparándose.

Ross era un hombre bajo y alegre, con la cara más redonda y anodina del mundo y unas piernas arqueadas de jockey. Siempre calentaba con sus manos regordetas la pieza del estetoscopio que debía aplicar en el pecho antes de que el metal rozase la piel de Thomas. Le percutía el tórax, haciéndolo resonar habilidosamente. Retiraba las gasas y ambos miraban el cráter.

—¿Ves esa base roja que parece formada por piedrecitas, Thomas? Lo llamamos «tejido de granulación». Irá llenando poco a poco la herida y permitirá que se forme piel sobre ella.

Y así ocurrió exactamente. En un momento dado, el tejido de granulación creció demasiado, hinchándose como una fresa. «Carne orgullosa», lo definió Ross. Cogiendo con el fórceps un cristal de sulfato de cobre, frotó con él sobre la carne orgullosa, quemándola para reducirla de tamaño.

Un día, Ross le llevó el Inmunidad en enfermedades infecciosas de Metchnikoff junto con el Principios y práctica de la medicina de Osler. A Metchnikoff era difícil seguirle, pero a Thomas le gustaron los dibujos de leucocitos que se comían bacterias. Osler resultaba sorprendentemente legible.

En una existencia que consistía sólo en un preludio de la muerte, Thomas descubrió que anhelaba la visita de Ross, los rituales diarios de aquel hombre bajito. Y sin embargo, reprimía el afecto que sentía por el doctor, porque ésa era la receta infalible para perderle.

—Yo no pienso irme, muchacho —le aseguró Ross un día—. Y como tú te quedas, ¿por qué no nos acompañas cuando hacemos las visitas?

Y se alejó sin esperar respuesta.

Thomas había pasado ya año y medio en el sanatorio cuando Ross le dio el alta. En ese tiempo no vio nunca a su padre. Fothergill lo visitó dos veces y explicó que Justifus Stone estaba demasiado enfermo para viajar. Thomas preguntó a Ross sobre la enfermedad que padecía su progenitor.

—No es tuberculosis, es otra cosa —contestó el médico.

—¿Tiene que ver con las piernas?

—Es grave, muchacho. Por desgracia, lo es —respondió Ross acariciándole el pelo—. Debe guardar cama. Ya te enterarás en la Facultad de Medicina.

Era la primera vez que el médico pronunciaba aquellas palabras dirigiéndose a él. Thomas no pudo evitar que se le acelerara el corazón, fue como si se hubiese entreabierto una puerta en su carbonera, dejando entrar luz, prometiendo un futuro cuando no había imaginado ninguno.

Ross, convertido oficialmente en tutor de Thomas, decidió que éste debía ir a un internado de Inglaterra. A él no se le ocurrió siquiera visitar a su padre en el hospital de Madrás antes de embarcar.

Habían pasado dos cursos cuando Ross escribió para comunicarle que Justifus había muerto. Una modesta herencia le permitiría terminar bajo la tutela del médico sus estudios en el colegio e ingresar en la universidad.

Ross había encauzado a Thomas en la dirección de la Facultad de Medicina como si se tratase de algo inevitable. El joven no tenía ninguna razón para oponerse, pues hasta entonces la vida le había convencido de su aptitud para dos cosas: la enfermedad y el sufrimiento.

En la Facultad de Medicina de Edimburgo se dedicó de lleno a sus estudios, en los que halló una estabilidad y un carácter sagrado antes inexistentes. No sentía ninguna necesidad de levantar la cabeza de los libros, ningún deseo de ir a otro lugar que no fuesen las clases o las demostraciones. Cuando se le cansaba la vista, acudía tímidamente a la enfermería, con la esperanza de que nadie lo echase. Trabó relación con un médico ayudante aquí, con un estudiante de último curso allá, y poco después, y mucho antes de que su clase hubiese llegado a los años clínicos, estos conocidos le indicaban ya pacientes interesantes.

El portero del hospital lo llamaba el Merodeador, pero a Thomas no le importaba. En el caos organizado del hospital, en el laberinto de pasillos, en el hedor y el confinamiento de sus paredes, hallaba orden y refugio; un hogar. El dolor y el sufrimiento eran sus parientes más cercanos.

Había un borracho llamado Jones que guardaba un extraño parecido con su padre. Se dio cuenta de que era la tez cerosa, las parótidas dilatadas, la pérdida del tercio exterior de las cejas y los párpados hinchados por el alcoholismo lo que daban a ambos hombres una apariencia leonina. Ejercitada ya su mirada, pudo reunir las otras claves que recordaba: palmas enrojecidas, la proliferación estelar de capilares en la mejilla y el cuello, pechos femeniles y ausencia de vello en las axilas. Su padre tenía cirrosis: tal vez ésa fuese la cosa «mala» que Ross había tenido el tacto de no mencionar.

En la Biblioteca de los Fundadores, en un anochecer de frío glacial con aguanieve, encajó la última pieza, y cuando lo hizo cerró de golpe el libro, sobresaltando a la señora Pincus, la bibliotecaria. Aquel joven, que prácticamente vivía en el cubículo de estudio más alejado de la chimenea, salió de pronto corriendo bajo el aguanieve, sin sombrero, angustiado.

Recorrió el largo pasillo que conducía a su habitación en total oscuridad. Andar a oscuras era algo que su padre no podría haber hecho. Las señales que le llegaban de los pies, tobillos y rodillas indicaban a Thomas que estaba en el espacio, pero en Justifus Stone aquellos mensajes habían estado bloqueados en la espina dorsal. El paso golpeteante y ruidoso de su padre, que siempre empeoraba de noche, cuando ya no podía saber dónde ponía los pies, respondía a la sífilis de la médula espinal, o tabes dorsalis. Ningún hijo debería saber una cosa como ésa de su padre.

La conversación divagatoria, las pomposas historias en la mesa del comedor, los delirios de grandeza: eso era ya sífilis cerebral, no sólo de la médula.

Una vez en su habitación, se desnudó delante del espejo del armario. Con un segundo espejo en la mano examinó su piel centímetro a centímetro. No había sifílides, tampoco ninguna goma visible en su piel. Escuchó el corazón, pero no percibió nada inusual. Se había librado de la sífilis congénita. Mas luego se dio cuenta de que aquel temor era absurdo porque habría tenido que llegar a él a través de la placenta, de su madre. No tenía por qué preocuparse. Lo de su madre era tuberculosis. Pura como la Virgen, su madre nunca podría haber tenido…

De pronto se echó a llorar, sintiendo la angustia de un niño al que despojan de su última ilusión. Y finalmente comprendió.

Lo había tenido delante de las narices todo aquel tiempo. La tuberculosis no causaba aneurismas como el que había matado a su madre, pero la sífilis sí. «¡Madre! ¡Mi pobre madre!», exclamó, volviendo a dolerse por ella. Su padre había asesinado a Hilda con su lujuria desenfrenada. Podría haberse recuperado de la tuberculosis, pero probablemente nunca había sabido que sufría sífilis hasta que apareció el aneurisma y comenzó a erosionar dolorosamente a través del esternón cuando ya estaba en el sanatorio. Ross le habría explicado de qué se trataba. Ella lo sabía. Por entonces ni el salvarsán, ni siquiera la penicilina, si hubiesen estado disponibles, habrían servido de nada.

El que Thomas Stone comprara su primer cadáver en el último curso de Medicina era algo inaudito, pero no sorprendió a nadie. Pensaba hacer una segunda disección completa, para llegar a un conocimiento exhaustivo del cuerpo humano.

«¿Está por ahí Stone?» era una pregunta frecuente en la sala de urgencias, porque era el estudiante que estaba más presente allí, más que Hogan o los otros camilleros, siempre deseoso de coser una herida o introducir un tubo en un estómago o correr al banco de sangre. Y era el estudiante más feliz del mundo cuando le pedían que se lavase y cepillase manos y antebrazos y fuese a sujetar un retractor en una intervención de emergencia.

Una noche, el doctor Braithwaite, cirujano titular jefe y examinador jefe del Real Colegio de Cirujanos, fue a ver a un paciente con herida de arma blanca en el abdomen. Braithwaite se había convertido en una leyenda por ser el primero en practicar una operación nueva de cáncer de esófago, algo muy difícil de curar. El paciente, ebrio, estaba aterrado y se mostraba insultante y rebelde. El médico, un hombre lacónico de cabello plateado, vestía un terno azul del mismo tono que sus ojos; despidió a los camilleros que sujetaban al enfermo, le puso suavemente una mano en el hombro y le dijo: «No se preocupe. Todo irá muy bien». No retiró la mano, y el hombre miró al elegante doctor, se tranquilizó y se mantuvo sereno durante la breve entrevista. Después Braithwaite lo examinó rápida y eficientemente. Cuando acabó, le habló como a un igual, como a alguien con quien podría encontrarse en el club aquel mismo día: «Me complace decirle que el cuchillo no ha afectado a los grandes vasos sanguíneos. Estoy seguro de que todo saldrá perfectamente, así que no quiero que se preocupe. Operaré para reparar lo que esté cortado o roto. Ahora vamos a llevarle al quirófano. Todo irá bien». El sumiso paciente le tendió una mano mugrienta para agradecérselo.

Cuando estaban a una distancia a la que el herido ya no podía oírles, Braithwaite preguntó al cortejo de residentes y ayudantes: «¿Cuál es el tratamiento que se administra por el oído en una urgencia?».

Se trataba de un viejo dicho, especialmente en Edimburgo. De todas formas, estas máximas ya no se conocían tan bien como antes, lo que incomodaba a Braithwaite, pues se le antojaba como indicativo de dejadez en la nueva generación de internos. Era lamentable que sólo conociese la respuesta una persona, y para mayor inri, un estudiante.

—Palabras de consuelo, señor.

—Muy bien. Puede usted venir a ayudarme en cirugía si quiere, señor…

—Stone, señor. Thomas Stone.

Durante la intervención quirúrgica el cirujano descubrió que aquel estudiante sabía cómo quitarse de en medio. Cuando le pidió que cortarse una ligadura, Stone deslizó sus tijeras hacia abajo hasta el nudo y luego las giró en un ángulo de 45.° y cortó, para no poner en peligro en ningún momento el nudo. De hecho, Stone entendía con tanta claridad su papel que cuando el residente jefe se presentó para ayudar, Braithwaite le indicó con un gesto que se marchara.

El cirujano señaló una vena que corría sobre el píloro y preguntó a Thomas qué era.

—La vena pilórica de Mayo, señor… —dijo Thomas, y estuvo a punto de añadir algo, así que Braithwaite aguardó. Pero el joven había acabado.

—Sí, así se llama, aunque creo que esa vena estaba ahí mucho antes de que la localizase Mayo, ¿no le parece? ¿Por qué cree que se tomaría la molestia de ponerle nombre?

—Me parece que fue como un hito útil para diferenciar la zona prepilórica de la pilórica al operar a un niño pequeño con estenosis pilórica.

—Así es. En realidad, debería llamarse «vena prepilórica».

—Sería mucho mejor, señor. Porque en algún libro también llaman «vena pilórica» a la gástrica derecha, lo cual genera mucha confusión.

—Exacto, Stone, sí —repuso Braithwaite, sorprendido de que aquel estudiante se hubiese dado cuenta de algo que podían ignorar incluso cirujanos a quienes interesaba especialmente el estómago—. Si tuviésemos que darle un epónimo, tal vez mejor llamarle vena de Mayo, o incluso vena de Laterjet, que me parece que en realidad viene a ser lo mismo. Pero no llamarla pilórica.

El cirujano planteó preguntas más difíciles, pero descubrió que los conocimientos de anatomía quirúrgica del joven eran excelentes.

Dejó a Thomas coser la piel y comprobó con agrado que usaba ambas manos y que le dedicaba tiempo. Había aspectos mejorables, pero no cabía duda de que aquel estudiante había pasado muchas horas atando nudos con una y con dos manos. Stone tuvo el buen sentido de atenerse a un nudo de dos manos, atar bien y con cuidado, en vez de exhibirse ante Braithwaite con nudos de una.

Cuando el cirujano volvió al día siguiente, encontró a Stone dormido en una silla al lado de la cama en la sala de recuperación, después de haber estado de guardia toda la noche con el paciente. No lo despertó.

Al final del año, cuando tras aprobar los exámenes finales lo nombraron para el ansiado puesto de miembro del equipo de Braithwaite, Shawn Grogan, un estudiante inteligente y bien relacionado, reunió valor suficiente para preguntarle al cirujano qué tendría que haber hecho a fin de que lo eligiesen en vez de a Stone.

—Es muy sencillo, Grogan. Sólo tendría que saber la anatomía de cabo a rabo, no salir nunca del hospital y preferir la cirugía al sueño, las mujeres y la bebida.

Grogan se convirtió en un patólogo, famoso como profesor por derecho propio y por su contorno excepcionalmente voluminoso.

A Thomas lo reclutaron durante la guerra como oficial. Acudió con Braithwaite a un hospital de campo del continente. En 1946 regresó a Escocia, se convirtió en residente y luego en especialista. Se había saltado una auténtica niñez y pasado directamente a la condición de médico.

Ross acudió a Escocia en una rara visita y confesó a Thomas que estaba muy orgulloso de él.

—Tú eres mi consuelo por no haberme casado. No fue por elección, en realidad… lo de no casarme. «Perfección de la vida o del trabajo»… creí que sólo podía lograr una. Espero que no cometas ese mismo error.

Ross pensaba retirarse a un lugar próximo al sanatorio, jugar al rummy en el Uty Club todas las noches, ponerse al día de cuanto había ido dejando para después a lo largo de su vida y aprender a jugar al golf con los oficiales jubilados que vivían allí. Pero en cuanto puso en práctica sus planes, se le declaró un cáncer en el pulmón sano. Thomas regresó a la India enseguida. Pasó los seis meses siguientes con Ross, tiempo en que el cáncer se extendió hasta el cerebro. El médico murió pacíficamente, acompañado por Thomas, el fiel Muthu, viejo y canoso, y las muchas enfermeras y ayudantes que habían trabajado con él en las guardias.

El funeral reunió a indios y europeos de lugares tan lejanos como Bombay y Calcuta, que acudieron a rendirle tributo. Lo enterraron en el mismo cementerio donde reposaban muchos pacientes suyos.

—Hay héroes, todos y cada uno de los que reposan en este cementerio —dijo el reverendo Duncan en el entierro—. Pero ninguno mayor, y ningún hombre más humilde y ningún mejor servidor de Dios está enterrado aquí que George Edwin Ross.

Thomas aceptó un nombramiento como cirujano titular en el Hospital General Público de Madrás. Pero las cosas cambiaron en 1947, tras la independencia; entonces los indios pasaron a dirigir el Servicio Médico Indio y no les entusiasmaba que los ingleses quisiesen quedarse y seguir trabajando allí, aunque muchos lo hicieron. Comprendió que tenía que marcharse; si aquélla había sido alguna vez su tierra, ya no lo era. Y así fue como, respondiendo a un anuncio que la enfermera jefe había puesto en el Lancet, viajó en el Calangute hasta Aden. En ese barco la hermana Mary Joseph Praise cayó literalmente en sus brazos y entró en su vida.

Stone creía que existía en su interior el germen de la aspereza, la traición, el egoísmo y la violencia… al fin y al cabo, era hijo de su padre. Que las únicas virtudes eran las propias de su profesión, y que llegaban a través de los libros y el aprendizaje. El único sufrimiento que le interesaba era el de la carne. Para la pesadumbre del corazón y el dolor de su propia pérdida había encontrado la cura, y la había hallado solo. Ross estaba en un error, o eso pensaba Thomas: la perfección de la vida llegaba a través de la perfección del trabajo. La misma tesis había expuesto sir William Osler en una charla para estudiantes de Medicina a la que por casualidad había asistido:

La palabra clave es «trabajo», una palabra humilde, como he dicho, pero preñada de secuencias trascendentales con tal que seáis capaces de escribirla en la tablilla de vuestro corazón y grabarla en vuestra frente.

«La palabra clave es "trabajo".» Stone la grabó en su frente y la escribió en la tablilla de su corazón. Despertaba por él y por él combatía el sueño. El trabajo era su carne, su medida, su esposa, su hijo, su política, su religión. Lo consideraba su salvación, hasta el día que se encontró sentado en el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en la habitación de un hijo a quien había abandonado; sólo entonces confesó a aquel vástago suyo hasta qué punto el trabajo le había fallado.