Dos semanas después, un domingo, oí que llamaban a la puerta. Habíamos derrotado a nuestros superrivales de Coney Island en un partido de series limitadas en su campo, lo que nos hizo merecedores del trofeo del campeonato interhospitalario de criquet. Néstor había hecho seis portillos con 25 carreras en una tórrida racha de lanzamiento a ritmo, y cuatro habían sido por paradas que hice bien situado detrás del portillo. Me había escapado de las celebraciones en la habitación de B. C. Gandhi, con los dedos escocidos pese a los guantes y las rodillas doloridas. Tenía previsto acostarme temprano.
—Adelante —dije.
Atisbo en la habitación a oscuras, para orientarse. Vio la sombra de mi cama, pero no a mí porque desvió la vista hacia la luz que se filtraba por debajo de la puerta del baño. Luego miró hacia la ventana con la cortina echada. Cuando volvió atrás yo estaba incorporándome en la cama, y se sobresaltó.
Cerró la puerta y se quedó allí inmóvil; un hombre que había entrado en su pasado.
Esperé. No lo había invitado a venir. Pasaron los segundos y no mostraba ninguna inclinación a hablar. Algo tenía que concederle: que me había localizado, se lo había figurado. Tal vez registrase mi presencia en el quirófano aquel día que atisbara por encima de mi hombro. Tal vez hubiese advertido en mi rostro rasgos de mi madre o suyos cuando le había contestado en el auditorio. Qué extraño localizar a un hijo al que jamás has visto y en quien nunca has pensado hasta el día que aparece en una Convención de Morbilidad y Mortalidad y le otorga un nuevo sentido.
—Podrías sentarte también —dije. Lo que no le ofrecí fue encender la luz.
Avanzó rápidamente hacia una silla que había más allá de mi cama, como un ciego que se arriesgase a tropezar con algo antes que parecer vacilante o pedir ayuda, y se sentó de golpe.
No creía que pudiese verme la cara. Estudié la suya. Cuando ajustó la vista, examinó mis posesiones, que eran mayores que las suyas, si no contabas los libros. Vi que se demoraba en la lámina enmarcada del Extasis de santa Teresa… debía de haber identificado inmediatamente de dónde procedía. Oh sí, y el dedo en el tarro. Sabía que estaba en la habitación correcta.
Pasaron los minutos. Eran las diez de la noche.
—¿Puedo fumar? —preguntó al fin.
—Tú no fumas —repliqué, pues no había captado olor a cigarrillos en su apartamento, sólo su aroma, que mi nariz registraba de nuevo.
—Ahora fumo… ¿Cuándo empezaste tú?
Tenía un olfato bastante bueno. No me precipité en contestar.
—Desde que llegué aquí. Es un requisito indispensable para la práctica quirúrgica. Adelante.
Buscó en el bolsillo de la camisa y sacó dos cigarrillos. Pensé en Alí y su pequeño bazar, el único sitio que conocía donde podías comprar cigarrillos sueltos. En Estados Unidos se adquirían por cartones o a carretadas.
Me ofreció un pitillo. Lo miré. El estaba a punto de retirar el cigarrillo cuando lo cogí. Encendió el mechero y se levantó para darme fuego al ver que yo me incorporaba. Protegió la llama con la mano, un sepulcro de nueve dedos. Me incliné hacia ella y aspiré hasta que la brasa de mi cigarrillo brilló.
«Gracias, padre».
Volví a echarme en la cama. Él encontró un viejo vaso de plástico al alcance del brazo. Di una calada pensativa, valorando su cigarrillo: un Rothmans, una vuelta a sus tiempos de Etiopía o, no debía olvidarlo, su etapa británica. Rothmans era también lo que fumábamos en el Nuestra Señora, cortesía de B. C. Gandhi, que conseguía cartones con muchísimo descuento procedentes de Canal Street.
El humo cobraba sinuosas formas en el asta de luz que se filtraba por debajo de la puerta del baño. Recordé nuestra cocina del Missing y cómo las motas de polvo bailaban en los rayos de sol matutinos formando una galaxia propia. Cuando era niño, aquella visión había insinuado la maravillosa y aterradora complejidad del universo, de cómo cuanto más cerca miraba uno más veía lo revelado, y la propia imaginación era el único límite.
—No espero que comprendas —dijo, y por un momento creí que se refería a las motas de polvo. Su voz me irritó. ¿Quién le daba permiso para hablar? ¡En mi habitación!
—Entonces no hablemos de ello.
Volvimos a quedarnos en silencio.
—¿Cómo es que te gusta la cirugía? —preguntó al fin.
¿Quería en realidad contestarle? ¿Estaba concediendo algo si lo hacía? Tenía que pensar en eso. «Déjale sudar».
—¿Que cómo es que me gusta la cirugía? —dije al cabo—. Bueno… tuve la suerte de contar con Deepak. De que se esforzara tanto por mí. Las cosas básicas, buenos hábitos. Creo que eso es muy importante… —Callé, con la sensación de haber dicho demasiado. Advertí en mi tono una necesidad de que me aprobara, de que me ratificara… aunque era lo último que deseaba. Pensé en Ghosh, que se había convertido en un cirujano accidental debido a su fuga y no había contado con nadie que le enseñara. ¡Ah Ghosh! Su último deseo era que…
—Conozco a algunos de quienes hicieron prácticas con Deepak —comentó, interrumpiendo mis pensamientos.
El mensaje de Ghosh podría esperar. Aquél no era el momento. Mi estado de ánimo no era el adecuado.
—¿Ah, sí?
—Indagué sobre él. Tienes suerte.
—Pero Deepak no. Van a joderle otra vez. De hecho, van a jodernos a todos.
—Tal vez no.
No lo secundé; nada de favores, por favor. No quería nada de él. Se removió en su silla, pero no por incomodidad, sino por lo que reprimía mientras esperaba que yo preguntara. Pero no iba a darle esa satisfacción.
—Hubo un Deepak en mi vida —explicó—. Cuanto se precisa es una persona así. El mío fue el doctor Braithwaite. Un purista de la forma correcta. Le aprecio más ahora de lo que le aprecié entonces. A pesar de su enseñanza, después de todos estos años, me resulta extraordinariamente difícil…
Las palabras se secaron en su lengua. Conversar le suponía un gran esfuerzo, una prueba física. Me daba la impresión de que no era un hombre que hablase nunca en esos términos; compartir sus pensamientos más íntimos no era algo que hubiese practicado. Ni siquiera consigo mismo. Le di muchísimo tiempo.
—¿Qué? Te resulta extraordinariamente difícil… ¿qué?
Debería haberme limitado a decirle que se marchase, pero en cambio, ahí estaba yo, charlando, ayudándole a seguir.
—Me resulta difícil operar. Sobre todo la cirugía electiva. Me angustio —dijo lentamente, como arrastrando las palabras—. Nadie lo sabe. Incluso cuando estoy operando una hernia o un hidrocele… en realidad cuánto más simple es la operación, más probable es que me suceda… He de mirar la anatomía quirúrgica, recorrer todas las etapas en un libro de cirugía, aunque después de tantos años no lo necesite. Experimento un miedo terrible a olvidarme. A que la mente se quede en blanco… A veces vomito en la sala. Me pongo malo, me mareo. Y es algo que no remite. Llegué a pensar en abandonar la práctica de la cirugía. La cosa empeora si se trata de alguien que conozco; un empleado del hospital trajo a su madre…
Pensé en el atlas de anatomía quirúrgica que había visto en su apartamento, un libro grande tamaño folio, junto al que había un atlas de anatomía operatoria general, ambos abiertos en su mesa como si fueran las últimas cosas que mirase antes de salir de casa.
—¿Y aquel día que yo… el día de tu Convención de Morbilidad y Mortalidad?
—Lo mismo. Aquella mañana temprano tenía que practicar una extirpación sencilla de un bulto en el pecho y luego, si la biopsia era positiva, una mastectomía y extirpación del ganglio centinela. Lo he hecho cientos de veces, incluso puede que más. Pero se trataba de una de nuestras enfermeras, de alguien que estaba depositando su fe en mí.
—¿Y qué pasó?
—Entré en el quirófano con la sensación de que iba a desmayarme. Nadie se da cuenta, claro; la mascarilla ayuda. Pero en cuanto hago la incisión, todo se me pasa. Entonces parece estúpido haber estado tan nervioso. Ridículo. Me digo que no volverá a suceder nunca, pero siempre vuelve a ocurrir.
—¿Sucedía siempre en Etiopía?
Negó con un gesto.
—Creo que era porque sabía que yo era la única elección del paciente. No tenía otras opciones; sólo había dos cirujanos más en toda la ciudad. Aquí hay muchos.
—O tal vez aquellas vidas no fuesen igual de valiosas. Al fin y al cabo se trata de nativos, ¿no? ¿A quién le importan? La alternativa era la muerte de todas formas, así que ¿por qué preocuparse? Es lo mismo que lo de venir y llevarse los órganos de nuestros pacientes en el Nuestra Señora.
Acusó el golpe. Me di cuenta de que nadie le hablaba nunca de aquella manera. No habíamos acordado unas reglas, de modo que si no le gustaba, que se fuese. Había venido a mi hospital. Aquello no era el Mecca.
Apretó los labios.
—No espero que entiendas —repitió, y me percaté de que no aludía a sus angustias quirúrgicas.
Se palpó los bolsillos, pero no encontró lo que buscaba. Así que siguió sentado y pestañeó, esperando un nuevo castigo. Luego se recostó en la silla, cruzó las piernas y metió el pie que había quedado en el aire debajo de la pantorrilla de la otra pierna, como una parra retorcida.
—Mira… Marion… —No estaba acostumbrado a decir mi nombre—. Yo… es que no todo puede explicarse por lógica. —Descruzó las piernas y se inclinó hacia delante—. No puedo darte una explicación clara de por qué… hice lo que hice, porque ni yo mismo lo entiendo. Incluso después de tantos años…
¿A qué «lo» se refería? Yo tenía mis dagas alineadas, y mis lanzas y mi maza dispuestas para utilizarlas a continuación. Pensé en todo tipo de cosas inteligentes que decir: «No te esfuerces». O: «Comprendo perfectamente. Seguiste el camino menos trillado. Te largaste. ¿Qué más hay que entender?». Pero tal vez con ese «lo» aludiera a dejar embarazada a mi madre.
—Ghosh decía que tú no sabías cómo había pasado. Que para ti era un misterio.
—¡Sí! —exclamó aliviado, pero me di cuenta de que estaba ruborizándose—. ¿Dijo eso? Sí, lo era.
—¿Cómo José? Ninguna clave sobre María y el niño… en tu caso, los niños.
—Sí… —Volvió a cruzar las piernas.
—Tal vez no crees que seas mi padre.
—No, no es eso. Soy tu padre. Yo…
—¡No, no lo eres! Mi padre fue Ghosh. El me crió. Me lo enseñó todo, desde montar en bici hasta jugar al criquet. Le debo mi amor a la medicina. Nos crió a Shiva y a mí. Si estoy aquí es por él. No ha habido nadie más grande que Ghosh.
Había tendido la trampa, lo había atraído hacia ella, pero quien había caído había sido yo.
—¿«Ha habido»…? —repitió, inclinándose hacia delante, sin menear ya el pie.
—Ghosh ha muerto.
Sus rasgos se ensombrecieron, luego palideció.
Le dejé rumiar la noticia. Estoy seguro de que quería saber cómo, por qué, pero era incapaz de preguntar. La noticia lo había dejado petrificado, entristecido. Bueno, eso me conmovía. Pero aún no había terminado de machacarlo. Me impresionaba su aceptación, que esperase otro ataque.
—Así que no debes preocuparte. Tuve un padre.
—No espero que comprendas —repitió, y suspiró.
—Cuéntamelo de todas formas.
—¿Por dónde empezar?
—«Empieza por el principio y sigue hasta el final», dijo el rey con gravedad. «Entonces para». ¿Sabes quién lo dijo?
Estaba disfrutando. El famoso Thomas Stone en la parrilla, machacado, recibiendo una dosis de su propia medicina. Sin duda, era capaz de decir de un tirón los nombres de las ramas de la arteria carótida externa o las fronteras del foramen de Winslow, pero ¿sabía algo de Lewis Carroll? ¿Sabía algo de Alicia en el País de las Maravillas?
Me sorprendió su respuesta, incorrecta pero correcta.
—Ghosh —contestó, y el aire salió de sus pulmones.