Creo en los agujeros negros. Creo que cuando el universo se vacíe en la nada, pasado y futuro chocarán y se unirán en el último giro alrededor del desagüe. Creo que así se materializó en mi vida Thomas Stone. Si no fuese ésa la explicación, entonces he de invocar no a un Dios indiferente que nos abandona a nuestras propias fuerzas, que ni causa ni evita los tornados y la peste, sino a un Dios que de vez en cuando meterá el pulgar en la rueda giratoria a fin de que un padre que puso un continente entre sus hijos y él se encuentre en la misma habitación que uno de ellos.
Cuando era pequeño añoré a Thomas Stone, o al menos la idea de él. Durante muchas mañanas lo esperé junto a las verjas del Missing, una espera que ahora me parecía necesaria, un requisito para que se me endurecieran y curaran las entrañas como se cura la madera de sauce de un bate de criquet para afrontar toda una vida de golpes. Esa fue la lección en aquellas verjas: nadie te debe nada y tu padre tampoco.
No había olvidado lo que me había pedido Ghosh. Digamos sólo que lo había apartado a un lado. No me sentía culpable por no cumplir la promesa; nunca tenía tiempo de buscar a Thomas Stone, y además, estuviese donde estuviese, aún no había llegado a experimentar la sensación de encontrarme en su América. Vivía en una isla, un protectorado, un territorio que América reivindicaba sólo de manera nominal. Al llevar su tratado conmigo desde Adis Abeba hasta Sudán, Kenia y luego Estados Unidos, había empezado a sentir un respeto renuente por el autor. Me decía que el manual era mi piedra de toque para la hermana Mary Joseph Praise: veía su mano en los dibujos lineales y llevaba el marcador con su caligrafía en la cartera. Había descubierto a Thomas Stone en el texto, de igual modo que debía haberse descubierto a sí mismo en la disciplina de tomar notas ante un entorno de pobreza y enfermedad, venciendo la fatiga para llenar cuadernos con sus observaciones. Estaba convencido de que había reunido aquella colección de diarios para dar forma a un manual. Y había encarnado así sus conocimientos.
Pero cuando aquel escritor, el único autor vivo de mi ADN, se puso a mirar por encima de mi hombro en el quirófano, fue carne lo que encarnó, carne de mi carne, con un olor que debería haber reconocido como familiar y una voz que era mi herencia. Al inclinarse sobre el abdomen del paciente para observar nuestro trabajo, desplazó el cráneo sobre las vértebras atlas y axis justo así; y cuando pegó los brazos al pecho, encogiendo los omóplatos, empequeñeciéndose para no contaminar nuestro campo, sus movimientos eran un eco de los míos.
Seguro que Thomas Stone percibió alguna perturbación en el universo y por eso se presentó en nuestro quirófano. Confieso que cuando no sabía quién era, no sentí nada: ni aura ni hormigueo, sólo la admiración por el milagro que había hecho Deepak con el tubo de plástico y su pericia excepcional, pericia que el desconocido no dejó de valorar. Cuando supe que nuestro visitante era Stone, no estaba preparado. ¿Debería haber reaccionado entonces con cólera? ¿Con justa indignación? Había perdido la oportunidad de reaccionar mientras él se encontraba allí. Pero ahora, por primera vez desde la infancia, deseaba hacer algo más que estudiar su retrato de los nueve dedos. Ansiaba saber acerca del cirujano de carne y hueso que había estado a mi lado.
Durante los días siguientes lo busqué en el Índex Medicus de la biblioteca del hospital, sacando uno a uno los grandes tomos, a partir de 1954, año de mi nacimiento. Quería saber sobre el Stone posterior al Compendio; deseaba conocer las aportaciones científicas que hiciera tras abandonar el trópico. Aunque nuestra biblioteca era pequeña, Popsy había donado su colección de revistas de cirugía, que se remontaba a los años cincuenta. Encontré casi todos los artículos enumerados en el Índex Medicus.
Tracé en mi cuaderno la evolución de la carrera científica de Thomas Stone según se reflejaba en sus publicaciones. En Estados Unidos se había concentrado en la cirugía del hígado, y su carrera se entrelazaba con la historia de los trasplantes, con la idea audaz de tomar un órgano de Pedro para salvar la vida de Pablo. Los antecedentes remitían a antes de Stone, claro está, a los años cuarenta, con sir Peter Medawar y sir Macfarlane Burnet, que nos habían enseñado cómo diferencia el sistema inmunitario los tejidos propios de los extraños y rechaza y destruye los segundos. Dos meses antes de que mi hermano y yo naciéramos, Stone había publicado una carta al director del British Medical Journal en que describía la extraordinaria longitud y redundancia del colon de muchos etíopes, que a su modo de ver era la razón de que se doblara tan fácilmente, una afección denominada vólvulo sigmoideo. En 1967, cuando Christian Barnard había sustituido en el hospital Groóte Schuur de Ciudad del Cabo el corazón cicatrizado y enfermo de Lewis Washkansky por el del joven Denise Darvall, que había muerto en un accidente de tráfico, mi padre, en Boston, estaba interesado por la resección de hígado: su investigación se planteaba cuánto se podía cortar dejando suficiente para preservar la vida.
En Estados Unidos, figuraba a la cabeza de los trasplantes un cirujano genial, otro Thomas, aunque éste apellidado Starzl. Había realizado los primeros trasplantes de hígado en Colorado, en 1963 y 1964, pero ningún paciente había sobrevivido. Según las notas al pie, Stone, de Boston, lo había intentado en 1965 y fracasado también. Starzl no cejó en su empeño, a pesar de críticas crecientes, hasta que realizó el primer trasplante de hígado con éxito en 1967. Otros cirujanos, entre ellos Thomas Stone, consiguieron la misma hazaña. El riesgo aún era muy grande, pero divulgaron su experiencia con trucos como desviar la sangre de la vena portal a la cava superior durante la larga operación, o empleando la «solución de la Universidad de Wisconsin» para preservar el hígado que se iba a trasplantar, y los resultados mejoraron. Ya no se trataba de un problema técnico, aunque la operación era técnicamente la más difícil que podía llevarse a cabo, el equivalente a que un pianista interpretase Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninov, pero sin poder saltarse una nota ni equivocarse en una frase. Era una operación que duraba diez horas, a veces veinte. Starzl había demostrado que era factible. Los nuevos obstáculos consistían ahora en encontrar órganos suficientes para trasplantar y, por supuesto, en el rechazo del sistema inmunitario.
En 1980, el año de mi internado, Starzl se concentró cada vez más en el rechazo, confiando en un fármaco prometedor descubierto en Cambridge por el equipo de sir Roy Calne: la ciclosporina.
Thomas Stone adoptó un enfoque distinto. Concentrándose en el problema de la escasez de órganos, buscó una solución que la mayoría consideraba un callejón sin salida: extirpar parte del hígado de un padre sano e implantársela a un niño con insuficiencia hepática. Descubrió que, al menos en los perros, el hígado aumentaba de tamaño para compensar la pérdida, al tiempo que el segmento trasplantado mantenía con vida al receptor. Pero cortar el hígado del donante planteaba problemas como filtraciones de bilis y coágulos en la arteria hepática que alimenta el órgano, además de poner en peligro la vida del donante sano, puesto que el hígado, a diferencia del riñón, es único. Aún más prometedor y de utilidad inmediata fue el trabajo de Stone cuando empleó células hepáticas animales, a las que intentó despojar de los antígenos de superficie que permitían a las células humanas identificarlas como extrañas, cultivándolas en láminas sobre una membrana y utilizándolas como una especie de hígado artificial, es decir, una solución de tipo diálisis.
Me entusiasmó lo que leí sobre los trasplantes, sin duda, uno de los episodios más absorbentes de la medicina estadounidense.
Júnior era el centro de atención de la UCI. Estaba muy sedado, movía los globos oculares bajo los párpados cerrados. El tipo de trauma por el que había pasado solía desembocar en pulmón de shock, o pulmón Da Nang (identificado en los soldados estadounidenses que, sometidos a reanimación en el campo de batalla, desarrollaban aquella extraña rigidez pulmonar) junto con paralización renal. Según las normas de B. C. Gandhi, un paciente con más de siete tubos estaba prácticamente muerto; Júnior tenía nueve. Pero en el transcurso de las semanas fueron retirándole uno tras otro, y mejoró. Esto requirió meticulosos cuidados, y Deepak y yo estudiamos detenidamente sus diagramas de flujo diarios, previendo sus necesidades y subsanando los problemas que surgían. J. R., como lo llamaba su familia, pasó de la UCI a una habitación en planta al cabo de cuarenta y tres días. Y una semana después salió del hospital por sus propios medios, sonriendo con timidez, entre los vítores de los equipos de traumatología y la UCI que flanqueaban la entrada. Si había disparado a alguien, los testigos habían desaparecido y la policía había perdido interés, así que se fue a casa. Creo que verlo abandonar el hospital me encaminó como cirujano de traumatología. La recuperación no era en modo alguno la norma en cirugía traumática, aunque se daba con frecuencia, sobre todo en sujetos jóvenes y previamente sanos, por lo que los esfuerzos heroicos merecían la pena. La mente es frágil y voluble, pero el cuerpo humano es resistente.
Como internos, se nos permitía asistir a un congreso nacional con todos los gastos pagados. Elegí uno sobre trasplante de hígado que se celebraba en mayo en Boston, donde llegué un precioso día de primavera. El centro de la ciudad se correspondía con mis ideas sobre la América colonial, y parecía empapado de historia, completamente distinto del sector del Bronx en que vivía. Me pareció una casualidad que el congreso se celebrase en Boston, en un lugar desde el que se podía ir a pie al trabajo de Thomas Stone, pero me dije que no había ido allí para verlo, sino para escuchar a Thomas Starzl, el ponente principal. En cuanto a la sesión plenaria de Stone, todavía no había decidido si asistiría o no.
La mañana que empezaba el congreso ya no pude mentirme. Me salté la conferencia sobre trasplantes y recorrí a pie las seis manzanas que quedaban hasta el hospital en que había trabajado todos aquellos años Thomas Stone. Después de vestir casi doce meses enteros el uniforme médico, me sentía raro con traje y corbata, como si llevara un disfraz.
«Enviémoslos a La Meca» era una expresión que solíamos usar cuando despachábamos pacientes a hospitales que ofrecían lo que el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro no podía ofrecer, cuyo mejor exponente era el Mecca de Boston. Era una expresión común en todos los nosocomios del país. Aparecía incluso en cartas al editor de publicaciones médicas norteamericanas. Ahora me tocaba a mí ir a La Meca.
Nuestro hospital Mecca era una torre nueva que tenía una forma extraña y era tan resplandeciente como el platino, ese tipo de construcción por el que compiten los arquitectos. Desde el punto de vista del paciente no resultaba nada acogedora. La torre ocultaba las secciones de ladrillo más antiguas del centro, cuya arquitectura parecía genuina y acorde con el barrio.
—Buenos días, señor —me saludó un joven ataviado con una chaqueta morada. Lo miré, creyendo que estaba siendo sarcástico. Luego me di cuenta de que él y otros dos estaban allí dispuestos a aparcar los coches y ayudar a los pacientes con sillas de ruedas.
Las puertas giratorias conducían a un atrio de paredes de cristal, cuyo techo se elevaba por lo menos tres plantas y albergaba un árbol auténtico. Un piano de cola tocaba solo mediante algún mecanismo misterioso y a su alrededor había lujosos sillones de cuero y lámparas. Más allá, una cascada de agua caía suavemente sobre una losa de granito. Uno de los tres conserjes de recepción alzó la vista, sonriendo, deseoso de ayudar. Seguí la línea azul del suelo hasta los ascensores de la Torre A, que me llevó al Departamento de Cirugía de la planta 18, exactamente como indicaba, pero no me auguré un día agradable. Me costaba trabajo creer que estaba en un hospital.
Cuando salí del ascensor me recibieron cinco hombres y una mujer de mi edad, todos vestidos con trajes oscuros y etiquetas idénticas a la mía en el pecho.
—Por lo visto, tenemos que esperar aquí —me dijo amablemente la mujer.
En ese momento se acercó un joven con una chaqueta blanca sobre el atuendo azul del hospital.
—Lamento llegar tarde —dijo, aunque su tono no era en absoluto de disculpa—. Bienvenidos al Departamento de Cirugía. Me llamó Matthew. —Sonrió—. Dios mío, hace un año estaba en vuestro lugar, haciendo entrevistas para el internado. ¡El tiempo vuela! Bien, disponemos de unos veinte minutos antes de la Convención de Morbilidad y Mortalidad. Haremos un recorrido rápido por el Departamento de Cirugía. Después de la conferencia tendréis la comida con el personal de la casa, luego las entrevistas individuales y a continuación la gran gira por el centro. Me iré cuando os deje en la sala de conferencias. Presentan a uno de mis pacientes en la conferencia y tengo que ir a ponerme la armadura.
En el año que llevaba en el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, nunca había tenido que enseñar el hospital a ningún aspirante a interno. En realidad, jamás habíamos visto a nadie que acudiese a una entrevista. En nuestro Mecca era un acontecimiento semanal. Seguí al grupo.
Las habitaciones de guardia individuales tenían televisor en la pared, nevera, un escritorio espléndido y cuarto de baño; aquello estaba muy lejos de la solitaria estancia de guardia del Nuestra Señora atestada de literas, con un solo teléfono, en la que se esperaba que durmiesen internos de todas las especialidades; yo nunca lo había hecho. Matthew nos enseñó luego la sala de reuniones «pequeña», donde el equipo quirúrgico del Mecca hacía su informe matinal: parecía la sala de juntas de una gran empresa, con sillones de cuero de respaldo alto alrededor de una mesa alargada. Retratos al óleo de los anteriores jefes de cirugía miraban desde las paredes, un quién es quién de la especialidad.
—Mirad —dijo Matthew, apretando un botón, y enseguida empezaron a descender pantallas detrás de las cortinas, que dejaron la sala a oscuras, mientras de lo que parecía una mesita de café se elevaba un proyector. Constance, la mujer de nuestro grupo, puso los ojos en blanco como si aquello le pareciese poco elegante.
Cuando llegamos al auditorio donde iba a darse la Convención de Morbilidad y Mortalidad, Matthew se excusó.
—Tengo que quitarme la bata. El doctor Stone es muy estricto en eso; no le gustan las batas de quirófano ni siquiera para pasar las visitas.
El auditorio era una pequeña versión del Cinema Adua de Adis Abeba, sólo que con mejores asientos, tapizados con una tela de textura rugosa que resultaba sin embargo suave al tacto. Una pendiente pronunciada permitía una vista excelente desde atrás, donde nos sentábamos los candidatos a internos. A un lado de la pared, detrás del estrado, había un tablero de paneles motorizados para ver radiografías, donde un residente colocaba las películas y accionaba un pedal para hacer avanzar los paneles.
Constance se sentó a mi lado. Un grupo de estudiantes de Medicina de chaquetas blancas cortas entró en fila y se unió a nosotros en la parte de atrás. Yo ya me había olvidado de que existieran estudiantes de Medicina, ¡qué estupendo sería tener en Nuestra Señora del Perpetuo Socorro a alguien por debajo de mí en la cadena alimentaria! Los residentes llevaban chaquetas más largas y sus expresiones no eran tan despreocupadas como las de los estudiantes. Los cirujanos especialistas eran los que llevaban las chaquetas más largas de todas y fueron los últimos en llegar. Quienes íbamos a ser entrevistados estábamos allí inmóviles, enfundados en nuestros trajes oscuros como pingüinos en una convención de osos polares. En todo el tiempo que había pasado en el Nuestra Señora, nunca se había celebrado una asamblea de aquel género. Deepak nos reunía con regularidad para sesiones de preparación e información, pero en aquella sala se percibía una tradición, un modo de hacer las cosas que llevaba décadas sin modificarse.
—¿De qué facultad eres tú? —preguntó Constance, a quien había oído comentar que había hecho las prácticas en Boston, pero no en aquella institución.
—Estudié en Etiopía —declaré, y de haber podido desplazarse un asiento más allá probablemente lo habría hecho.
Thomas Stone no miró al público cuando entró; dio por supuesta su presencia. Era más alto de lo que yo había creído al verlo en el quirófano, casi tanto como Shiva o yo mismo. Se hizo el silencio. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta blanca. El modo con que se deslizó en su asiento, la facilidad y la fluidez de aquel movimiento, me recordaron a mi hermano. Estaba solo en la primera fila, y como me encontraba bastante detrás de él pero hacia un lado, podía verlo de perfil. Era la primera vez que tenía la oportunidad de mirar con detenimiento a mi padre. Sentí calor; no era posible examinarlo desapasionada, clínicamente. El pensamiento galopaba, el corazón latía acelerado… tenía miedo a delatar mi presencia. Desvíe la vista para intentar calmarme. Cuando volví a mirar, Stone estaba leyendo un papel que sujetaba ante sí… Resultaba difícil darse cuenta de que le faltaba un dedo. Tenía el cabello completamente canoso en las sienes, pero el resto aún castaño oscuro. Sus músculos maseteros destacaban, perfilando la mandíbula, como si tuviese el hábito de apretar los dientes. La única cuenca ocular que podía ver era un hueco oscuro y hundido en el rostro. Reparé en que mantenía la cabeza excepcionalmente inmóvil.
No puedo explicar mucho sobre el caso que se analizaba ni qué podía deducirse con exactitud de él. Mientras sentado junto a la desdeñosa Constance miraba a Thomas Stone, sentía arder en mi interior una mecha lenta hacia algo a punto de estallar. Tenía ganas de lanzar piezas del mobiliario, activar los aspersores del techo, gritar obscenidades y perturbar aquella disciplinada reunión. Experimentaba la sensación de una pérdida de control inminente. En determinado momento, al alcanzar mi ira su punto culminante, tuve que apretar los brazos del asiento, pero luego empezó a aplacarse gradualmente.
—La culpa fue mía —estaba diciendo Stone mientras se volvía hacia mí, y por un instante pensé que era clarividente, que me había oído. Antes, Matthew, nuestro acompañante y el presentador del caso, había sido criticado duramente desde diferentes sectores de la sala. Era sólo un mensajero, pero dado que su cirujano especialista y el residente jefe no salieron en su defensa, hubo de soportar el grueso del ataque, que cesó cuando se levantó Stone—. Sí, la culpa fue mía. Es indudable que podemos hacerlo mejor quirúrgicamente. Estoy instalando una cámara en dos zonas de reanimación y quiero que revisemos el vídeo después de cada caso importante de trauma que llegue. ¿Estábamos en el lugar adecuado? ¿Dimos los tres pasos necesarios para conseguir un tubo endotraqueal que debería haber estado a mano? ¿Tuvo alguien que pedir algo que ya debería haber estado allí? ¿Nos distrajo lo que nos dijimos? ¿Quién no era necesario que estuviese allí? ¿Existe un procedimiento mejor? Ése es siempre el reto. —Sacó un papel del bolsillo y lo desplegó—. También soy responsable de algo que se menciona en esta carta. —Su acento era levemente británico, suavizado por los años en Estados Unidos, pero sin que se hubiera añadido ninguna entonación americana discordante. El día que se dirigiera a Deepak por encima de mi hombro en el quirófano, no había apreciado un acento especial—. Esta carta me la envió la madre de un paciente fallecido. Quiero asegurarme de que esto no vuelva a suceder. Dice lo siguiente: «Doctor Stone: La terrible muerte de mi hijo no es algo que vaya a poder superar en mi vida, pero quizá con el tiempo se haga menos dolorosa. No quiero pasar por alto sin embargo una imagen, una última imagen que podría haber sido diferente. Antes de que se me pidiese que saliera de la habitación de una forma bastante cruda, debo decirle que vi que mi hijo estaba aterrorizado y que no había nadie que aplacase su miedo. La única persona que lo intentó fue una enfermera. Le cogió de la mano y dijo: "No te preocupes, todo irá bien". Los demás lo pasaron por alto. Los médicos estaban ocupados con su cuerpo, claro. Habría sido una bendición que hubiese estado inconsciente. Ellos tenían cosas importantes que hacer. Se cuidaban sólo de su pecho y su vientre, pero no del niño pequeño que tenía miedo. Sí, era un hombre, pero en un momento vulnerable como aquél, estaba reducido a la condición de un niño pequeño. No vi ningún indicio del más leve rastro de compasión humana. Mi hijo y yo éramos molestias. Su equipo habría preferido que me hubiese marchado y que él estuviese callado. Finalmente, lo consiguieron. Doctor Stone, como jefe de cirugía, tal vez como padre también, ¿no cree que su equipo tiene cierta obligación de confortar al paciente? ¿No estaría mejor el enfermo con menos angustia, con menos miedo? El último recuerdo consciente de mi hijo será el de gente que no le hacía caso y el mío será el de mi niño pequeño, que veía aterrado cómo sacaban a su madre de la habitación. Es la imagen que llevaré conmigo hasta mi propio lecho de muerte. El hecho de que hubiese gente que se cuidaba de su cuerpo no compensa el que no le hicieran caso».
Stone dobló la carta y se la metió en el bolsillo del pecho. En el público hubo un susurro, un murmullo, un removerse en los asientos. Percibí un deseo generalizado de quitarse de encima aquella misiva, de burlarse de lo que decía, pero ante la actitud de Stone hubo que ocultarlo. El seguía allí de pie, silencioso, mirando hacia fuera, como si estuviese considerando el contexto de la carta, ajeno a su público. Nadie hablaba. A medida que se prolongaba aquel momento, fueron silenciándose hasta los ruidos más leves, de manera que lo único que se oía ya era el ronroneo del aire acondicionado. La expresión de Stone era reflexiva, no colérica desde luego. De pronto, como si despertase, escudriñó al público buscando una reacción, comprobando si la autora de la misiva había tocado la fibra de alguien. Los que se burlaban habían reconsiderado su actitud.
Cuando finalmente habló, lo hizo con un tono sereno pero firme que exigía atención. Formuló una pregunta. Yo conocía la respuesta porque estaba en su libro, un manual que había leído más de una vez en mi viaje de salida de Etiopía y durante mi estancia en Kenia.
—¿Cuál es el tratamiento que se administra por el oído en una urgencia?
Con unas doscientas personas en la sala, debía de haber sin duda cincuenta por lo menos que conocían la respuesta. Sin embargo, nadie hablaba.
Aguardó. La incomodidad se hizo más evidente. Percibí que Constance se ponía rígida a mi lado.
Thomas Stone separó los pies y se llevó las manos a la espalda, como decidido a permanecer allí todo el día. Enarcó las cejas. Esperando. Los estudiantes que se sentaban a mi izquierda estaban tan asustados que no se atrevían siquiera a pestañear.
Stone miró hacia mí, sorprendido al ver una respuesta en la fila de trajes oscuros. Sentí sus ojos posarse en los míos. Era sólo la segunda vez que registraba mi existencia en este mundo; la primera había sido en mi nacimiento. Esta vez, sólo tuve que levantar la mano.
—¿Sí? Díganos, por favor, cuál es el tratamiento que se administra por el oído en una urgencia…
Todas las miradas estaban posadas en mí. No tenía ninguna prisa. Absolutamente ninguna.
Se me empañó la vista al pensar en Ghosh y el sacrificio que había hecho por nosotros. Aunque había muerto de leucemia, en aquel momento me pareció como si hubiese entregado su vida desde la época en que éramos recién nacidos para que Shiva y yo pudiésemos tener la nuestra. Cuando había muerto, había sido como si se hubiese cortado un segundo cordón umbilical. Pensé en Hema, viuda, trabajando ahora sola con mi hermano en el Missing, escribiendo para decirme que se le partía el corazón por no tenerme allí y que si la perdonaría por no dedicarme la atención y el amor que merecía. Y durante todos aquellos años, Thomas Stone probablemente no se hubiese perdido una Convención de Morbilidad y Mortalidad, no hubiese experimentado nunca un día de desasosiego por Shiva o por mí. Pensé en la enfermera jefe, manteniendo en pie el Missing, una madrina cariñosa para dos niños, un ancla en nuestras vidas, y pensé en Gebrew, Almaz y Rosina, que se habían prestado a llenar el vacío dejado por la ausencia de aquel hombre.
Qué injusto era que la recompensa de Stone por sus fallos, por su egoísmo, fuese presidir desde aquel asiento y disfrutar del respeto, la reverencia y la admiración de gente como Constance y los demás que atestaban la sala. No podías ser un buen médico y un ser humano horrible, no podía ser… si no lo impedían las leyes humanas, tenían que hacerlo sin duda las divinas.
Enfrenté su mirada y no pestañeé.
—Palabras de consuelo —le dije a mi padre.
Los años intermedios yacían comprimidos entre nosotros como por sujetalibros. Los presentes en la sala pasaron de mi cara a la suya, inquietos, inseguros de si mi respuesta era la correcta. Pero nadie más existía ni para mí ni para él.
—Gracias —dijo, la voz alterada—. Palabras de consuelo.
Abandonó la sala de conferencias, mas cuando llegó a la puerta miró atrás una vez, hacia mí.
Descubrí dónde vivía por casualidad. Había supuesto que habitaría en el elegante complejo de apartamentos al otro lado del río, pero en la base de la Torre A vi una puerta de cristal que conducía al exterior, donde, al otro lado de la calle, se hallaba el vestíbulo de otro edificio, en el que lo vi entrar. El portero lo saludó. Aguardé. Al cabo de unos minutos Stone salió, sin la chaqueta blanca y con una caja amarilla y negra en la mano (un carrete de diapositivas), camino de la conferencia de Trasplantes. Esperé media hora y después me acerqué al portero y le mostré mi placa.
—Soy Marión Stone. El doctor Stone se dejó olvidado unas diapositivas que necesita para una charla que está dando. Me envió a recogerlas.
El hombre estuvo a punto de interrogarme, pero luego me miró ladeando la cabeza.
—¿Usted es pariente?
—Soy su hijo.
—¡Y tanto que lo es! —dijo, acercándose más para escudriñar mis ojos, como si fuese allí donde residía el parecido. Resplandeció como si la noticia le hiciese justicia. Como si le diese a Stone una dimensión humana, una cualidad redentora—. ¡Y tanto que lo es! —Se palmeó el muslo, encantado—. Y sin decirnos una palabra a nosotros en todo este tiempo.
—No lo supo hasta este año —añadí con un guiño.
—¡José y María! ¡No diga eso!
Sonreí y miré mi reloj.
—¿Sabe dónde es? —preguntó.
—¿Cuarta planta?
—Cuatro… oh, nueve.
Entré en su casa sirviéndome de mi navaja y del tipo de habilidades quirúrgicas auxiliares que sólo puede enseñarte B. C. Gandhi. Era un apartamento de un dormitorio.
La sala-comedor no tenía nada que la justificase como tal. Una gran mesa de trabajo igual a la de un dibujante ocupaba la mayor parte de la estancia, con dos mesas laterales a los extremos que formaban una U y sobre las que había papeles en pulcros montones. Estanterías modulares cubrían las tres paredes, llenas de libros y documentos, que no estaban colocadas para la exhibición sino para el uso.
En la cocina, la cafetera acumulaba polvo y los fogones parecían no haberse utilizado jamás. Una tostadora sobre la encimera tenía un rastro de migas en la parte de arriba. En la nevera no había más que un envase de zumo de naranja, una barrita de mantequilla y media barra de pan.
El dormitorio estaba a oscuras, con las cortinas echadas, y no había libros ni papeles, sólo un catre del ejército con una manta doblada perfectamente a los pies, como si estuviese acampado por una noche.
En la repisa de la chimenea, encima del fuego eléctrico, había una sola instantánea enmarcada. La técnica de aerógrafo de la década de 1920 daba a madre e hijo piel de alabastro. Estaban posando como Madona y Niño. El niño, de unos tres años, estaba arrellanado en el regazo de la mujer que debía de haber sido mi abuela… una presencia en el mundo en la que nunca había pensado.
Junto a la fotografía había un cilindro de cristal lleno de líquido turbio. Una inspección más detenida reveló que en él flotaba un dedo humano.
Yo había ido allí con el propósito de… de hacer daño, pero aquella foto me hizo cambiar de opinión.
En cambio, abrí todos los armarios de la cocina y dejé las puertas entornadas. Abrí también el horno. Y las dos puertas de la nevera. Quite la tapa al recipiente de zumo. Abrí los armarios del baño. Desenrosqué el tubo de la pasta de dientes, el champú y el acondicionador, dejando los tapones cuidadosamente colocados al lado de cada uno de ellos. Abrí todo lo que tenía una tapa o una cubierta. Deje abierto el armario de la ropa, la cómoda, el archivador, el tintero, los frascos de medicamentos. Abrí las ventanas.
En el centro del escritorio coloqué el marcador escrito con la caligrafía de la hermana Mary Joseph Praise.
19 de septiembre de 1954
La segunda edición. El paquete llegó dirigido a mí, pero estoy segura de que el editor te lo enviaba a ti. Felicidades. Te incluyo una carta mía. Léela enseguida, por favor. HMJP.
Estaba convencido de que él tenía la carta a que se refería mi madre. Y allí, en su casa, volví a preguntarme dónde la guardaría… y qué diría en ella. Estuve tentado de saquear el apartamento hasta dar con ella, pero de ese modo habría destruido lo que había creado ya.
Abrí el frasco de formalina, saque su dedo, lo sacudí para librarlo de fluido y lo puse al lado del marcador. Examine mi obra. Cambié de opinión sobre el dedo y lo metí de nuevo en el frasco, lo cerré y me lo llevé. Era muy justo. Después de todo, le había dejado algo mío.
Al salir dejé la puerta entreabierta.