Aunque recé, no sirvió de nada. Cuando faltaban dos meses para que yo acabara el internado y Deepak la residencia, sometieron nuestro programa a prueba. Me preocupaba mi suerte. Ya era bastante lúgubre la posibilidad de que cancelaran el programa, pero sería aún peor que no me reconocieran el año que le había dedicado. Lo lamentaba muchísimo por Deepak, que estaba a punto de terminar el período como residente jefe. Sin embargo, hasta que se viese nuestra apelación y llegase la orden final de suspensión, lo único que podíamos hacer era seguir trabajando.
Un viernes a última hora me llamaron a la sala de urgencias. Llegué cuando la ambulancia entraba con un zumbido de sirenas. El personal sacó una camilla, bajó las ruedas y entró a la carrera con ella como si fuese un ariete. Las puertas de cristal se abrieron justo a tiempo. Consideraba esos detalles pequeños milagros, habilidades cotidianas que contrastaban con lo conocido en África. Corrí con ellos. Aunque lo había hecho a menudo durante casi el año que llevaba en el Nuestra Señora, todavía se me disparaba la adrenalina.
—Sin identificar, accidente de coche, apenas respiraba cuando lo recogimos —explicó un camillero—. Se saltó un semáforo en rojo y una furgoneta le dio por el lado del conductor. Como no llevaba cinturón de seguridad, salió disparado por el parabrisas… Luego, es increíble, su propio coche se estrelló contra él… No es broma. Hay testigos. Aterrizó en la acera. No se aprecian lesiones en el cuello. Tobillo izquierdo magullado, contusiones en pecho y abdomen.
Vi a un varón negro bastante guapo, con buen aspecto y no más de veinte años.
Los de la ambulancia le habían conectado dos bolsas de solución salina intravenosa. Habían extraído sangre, que en tubos con tapones rojo, azul y lavanda entregaron al técnico del laboratorio, el cual empezaría a teclear y cotejar y a pedir sangre antes de que le quitásemos la ropa al paciente.
—Hay más datos —añadió el conductor de la ambulancia—. El motivo de que se saltase el semáforo en rojo es que estaba enzarzado en un tiroteo con un grupo de jóvenes pandilleros. Uno recibió un disparo en la cabeza; viene de camino en otra ambulancia, pero no hay que preocuparse… ya no es ninguna urgencia. Tuvieron que recoger trozos de sesos de la acera… Este tipo —añadió, señalando a nuestro paciente— fue quien le disparó.
El paciente tenía el cráneo intacto, pero estaba inconsciente. El corte que se le marcaba en el pelo corto era tan recto como si se lo hubiesen hecho con regla, una de esas cosas extrañas que veías en ocasiones similares.
Cuando acerqué la luz contrajo las pupilas, señal rudimentaria pero tranquilizadora de que su cerebro funcionaba perfectamente. Noté el pulso apenas perceptible y muy rápido: el monitor indicaba 160 pulsaciones por minuto.
Una enfermera comunicó la presión. «Ochenta sobre nada». Y a los pocos segundos: «Cincuenta sobre cero».
Se le conectaron fluidos, la sangre venía de camino. Tenía una contusión sobre las costillas inferiores, a la derecha. El vientre estaba tenso y parecía ir hinchándose ante nuestros ojos.
—No hay presión —declaró la enfermera justo cuando llegaba el técnico de rayos X con el aparato portátil.
—No hay tiempo para eso. Se está desangrando —dije—. Llévenlo al quirófano. Es su única posibilidad. —Pero nadie se movió—. ¡Rápido! —grité, empujando la camilla—. Llamen a mi equipo de respaldo, avísenles.
Ya en el quirófano, me lavé sólo en treinta segundos, mientras el doctor Ronaldo, el anestesista, ajustaba el tubo traqueal. Me miró y negó con la cabeza.
Me puse los guantes al tiempo que observaba lo que había preparado la enfermera instrumentista.
—Olvide las esponjas. Traiga paquetes de compresas. Ábralas. No tendremos tiempo de desdoblarlas. Habrá demasiada sangre. Necesitaremos recipientes grandes para los coágulos.
El paciente tenía el vientre aún más tenso.
Ronaldo, que atisbaba cocodrilescamente por encima de la mascarilla, se encogió de hombros cuando le miré para dar la señal de empezar.
—Prepárate —le dije—, porque cuando abra, la presión tocará fondo.
—¿Qué presión? —me preguntó él—. Si no hay…
De momento, la sangre que dilataba el vientre servía de compresa, presionando sobre el vaso abierto, dondequiera que estuviese. Pero en el instante en que yo abriera, el géiser volvería a dispararse. Coloqué almohadillas alrededor del vientre. Vertí Betadine en la piel, limpié, recé una oración y corté.
Brotó la sangre y se derramó por el borde de la herida como una marejada. A pesar de todas las almohadillas, a pesar de mi manguera de succión que aspiraba ávidamente, corrió por encima de los paños, sobre la mesa, chapoteó en el suelo. Me empapaba la bata, me caía por los muslos, en los calcetines, se escurría dentro de los zapatos.
—¡Más compresas! —Había intentado prevenir a las enfermeras, pero no estábamos preparados para aquel torrente.
Introduje la mano, desplazando una segunda oleada de sangre al coger el intestino delgado. Fui sacando tubo intestinal y colocándolo en un paño al lado de la incisión. De hecho conseguí vaciar al paciente en cuestión de segundos.
Deepak apareció frente a mí, preparado. Junté las manos y di un paso atrás para pasar al otro lado de la mesa de operaciones, pero él negó con la cabeza.
—Quédate ahí —me dijo. Cogió un retractor y tiró para que yo pudiese ver debajo del diafragma.
Introduje las compresas alrededor del hígado. Luego hice lo mismo por el lado izquierdo, en las proximidades del bazo. Curvando los dedos, saqué los grandes coágulos que quedaban en la cavidad abdominal. Metí más compresas en el abdomen y la pelvis, hasta dejarlo todo bien taponado. No veía que sangrara ningún vaso.
Ahora podíamos hacer un descanso.
—¿Estamos bien de sangre? —pregunté a Ronaldo.
—Nunca lo estamos —contestó. Al ver que seguía mirándolo, se encogió de hombros y señaló con un gesto sus diales como si me indicara que las cosas no estaban peor que cuando habíamos empezado, que era la noticia que yo había esperado.
Retiré con cuidado las compresas, empezando por los puntos donde era menos probable que hubiese hemorragia. La pelvis estaba limpia, no había sangre. Luego las que rodeaban el bazo. Si el vientre del paciente fuese una habitación, se había retirado el mobiliario (las estructuras centrales más movibles), de manera que podíamos ver el fondo. Si hubiese hemorragia por rotura de la aorta o sus ramificaciones, la pared posterior del abdomen (el retroperitoneo) mostraría una hinchazón alarmante, un hematoma. Pero también estaba limpia.
Presentí que encontraríamos la hemorragia detrás del hígado, un lugar lleno de sombras, difícil de ver y fijar. Donde la cava inferior, la vena más larga del cuerpo, transporta la sangre que vuelve de las extremidades inferiores y el tronco, a lo largo y por detrás del hígado camino del corazón. Al atravesar el hígado, recoge la aportación de las tensas y cortas venas hepáticas que lo drenan.
Retiré las compresas del hígado. Nada. Entonces lo empujé con cuidado hacia delante para examinar su lado oscuro.
Un furioso borbotón de sangre llenó el cuenco vacío del abdomen. Volví a colocar el hígado en su sitio y enseguida dejó de manar sangre. Mientras no tocásemos allí, todo iría bien. ¿Cómo había dicho Solomon cuando operaba en el campo con la guerrilla? «La herida en la que el cirujano ve a Dios».
—Bien —dijo Deepak—, dejémoslo así.
—¿Y ahora?
—Sangra por la incisión de la piel y por todos los accesos intravenosos, es decir, la sangre no coagula. —Deepak hablaba en voz baja, así que tenía que inclinarme hacia él para oír—. Es inevitable con tal trauma. Les abrimos, les inyectamos fluidos y la temperatura corporal baja… Hemos diluido el sistema de coagulación y por eso deja de funcionar. Cubramos el hígado y dejémoslo. Llevémoslo a la UCI, donde podemos calentarlo y ponerle más sangre y plasma congelado fresco. En un par de horas, si sigue vivo, si se encuentra más estable, podemos volver.
Protegí el hígado e introduje de nuevo el intestino delgado en la herida. En vez de suturar la piel, unimos los bordes con erinas.
—Los equipos de trasplante vendrán a recoger las córneas, el corazón, los pulmones, el hígado y los riñones del tipo al que disparó —informó Deepak—. Este quirófano es más grande y les dejaré trabajar aquí.
Dos horas más tarde, en la unidad de cuidados intensivos, las heridas punzantes habían dejado de sangrar. Era complicado acercarse a Shane Johnson Júnior, que era el nombre del paciente, por la acumulación de barras y aparatos alrededor de la cama. Su familia estaba en la sala de espera, intentando comprender lo incomprensible. El plasma helado fresco, los fluidos y la sangre caliente habían proporcionado a Júnior una presión sanguínea registrable y una temperatura aceptable. Estaba vivo, pero apenas.
—Bueno —dijo Deepak después de examinarlo y mirar el reloj—. Echemos otra ojeada.
Esta vez estábamos en el quirófano más pequeño. Ronaldo seguía muy pesimista. Júnior tenía la cara y las extremidades hinchadas, los capilares rezumaban lo que estaba inyectándosele. Aún había que seguir introduciendo fluido para mantener la presión sanguínea, pero era como intentar llenar un cubo agujereado por un lado.
Deepak insistió en que me pusiera otra vez a la derecha del paciente. Llevó sólo dos segundos retirar paños quirúrgicos, limpiar la piel y quitar las pinzas erinas que unían los bordes de la herida. Retiré las compresas.
Me guió los dedos hasta el tronco de vasos sanguíneos que entraba en el hígado.
—Bien —dijo—. Aprieta ahí.
Era la maniobra de Pringle. Apreté, cortando el riego sanguíneo al hígado, mientras Deepak retiraba la última compresa y lo alzaba. La sangre salió a borbotones, convirtiendo el campo limpio y seco en una masa roja y empapada.
—Bueno, ya puedes soltar —me dijo, volviendo a su sitio el hígado—. Es lo que me temía: la vena cava está rota, seguro. Por eso sangra todavía, a pesar de la maniobra de Pringle.
En algunas personas, la cava inferior apenas se incrusta en la parte posterior del hígado. En nuestro paciente, estaba envuelta por el órgano. Cuando Júnior fue lanzado por el aire para estrellarse contra la acera, el hígado había seguido viajando; en su impulso había roto las venas cortas que lo anclaban a la cava, dejando un desgarrón irregular.
Deepak pidió una sutura con un portaagujas largo. A una señal suya, desplacé el hígado hacia delante mientras él trataba de introducir la aguja en un extremo del desgarrón. Pero antes de que pudiese siquiera verlo, el campo estaba cubierto de sangre.
—¡Santo cielo! ¿Cómo arreglamos esto? —dije, incumpliendo la norma fundamental de guardar silencio como ayudante.
—Bueno, es fácil reparar la cava, el único problema es que se interpone el hígado.
Tardé un segundo en comprender que eso era lo más parecido a una broma suya cuando estaba en el quirófano.
Guardó un largo silencio, se quedó casi en trance, mientras yo procuraba no hacer el menor ruido. Por fin se activó, como un sacerdote al terminar una oración.
—Bueno. Es una posibilidad remota. Cambiemos de lado.
Yo no estaba preparado para lo que siguió. Sólo pude maravillarme e intentar ser el mejor ayudante posible. Deepak limpió el pecho al paciente y le practicó una incisión vertical sobre el esternón, por la que acto seguido pasó la sierra eléctrica. Empezó a flotar un olor a carne y hueso chamuscados y, de pronto, el pecho se abrió como una maleta rebosante.
No pregunté lo que estaba haciendo ni él lo explicó. Mi experiencia en cirugía torácica consistía principalmente en drenar acumulaciones de fluido fuera del pulmón y ver cómo Deepak extirpaba un lóbulo canceroso. Durante mi internado, habíamos abierto el pecho en tres ocasiones y suturado una herida de arma blanca en el corazón. Uno de los tres heridos había sobrevivido. Ésa era una de las carencias de nuestro programa, uno de los motivos de que fuesen a cancelarlo: teníamos que derivar a otros hospitales casi todos los casos de cirugía torácica, sin mencionar buena parte de los de urología y cirugía plástica.
El corazón de Júnior, una masa carnosa con vetas amarillas cubierta por el saco pericárdico, quedó al aire y siguió bombeando, como había hecho durante sus diecinueve años de vida. Nunca había corrido mayor peligro. Deepak abrió el pericardio.
Advertí actividad en el quirófano detrás de mí y en la zona esterilizada, que era compartida. En un momento determinado, miré hacia allí y vi por los tres paños de ventanas una serie de rostros blancos alrededor de la otra mesa de operaciones.
Deepak practicó una sutura en bolsa de tabaco alrededor del atrio izquierdo, la cámara superior del corazón que recibía sangre de la vena cava. Cogió un tubo torácico y lo agujereó por los lados con las tijeras. Luego hizo una muesca en el atrio del corazón, en el centro de la sutura. Después deslizó el tubo que acababa de modificar en el atrio, utilizando la bolsa de tabaco para asegurar el tejido alrededor del tubo, que empujó hacia abajo a través del orificio de la vena cava inferior, para llegar hasta donde estaba localizado el problema.
—Avísame cuando llegue al nivel de las venas renales —me pidió.
Vi que la vena cava inferior se hinchaba como una manguera de jardín al llenarse de agua.
—Ahora.
—El tubo cumple la función de endoprótesis vascular de la cava —explicó, inclinándose para mirar por abajo—. Es como un bypass rudimentario para que la sangre del tronco pueda seguir llegando al corazón mientras realizamos la reparación. Bien, veamos si podemos arreglar esto.
Ajustó las luces de arriba. Cuando alcé el hígado, la hemorragia era mucho menor que antes y, más aún, los bordes de la desgarradura de la vena eran visibles sobre el telón de fondo del tubo. Deepak sujetó un borde del desgarrón con pinzas largas, pasó por él la aguja curvada, luego sujetó el otro lado, pasó también la aguja y ató un nudo. Dejé que el hígado volviese a su sitio. Era un proceso laborioso: alzar, sujetar, pasar la aguja, limpiar, pasar la aguja por el otro lado, limpiar, atar, dejar el hígado.
En cierto momento, justo cuando estábamos acabando, noté una presencia a mi lado. Deepak alzó la vista, pero no habló.
—¿Se trata de una derivación de Shrock, hijo? —preguntó alguien a mi espalda. Era un varón, con tono bastante cortés, consciente de que nos hallábamos en un momento delicado para entrometerse, pero con la autoridad del que tiene derecho a preguntar.
—Sí, señor —contestó Deepak alzando de nuevo la vista, para enseguida volver a su tarea.
—¿El desgarrón es muy grande? —Deepak levantó el hígado y ajustó la luz de arriba para que el visitante pudiese ver—. Unos tres cuartos alrededor de la cava.
El tubo que había hecho descender desde el corazón constituía un excelente entablillado interno para la vena y a través de él corría como un pliegue la primera parte de la limpia sutura de Deepak. Era un bello espectáculo, orden restaurado a partir del caos.
—Impresionante —comentó el visitante sin el menor sarcasmo, sólo con admiración sincera. Retrocedí para que pudiese ver mejor y entonces él se inclinó—. Magnífico, magnífico. Yo pondría un poco de espuma de gel en la zona del hígado afectada. ¿Piensa dejar algunos drenajes?
—Sí, señor.
—Supongo que es usted el cirujano titular.
—No; soy el residente jefe. Me llamo Deepak.
—¿Dónde está el cirujano titular? —Deepak lo miró a los ojos, pero no respondió—. Comprendo. No es de los que se levantan por cosas así. ¿Lo ve usted alguna vez?
Ronaldo soltó un bufido a modo de respuesta y se volvió hacia sus diales, simulando desinterés. El visitante miró al anestesista como si fuese a arrancarle la cabeza de un mordisco, pero al parecer recordó que aquél no era su quirófano, y se contuvo.
—¿Y cuántas derivaciones de Shrock ha practicado, Deepak?
—Esta es la sexta.
—¿De veras? ¿En cuánto tiempo?
—En dos años que llevo aquí… Por desgracia, vemos muchos heridos.
—Por desgracia, sí. Pero por suerte para nosotros; no hay que ser ingratos… Sin embargo, ¿ha dicho seis Shrock? Notable. ¿Y con qué resultado?
—Uno murió, pero una semana después de la operación. Caminaba ya, comía. Seguramente embolia pulmonar.
—¿Le hicieron autopsia?
—Parcial. La familia nos permitió volver a abrir el abdomen. La reparación de la cava parecía en buen estado. Tomamos fotografías.
—¿Y las otros?
—El segundo, el tercero y el quinto estaban vivitos y coleando a los seis meses de la operación. El cuarto murió en el quirófano antes de que consiguiese llegar hasta aquí, justo cuando acababa de abrir el corazón.
—¿Y la cuenta usted?
—Debo hacerlo. «Intención de tratar»… eso cuenta.
—Muy bien. Debe contarla. Pocos cirujanos lo harían. ¿Y la sexta?
—Es ésta.
—Bien. Bueno, su experiencia es mejor que la mía. He hecho cuatro en seis años. Todos los pacientes murieron. Dos en la mesa de operaciones, dos tan poco después de la intervención que fue lo mismo que si hubiesen muerto mientras los operaba. No presentaban un trauma tan grande como éste. Dos eran roturas de alguien que había intentado extirpar una masa cancerosa adherida. Debería escribir un informe de su experiencia.
Deepak carraspeó.
—Con todo el debido respeto, señor, ya lo he hecho. Nadie publicará un informe procedente del Nuestra Señora…
—Tonterías. ¿Cuál es su nombre completo?
—Deepak Jesudass, señor. Le presento a mi interno…
—Mire, haga una cosa, describa este caso y añádalo a los otros informes y luego déjeme echarle un vistazo. Intentaré que lo publiquen si es bueno. Se lo enviaré al director del American Journal of Surgery. Ya me pondré en contacto con ustedes para ver cómo le va al paciente. Buena suerte. Por cierto, me llamo…
—Sé quién es usted, señor. Gracias. —El visitante estaba saliendo ya, cuando Deepak dijo—: ¿Señor?… Si fuese usted… bueno, no importa.
—¿De qué se trata, diga? Tengo un órgano de cadáver que debería estar ya en el aire. Sólo he parado a admirar su trabajo.
—Si nos enseñara a preparar el hígado… podríamos empezar a hacerlo y le ahorraríamos tiempo.
Intenté volverme a mirar, pero como estaba sujetando un retractor no podía.
—No confío en nadie —reconoció la voz—, por eso lo hago yo mismo. Mis residentes jefes carecen de habilidad suficiente… Son chicos listos, pero no tienen el volumen de ustedes en este centro.
—Nosotros tenemos el volumen. Y van a cancelar el programa.
—¿Qué? Oí rumores en ese sentido, sí. Oí hablar de Popsy… ¿Es cierto? —Deepak se limitó a asentir—. ¿Este es su quinto año?
—El séptimo. Octavo. Décimo. Depende de cómo cuente, señor. —Deepak no mencionó su formación en Inglaterra.
No hizo falta, porque el visitante dijo:
—Percibo cierta entonación escocesa. ¿Estuvo usted en Escocia? ¿Es usted miembro de Real Colegio de Cirujanos?
—Sí.
—¿En Glasgow?
—En Edimburgo. Trabajé en Fife. Toda aquella zona. Siguió un hondo silencio. El hombre que estaba detrás de mí no se había movido. Parecía que estuviera considerándolo.
—¿Qué hará si cierran?
Deepak bajó los ojos.
—Seguiré trabajando. Probablemente aquí. Amo la cirugía…
—Deepak Jesudass, ¿con jota? —preguntó después de una eternidad la voz, y lo deletreó—. ¿Es correcto? Venga a verme a Boston, doctor Jesudass. Le pagaremos el viaje. Ya lo arreglaré para que visite mi laboratorio de trasplantes. Le pondremos al día. Si alguien puede recoger órganos por mí, probablemente sea usted. Hablaremos con calma en Boston. Ahora tengo que marcharme. Buen trabajo.
Oímos cerrarse la puerta tras él.
Seguimos trabajando en silencio, hasta que Deepak dijo por fin: —Sólo le dije mi apellido una vez… y fue capaz de repetirlo. —Había terminado la reparación y estaba cerrando, con la misma eficacia y el mismo cuidado con que abriera. Pidió la espuma a la enfermera instrumentista—. En todos los años que llevo aquí, nadie fue capaz de recordar mi nombre cuando me presentaba. Nadie se molestó en hacerlo. En general, no nos ven como individuos sino como estereotipos.
Estaba más erguido y los ojos le resplandecían. Nunca lo había visto así. Me enorgulleció y me alegré por él.
—¿Quién es? —le pregunté, muerto de curiosidad.
—Tal vez te parezca anticuado, pero siempre pensé que el trabajo duro rinde sus frutos. Es mi versión de las Bienaventuranzas. Haz lo que es justo, prescinde de lo injusto, del egoísmo, sé fiel a ti mismo… un día todo eso da fruto. Por supuesto, no sé si la gente que obró mal contigo padece o recibe su merecido, supongo que no funciona de ese modo. Pero sí creo que un día recibes tu recompensa.
—¿Lo conocías? —insistí.
Eludió mi pregunta y se volvió hacia la enfermera circulante.
—¿Ese equipo concreto vino por el hígado o por el corazón?
—Por el hígado. Antes llegó otro que se llevó corriendo el corazón.
Deepak sonrió y se volvió hacia mí.
—Como llevaba mascarilla no estoy muy seguro, Marión. Lo estaría si le hubiese visto los dedos. Pero creo que sé quién es. Acabas de conocer a uno de los mejores cirujanos del mundo, un pionero de los trasplantes de hígado.
—¿Cómo se llama?
—Thomas Stone.