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Un nudo cada vez

Una tarde de mi noveno mes en el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, cuando íbamos al quirófano, un alguacil entregó unos papeles a Deepak Jesudass, que los cogió sin hacer comentarios. Seguimos con nuestro trabajo. Pasada la medianoche, cuando estábamos fumando en el vestuario fuera del quirófano, mi residente jefe sonrió y dijo:

—Cualquier otro me habría preguntado qué eran aquellos documentos.

—Me lo habrías dicho si me incumbiesen —repuse.

Deepak tendría unos treinta y siete años cuando nos conocimos. Su rostro juvenil y sus hombros de muchacho contrastaban con sus ojeras y los mechones de canas. Si alguien nos hubiese visto a todos en la cafetería, habría pensado que el residente jefe era B. C. Gandhi, porque encajaba muy bien en el puesto. Pero cuando reflexiono sobre mi formación quirúrgica, debo agradecérsela a un hombre bajo y taciturno, un cirujano humilde a quien tal vez el mundo jamás celebre. En el quirófano, Deepak era paciente, resuelto, brillante, original, meticuloso y decidido: un verdadero artesano.

«No vaciles con esa jeringuilla». «Autodisciplina con las manos, Marión. Sólo un paso cada vez, no malgastes movimientos». Cuando aprendí a cruzar las manos como él aconsejaba para conseguir la misma tensión en ambos extremos del nudo, surgió un nuevo problema: «Los codos pegados al cuerpo, salvo que intentes volar». Rehíce muchos nudos cuando estaba con él y deshice líneas enteras de sutura y empecé de nuevo, hasta que se dio por satisfecho. Pasé a entender de distinta manera luz y exposición: «Trabajar a oscuras es para los topos. Nosotros somos cirujanos». A veces, sus consejos contradecían lo que sugería la intuición: «Cuando conduces, miras adonde vas. Pero cuando haces una incisión, miras dónde has estado».

Deepak era de Mysore, al sur de la India. Aquella noche en el vestuario, me contó algo que no creo que hubiese compartido con nadie en el Nuestra Señora. Cuando se licenció en la Facultad de Medicina, sus padres concertaron a toda prisa su matrimonio con una muchacha india nacida en Inglaterra que vivía en Birmingham, una novia reacia, a la que obligaba a casarse su familia pues no le gustaban los amigos de la joven. Ella llegó con sus parientes unas jornadas antes de la boda y se marchó al día siguiente, porque estaba estudiando en la universidad. Deepak tardó seis meses en conseguir el visado para reunirse con ella en casa de sus suegros. Descubrió que si abría la boca ella se ponía nerviosa y que no le permitía que se le acercara ni en público ni en privado. Se marchó de allí a las pocas semanas y consiguió un puesto en un hospital docente de Escocia, donde pudo iniciar el equivalente al internado de América. Una vez cubiertas las etapas correspondientes, se presentó por fin a unos difíciles exámenes que, una vez aprobados, le permitieron convertirse en miembro del Real Colegio de Cirujanos, mágicas siglas que añadía a su nombre. Entonces podría haber regresado a Mysore.

—Podría haber vuelto. En mi ciudad me habría ido muy bien con el título de MRCC grabado en una placa. Pero pensé en todas las personas que habían asistido a mi boda. No quería verlas; no me sentía capaz, la verdad. —El paso siguiente en Inglaterra habría sido que le nombrasen especialista en cirugía de un hospital—. No hay muchas plazas de especialista. Tiene que morir alguien para que quede una vacante. —Después de trabajar seis años como suplente de especialista, atendiendo todas las urgencias, Deepak decidió irse a Estados Unidos—. Suponía empezar de nuevo, porque aquí no reconocen la especialización de otros países. A mi edad, y después de tantos años de prácticas, no estaba seguro de ser capaz de aguantarlo.

El sistema de formación quirúrgica en Estados Unidos era diferente: tras un año de internado, seguido de cuatro como residente de cirugía con responsabilidades crecientes (el último como residente jefe), se le permitía presentarse al examen para convertirse en cirujano titulado, en especialista.

—Hice el internado en un lugar prestigioso de Filadelfia. Trabajé mucho —me dijo. Cerró los ojos y negó con la cabeza, recordando—. Ni siquiera avisé cuando murió mi padre, ni siquiera intenté tomarme un día libre. Pasé directo al segundo año, aunque trabajaba a un nivel más alto, desempeñaba prácticamente las funciones de residente jefe. Pero me despidieron después del tercer año. Un médico responsable que quiso echarme una mano acabó dimitiendo, a tal punto se indignó.

»Podría haber ingresado en urología o plástica, como suele hacer la gente si la echan en esa etapa. Muchos médicos extranjeros renuncian y acaban en psiquiatría o en lo que sea. Pero a mí me fascina la cirugía general. El mismo médico que había dado la cara por mí me consiguió un puesto en otro hospital, esta vez en Chicago, con la promesa de que me ascenderían si repetía el tercer año. Trabajé aún más… Pero volvieron a echarme. —Rió ante mi expresión de incredulidad—. Supongo que ayuda mi carácter, el hecho de no esperar demasiado. Amar la cirugía por sí misma. Sin embargo, tuve suerte, ya que uno de los cirujanos de Chicago apostó por mí. Se llamaba Popsy, y consiguió que viniese aquí como residente de cuarto año. Eso es lo curioso, lo increíble de Estados Unidos: hay tanta gente que te impide avanzar como ángeles cuya humanidad compensa por todos los otros. Tuve mi cuota de ángeles. Popsy fue uno de ellos.

Lo nombró residente jefe de la noche a la mañana, con la condición de que lo fuera dos años. Cuando llegué, Deepak se encontraba en el último año de formación.

—¿Así que acabarás el mismo día que yo termine el internado?

Me inquietó su silencio.

—Hoy nos comunicaron que pronto habrá una visita de inspección de los que acreditan nuestro programa de residencia —repuso, cabeceando lentamente—. Si no les satisface lo que vean, pueden cancelarlo. Hemos conseguido poquísimos internos. Y muy pocos médicos residentes en cada nivel para el volumen de pacientes que tratamos. Por no mencionar ya la escasez de docentes.

—¿Cómo es eso?

—Nuestros competidores están ofreciendo mejores condiciones. Fue una suerte conseguiros a Néstor, a Rahul y a ti. Necesitamos más internos, más docentes a tiempo completo. La verdad es que Popsy ya no cuenta con tanta influencia como antes para atraer a buenos docentes. En este momento, lo único que permite que se acepte nuestro programa son sus credenciales y su historial académico. Popsy vale su peso en oro, en teoría. Si él deja el puesto, o llega a saberse que sufre demencia precoz, el castillo de naipes se vendrá abajo. —Debí parecerle preocupado, porque dijo—: No te inquietes. Encontrarás otro puesto y te reconocerán este año.

—¿Esos eran los documentos que te entregó el alguacil?

—Oh, no, conciernen a mi presunta esposa. Ahora cree que gano mucho dinero y ha presentado en Nueva York una demanda para conseguir la pensión compensatoria de cónyuge. Mi abogado dice que no me preocupe. Que no le debo nada.

—¿Y qué me dices de ti, Deepak? ¿Qué harás si cancelan el programa?

—No lo sé, Marión. Me siento incapaz de pasar por lo mismo otra vez. No puedo seguir ayudando a alguien que es mi «superior», pero que está matando al paciente y no tiene el buen sentido de pedirme ayuda. Tal vez siga trabajando aquí sin más. La hermana Magda asegura que el hospital me contratará. Viviré aquí, lo mismo que Popsy. Operaré. Al hospital no le importa que tenga o no titulación, sobre todo si se cancela el programa de residencia. El Nuestra Señora necesita un cirujano. Seré otro Popsy. Aunque te cueste creerlo, él era un cirujano extraordinario hasta que se vino abajo. Y aún más importante, era un hombre excepcional, verdaderamente daltónico.

Después de la operación del señor Walters, Deepak hizo correr la voz de que Popsy no debía operar más en ninguna circunstancia.

—¿Qué podemos hacer para impedir que cancelen el programa? —le pregunté.

—Rezar.