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La cura para el mal que tienes

—El paciente está sedado. ¿A qué estamos esperando? ¿Quién lleva el caso? —preguntó el doctor Ronaldo.

—Yo —contesté.

Ronaldo giró un dial en el carro de la anestesia, como si esa noticia exigiese un cambio en la mezcla gaseosa.

—Está supervisándome Deepak —expliqué, pero Ronaldo no hizo caso.

La hermana Ruth, la enfermera instrumentista, movió la cabeza y abrió la bandeja.

—Me temo que no. Acaba de llamar Popsy. Quiere operar. Marión, será mejor que vengas a este lado.

—¡Popsy! Dios nos ampare —dijo Ronaldo dándose una palmada en la mejilla—. Prepárate. Llama a mi mujer, dile que llegaré tarde a cenar.

Me llegó el olor a loción Brut y luego a tabaco Winston; y, segundos después, estaba junto a mi hombro B. C. Gandhi. Debía de haber dado una última calada en el vestuario.

—Ya lo sé. Lo he oído —dijo, antes de que yo pudiera abrir la boca—. Estoy haciendo una vesícula biliar al lado. Escucha, Marión, si Deepak no llega antes que Popsy, tienes que contaminar al viejo en cuanto coja el bisturí.

—¿Qué? ¿Cómo?

—No sé. Ráscate el trasero y tócale el guante. Eres un tipo listo. Se te ocurrirá algo. Pero no dejes que pase de la piel, ¿entendido? —Y dicho esto, se fue.

—¿Hablaba en serio? —pregunté.

—Gandhi nunca habla en serio —contestó Ronaldo—. Pero tiene razón. Contamínalo.

Me volví hacia la hermana Ruth, esperando su ayuda.

—Reza pidiendo la intercesión de Nuestra Señora. Y luego contamínalo.

Era la undécima semana de mi internado de cirugía en el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

Qué poco imaginaba que el viaje de treinta minutos desde el aeropuerto hasta el Bronx sería la única visión de Estados Unidos que tendría en tres meses.

Cuando llevaba sólo una semana en el hospital, me daba la sensación de haber abandonado Estados Unidos y estar en otro país. Mi mundo era un lugar de luces fluorescentes, donde la noche y el día no se diferenciaban, y en que más de la mitad de los ciudadanos hablaban español. Cuando empleaban el inglés, no lo hacían como yo esperaba en la tierra de George Washington y Abraham Lincoln. Los descendientes del Mayflower no habían llegado a aquel barrio.

Los tres meses en el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro habían transcurrido a la velocidad del rayo. Teníamos una grave escasez de personal, en comparación con lo que era la norma en otros hospitales del país, pero yo desconocía dicha norma. En el Missing sólo había cuatro o cinco médicos en los mejores momentos, mientras que allí había tres veces esa cantidad sólo en cirugía. Pero en el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro tratábamos a más pacientes. Manteníamos vivos con ventiladores en cuidados intensivos a tantos con traumas complejos, generábamos tantas pruebas de laboratorio y tanto papeleo, que la experiencia era completamente distinta del Missing, donde Ghosh o Hema raras veces apuntaban más que una entrada críptica en la historia clínica, dejando el resto a las enfermeras. Me enteré de que aquellos largos y silenciosos coches americanos, aquellos cuartos de estar sobre ruedas, causaban heridas monstruosas cuando chocaban. El personal de las ambulancias nos traía a las víctimas antes de que las ruedas dejasen de girar en el lugar del accidente. Salvaban a personas que llegaban en un estado nunca visto en el Missing, porque nadie habría intentado llevarlas a un hospital. La idea de que alguien se hallaba tan perjudicado que ya no se podía hacer nada por él jamás pasaba por la cabeza de policías, médicos y bomberos.

Hacíamos guardia casi todas las noches; no me daba tiempo a sentir nostalgia. Mi jornada habitual empezaba por la mañana temprano cuando hacía las visitas con mi director de equipo, B. C. Gandhi. Luego, tanto el mío como los demás equipos quirúrgicos se reunían para las visitas oficiales con Deepak Jesudass, el residente jefe, a las 6.30 de la mañana. Cuando había que operar, los martes y los viernes, los internos nos encargábamos de los pabellones y de urgencias, y trabajábamos casi hasta la noche. Luego, si me tocaba guardia, seguía en pie durante toda la noche, admitiendo pacientes a urgencias y ocupándome también de los enfermos ingresados y de los de los internos que no estaban de guardia. Las posibilidades de los internos de ayudar en las operaciones e incluso de operar surgían en las guardias. Aquellas noches era raro que pudieras dormir. Yo ni siquiera lo intentaba. Al día siguiente seguíamos trabajando hasta el final de la tarde, cuando por fin íbamos a descansar. Esa noche Ubre lo único que podía hacer era derrumbarme en la cama y hundirme en un sueño profundo, pues a la mañana siguiente volvía a empezar el ciclo. B. C. Gandhi, mi supervisor, me preguntó una vez a altas horas de la noche, cuando ambos estábamos groguis por la falta de sueño:

—¿Sabes cuál es el inconveniente de tener guardia casi todas las noches? —Era una pregunta imponderable. Negué con la cabeza. Sonrió y dijo—: Que te pierdes la mitad de los pacientes interesantes.

El programa de trabajo era brutal, deshumanizante, agotador.

Me encantaba.

A medianoche, cuando los pasillos quedaban desiertos, había lugares en el hospital donde las luces se amortiguaban y se veían rastros de la pasada gloria del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro: aquella labor de filigrana dorada sobre las arcadas, los techos altos de la antigua ala de maternidad, el suelo de mármol del vestíbulo de la sección administrativa y la cúpula de madera coloreada de la capilla. El hospital Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en tiempos el orgullo de una rica comunidad católica y luego de una comunidad judía de clase media, siguió la misma trayectoria que el barrio: se empobreció sirviendo a los pobres.

—En Estados Unidos los más pobres son los más enfermos. Los pobres no pueden permitirse seguro médico ni atención preventiva. Los pobres no ven a los médicos. Aparecen a tu puerta cuando las cosas están ya avanzadas —me explicó B. C. Gandhi.

—¿Quién paga todo esto, entonces?

—El gobierno paga con los programas Medicaid y Medicare, de tus impuestos.

—¿Cómo podemos permitirnos un helicóptero con su helipuerto si somos tan pobres?

El ojo de buey que había sobre el ala más nueva de la cuarta planta del Nuestra Señora, con las parpadeantes luces perimetrales azules y el resplandeciente helicóptero que iba y venía, resultaba incongruente en nuestro entorno.

—Salah, ¿así que no conoces nuestro derecho a la fama? Si es nuestra industria número uno… A veces, se me olvida que acabas de desembarcar. Amigo mío, ese helipuerto lo pagaron los hospitales que son lo contrario del nuestro. El helicóptero en realidad es suyo, no nuestro, pertenece a los hospitales ricos, los que se cuidan de quienes tienen dinero, los asegurados. Y si alguno de ellos se ocupa de los pobres, disponen de una gran universidad o una práctica privada universitaria para financiar sus costes. Cuidarse de los pobres de ese modo es noble.

—¿Y del nuestro?

—Vergonzoso. El trabajo de los intocables. Esos hospitales ricos de toda la costa Este se unieron y pagaron nuestro helipuerto para poder volar hasta aquí. ¿Por qué? ¡Tiempo de isquemia! Mira, lo que tenemos aquí en nuestro barrio es una abundancia de armas, VNF y VLF, o sea, Varones Negros Furiosos, Varones Latinos Furiosos y en realidad varones furiosos de todo tipo, sin mencionar mujeres celosas. El hombre de la calle es más probable que lleve una pistola que una pluma. ¡Bang! ¡Bang! Y como consecuencia, acabamos con demasiado pacientes SBO, es decir, Sólo Buenos para Órganos. Jóvenes, sanos por lo demás, pero con muerte cerebral. Hígados y corazones prístinos, y lo que se pida. Con la garantía de que seguirán funcionando mucho después de que se te encoja el pajarito. Órganos magníficos. Excelentes para el trasplante; trasplantes que nosotros no podemos realizar. Pero sí podemos mantenerlos vivos hasta que llegan los buitres para coger el órgano y largarse. La próxima vez que oigas el jup-jup-jup, no pienses en hélices de helicóptero, ¡sino enpaysa, pasta, dinero! El trasplante de corazón cuesta, ¿cuánto, medio millón de dólares? ¿El de riñón cien mil o más?

—¿Nos pagan todo eso?

—¿A nosotros? ¡A nosotros no nos pagan ni un puto centavo! Eso es lo que ganan ellos. Ellos vienen, cortan, agarran, nos enseñan el dedo medio y se largan en su pajarito de hélices dejándonos en nuestros camellos. La próxima vez que oigas el helicóptero, ve a ver el aspecto que tienen los amos de la medicina, los sahibs.

Los había visto más de una vez, las chaquetas blancas blasonadas con logos universitarios en el pecho y el hombro, y los mismos iconos en las cajas de hielo, en los iglús sobre ruedas e incluso en el helicóptero. Había visto en sus rostros la misma variedad de fatiga que experimentaba yo mismo, aunque los suyos, por alguna razón, parecían más nobles.

El doctor Ronaldo cruzó y descruzo los brazos mirando el reloj, luego la puerta, esperando que Popsy hiciera acto de presencia. Desplegué las toallas estériles para perfilar un perfecto rectángulo, la puerta de acceso al abdomen de Hugh Walters hijo.

El señor Walters, un caballero canoso, había llegado a urgencias una noche de la semana anterior en que las camillas desbordaban las secciones de traumas de urgencias e invadían los pasillos. El alcohol se había filtrado fuera de los pulmones, por los poros y las secreciones de hombres y mujeres suficientes para que el lugar oliese como una coctelería. Había dos hombres embriagados que vomitaban sangre, compitiendo por ver quién era más escandaloso. Cuando el señor Walters llegó, también vomitando sangre, supuse injustamente que pertenecía a la misma familia, emparentado por el alcohol y la cirrosis. Que su sangre procedía de venas varicosas vermiformes hinchadas en su estómago debido a la fibrosis hepática. En las veinticuatro horas siguientes, deslicé un gastroscopio por la garganta de cada uno de los que sangraban y atisbé el estómago. A diferencia de los otros dos, el señor Walters no tenía rojeces furibundas de gastritis alcohólica ni venas varicosas sangrantes que sugiriesen cirrosis, sino una enorme úlcera gástrica supurante. Tomé varias muestras con el gastroscopio.

Horas después de la endoscopia, el señor Walters, con voz sosegada y digna, volvió a asegurarme que el alcohol jamás había mojado sus labios, y esta vez lo creí. Era un clérigo que se ganaba la vida dando clases a alumnos de los primeros cursos de bachiller. Me reprendí por haberle asociado con los otros dos casos de hemorragia gástrica. Iniciamos una terapia intensa para curarle la úlcera.

Descubrí que el señor Walters conocía mi país.

—Cuando murió Kennedy, vi el funeral por televisión. Su emperador Haile Selassie vino. Era el más bajo de todos, pero también el más grande, el único emperador. El único. Estaba en la primera fila de dignatarios, detrás del ataúd. Me sentí orgulloso de ser negro —aseguró, pronunciando esta última palabra con un énfasis e importancia especiales.

Walters leía todos los días el New York Times. Ese diario y una Biblia eran sus lecturas de cabecera.

—Nunca pude permitirme ir a la universidad. Sólo a la escuela bíblica. A mis alumnos les digo: «Si leéis este periódico a diario durante un año tendréis el vocabulario de un licenciado y sabréis más que ningún graduado universitario. Os lo garantizo».

—¿Y le hacen caso?

—En cada curso hay uno que sí —repuso sonriendo y alzando un dedo—. Pero sólo por ese uno ya merecía la pena. El propio Jesús no tuvo más que doce. Y yo procuro conseguir uno al año.

A pesar de los antiácidos y bloqueadores de H2, la úlcera del señor Walters continuaba sangrando. Sus deposiciones seguían teniendo la consistencia y el color del alquitrán, indicio seguro de sangre sobre la que actuaban los ácidos gástricos. Cinco días después de su ingreso, nuestro grupo se había reunido alrededor de su cama durante las visitas finales del día.

Deepak Jesudass, nuestro residente jefe, se sentó al borde de la cama del hombre.

—Señor Walters, tenemos que operar mañana. Su úlcera sigue sangrando. No muestra señales de remitir. —Y esbozó en un papel cómo era una gastrectomía parcial, la eliminación de la zona del estómago que producía ácido.

Yo admiraba los modales tranquilos y cuidadosos de Deepak, aquella actitud con los enfermos que les hacía pensar que eran el centro de toda su atención y que su lugar estaba allí con ellos. Admiraba sobre todo su maravilloso acento, muy británico, doblemente exótico por el hecho de que procedía de un hombre del sur de Asia, pero había vivido años en Inglaterra. Inspiraba confianza a los pacientes.

Mientras Deepak hablaba, B. C. Gandhi me miró y puso los ojos en blanco, en recuerdo de algo que me había comentado la noche anterior. «Puedes ser un cretino, pero si tienes el acento de la reina, muy pronto te verás en el programa de Johnny Carson, que te reirá todas las gracias».

B. C. estaba bromeando, pero en las comedias diarias que había presenciado al entrar y salir de las habitaciones de los enfermos había visto hasta entonces a un mayordomo negro pero muy británico que servía a una familia americana negra, a un inglés excéntrico que era el vecino de una familia negra rica en el Upper East Side de Manhattan, y a un viudo rico británico con una linda niñera de Brooklyn.

El paciente escuchó con suma atención a Deepak y finalmente dijo:

—Confío en usted. Si no fuese por todos ustedes, no habría ni un médico aquí. Y confío en alguien más —añadió, señalando el techo.

El día de la operación me levanté a las cuatro y media para repasar las etapas de la intervención en mi Atlas quirúrgico de Zollinger. Deepak me había hecho saber que aquel caso era mío, y que me pondría a la derecha mientras él me ayudaba. Estaba emocionado y nervioso. Era la primera vez que iba a trabajar directamente con el residente jefe.

Pero Popsy había desbaratado nuestros planes. Así que ahora me encontraba a la izquierda del paciente, aguardando al legendario doctor Abramovitz. Aún no lo conocía. Y de Deepak no había ni rastro.

Y de pronto, allí estaba Popsy, con la cabeza peligrosamente próxima a las luces quirúrgicas. Profundas arrugas surcaban su cara, tenía unos ojos azules bondadosos y aunque las pupilas mostraban un reborde gris, aún despedían un brillo de curiosidad infantil. La mascarilla le colgaba justo debajo de la nariz, de la que brotaban pelos como de un cepillo de alambre. Alzó la mano enguantada pidiendo el bisturí. La hermana Ruth vaciló, mirándome antes de ponérselo en la palma.

Popsy emitió un sonido gutural y el bisturí tembló en sus dedos. La hermana me hizo una seña. Pero antes de que yo pudiese actuar, Popsy efectuó la incisión. Una incisión audaz. Realmente muy audaz. Sequé y pincé pequeños vasos que sangraban y al ver que no hacía el menor ademán de ligarlos, lo hice yo. Luego intentó coger con las pinzas el peritoneo, pero no conseguía hacerse con él.

Había buenas razones para ello: su incisión en la piel había cortado en un punto fascia y peritoneo. En la herida estaba aflorando materia líquida, que parecía sospechosamente contenido intestinal. Rolando atisbo por encima de la pantalla de anestesia y enarcó tanto las cejas que desaparecieron bajo el gorro quirúrgico.

Popsy tanteó de nuevo con las pinzas, pero se le escurrieron de los dedos y cayeron al suelo con estrépito. Alzó la mano sin ellas.

—He tocado un lado de la mesa… —Me miraba como si yo pudiese poner en duda lo que decía—. Me he contaminado.

—Creo que así es, sí —se apresuró a decir la hermana Ruth al ver que yo no reaccionaba.

—Sí, es verdad, señor —terció Ronaldo. Pero Popsy seguía mirándome a mí.

—Sí, señor —balbuceé.

—Continúe —me dijo. Y salió del quirófano.

—¿Qué has hecho, Popsy? —murmuró Deepak bajo la mascarilla al sacar la parte herida del intestino delgado, mientras yo estaba en el lado izquierdo de la mesa de operaciones—. Dicen que hay cirujanos viejos y cirujanos audaces, pero que no hay ninguno viejo y audaz. Sin embargo, quien inventara esa sentencia no había conocido a Popsy. Afortunadamente se trata de un pequeño desgarrón en el intestino delgado y podemos coserlo. —Intenté… —musité.

—Tenemos otro problema más grave —dijo Deepak y señaló lo que parecía un pequeño percebe en la superficie del intestino.

En cuanto vi aquél, empecé a verlos por todas partes, hasta en el delantal de grasa que cubría el intestino. El hígado estaba deformado, con tres bultos fatídicos que hacían que pareciese la cabeza de un hipopótamo.

—Pobre hombre. Palpa el estómago. —La pared estomacal estaba dura como una piedra—. Marión, hiciste una biopsia de la úlcera cuando la gastroscopia, ¿no?

—Sí. El informe decía que era benigno.

—Pero ¿se trataba de una úlcera grande en la curvatura mayor?

—Sí.

—¿Y qué úlceras de estómago es más probable que sean malignas?

—Las de la curvatura mayor.

—Así que tu sospecha de que pudiera ser maligna era alta, ¿no? ¿Miraste las diapositivas con el patólogo?

—No, señor —repuse, bajando los ojos.

—Entiendo. Entonces ¿confiaste en que el patólogo interpretase las biopsias?

No contesté.

Deepak no había levantado la voz. Era como si estuviese hablando del tiempo. Ni siquiera el doctor Ronaldo lo había oído.

Exploró la pelvis, palpo los lugares que no podía ver.

—Marión, cuando sea un paciente tuyo y bases tu intervención quirúrgica en una biopsia, asegúrate de mirar las diapositivas con el patólogo. Sobre todo si el resultado no es el que esperabas. No te fíes del informe —dijo por fin, casi en un susurro.

Me sentí fatal por el señor Walters. Podría haberle ahorrado aquella operación, haberlo librado de Popsy. Considerando las cosas en retrospectiva, los análisis de la función hepática de aquel paciente eran marginalmente negativos, lo cual debería haber sido una clave.

Deepak reparó el agujero del intestino. Por suerte sólo había uno. Cosió por encima la úlcera sangrante en el estómago, pero estaba claro que volvería a sangrar. Lavó la cavidad abdominal con varios litros de solución salina, vertiéndola en ella y succionándola.

—Bueno, ven a este lado, Marión. Quiero que cierres tú.

Trabajé de firme bajo su mirada de lince.

—Espera —me dijo, y cortó el nudo que yo había hecho—. Sé que es probable que hayas realizado muchísima cirugía en Africa. Pero la práctica no llega a ser perfecta si repites un mal hábito. Permíteme que te pregunte algo, Marión. ¿Quieres ser un buen cirujano? —Asentí—. La respuesta no es un sí automático. Pregúntale a la hermana Ruth. En el tiempo que llevo aquí, he formulado esa misma pregunta a otros. —Sentí que las orejas se me ponían rojas—. Contestan que sí, pero algunos deberían haber dicho que no. No se conocían a sí mismos. Mira, puedes ser un mal cirujano y lo normal es que ganes más dinero. Marión, debo preguntártelo otra vez. ¿De verdad quieres ser un buen cirujano?

—Supongo que debería preguntar qué es lo que entraña eso… —repuse alzando la vista.

—Bien. Eso es. Pues para ser un buen cirujano tienes que dedicarte a ser un buen cirujano. Así de sencillo. Has de ser meticuloso en las cosas pequeñas, no sólo en el quirófano sino también fuera. Un buen cirujano querría rehacer este nudo. Harás miles de nudos en tu vida. Si haces cada uno de ellos lo mejor que humanamente sea posible, tendrás menos complicaciones. Quiero ver la misma tensión en ambos extremos. Lo último que deseo es que al señor Walters le estalle el abdomen cuando se produzca la dilatación postoperatoria. Ese nudo bien hecho debe permitirle irse a casa y ordenar sus asuntos. Mal hecho, podría mantenerlo en el hospital sufriendo una complicación tras otra hasta morir. En cirugía las cosas grandes dependen de las pequeñas.

Aquella tarde nos sentamos en el despacho atestado de la doctora Ramuna, la patóloga, que localizó cáncer en el borde de una de las seis biopsias que había tomado yo días antes. La doctora Ramuna, una señora seria, tenía una forma de fruncir los labios que me recordaba a Hema. No se inmutó por haber pasado por alto el cáncer la primera vez. Señaló el balanceante montón de bandejas de cartón con diapositivas que había junto a su microscopio: biopsias que esperaban su interpretación.

—Hago la tarea de cuatro patólogos y sólo trabajo aquí media jornada. El Nuestra Señora no puede permitirse más. Pero no me pasan la mitad del trabajo. No puedo detenerme lo suficiente con cada muestra. ¡Por supuesto que se me pasó! Nadie viene a mirar las diapositivas conmigo, sólo tú, Deepak. Llaman: «¿Has podido ver ya esa muestra? ¿Has examinado aquel espécimen?». Si te interesa, baja, les digo. Dame buena información clínica y podré interpretar mejor lo que vea.

Me mantuve al tanto del estado del señor Walters. Le habíamos introducido un tubo por la nariz hasta el estómago y conectado a succión de pared, para mantener vacío el intestino durante los días siguientes. Estaba sufriendo mucho con el tubo y apenas hablaba.

El tercer día de postoperatorio le retiré el tubo nasogástrico. Se incorporó y, sonriendo por primera vez, inspiró hondo por la nariz.

—¡Ese tubo es un instrumento infernal! Aunque me dieran todas las riquezas de Haile Selassie, no accedería a que me lo pusieran de nuevo.

Inspiré profundamente yo también. Me senté al borde de la cama y le cogí la mano.

—Señor Walters, lo siento pero tengo malas noticias. Le hemos encontrado algo inesperado en el vientre.

Aunque era la primera vez que debía dar la noticia de una enfermedad mortal a alguien en Estados Unidos, me sentía como si fuese la primera en mi vida. En Etiopía, e incluso en Nairobi, la gente parecía dar por supuesto que toda enfermedad (incluso una trivial o imaginaria) fuese mortal. Esperaban la muerte. La noticia que transmitíamos en África era que habíamos mantenido a raya la muerte; no hacía falta mencionar las cosas que no podías hacer ni las enfermedades que eras incapaz de curar. Se daba por sentado. No recuerdo una palabra equivalente en amárico para «diagnosis», ni haber intentado jamás hablar con un paciente sobre una supervivencia de cinco años o algo similar. En Estados Unidos tuve la impresión inicial de que la muerte o su posibilidad siempre llegaba como una sorpresa, como si diésemos por supuesto que éramos inmortales y que morir sólo se trataba de una opción. La expresión del señor Walters pasó de la alegría por librarse del tubo a la conmoción y finalmente la tristeza. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla y la vista se le empañó. Sonó mi busca, pero no hice caso.

No creo que puedas ser médico y no verte reflejado en la enfermedad de tu paciente. ¿Cómo iba a abordar la noticia que le había dado a Walters?

Al cabo de unos minutos, se enjugó la cara con la manga. Esbozó una sonrisa y me dio una palmadita en la mano.

—La muerte es la curación de todas las enfermedades, ¿no? Nadie está preparado para una noticia como ésta, la verdad. Tengo sesenta y cinco años. Soy un viejo. Mi vida ha sido agradable. Quiero reunirme con mi Señor y Salvador. —Sus ojos destellaron con picardía—. Pero todavía no —dijo, alzando un dedo y riendo, un lento sonido metronómico, jej, jej, jej… Me contagió su sonrisa—. Siempre queremos más, jej, jej, jej, ¿no es cierto, doctor Stone? Voy para allá, Señor. No en este momento. Pero enseguida estaré ahí. Tú sigue, Señor. Ya te alcanzaré.

Lo admiré. Deseé aprender a ser así, a poseer su ritmo seguro, a tener aquel ritmo interior tocando quedamente dentro de mí.

—¿Sabe, joven señor Marión? Eso es lo que nos hace humanos. Siempre queremos más.

Me dio otra palmada en la mano, como si fuese él quien me confortara, como si hubiese ido a sentarme al borde de su cama buscando apoyo, valor y fe.

—Ahora siga con su trabajo. Sé que está ocupado. No hay problema. Ninguno. He de considerar detenidamente lo que acaba de decirme.

Le dejé sonriéndome, como si le hubiese hecho el mayor regalo que un hombre pudiera hacer a otro.