El capitán Getachew Selassie (que no tenía parentesco ninguno con el emperador) pilotaba el Boeing 707 de las Líneas Aéreas de África Oriental en que abandoné Nairobi. Escuché su voz serena durante la noche abreviada, sintiendo un respeto renovado por su trabajo, que me acercaba más a Dios que ningún clérigo. Fue el primero de los tres pilotos que fueron transportándome a través de nueve zonas horarias.
Roma.
Londres.
Nueva York.
El ritual de inmigración y recogida de equipajes en el aeropuerto Kennedy transcurrió tan deprisa que me pregunté si me habría pasado algo por alto. ¿Dónde estaban los soldados armados? ¿Y los perros? ¿Las largas colas? ¿Los cacheos? ¿Dónde las mesas en que abrían los equipajes y rasgaban el forro con un cuchillo? Recorrí pasillos de mármol, subí y bajé escaleras automáticas y llegué a una zona de recepción cavernosa que, incluso con dos aviones de los que habían manado pasajeros, parecía casi vacía. Nadie nos conducía de un lugar al siguiente.
Antes de que pudiese darme cuenta ya me encontraba fuera de la incubadora estéril y susurrante del puesto aduanero. Las puertas automáticas se cerraron tras de mí como para aislarme de la muchedumbre cacofónica del exterior, a la que una barrera metálica mantenía a raya.
Una mujer de Ghana, que con su vestido de flores y el pañuelo a la cabeza parecía tan majestuosa cuando había subido a bordo en Nairobi, salió del control de aduanas a mi lado. Estábamos los dos exhaustos, mareados y nada preparados para el mar de rostros que nos examinaba. Nos quedamos allí de pie, sujetando torpemente nuestras carpetas de papel Manila con radiografías (una exigencia de inmigración que nadie comprobó), con las cintas de las bolsas en bandolera y los ojos muy abiertos, como animales recién salidos del Arca.
Lo primero que me sorprendió fue que los habitantes del lugar eran de todo tipo y color, no la marea de rostros blancos que había imaginado. Sus miradas lascivas e inquisitivas nos recorrían. En el fuego cruzado de olores desconcertantemente nuevos, capté el miedo de la mujer de Ghana, que se acercó más a mí. Hombres con trajes negros sostenían carteles con nombres escritos y nos escudriñaban, como supervisores que tomasen la medida de la pelvis de la mujer de Ghana, anotando la separación entre su primer dedo del pie y el segundo, que todo el mundo sabe que es el único indicador fiable de fecundidad. Evoqué los barcos de esclavos, los negros al bajar por la pasarela, los grilletes que tintineaban mientras un centenar de ojos sopesaban sus lomos, sus bíceps y examinaban la carne desnuda buscando indicios de frambesia, la sífilis del Viejo Mundo. En cuanto a mí, era un don nadie, su eunuco. Ella posó la bolsa, muy nerviosa.
Fue al agacharme a ayudarla cuando reparé en el letrero que un individuo moreno sostenía al nivel de la cintura, como si no quisiese que lo identificaran con los tipos de librea que sujetaban otros carteles. La camisa suelta le colgaba sobre unos holgados pantalones blancos. Completaban su atuendo unas sandalias marrones sin calcetines. En el cartel podía leerse MARVIN, MARMEN o MARTIN, indistintamente, pero la segunda palabra era STONE.
—¿Se supone que ahí dice «Marión»? —pregunté.
Me observó de pies a cabeza y desvió la vista como si no fuese digno de una respuesta. La mujer de Ghana lanzó un grito de reconocimiento y corrió hacia su familia.
—Disculpe —dije, interponiéndome en el campo visual del individuo—. Soy Marión Stone. ¿Lo mandan del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro?
—Marión es una chica —contestó con acento bronco y gutural.
—No en este caso. Me pusieron ese nombre por Marión Sims, el famoso ginecólogo.
Según la Enciclopedia británica, había una estatua de Marión Sims en Central Park, entre la calle Ciento tres y la Quinta Avenida. Tenía noticia de que era un hito para los taxistas. Aunque Sims había iniciado su carrera en Alabama, su éxito con la operación de fístula lo había llevado a Nueva York, donde había fundado el Hospital de Mujeres y luego uno de cáncer, que más tarde se llamaría Memorial Sloan-Kettering.
—¡Ginecología debería ser mujer! —gruñó, como si yo hubiese violado una norma básica.
—Bueno, Sims no lo era, y yo tampoco.
—¿No eres ginecólogo?
—No, quiero decir que no soy mujer. Tampoco soy ginecólogo. El individuo estaba desconcertado.
—Kis oomak —dijo al fin, y como yo sabía suficiente árabe pude entender que acababa de invocar un término ginecológico que aludía a mi madre.
Los conductores de traje negro guiaban a sus pasajeros hasta coches negros de elegantes líneas, pero el mío me llevó a un gran taxi amarillo. No tardamos en salir del aeropuerto camino del Bronx. A lo que me pareció una velocidad peligrosa, accedimos a una autopista en la estela de veloces vehículos. «Marión, el viaje en reactor te ha dañado los tímpanos», me dije, porque el silencio resultaba irreal. En África, los coches no funcionan con gasolina sino con los graznidos y estruendos de las bocinas, pero allí no pasaba lo mismo: los coches eran casi silenciosos, como un banco de peces. Lo único que se oía era el deslizarse de los neumáticos en el asfalto.
«Superorganismo»: un biólogo acuñó ese término para describir nuestras gigantescas colonias de hormigas africanas, afirmando que la conciencia y la inteligencia no residían en la hormiga individual, sino en la mente colectiva del hormiguero. La estela de luces traseras rojas que se extendía hasta el horizonte mientras el día irrumpía alrededor me hizo pensar en ese concepto. Orden y finalidad debían residir en algún lugar distinto del interior de cada vehículo. Aquella mañana oí el tarareo, la respiración del superorganismo. Creo que es un sonido que sólo oye el inmigrante recién llegado, pero no durante mucho tiempo. Cuando aprendí a decir «Seis pulgadas número siete centeno con suizo sin lechuga», el sonido también había desaparecido, convertido en parte de lo que la mente etiquetaría como silencio, ya subsumido en el superorganismo.
La silueta de aquella famosísima ciudad (los signos de exclamación gemelos a un extremo, el juguete trepador de King Kong en el centro) resultaba familiar. Charles Bronson, Gene Hackman, Clint Eastwood, el cine Imperio y el Cinema Adua se habían encargado de ello. Mi soberbia sacrílega fue pensar que entendía Estados Unidos a partir de aquellas películas. Pero entonces me di cuenta de que la verdadera soberbia sacrílega era la del propio país, una soberbia sacrílega a escala gigante. Lo vi en los puentes de acero tendidos sobre el agua. En las autopistas que se curvaban unas sobre otras como tenias entrelazadas. Soberbia sacrílega era el velocímetro de mi taxi, más grande que el volante, como si Dalí hubiese cogido el indicador redondeado y le hubiese dado un tirón de orejas. Pero también lo era la aguja que indicaba más de ciento diez kilómetros por hora, velocidad inconcebible en nuestro fiel Volkswagen, incluso en caso de que encontráramos una carretera adecuada. ¿Qué idioma humano es capaz de expresar el trastorno, la incapacidad aguda causada por el hecho de verse en presencia del superorganismo, la sensación de hundimiento y encogimiento ante tal exhibición de acero industrial, luz y poder? Parecía que nada de mi vida anterior contase. Igual que si mi existencia pasada se revelase como un desperdicio, un gesto a cámara lenta, porque lo que consideraba escaso y valioso era en realidad abundante y barato, y lo que tenía por avance rápido resultaba glacialmente lento.
El observador, el viejo archivero, el cronista de acontecimientos, hizo su aparición en aquel taxi. Las manecillas de mi reloj se volvieron elásticas mientras grababa aquellas sensaciones en la memoria. «Debes recordarlo». Era cuanto tenía, cuanto he tenido en la vida, la única moneda, la única prueba de que estaba vivo.
Memoria.
Me hallaba solo en el asiento trasero del taxi del señor K. L. Hamid, con el equipaje al lado y una separación de plástico rayado entre ambos. Dos extraños aislados y distantes en un coche tan amplio que el asiento trasero habría podido albergar a cinco personas y dos corderos.
Estaba en tensión a causa de la velocidad del vehículo, preocupado porque seguramente de pronto aparecería en la carretera un niño a secar las boñigas en el asfalto, o una vaca o una cabra. Pero no se veían animales y personas, sólo en los coches.
La cabeza en forma de bala de Hamid estaba cubierta de densos remolinos negros. En la licencia plastificada que había al lado del taxímetro, la cámara había captado su conmoción y su sorpresa, al punto que se le veía el blanco de los ojos. Me convencí de que se había fotografiado el día que había aterrizado en América, el día que había visto y sentido lo que yo entonces. Por eso me ofendía tanto su descortesía. Ni siquiera me miraba. Tal vez cuando uno ha conducido un taxi mucho tiempo, los pasajeros se conviertan en un objeto definido por el destino y nada más, lo mismo que (si uno se descuida) pueden convertirse los pacientes en el «pie diabético de la cama doble» o en el «infarto de miocardio de la cama 3».
¿Pensaba que si me miraba querría que me tranquilizase? ¿Creería que le pediría que me explicase cuanto estaba viendo a lo largo del camino para calmar mis temores? Pues Hamid estaba en lo cierto.
«¡En tal caso —me dije—, el silencio de Hamid debe de ser instructivo! Una especie de advertencia, el aviso amable de alguien llegado en un barco anterior: "¡Tú! ¡Escúchame! Independencia y capacidad de resistencia, eso es cuanto necesita el inmigrante recién llegado. No te dejes engañar por toda esta actividad, no invoques al superorganismo. No, no. Aquí en América uno funciona solo. Empieza ya."». Ese era su mensaje. Ese el objetivo de su aspereza: «¡Ándate con ojo o te tragaran entero!».
Sonreí, relajándome, dejando que el panorama se desplegase ante mí. Era emocionante haber llegado a aquella conclusión. Di una palmada en el asiento y expresé en voz alta lo que sentía.
—Sí, Hamid. Asienta tu valor hasta la tenacidad —dije, invocando a Ghosh, que nunca había visto lo que yo estaba viendo, que jamás había oído al superorganismo. Con qué alegría habría recibido él aquella experiencia. Hamid se volvió bruscamente al oírme. Me miró en el espejo, apartó la vista y a continuación volvió a mirar.
¡El primer contacto ocular! Sólo entonces pareció reconocer que transportaba algo distinto a un saco de patatas.
—¡Gracias, Hamid!
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—He dicho «gracias».
—No, antes.
—Ah, es de Macbeth —dije, inclinándome hacia el plexiglás, deseoso de conversación—. De lady Macbeth, en realidad. Mi padre nos lo repetía siempre: «Asienta tu valor hasta la tenacidad».
Se quedó callado mientras su mirada iba de la carretera al espejo retrovisor.
—¿Me insultas? —explotó por fin.
—¿Cómo dices? ¡No, no! Estaba hablando solo. Es como…
—¿Puto yo? ¡Puto tú! —exclamó.
Me quedé boquiabierto. ¿Era posible que le entendiesen a uno tan mal? Su rostro en el espejo indicaba que sí. Me eché atrás y cabeceé resignado. ¡Daba risa pensar que Ghosh, o lady Macbeth, podían ser tan mal interpretados!
Hamid seguía mirándome furioso. Le hice un guiño.
Entonces vi que rebuscaba en la guantera. Sacó un revólver y lo blandió, mostrándome sus diferentes aspectos a través del sucio plexiglás, como si estuviese haciendo publicidad del artilugio, o demostrándome que era un arma de verdad y no un juguete de plástico barato, que era lo que parecía.
—¿Crees que bromeo? —preguntó, y se apoderó de su rostro un vigor avieso, como si el objeto que sujetaba le hiciese no un bromista sino un filósofo.
No quise echar más leña al fuego; no me considero tan necio ni tan valiente. Pero aquel pequeño revólver me pareció penoso, y sencillamente no creí que llegara a utilizarlo, de eso no me cupo duda. Resultaba cómico. Yo sí conocía las armas de fuego: había hecho un cráter en el vientre de un hombre con una dos veces mayor que aquélla y luego la había enterrado junto a su propietario en una ciénaga (de la que aún seguía amenazando con emerger cada noche). Hacía sólo cuatro meses había operado a rebeldes heridos por armas de fuego. Aquel día, el arma de juguete de Hamid, en el contexto de Estados Unidos, donde los coches se mantenían en sus carriles, donde los aduaneros nunca abrían tus maletas, parecía un elemento decorativo, un chiste cósmico. ¿No podría haberme tocado un taxista americano como es debido? En su defecto, ¿no podría haberse tratado al menos de un arma que no se hubiese sentido avergonzado de empuñar Harry el Sucio? ¿Por qué huir de Adis Abeba, de Asmara, salir de Jartum y abandonar Nairobi para enfrentarme a aquello?
Ser el primogénito te otorga una gran paciencia. Pero llega un momento en que después de intentarlo una y otra vez, dices: «A la mierda la paciencia. Déjales que padezcan su visión deformada del mundo». Tu tarea consiste en preservarte, en no meterte en su agujero. Es un alivio cuando llegas a eso, al punto del absurdo, porque entonces eres libre, sabes que no les debes nada. Había llegado a ese punto con Hamid. Me estremecía de la risa. La fatiga, el desfase horario y la desorientación contribuían a que mi descubrimiento pareciese tan divertido.
La interpretación disparatada que había hecho aquel hombre, con su pobre conocimiento del inglés, de la cita de Shakespeare me llevó a pensar en otro disparate. En la historia que había circulado cuando yo tenía más espinillas que sentido común, más curiosidad que verdaderos conocimientos sexuales. Se trataba del mito de la belleza rubia y de su hermano a quienes te encontrabas en el aeropuerto al llegar a Estados Unidos y su célebre frase: «¡Si no te tiras a mi hermana, te mato!». Aun mucho después de que supiese que aquella historia era absurda, mantenía intacto su atractivo como fantasía cómica. Y ahora allí estaba yo, cuando ya había pasado tanto tiempo que la historia se me había olvidado, recién llegado a América y, ciertamente, ante un hombre que blandía su arma. Deseé haber podido compartir aquel momento con Gaby, el compañero que me la había contado. Un impulso perverso me hizo repetir entonces la frase que nos encantaba decirnos unos a otros en el colegio, que era un reto, una amenaza velada, aunque me riera a carcajadas: «Hermano, aparta la pistola. Me acostaré con tu hermana sin ningún problema». No sé si captó mi cambio de tono y humor, ni si llegó a oírme. Tal vez decidiese simplemente que con una locura como la mía era mejor no jugar. Lo cierto es que cambió de actitud.
Las verjas del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro se hallaban abiertas de par en par. Estaba previsto que el doctor Abramovitz, el jefe de cirugía, me entrevistase a las diez de la mañana. Al término del encuentro pensaba tomar otro taxi para Queens y después buscar un hotel en el que reponerme del desfase horario. Tenía concertadas entrevistas para los días siguientes en Queens, Jersey City, Newark y Coney Island.
Un individuo con un LOUIS bordado en el mono azul se acercó cuando el taxi de Hamid ya se alejaba de las verjas.
—Lou Pomeranz, jefe de conserjes del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro —se presentó, estrechándome la mano. Una cajetilla blanda de Salem le asomaba por el bolsillo del pecho. Era corpulento y de cabeza grande—. ¿Juegas al criquet?
—Sí.
—¿Bateador o lanzador?
—Guardapalos y bateador de apertura —respondí, lo cual era algo heredado de Ghosh.
—¡Bien! Bienvenido al Nuestra Señora. Espero que seas feliz aquí —dijo, y me pasó una colección de documentos—. Ahí tienes tu contrato. Te enseñaré las habitaciones de los internos y podrás firmarlo. Esta llave plateada es de la puerta principal; la dorada corresponde a tu habitación. Ésta es tu etiqueta de identificación provisional. Cuando te hagan la foto en personal, te darán una permanente. —Y echó a andar con mi maleta.
—Pero… —balbuceé yendo tras él, cambiando de mano los papeles que me había dado para coger la carta en el bolsillo de la chaqueta y enseñársela—. Me temo que se equivoca. Sólo he venido para una entrevista con el doctor Abramovitz.
—¿Con Popsy? —Rió entre dientes—. ¡Qué va! No entrevista a nadie. ¿Ves la firma? —Dio una palmada en la carta como si fuese un trozo de madera—. Aunque en realidad es la letra de la hermana Magda. —Me miró y sonrió—. Olvídate de la entrevista. El taxi estaba pagado, si no te habría costado un ojo de la cara. Estás contratado. Ya te he pasado el contrato, ¿no? ¡Estás contratado!
No sabía qué decir. Había sido el señor Eli Harris quien había aconsejado que solicitase el ingreso en unos determinados hospitales de Nueva York y Nueva Jersey para un internado de cirugía. Era evidente que Harris sabía lo que hacía, porque poco después de enviar la solicitud había llegado a Nairobi un telegrama de Popsy (o tal vez de la hermana Magda) citándome para una entrevista. Después recibí una carta y un folleto. Todos los hospitales que había propuesto Harris habían contestado asimismo en pocos días.
—Señor Pomeranz, ¿está seguro de que me han contratado? Su internado tiene que estar muy solicitado. Ha de haber muchos estudiantes de Medicina americanos que quieran ser internos aquí…
Louis se paró a mirarme y se echó a reír.
—¡Ja! ¡Esa sí que es buena! ¡Estudiantes de Medicina americanos! Ni siquiera podría decirte qué aspecto tienen.
Rodeamos un surtidor seco, salpicado de cagarrutas de paloma, que recordaba al surtidor majestuoso del folleto, pero el monseñor de bronce que constituía la pieza central se inclinaba precariamente hacia delante y sus rasgos estaban tan gastados como los de la Esfinge de Giza. Tampoco figuraba en el folleto la barra de hierro acuñada entre el borde del surtidor y la cintura de monseñor para evitar que se desplomase, de modo que daba la impresión de que éste se apoyara en un falo beatíficamente largo.
—Señor Pomeranz…
—Ya lo sé. Parece que es el pijo —dijo resollando—. Tenemos que arreglarlo.
—No era eso lo que… —Llámame Louis.
—Louis… ¿estás seguro de que soy la persona que esperas? Marión… Marión Stone.
—Echa una ojeada al contrato, doctor, ¿quieres? —pidió, parándose en seco. Mi nombre figuraba en la primera línea—. Si eres ése, eres a quien esperaba. —De repente, su rostro se ensombreció—. ¿Aprobaste el examen de la CEGME, no?
El examen de la CEGME (Comisión Educativa para Graduados en Medicina Extranjeros) establecía que yo poseía los conocimientos y los títulos necesarios para realizar las prácticas de posgrado en Estados Unidos.
—Sí, lo aprobé.
—¿Qué problema hay, entonces? Aunque… espera un momento. Un momento. ¿No me digas que te pescaron esos cabrones de Coney Island o de Jersey? ¿Te enviaron un contrato por correo? ¡Hijos de puta! Llevo tiempo diciéndole a la hermana que también deberíamos hacerlo. Enviar un contrato a ciegas. El taxi fue idea suya, pero no basta. —Se acercó a mí—. Doctor, déjame que te cuente cómo son esos sitios. Terribles. —Louis respiraba con dificultad, ensanchando las aletas de la nariz. Achicó los ojos legañosos—. Mira, escucha, te daré la habitación que hace esquina de la residencia de internos. Tiene un balconcito. ¿Qué te parece?
—No, no. Es que…
—¿Han sido los de Lincoln Misericordia? ¿Harlem? ¿Newark? ¿Estás tanteando para conseguir las mejores condiciones? —No. Te aseguro…
—Mira, doctor, deja de jugar. Responde sólo sí o no. ¿Quieres un internado aquí? —Se había puesto en jarras y tenía la respiración acelerada.
—No. Quiero decir, ¡sí! Es que concerté entrevistas en otros sitios. Ésta es mi primera parada. Pero francamente… creí que sería difícil conseguir un internado… Me encantaría… ¡Sí!
—¡Bien! Entonces firma el dichoso contrato, por amor de María. Y ni siquiera soy católico. —Firmé allí de pie, junto al surtidor—. Bienvenido al Nuestra Señora, doctor —añadió Louis con alivio, y cogió el contrato antes de estrecharme la mano. Luego, señalando los edificios que nos rodeaban, explicó—: Éste es el único sitio donde he trabajado. Mi primer trabajo cuando dejé el servicio, y probablemente el último. He visto médicos como tú llegar y marcharse. Oh, sí. De Bombay, Puna, Jaipur, Ahmadabad, Karachi, de todas partes. Ninguno africano. Creí que serías diferente. Déjame que te diga algo: les hacemos trabajar duro a todos, pero se esfuerzan al máximo. Aquí aprenden un montón. Me gustan todos. Y su comida. Han conseguido incluso que me guste el criquet. Me encanta. Mira, el béisbol no tiene nada que hacer frente al criquet. Mis muchachos están ahí fuera ahora —prosiguió, indicando con la mano por encima de los muros—. Amasando pasta en Kentucky o Dakota del Sur. En cualquier sitio donde haya gran necesidad de médicos. El doctor Singh me mandó un billete de avión para que fuese a El Paso a la boda de su hija y viene a visitarme cuando está en Nueva York. Tenemos un equipo de veteranos que juega todos los años con nosotros, y que nos pagó un campo de criquet nuevo y redes de bateo. Están orgullosos de ser «PS», perpetuos simplones, como llamamos a nuestros alumnos. Llegan en coches de lujo. «No te des aires conmigo. Recuerda cuando no sabías distinguir el culo del codo. Cuando apenas entendíamos una palabra de lo que decías. ¡Y mira cómo estás ahora!», les digo.
Estaba impresionado por lo que podía ver del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. El hospital tenía forma de ele, la parte alargada, de siete plantas, dominaba la calle, separada de la acera por un muro, mientras que el pabellón corto era más nuevo y sólo contaba con cuatro plantas de altura, con un helicóptero aparcado arriba. El tejado de baldosas de la sección más antigua quedaba hundido entre las chimeneas, mientras que las plantas medias se alzaban suavemente como michelines. La rejilla decorativa debajo de los aleros se había oxidado y era de un verde bilioso; la vieja corrosión descendía por los ladrillos como rímel, paralela a los canalones. A un lado de la entrada sobresalía una gárgola solitaria, mientras que su gemela del otro lado se encontraba reducida a una protuberancia sin rostro. Pero para mí, recién llegado de África, aquéllos no eran indicios de decadencia, sólo la pátina de la historia.
—Es grandioso —le dije al señor Pomeranz.
—No es gran cosa, pero es un hogar —repuso él, contemplando el edificio con afecto evidente.
Sin duda había hospitales más grandes y nuevos, al menos según lo que se veía en los folletos; aunque estaba descubriendo que no se podía confiar en la publicidad.
Al lado del hospital, a unos cincuenta metros, se hallaba la residencia del personal, de dos plantas, a la que me acompañó. En la puerta de cristal del vestíbulo alguien había pegado con celo un cartel escrito a mano con rotulador negro grueso sobre papel amarillo.
India contra Australia, segundo partido en Brisbane
Retransmisión especial por cable en la habitación de B. C. Gandhi
(Paquistaníes, esrilanqueses, bangladesíes y caribeños bienvenidos, pero si vibráis por Australia, la dirección se reserva el derecho a expulsaros).
Viernes noche, 11 de julio de 1980, 7 de la tarde
(Diez dólares por persona y traed bebida y comida no vegetariana, repito, sólo comida no vegetariana.
¡¡¡Si no se movía antes de cocinarse no la queremos!!!
Damas solteras no pagan y se les proporcionan asientos.
Si traes esposa, diez dólares extra y tráete tu propio asiento).
B. C. Gandhisenan M. D.
Capitán del Equipo del Nuestra Señora
Encargado de criquet del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro
En el vestíbulo olí a cilantro, comino… los aromas familiares de la cocina de Almaz. En la escalera, inhalé la misma marca de incienso que encendía Hema cada mañana. En el descansillo del segundo piso me llegó el zumbido del Suprabhatam interpretado por M. S. Subbulakshmi, y una campanilla de alguien que en alguna otra habitación hacía su puja. Sentí una punzada de añoranza. Paramos para que el señor Pomeranz tomase aliento.
—Tuvimos que instalar ventiladores de tamaño industrial en las campanas de las cocinas en las dos plantas. ¡No nos quedó más remedio! Cuando empiezan a cocinar ese másala no hay manera.
Un indio alto y apuesto con el cabello largo todavía mojado de la ducha bajaba a saltos la escalera. Tenía una dentadura grande y fuerte, una sonrisa encantadora y despedía un aroma a loción para después del afeitado sencillamente maravilloso (y que más tarde descubriría que era Brut).
—B. C. Gandhinesan —se presentó, extendiendo la mano.
—Marión Stone.
—¡Estupendo! Llámame B. C. o Gandhi —dijo, estrechándome la mano—. O capitán. ¿Tú también…?
—Guardapalos —señaló triunfal Pomeranz—. Y bateador de apertura.
B. C. Gandhi se dio una palmada en la frente y se echó atrás.
—¡Santo cielo, qué bien! ¡Maravilloso! ¿Puedes guardar los palos para un lanzador? ¿Un lanzador rápido de verdad?
—Es lo que más me gusta —contesté.
—Estupendo. Soy residente de cuarto año y se supone que seré residente jefe el que viene. Nuestro residente jefe es Deepak. También soy capitán del primer equipo del Nuestra Señora. Ganadores del trofeo interhospitalario dos años. Hasta que esos chutyas de un programa de residencia que ni mencionaré consiguieron un bateador de Hyderabad el año pasado. Un jugador de primera. Perdí mucho dinero en eso. Tardé un año en pagar las deudas.
—Gilipollas —dijo Louis con gesto lúgubre, creo que refiriéndose al otro programa—. Porque hicieron trampas en aquel último partido.
—Resultó que su estrella es un bateador estupendo, pero en realidad no es médico —prosiguió B. C.—. El cabrón era especialista en fotocopias. Sin embargo, en teoría, según los estatutos de Nueva York, cuando jugamos era médico, Lou, así que no conseguimos que nos devolvieran el dinero.
—Cabrones. Nos jodieron.
—Este año contamos con un arma secreta —me dijo B. C. rodeando con un brazo consolador a Lou—. Volé personalmente a Trinidad con uno de nuestros veteranos para reclutarlo. Pronto conocerás a Néstor. Un tipo alto y fuerte. Uno noventa. Un lanzador rápido de verdad, no he visto a nadie lanzar como él. Pero ninguno de nosotros puede guardar palos con él… tiene un ritmo feroz. Ahora, contando contigo, liquidaremos a esos chutyas. Y el trofeo será nuestro. Ve a descansar un poco, Marión, ya nos veremos en el entrenamiento dentro de veinticuatro horas.