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Éxodo

Abandoné Etiopía dos años después de la muerte de Ghosh, pero mi marcha no tuvo nada que ver con sus últimos deseos. No me fui para buscar a Thomas Stone y curar su dolor, ni porque una sigilosa rebelión militar hubiese depuesto al emperador, ni porque el llamado Comité de las Fuerzas Armadas que tomó el poder hubiese quedado reducido por las luchas intestinas y el asesinato a un dictador chiflado, un sargento llamado Mengistu, a cuyo lado Stalin acabaría pareciéndose a un ángel.

En realidad, me marché el miércoles 10 de enero de 1979, día en que se propagó como una gripe por toda la ciudad la noticia de que cuatro guerrilleros eritreos se habían hecho pasar por pasajeros y apoderado de un Boeing 707 de las Líneas Aéreas Etíopes, al que habían obligado a volar hasta Jartum, Sudán. Uno de esos cuatro guerrilleros era Genet. Aquella misma mañana había sido una estudiante de Medicina, a pesar de que había suspendido tres cursos, pero de noche se había convertido en una combatiente por la liberación.

Yo era médico al fin, un interno que estaba completando su última rotación. Había hecho medina interna, cirugía, obstetricia y ginecología, tres meses cada una, y sólo me quedaba un mes de pediatría.

Hema me telefoneó por la tarde, pues había oído la noticia sobre Genet.

—Marión, ven a casa enseguida. Su tono paralizó el aire alrededor.

—Mamá, ¿estás bien? No podemos ayudarla. Tal vez vengan a hablar con nosotros. Eres su tutora.

Desde la muerte de Ghosh, sin su presencia protectora, me encontraba más próximo a Hema. Ella buscaba mi consejo y yo tiempo para pasar en su compañía. En ello se veía la mano de Ghosh.

—Marión, cariño, no se trata de Genet… Acaba de llamar Adid. La policía secreta está buscando a un conspirador llamado Marión Praise Stone. Tal vez estén ya de camino hacia ahí.

Di gracias a Dios por la persona que había informado a Adid, un musulmán que trabajaba en el Departamento de Seguridad y sentía debilidad por el Missing. Por lo visto, la compañera de habitación de Genet, una muchachita desvalida que creo que no sabía nada de la conspiración, había soltado mi nombre después de una hora de detención: la gente es capaz de confesar lo que sea cuando empiezan a arrancarle las uñas.

En mi mente se agolparon imágenes de Ghosh con la cabeza afeitada, en el patio de la prisión de Kerchele; pero la antigua Kerchele parecía un club de campo comparada con lo que era ahora: una universidad de la tortura superpoblada, una carnicería donde iban a morir los enemigos del Estado. Cadáveres y miembros amputados de cuerpos se transportaban en camiones todas las noches y se esparcían por la ciudad, en un macabro programa artístico público destinado a educar y edificar. Retrato del artista como un muerto. Mujer sin cabeza señalando a Orion. Traidor que sostiene la cabeza en las manos. Hombre muerto con el pene en la boca. El mensaje unificador estaba claro: «Si intentas traicionarnos, morirás».

El sargento-presidente, un individuo tosco y brutal, sólo tenía un rasgo en común con el emperador: jamás aceptaría la secesión de Eritrea. Lanzó una ofensiva militar a gran escala, bombardeando las aldeas eritreas donde los rebeldes se mezclaban con los civiles, y sometió a asedio todo el territorio eritreo. Lo cual, por supuesto, sólo sirvió para dar nuevos motivos al Frente de Liberación del Pueblo Eritreo.

Por otra parte, las tribus de los oromo presionaban por la libertad, al tiempo que los tigre (que hablaban un idioma similar al de los eritreos) habían creado un frente de liberación propio. Los monárquicos de Adis Abeba, que creían en el emperador y la monarquía, habían atentado con bombas en las oficinas gubernamentales de la capital. Los universitarios, que habían sido partidarios del Comité militar, se habían escindido en adeptos a la democracia y en quienes pensaban que sólo un marxismo a la albanesa resolvería la situación. La vecina Somalia decidió que era el momento de reivindicar sus derechos sobre el territorio en disputa del desierto de Ogadén, que ni los buitres querían. ¿Quién dijo que ser dictador es fácil? El sargento-presidente estaba muy ocupado.

Me escabullí sin contárselo a nadie por la salida trasera del hospital pediátrico suizo-etíope. Dejé el coche aparcado en su sitio y fui a casa en taxi. Me parecía increíble lo que estaba pasando. ¿Qué había conseguido Genet? El único motivo del secuestro del avión de las Líneas Aéreas Etíopes era la publicidad. Sí, la BBC se haría eco. Un nuevo suceso embarazoso para el sargento-presidente, que, sin embargo, estaba resolviéndolo perfectamente sin ayuda exterior. Aunque la acción de Genet no me hubiese puesto en peligro, igualmente me habría repugnado el secuestro. Las Líneas Aéreas Etíopes eran un símbolo de nuestro orgullo nacional; a los extranjeros les encantaba el maravilloso servicio que proporcionaban, sus expertos pilotos. Los vuelos en reactor desde Roma, Londres, Frankfurt, Nairobi, El Cairo y Bombay a Adis traían a los turistas. Después, el servicio regional de los DC-3 realizaba un vuelo circular para que los visitantes pudiesen salir por la mañana del Hilton de Adis Abeba, ver los castillos de Gondar, los antiguos obeliscos de Axum, las iglesias talladas en la roca de Lalibela y regresar al salón del lujoso hotel cuando llegaban las muchachas de vida alegre con su estela de perfume y los Velvet Ashantis interpretaban su tema musical, una versión de Walk… Don't Run de los Ventures.

Las Líneas Aéreas Etíopes constituían un objetivo del Frente de Liberación del Pueblo Eritreo desde hacía años. Pero incluso en la época Haile Selassie, los agentes especiales de seguridad disfrazados de pasajeros habían garantizado un historial de seguridad casi perfecto hasta aquel vuelo de Genet. En una ocasión, siete secuestradores eritreos se habían levantado de sus asientos y habían comunicado sus intenciones, pero dos agentes de seguridad liquidaron a cinco con la misma facilidad que si disparasen contra latas colocadas en una valla a diez pasos, y luego inmovilizaron al sexto. El séptimo, una mujer, se encerró en los servicios y activó una granada, pero el piloto había conseguido aterrizar con el avión averiado y sin timón, a pesar del enorme agujero en la sección de cola. En otra ocasión, los agentes de seguridad habían inmovilizado a un secuestrador y lo habían atado a un asiento de primera. En vez de pegarle un tiro, le habían puesto unas toallas a modo de babero y luego lo habían degollado.

Aquella tarde de enero Genet y sus compañeros se apoderaron del avión sin luchar. Se rumoreaba que habían contado con ayuda interna; tal vez los agentes de seguridad hubiesen cambiado de bando.

Cuando el taxi atravesaba el Merkato, me fijé en las estampas familiares. ¿Sería aquélla la última vez que pasase por allí, la última que respirase el olor a lúpulo que salía de la destilería de St. George? Una mujer que llevaba trenzado el cabello al estilo eritreo, quiso parar mi taxi.

—Lideta, por favor —dijo, indicando su destino.

—Lideta, ¿eh? —repuso el taxista—. ¿Y por qué no coges un avión, bonita?

Su expresión cambió, se endureció. Ni siquiera se molestó en escupir, sino que sencillamente se alejó.

—Será mejor que esos cabrones no anden por ahí esta noche —me dijo el taxista, dado que claramente yo no era uno de ellos; luego señaló con la mano a los peatones de ambos lados y añadió—: Mire, están por todas partes.

Había miles de eritreos en Adis Abeba, personas como la enfermera en prácticas en plantilla, como Genet. Eran administradores, maestros, profesores universitarios, estudiantes, funcionarios, oficiales de las Fuerzas Armadas, ejecutivos de telecomunicación, de los servicios de depuración de aguas y de la sanidad pública, y legiones de personas corrientes.

—Beben nuestra leche y comen nuestro pan. Pero esta noche en sus casas matarán un cordero.

Desde que los militares habían tomado el poder, muchos eritreos a quienes conocía, incluidos algunos médicos y estudiantes de Medicina, habían pasado a la clandestinidad, uniéndose al Frente de Liberación del Pueblo Eritreo.

A la capital llegó la noticia de que la situación en el norte de Etiopía, cerca de Asmara, se había vuelto contra el sargento-presidente. Los guerrilleros eritreos atacaban los convoyes militares de noche y permanecían ocultos durante el día. Había visto fotografías borrosas de aquellos combatientes. Vestidos con pantalones y camisas caqui y sandalias características, poseían la audacia, la convicción y la pasión de los patriotas que luchan contra fuerzas ocupantes. Los reclutas etíopes en sus jeeps y tanques, bajo el peso de los cascos, las botas militares, las guerreras y el armamento, se habían visto reducidos a apostarse en las carreteras principales. ¿Cómo podían dar con un enemigo al que no podían ver, en un país cuyo idioma no hablaban y donde no distinguían a los civiles de los simpatizantes de la guerrilla?

Cuando el taxi se aproximaba a la verja del hospital, vi bajar a Tsige de su Fiat 850 delante de su bar. En los últimos años había prosperado, comprado el negocio de al lado, añadido una cocina, un restaurante completo, y contratado más chicas de alterne para atender a los clientes. Mejoras en el mobiliario, dos máquinas de vídeo-fútbolín y un televisor daban a su establecimiento el mismo nivel que los mejores de la piazza. Tsige era propietaria de un taxi y me había contado que iba a comprar otro. Nunca dejaba de alentarme, de decirme lo orgullosa que estaba de mí y que me tenía en sus oraciones diarias. Al ver asomar del coche su bella pierna enfundada en una media sentí un gran deseo de parar para despedirme. Pero no podía. Aquél también era su país y esperaba que, a diferencia de lo que me ocurría a mí, no tuviese necesidad de huir.

La verja del Missing estaba abierta de par en par, en señal de que no había peligro y podía entrar, como me había explicado Hema.

Cuando sólo cuentas con minutos para abandonar la casa en que has pasado los veinticinco años de tu vida, ¿qué te llevas contigo?

Hema había metido mis diplomas, certificados, el pasaporte, algo de ropa, dinero, pan, queso y agua en una espaciosa bolsa de Air India. Me calcé unas deportivas y me abrigué. Metí una cinta en que tenía Tizita en versión lenta y rápida, pero me dejé la casete. Consideré la posibilidad de incluir el Principios de medicina interna de Harrison o el Principios de cirugía de Schwartz, mas pesaban unos dos kilos cada uno, así que renuncié a ellos.

En un pequeño grupo, nos encaminamos a pie hacia el muro lateral del Missing, pero antes insistí en que nos dirigiéramos al bosquecillo en que estaban enterrados Ghosh y la hermana Praise. Rodeaba con un brazo a Hema. Shiva ayudaba a la enfermera jefe. Almaz y Gebrew se habían adelantado. Sentía temblar a Hema.

Ante la tumba de Ghosh, me despedí de él. Lo imaginé tratando de animarme, de hacerme ver el aspecto positivo de la situación: «¡Siempre has deseado viajar! Esta es tu oportunidad. ¡Ten cuidado! El viaje amplía la mente y suelta las tripas». Besé la lápida de mármol y me volví. No me detuve en la sepultura de mi madre biológica, pues si hubiese querido despedirme de ella, aquél no era el lugar. Hacía más de dos años que no visitaba el cuarto del autoclave. Sentí una punzada de remordimiento, pero se me había hecho demasiado tarde.

Al llegar al muro, Hema me abrazó. Apoyó la cabeza contra mi pecho y las lágrimas fluyeron libremente, de una forma que sólo había visto en la muerte de Ghosh. No podía hablar.

La enfermera jefe, una roca de fe en momentos de crisis, me besó en la frente y me dijo: «Ve con Dios». Almaz y Gebrew rezaban por mí. La sirvienta me dio un pañuelo atado con dos huevos cocidos. Gebrew me tendió un pequeño pergamino que debía tragarme como protección… Así que me lo metí en la boca.

Si mis ojos no se humedecieron fue porque no lograba creer lo que estaba pasando. Mientras miraba al grupo que me despedía, sentí un agudo odio hacia Genet. Tal vez los eritreos de Adis Abeba mataran y asaran un cordero aquella noche, pero deseé que viera aquella instantánea de nuestra familia desgajándose por su culpa.

Era hora de despedirme de Shiva. Había olvidado lo que era abrazarlo, la perfección con que su cuerpo se ajustaba al mío, dos mitades de un solo ser. Desde la mutilación de Genet, habíamos dormido separados salvo un breve período poco antes de la muerte de Ghosh. Después, yo había vuelto a la antigua casa, mientras Shiva se quedaba en nuestra habitación infantil. Sólo en aquel momento pude darme cuenta de la gravedad del dolor que le había causado durmiendo lejos de él. Nuestros brazos eran como imanes, no querían separarse.

Eché la cabeza atrás y contemplé su rostro, que me miraba incrédulo y con una tristeza insondable. Me sentí extrañamente complacido, halagado por conseguir aquella reacción suya, que sólo había visto en dos ocasiones: el día de la detención de Ghosh y el de su muerte.

Su semblante dejaba traslucir que nuestra separación en un muro del Missing era una especie de muerte. Y si así era para él, también lo era para mí. O debería haberlo sido.

Había existido un tiempo, y parecía que hacía una eternidad de ello, en que podíamos leernos el pensamiento. Me pregunté si sería capaz de leer el mío. Había pospuesto aquel momento, aquel ajuste de cuentas con Shiva, por el trato que yo había hecho con Genet; pero ya no sentía la necesidad de cumplirlo. Mi mente se expresaba a sí misma.

»Shiva, ¿te das cuenta de que desflorar a nuestra amiga, un acto biológico por lo que a ti se refería, condujo a todo esto? Condujo a que Rosina se suicidase, a que Genet se distanciase de nosotros. Condujo a este momento en que odio a la mujer con quien esperaba casarme. Ahora hasta Hema piensa que fui yo quien lo desencadenó todo, que hice algo a Genet.

»¿Te das cuenta de cómo me traicionaste?

»Esta despedida es como aislar mi cuerpo.

»Te quiero como a mí mismo… es inevitable.

»Pero no puedo perdonarte. Tal vez con el tiempo, y sólo porque es lo que deseaba Ghosh. Con el tiempo, Shiva, pero no ahora».

Estábamos al pie de la escalera que Gebrew había apoyado contra el muro este.

Mi hermano me entregó una bolsa de tela. Aunque dada la oscuridad no pude comprobarlo, creí reconocer la forma y el color de su gastado ejemplar del Anatomía de Gray con las esquinas de las hojas dobladas. Debajo había un ejemplar nuevo de otro libro grueso. Estuve a punto de protestar, pero me mordí la lengua. Al darme su Gray, sacrificaba un trozo de sí mismo que era desmontable y portátil, lo más valioso que poseía.

—Gracias, Shiva —dije, esperando no parecer sarcástico, pues ahora ya cargaba con dos bolsas en vez de una.

Gebrew echó sacos de arpillera sobre los cristales de botella que coronaban el muro, y lo escalé. Al otro lado se hallaba el camino que había visto siempre desde la ventana de mi habitación, pero que jamás había explorado. Era un panorama que consideraba pastoral, idílico, una senda que se perdía en la niebla y las montañas y que llevaba a un país sin preocupaciones. Aquella noche se me antojaba siniestro.

—Adiós —dije por última vez, posando la mano en el muro húmedo, el esqueleto vivo del Missing. En su interior, aquel coro de voces tan queridas, los que eran el corazón palpitante del hospital, me despedían y deseaban buena suerte.

A unos cien metros me esperaba un camión cargado con pilas de neumáticos recauchutados. El conductor me ayudó a subir a la plataforma, donde había una lona atada por encima y por debajo de los neumáticos que formaba una pequeña cueva y donde había agua, galletas y mantas. Él había preparado mi fuga, pero bajo la égida del Frente de Liberación del Pueblo Eritreo, que se había convertido en la vía habitual para abandonar Etiopía, sobre todo si pensabas hacerlo por el norte y estabas dispuesto a pagar.

Cuanto menos cuente sobre mi viaje frío y traqueteante de siete horas hasta Dessie, mejor. Tras pasar la noche en una pensión de Dessie, donde dormí en una cama normal, y una segunda noche en Mekele, al tercer día de trayecto hacia el norte llegamos a Asmara, el corazón de Eritrea, la ciudad que Genet tanto amaba y que estaba sometida a ocupación. El ejército etíope se hallaba presente con hombres, tanques y blindados apostados en los cruces clave y puestos de control por todas partes. No nos registraron, porque los documentos del conductor indicaban que los neumáticos eran suministro para los militares etíopes.

Me llevaron a un piso franco, una casita acogedora rodeada de buganvilla, donde aguardé a que pudiésemos marcharnos de Asmara e internarnos en el campo. El mobiliario se reducía a un colchón en el suelo del cuarto de estar. No podía aventurarme a salir al jardín. Pensé que pasaría allí un par de noches, pero la espera se prolongó dos semanas. Mi guía eritreo, Luke, me traía comida una vez al día. Era más joven que yo, un tipo de pocas palabras, estudiante universitario en Adis Abeba antes de pasar a la clandestinidad. Me aconsejó que caminase todo lo posible por la casa para fortalecer las piernas. «Éstas son las ruedas del FLPE», me dijo riendo y palmeándose los muslos.

Encontré dos sorpresas en mi magro equipaje. Lo que creía que era una base de cartón al fondo de la bolsa de Air India que me preparara Hema era en realidad una imagen enmarcada: la estampa de santa Teresa que la hermana Praise había colgado en el cuarto del autoclave. La nota de Hema pegada al cristal rezaba:

Ghosh mandó enmarcarla el último mes de su vida. En el testamento dejó dicho que si te marchabas del país alguna vez, quería que esta imagen fuese contigo. Marión, puesto que no puedo acompañarte, ojalá mi Ghosh, la hermana Mary y santa Teresa velen por ti.

Acaricié el marco, que debían haber tocado las manos de Ghosh. Me pregunté por qué se habría tomado tanta molestia, pero me alegré. Era el talismán que me protegería. Aunque no me había despedido de ella en el cuarto del autoclave, ahora resultaba que no importaba porque venía conmigo.

La segunda sorpresa fue el libro que había bajo la valiosa Anatomía de Gray: se trataba del manual de Thomas Stone, el Cirujano práctico: un compendio de cirugía tropical. Ignoraba que existiese tal obra. (Más tarde me enteraría de que se había agotado pocos años después de nuestro nacimiento). Pasé las hojas con curiosidad, mientras me preguntaba por qué no lo había visto y cómo habría llegado a manos de Shiva. Y luego, de pronto, allí estaba él en una fotografía que ocupaba tres cuartos de página, mirándome y sonriendo levemente: Thomas Stone, doctor en Medicina, miembro del Real Colegio de Cirujanos. No pude soportarlo y cerré el libro. Me levanté y bebí agua, me lo tomé con calma, quería estar sereno y que no influyese en mí el factor sorpresa. Cuando volví a abrir la página me fijé en los dedos, nueve en vez de diez. Tuve que admitir el parecido con Shiva y, por tanto, conmigo, que residía sobre todo en los ojos profundamente hundidos, en la mirada. Nuestras mandíbulas no eran tan cuadradas como la suya, y la frente era menos despejada. Me pregunté por qué me lo habría dado mi hermano.

El volumen parecía intacto, como si apenas lo hubiesen abierto. Un marcador en la página de créditos («Felicidades del editor») había estado tanto tiempo allí colocado que la parte rectangular tapada por las hojas del libro no se había oscurecido.

En el reverso del marcador se leía:

19 de septiembre de 1954

La segunda edición. El paquete llegó dirigido a mí, pero estoy segura de que el editor te lo enviaba a ti. Felicidades. Te incluyo una carta mía. Léela enseguida, por favor. HMJP.

Mi madre había escrito aquella nota un día antes de nuestro nacimiento y de su muerte. Su caligrafía, clara y regular, conservaba trazas de colegiala. ¿Cuánto haría que Shiva tenía el libro y el marcador? ¿Por qué me lo habría dado? ¿Tal vez para que conservase algo de mi madre?

Paseaba por la casa con la bolsa de los libros al hombro para ponerme en forma. En aquellas dos semanas leí el manual de Stone. Al principio me había resistido, diciéndome que estaba anticuado, pero su forma de transmitir su experiencia quirúrgica dentro del marco de los principios científicos lo hacía muy legible. Contemplé a menudo el marcador, releyendo las palabras maternas. ¿Qué diría en la carta que había dejado para Stone? ¿Qué le explicaría justo un día antes de que llegásemos nosotros, sus gemelos idénticos? Copié su caligrafía, imitando los adornos.

Un día, al traerme la comida Luke me comunicó que nos marcharíamos aquella noche. Preparé el equipaje por última vez: ambos libros tenían que venir conmigo, no podía dejar ninguno, aunque mi bolsa de Air India siguiese pesando mucho.

Salimos después del toque de queda.

—Por eso hemos esperado —dijo Luke señalando el cielo—. Es más seguro si no hay luna.

Me guió por callejones estrechos entre viviendas, luego a lo largo de canales de riego, y pronto dejamos atrás las zonas habitadas. Cruzamos campos en la más completa oscuridad. Tenía la sensación de que a lo lejos se alzaban las montañas. Al cabo de una hora me dolían los hombros por el peso de la bolsa, aunque iba cambiando cada poco de lado. Cuando Luke insistió en pasar algunas de mis cosas a su mochila, se quedó muy sorprendido al descubrir los libros, pero no hizo comentarios. Cogió el Gray. Durante horas de caminata, sólo hicimos un alto. Finalmente llegamos al pie de las montañas e iniciamos la subida. A las cuatro y media de la mañana oímos un suave silbido y enseguida nos encontramos con un grupo de once guerrilleros, que nos saludaron a su manera: estrechándonos las manos mientras chocábamos los hombros diciendo «Kamelahai» o «Salaam». Había cuatro mujeres, con peinados afros como los hombres. Me sorprendió identificar a uno: era el agitador, el estudiante de ojos apagados que viera en la habitación de la residencia de Genet. En aquella ocasión había salido airado y desdeñoso del cuarto; ahora, al reconocerme, sonrió ampliamente. Me estrechó la mano con las dos suyas. Se llamaba Tsahai.

Los guerrilleros estaban exhaustos, pero no se quejaban. Tenían las piernas blanqueadas por el polvo. Llevaban un cañón desmontado en varias piezas grandes.

Tsahai me ofrecía algo. «Pan de campaña rico en proteínas», explicó, una invención de los guerrilleros que sabía a cartón. Tsahai se frotaba la rodilla derecha mientras hablaba y me dio la impresión de que la tenía hinchada de líquido, aunque si le dolía, no se lamentó.

Eludimos hablar de Genet, y en su lugar me contó que aquella misma noche habían tendido una emboscada a un convoy del ejército etíope cuando realizaba una de las pocas patrullas nocturnas que se atrevían a hacer.

—Los soldados tienen mucho miedo a la oscuridad. No quieren combatir ni estar aquí. Su moral está por los suelos. Cuando disparamos contra el primer vehículo, bajaron de un salto y se limitaron a correr para ponerse a salvo. Nosotros teníamos posiciones más altas a ambos lados. Enseguida gritaron que se rendían, aunque su oficial les ordenaba seguir atacando. Les quitamos los uniformes y los enviamos a pie de vuelta a la guarnición.

Tsahai y sus camaradas habían extraído la gasolina de los camiones y escondido en la espesura uno que aún funcionaba, lleno de uniformes, munición y armas, para recogerlo en otro momento. La verdadera recompensa era el cañón y los proyectiles que llevaban con ellos, todo transportado a pie.

Nos pusimos en marcha un cuarto de hora después. Antes del amanecer llegamos a un pequeño bunker bien oculto excavado en la ladera de una colina. Me parecía increíble que pudiese caminar tanto y me ayudó el hecho de que los demás transportaran cinco veces más carga que yo sin rechistar.

Luke y yo nos quedamos en el bunker, mientras que los demás siguieron hasta una posición avanzada, arriesgándose a que a la luz del día los localizasen los cazas MIG que rondaban por la zona, pues era bastante urgente montar el cañón.

Dormí hasta que Luke me despertó. Tenía la sensación de que se hubiese desplomado un muro sobre mis piernas.

—Toma esto —dijo, dándome dos pastillas y un vaso de té—. Es nuestro calmante, paracetamol, fabricado en nuestra farmacia.

Estaba demasiado cansado para no tomarlo. Me animó a comer un poco más de pan y volví a dormirme. Desperté con menos dolor, aunque tan rígido aún que casi no podía levantarme. Tragué otras dos pastillas de paracetamol.

Cuando oscureció llegaron cinco guerrilleros a escoltarme. Uno de ellos tenía una pierna parcialmente atrofiada, deduje que debido a la polio. Ante su paso torpe y tambaleante, con el fusil de contrapeso, no me era posible pensar en mi propio sufrimiento.

La segunda marcha fue la mitad de larga que la primera, y mis piernas fueron desentumeciéndose lentamente. Mucho antes de amanecer llegamos a unas colinas escabrosas. Un estrecho sendero conducía a una cueva cuya entrada quedaba tapada por maleza y roca natural y estaba enmarcada con troncos. Una empinada rampa de madera descendía hasta otros recintos situados a mucha mayor profundidad. El sendero exterior también llevaba a diferentes cuevas que había colina arriba y abajo, con todas las entradas hábilmente camufladas.

Me llevaron a uno de los recintos. Me descalcé y me quedé dormido en un camastro de paja, lo cual era todo un lujo. Dormí hasta última hora de la tarde. Luke me acompañó a dar una vuelta. Aunque aún me sentía agarrotado, él parecía en plena forma. En la base no había guerrilleros, porque estaba desarrollándose una operación importante en otra parte.

Supongo que debería haber admirado a aquellos guerrilleros, capaces de revolotear entre el polvo como mosquitos, su habilidad, aquella capacidad para manufacturar fluido intravenoso, pastillas de sulfamidas, penicilina y paracetamol con una prensa manual. Ocultos en las cuevas e invisibles por aire y tierra, disponían de un quirófano, un centro de piezas ortopédicas, pabellones hospitalarios y una escuela. El grado de refinamiento de aquel conjunto era aún más impresionante por lo espartano. La silenciosa disciplina, el reconocimiento de que las tareas de cocinar, cuidarse de los niños o barrer el suelo eran tan importantes como cualquier otra, me convenció de que un día triunfarían y obtendrían la libertad.

Observé a una guerrillera que descansaba fuera del bunker. El sol se filtraba a través de una acacia, formando un mosaico cambiante de luz en su rostro y sobre el rifle que tenía apoyado en el regazo. Tarareaba mientras escrutaba el cielo con unos prismáticos, buscando cazas MIG, que pilotaban para Etiopía los «asesores» rusos o cubanos. Estados Unidos hacía mucho que apoyaba al emperador, pero había retirado su apoyo al régimen del sargento-presidente Mengistu, paralizando la venta de armas y repuestos, vacío que el Bloque Oriental se había encargado de llenar.

La guerrillera, que era más o menos de nuestra edad, me recordó a Genet por la forma de colocar las extremidades y por lo segura de sí misma. Sus movimientos eran delicados, pese al arma mortífera que sujetaba. No iba pintada ni maquillada y tenía los pies callosos y polvorientos. Al verla, me sentí agradecido sólo por una cosa: la Genet de mis sueños se había ido para siempre, ¡y con viento fresco! Había sido muy estúpido al mantener una fantasía unilateral tanto tiempo. La luna de miel de Udaipur, nuestra casa en el Missing, criar a nuestros hijos, por las mañanas salir juntos camino del hospital, médicos ambos que trabajaríamos codo con codo… nada de eso sucedería. No deseaba volver a verla. Y probablemente jamás volviese a verla. Debía de estar en Jartum, durmiendo aún en los laureles de su audaz operación. Tampoco ella tenía posibilidades de regresar a Adis Abeba. Pronto se uniría a aquellos guerrilleros, viviría en aquellos búnkeres y combatiría a su lado. Yo esperaba hallarme muy lejos por entonces. Me incomodaba encontrarme en su campamento, y aún más verme obligado a recurrir a sus camaradas para que me ayudasen.

Aquella noche desperté con el estruendo de los MIG en el aire y las bombas que caían a lo lejos. También llegaba el sonido más apagado de la artillería. En las proximidades de la entrada de la cueva no se permitían luces de ningún tipo.

Luke explicó que acababa de efectuarse una gran incursión en un depósito de combustible y armamento, en la que habían participado Tsahai y el grupo de guerrilleros con quienes nos encontráramos la primera noche. Habían penetrado en el lugar con un camión robado del ejército y, una vez dentro, colocado cargas explosivas. Pero un convoy de refuerzo había sorprendido a los camaradas que aguardaban fuera y los había atacado por la retaguardia. La operación no había salido conforme a lo planeado; nueve guerrilleros habían muerto, Tsahai incluido, y muchos otros habían resultado heridos, aunque las bajas etíopes eran mayores y el depósito de combustible había sido parcialmente destruido. Nuestros heridos llegarían a la cueva por la mañana temprano.

Me despertaron las voces, la actividad y una urgencia inconfundible. Oí gemidos y gritos de dolor. Luke me condujo al pabellón quirúrgico.

—Hola, Marión —saludó una voz, y al volverme vi a Solomon, que había sido condiscípulo mío en la Facultad de Medicina, aunque estudiaba un curso superior. Había pasado a la clandestinidad en cuanto había terminado el internado. Lo recordaba como un interno gordito y bien alimentado, pero el hombre que se hallaba ante mí tenía las mejillas chupadas y estaba delgado como un palo.

Agachándome, lo seguí por un túnel bajo, donde las camillas estaban de dos en dos en el suelo, dispuestas de manera que los más necesitados de cirugía quedasen próximos al quirófano, situado al final de la galería. La entrada estaba tapada con una cortina de tela.

Las heridas eran espantosas. Un hombre apenas consciente cuchicheaba unas últimas voluntades al oído de un amigo, que se inclinaba sobre él escribiendo afanosamente. De ganchos incrustados en las paredes de la cueva colgaban balanceantes botellas de sangre y suero intravenoso. Los ayudantes trabajaban acuclillados junto a las camillas. Solomon me contó que en aquella misión había llegado cerca del frente de combate.

—Normalmente me quedo aquí. Pero también reanimamos en el campo de batalla: fluido intravenoso, control de hemorragias, antibióticos, incluso algo de cirugía de campo. Podemos impedir el shock lo mismo que los americanos en Vietnam. Sólo que no disponemos de sus helicópteros. —Palmeándose los muslos, añadió—: Estos son los nuestros. Llevamos a los heridos en camillas. —Recorrió la habitación con la mirada y prosiguió, indicando con la cabeza—: Aquel hombre de allí necesita una sonda torácica. Pónsela, por favor. Te ayudará Tumsghi. Yo iré al quirófano. Ese camarada no puede esperar —aseguró, señalando a un soldado pálido que yacía cerca de la cortina con una almohadilla ensangrentada sobre el abdomen. Apenas estaba consciente y su respiración era rápida.

El guerrillero que necesitaba el tubo torácico cuchicheó «Salaam» cuando me agaché a su lado. La bala había penetrado por el tríceps, el pecho y había eludido milagrosamente los grandes vasos, el corazón y la columna. Cuando percutí con los dedos sobre su tetilla derecha, el sonido fue apagado, muy distinto de la nota hueca y resonante del lado izquierdo. Se había acumulado sangre alrededor del pulmón en el espacio pleural, que comprimía el pulmón derecho sobre el izquierdo y el corazón en la cavidad cerrada del pecho. Inyecté lidocaína detrás de la axila derecha y anestesié la piel, luego el borde de la costilla y entré en la pleura antes de efectuar un corte de unos dos centímetros y medio con un bisturí. Introduje un hemostato cerrado en la incisión hasta que noté que vencía la resistencia de la pleura. Entonces metí en el agujero el dedo enguantado, moviéndolo alrededor a fin de hacer espacio para la sonda torácica, un tubo de goma con aberturas en ambos extremos, y luego lo introduje. Tumsghi conectó el otro lado a una botella de drenaje con agua, para que el tubo emergiese bajo el nivel del agua. Este burdo sello subacuático impedía que el aire volviese al pecho. Empezó a salir sangre oscura y la respiración del herido mejoró. Dijo algo en tigriña y se quitó la máscara de oxígeno.

—Quiere que le des su oxígeno a otro —tradujo Tumsghi.

Me reuní con Solomon en el quirófano a tiempo de ver cómo retiraban a su paciente de la mesa de operaciones. Su pecho ya no se movía. Siguió un silencio de unos segundos. Una de las mujeres se tragó las lágrimas, mientras se arrodillaba y le cubría la cara.

—Hay cosas que quedan fuera de nuestro alcance —sentenció Solomon—. Tenía laceración de hígado. Intenté suturas de colchón. Pero había también un desgarrón en la cava inferior detrás del hígado. Seguía rezumando. Sólo podía pararlo colocando una pinza en la cava inferior, lo que le habría matado. ¿Recuerdas lo que decía el profesor Asrat de que el cirujano ve a Dios en las heridas en la vena cava detrás del hígado? Solía decir otras cosas parecidas que yo no entendía. Ahora las comprendo.

El siguiente presentaba una herida en el vientre. Solomon limpió sistemáticamente lo que me pareció un revoltillo sucio e inverosímil. Extrajo el intestino delgado, donde localizó varias perforaciones, que cosió por encima. El bazo estaba roto, así que lo extirpó. El colon sigmoideo tenía un desgarrón mellado, de modo que separó el segmento y llevó ambos extremos abiertos hasta la piel en una colostomía en doble cañón. Irrigamos bien el abdomen, dejando drenas y haciendo recuento de esponjas. El campo parecía muy despejado comparado con su estado inicial. Mi colega debió de leerme el pensamiento, pues, alzando las manos para enseñarme los dedos regordetes y los pulgares en martillo, dijo:

—Yo quería ser psiquiatra.

Aquélla fue la única vez que lo vi sonreír detrás de la mascarilla a lo largo de ocho horas.

Amputamos cinco extremidades. Las dos últimas operaciones fueron trepanaciones en dos pacientes comatosos, para las que empleamos un taladro de carpintero adaptado. En el primer caso nos vimos recompensados con la sangre que brotó debajo de la duramadre, donde se había acumulado, presionando el cerebro. El otro herido estaba agónico, con las pupilas fijas y dilatadas, y la trepanación no dio ningún resultado. Se trataba de una hemorragia cerebral profunda.

Dos días después, me despedí de Solomon. Estaba muy ojeroso y parecía a punto de desplomarse. No podía dudarse de su resolución y su entrega.

—Márchate, y que tengas suerte —me dijo—. Esta no es tu lucha. Yo me iría si estuviese en tu lugar. Háblale al mundo de nosotros.

«Esta no es tu lucha»: reflexioné sobre ello mientras caminaba con dos acompañantes hasta la frontera.

¿Qué quería decir Solomon? ¿Me consideraba del bando etíope, del de los ocupantes? No, creo que me veía como un expatriado, alguien que no se jugaba nada en aquella guerra. Pese a haber nacido en el mismo lugar que Genet, hablar amárico como un nativo y haber ido a la Facultad de Medicina con él, para Solomon era un ferengi, un extranjero. Tal vez tuviese razón, aunque me molestara aceptarlo. Si fuese un etíope patriota, ¿no habría pasado a la clandestinidad y me habría unido a los monárquicos o a otros que intentaban derrocar al sargento Mengistu? Si me preocupase de veras mi país, ¿no debería haber estado dispuesto a morir por él?

Cruzamos la frontera de Sudán a última hora de la tarde. Tomé un autobús a Port Sudan, y luego volé en Sudan Airways hasta Jartum, donde ya pude telefonear a un número que nos había proporcionado Adid para que Hema supiese que había llegado sin problema a lugar seguro. Dos días en la sofocante Jartum me parecieron dos años. Pero finalmente pude volar a Kenia.

* * *

En Nairobi, Eli Harris, cuya iglesia de Houston había sido el pilar financiero del Missing durante años, me había buscado una habitación en la clínica de una misión. La enfermera jefe y Harris lo habían organizado todo telegráficamente. Me resultaba bastante difícil trabajar en aquel pequeño dispensario clínico, porque sospechaba, con bastante fundamento, que muchos matices acababan perdiéndose en la traducción. En el tiempo libre estudié para los exámenes que tenía que aprobar si quería iniciar las prácticas de posgrado en Estados Unidos.

Nairobi era verde y exuberante como Adis Abeba, la hierba brotaba entre las baldosas del pavimento como si la jungla bullese bajo la ciudad, dispuesta a invadirla.

Al comparar la infraestructura y el refinamiento de Nairobi con los de Adis Abeba, ésta empequeñecía. Aquello había que agradecerlo a los años de dominio británico y, aunque Kenia fuese independiente, muchos británicos seguían viviendo allí. Y también indios: en algunas parte de la capital daba la impresión de estar en Baroda o Ahmadabad, con diez negocios de saris en una calle, tiendas de chat por doquier, el aroma picante a másala en el aire y el gujaratí como única lengua hablada.

Al principio, me pasaba las noches en los bares, ahogando mis penas y escuchando música benga y rumba africana. Los ritmos de jazz congoleños y brasileños eran animosos, llenos de optimismo, pero cuando me retiraba a mi habitación, en una nube de cerveza, siempre se intensificaba la melancolía.

Aparte de la música, la cultura keniata no me impresionó demasiado, pero la culpa fue mía. Me resistí al lugar, pues Thomas Stone había acudido a Nairobi cuando había huido de Etiopía perseguido por sus demonios. Era otra razón por la que no me sentía inclinado a quedarme.

Según el plan previsto, llamaba a Hema los martes por la noche, marcando números de casas de diferentes amigos, y ella me explicaba que las cosas no habían mejorado y que si regresaba seguiría corriendo peligro.

Así que me quedaba en mi habitación y estudiaba todo lo posible. Aprobé los exámenes de homologación estadounidenses dos meses después y enseguida me presenté en la embajada para solicitar el visado. Harris volvió a facilitarme las cosas de nuevo.

Yo tenía razón: si mi país estaba dispuesto a torturarme como sospechoso, si no deseaba mis servicios como médico, entonces repudiaría mi patria. Pero la verdad es que por entonces sabía ya que, aunque las cosas volviesen de pronto a su curso, no regresaría a Etiopía.

Quería marcharme de África.

Empezaba a pensar que Genet, en realidad, me había hecho un favor.