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Señales diagnósticas

La vida está llena de señales; el secreto consiste en saber interpretarlas. Ghosh lo denominaba heurística, método de resolver un problema para el que no existe ninguna fórmula.

Cielo rojo por la mañana, los marineros se previenen.

Pus aquí y allí significa pus en el abdomen.

Plaquetas bajas en una mujer es lupus mientras no se demuestre

lo contrario.

Cuídate del hombre con un ojo de cristal y el hígado grande…

Desde el otro extremo del ambulatorio, Ghosh localizaba a una joven sin aliento y con las mejillas rojas, lo que contradecía su palidez general, y sospechaba enseguida estrechamiento de la válvula mitral del corazón, aunque se habría visto en un apuro si hubiera tenido que explicar exactamente por qué. Eso le llevaba a escuchar cuidadosamente el suave y ronroneante murmullo de la estenosis mitral, un rumor endiablado que, como él decía: «Sólo oirás si sabes que existe», y que únicamente era audible entonces con la campana del estetoscopio aplicada sobre el ápice del corazón después de hacer ejercicio.

Yo había desarrollado mi propia heurística, una mezcla de razón, intuición, observación facial y olor, que no figuraba en ningún libro. El soldado que había intentado robar la moto despedía un olor especial en el momento de su muerte, y también Rosina, y ambos olores eran idénticos: indicaban muerte súbita.

Pero no confié en mi olfato cuando debía, cuando detecté señales en Ghosh que me pusieron sobre aviso; las descarté como algo debido a su reciente trabajo de profesor, un efecto secundario de sus trajes nuevos y el nuevo entorno. Cuando estaba a su lado, era fácil tranquilizarme. Siempre había sido optimista, un alma feliz. Pero entonces se mostraba todavía más jovial. Había encontrado su mejor yo. Se enorgullecía de las tres A: «Amar, Aprender y Añadir», y en las tres había destacado.

El día del aniversario de su boda me levanté a las cuatro de la mañana para estudiar. Dos horas más tarde fui a la casa principal. Shiva había vuelto a trasladarse a nuestra habitación de muchachos. Aún no había amanecido. Iba a rebuscar en su habitación para ver si habían lavado y colgado en su armario una camisa mía que no encontraba. Entré cuando llegaba Almaz. La abracé y esperé a que me hiciese la señal de la cruz en la frente y susurrase una oración. Hema aún dormía. La puerta del pasillo que daba al baño estaba abierta y salía vapor. Ghosh se hallaba delante del lavabo, con una toalla en la cintura, muy inclinado. Pensé que era temprano para él y me extrañó que usara aquel cuarto de baño; ¿tal vez lo hacía para no despertar a Hema? Oí su respiración trabajosa antes de verlo y, por supuesto, antes de que me viera él. El esfuerzo de bañarse lo hacía respirar con dificultad. En su imagen reflejada en el espejo vi su yo oculto. Vi una fatiga enorme. Tristeza y aprensión. Entonces reparó en mí. Cuando se volvió, la máscara de jovialidad, que se fuera por el desagüe, estaba de nuevo en su rostro sin que se percibiese ninguna grieta.

—¿Qué pasa? —pregunté mientras sentía una repentina ansiedad, pues había percibido el olor y estaba seguro de que se relacionaba con lo que acababa de ver.

—Nada. Horroroso, ¿verdad? —Hizo una pausa para tomar aliento—. Mi bella esposa duerme como un ángel. Me siento muy orgulloso de mis hijos. Esta noche llevaré a mi mujer a bailar y le pediré que prorrogue un año nuestro contrato matrimonial. Lo único que pasa es que un pecador como yo no merece tantas bendiciones.

Hema salió al pasillo sacudiéndose el sueño del pelo y Ghosh me lanzó una mirada temerosa. Entonces se volvió al espejo, silbando, mientras se daba palmadas en la cara con colonia. Con su mirada estaba suplicándome que no alarmase a Hema. Entonó When the Saints Go Marching In con muchas pausas y notas entrecortadas, por el esfuerzo de mantener los brazos alzados. Di con la camisa que buscaba y me fui.

Aunque tenía una clase importante a primera hora de la mañana, me dejé guiar por el instinto y la intuición, por el olfato, de modo que me vestí y escondí detrás del cobertizo de herramientas de Shiva. Enseguida vi emerger de la niebla el Volkswagen, en el que iba solo Ghosh. Seguí a pie.

Llegué a urgencias a tiempo de verlo entrar en el despacho de la enfermera jefe, que no sólo se encontraba allí demasiado temprano, sino que estaba esperándolo. Mientras reflexionaba sobre lo que podía significar aquello, vi aparecer a Adam con una botella de sangre. La puerta de la enfermera jefe se abrió. Adam salió al poco rato con las manos vacías; al verme se sobresaltó e intentó cerrar la puerta, pero yo había metido ya un pie.

Ghosh estaba en una tumbona, los pies en alto, una almohada tras la cabeza, sonriendo. El coro del Gloria de Bach sonaba en el antiguo fonógrafo de la enfermera jefe, que inclinada sobre el brazo de él le colocaba la aguja para inyectarle sangre. Levantaron la vista, creyendo que tal vez que fuera Adam, que había vuelto.

—Hijo, bueno yo… —consiguió articular Ghosh.

—No te molestes en mentirme.

Miró a la enfermera jefe, como dándole pie. Ella suspiró.

—Es el destino, Ghosh. Siempre pensé que Marión debía saberlo.

Nunca olvidaré el silencio, la vacilación y un asomo de algo que jamás había visto en la cara de Ghosh: astucia. Luego aquello dejó paso a la resignación y una mirada ausente. Y por un instante, vi el mundo a través de sus ojos, de su inteligencia, de su amplia visión que abarcaba a Hipócrates, Pavlov, Freud, Marie Curie, el descubrimiento de la estreptomicina y la penicilina, los grupos sanguíneos de Landsteiner; una visión que recordaba la sala séptica donde había cortejado a Hema y el Quirófano 3 en que oficiaba como cirujano renuente; una visión que recapitulaba nuestro nacimiento y miraba hacia el futuro, más allá de su vida, hasta el final de la mía y aún más allá. Y entonces y sólo entonces se asentó, agrupó y focalizó, en el ahora, en un momento en que fue tan palpable el amor entre padre e hijo que resultaba inaceptable la idea de que pudiese terminar y aquel recuerdo ser su único legado.

—Muy bien, Marión, clínico en ciernes. ¿De qué crees que podría tratarse?

Le encantaba el método socrático. Sólo que esta vez el paciente era él y sería mi heurística la que yo invocaría.

Ya había apreciado su palidez, pero me había negado a registrarla. Recordé entonces que durante los últimos meses le había visto cardenales en los brazos y las piernas, moraduras para los que siempre encontraba explicaciones. ¿Había sido justo una semana atrás cuando se había cortado con un papel en el dedo? Había sucedido ante mis propios ojos y había sangrado un rato; cuando volví a verlo unas horas después, aún le salía sangre. ¿Cómo había sido yo capaz de pasarlo por alto? Recordé también las muchas horas que había estado expuesto a la radiación de la vieja Koot, la antigua máquina de rayos X que, pese a nuestras protestas, había seguido utilizando hasta que el Missing se había hecho por fin con una nueva. La Koot se desmontó entonces a martillazos y las piezas se arrojaron en el Terreno Ahogadizo, donde permanecían como acompañantes del soldado y haciendo resplandecer sus huesos.

—¿Cáncer en la sangre? ¿Leucemia? —aventuré, detestando el sonido de aquellas feas palabras al pronunciarlas. La enfermedad de Ghosh sólo llegó a nacer, únicamente cobró vida, en el momento que le di nombre, y ya no podía desaparecer.

Me miró sonriente y se volvió hacia la enfermera jefe enarcando las cejas.

—¿Puede creerlo, hermana? Mi hijo, el clínico. —Luego su tono perdió la vivacidad, el fingimiento se había desprendido de él como las hojas de un árbol después de una helada—. Pase lo que pase, Marión, no permitas que Hema se entere. Envié mis diapositivas hace dos años por mediación de Eli Harris al doctor Maxwell Wintrobe de Salt Lake City, en Utah, Estados Unidos. Es un hematólogo extraordinario; me encanta su libro. Me contestó personalmente. Lo que tengo es como un volcán activo, que gruñe y escupe. No es del todo leucemia, pero está convirtiéndose en eso. Se llama «metaplasia mieloide» —explicó, pronunciándolo con cuidado, como si fuese algo de exquisita factura y gran delicadeza—. Recuerda el término, Marión, pues es una enfermedad interesante. Aún me quedan muchos años, estoy seguro. El único síntoma problemático que sufro ahora es la anemia. Estas transfusiones de sangre son mi cambio de aceite. Esta noche salgo a bailar con Hema. Es nuestro gran día, ¿sabes? Necesitaba más agallas.

—¿Por qué no quieres que mamá lo sepa? ¿Por qué no querías que lo supiese yo?

—Hema se volvería loca… —replicó, negando con la cabeza—. No tiene que, no debería, no puede… No me mires así, hijo, no soy sincero, ya lo sé.

—Entonces no lo entiendo.

—No lo has sabido en estos dos años, ¿verdad? De haberte enterado, habría cambiado tu relación conmigo, ¿no crees? —Sonrió y me acarició el pelo—. ¿Sabes qué es lo que me procura mayor placer en la vida? Nuestro hogar, la normalidad que se respira en él, despertarme como siempre, Almaz trajinando en la cocina, mi trabajo. Las clases, las visitas con los estudiantes de los últimos cursos. Veros a ti y a Shiva a la hora de cenar y luego irme a dormir con mi mujer. —Guardó un largo silencio, como si pensase en Hema—. Quiero que mis días continúen siendo así. No deseo que todos dejen de comportarse con normalidad. ¿Entiendes? Que todo eso se venga abajo. —Sonrió de nuevo—. Cuando las cosas se compliquen, si sucede, se lo contaré a tu madre. Te lo prometo. —Me miró atentamente—. ¿Guardarás el secreto? Por favor… Podrías hacerme ese favor. Considéralo un regalo. Dame todos los días normales que pueda tener. Y tampoco debes decírselo a tu hermano, lo que tal vez te resulte más difícil. Aunque sé que últimamente os habéis distanciado un poco, entiendes a Shiva mejor que nadie. Sé que te preocupas por él lo suficiente para protegerlo, para evitar que se entere de mi enfermedad prematuramente.

Le di mi palabra.

Apenas recuerdo nada de los meses siguientes, sólo que se hizo patente la sabiduría de Ghosh. Había sido una bendición no saber nada en los dos últimos años; ahora que me hallaba al corriente, no podía volver atrás y borrar aquel conocimiento. Era como si él hubiese vuelto a la cárcel y, en cierto modo, estuviese yo también en ella. Leí cuanto pude sobre metaplasia mieloide (cómo llegue a odiar aquel término que él amaba). Su médula ósea estaba tranquila en la época en que me enteré del diagnóstico, pero luego la enfermedad se volvió más activa, el volcán empezó a gruñir y rezumar lava, escupiendo fragmentos delatores de gas sulfuroso cuando soplaba el viento adecuado.

Pasaba todo el tiempo que podía en su compañía, pues necesitaba cada gota de sabiduría que pudiese darme. Los hijos deberían anotar cada palabra de lo que sus padres tienen que decirles. Yo lo intenté. ¿Por qué hizo falta una enfermedad para que reconociese el valor del tiempo que podía pasar con él? Al parecer, los seres humanos nunca aprendemos, por eso tenemos que reaprender la lección en cada generación y luego queremos escribir epístolas. Hacemos proselitismo con nuestros amigos, los cogemos por los hombros y les decimos: «Carpe diem! Lo que importa es este momento». La mayoría no podemos volver y compensar. De nada nos sirven nuestros «debería haber hecho» y «podría haber hecho». Pero unos cuantos hombres afortunados como Ghosh jamás tienen esas preocupaciones; él no necesitaba compensar nada, había aprovechado todos los instantes de su vida.

De vez en cuando, me sonreía y hacía un guiño desde el otro lado de la habitación. Estaba enseñándome a morir igual que me había enseñado a vivir.

Shiva y Hema seguían con su actividad diaria ajenos a la enfermedad de Ghosh, absortos en su propio entusiasmo. Shiva había convencido a Hema para que aceptase la importante responsabilidad de tratar a mujeres con fístula vesicovaginal, o simplemente «fístula», para abreviar. No era una afección que a Hema (ni a ningún cirujano ginecológico) le gustase ver, porque tenía difícil cura.

Ahora ya soy capaz de explicar por qué aquella niña que habíamos visto de pequeños (la que subiera con su padre por la cuesta, con la cabeza baja, goteando orina a cada paso, despidiendo un hedor espantoso) había ejercido una influencia tan profunda en Shiva.

Ni él ni yo lo sabíamos, pero Hema la había operado ya tres veces. Aunque en las dos primeras había fracasado, la tercera había sido un éxito. No llegamos a verla abandonar el Missing, pero Hema nos explicó que se había curado y que se había marchado muy feliz. Sin embargo, las cicatrices mentales nunca sanarían. En aquella época habíamos entendido muy poco sobre la causa de su enfermedad, pues no era un tema del que nuestra madre nos hablase. Pero ahora Shiva y yo ya sabíamos. Lo más probable era que la hubiesen casado con un hombre por cuya edad habría podido ser su padre, tal vez antes de que ella cumpliese los diez años. La dolorosa consumación del matrimonio (más traumático si la ablación había dejado tejido cicatricial en la entrada de la vagina que tuviese que despejar el marido) la había aterrado. Puede incluso que fuese demasiado joven para relacionar aquel acto con el hecho de quedar embarazada, pero pronto lo estaría. Al iniciarse el parto, la cabeza del bebé quedaba encajada entre los huesos de la pelvis, en un conducto pélvico estrechado ya por el raquitismo. En un país desarrollado o una gran ciudad le habrían practicado una cesárea al empezar las contracciones, pero en una aldea remota, sin más ayuda que su suegra, sufriría durante días, con el útero a pleno rendimiento tratando de lograr lo imposible y sin conseguir más que empujar la cabeza del bebé contra la vejiga y el cuello, aplastando los tejidos sobre unos huesos pélvicos que no cedían. El niño no tardaba en morir en el útero y poco después solía hacerlo también la madre, debido en general a una ruptura del útero o a infección y septicemia, pues era raro que una familia consiguiese transportarla a un centro sanitario, donde podían extraer el feto muerto a trozos, aplastando primero el cráneo y sacando luego lo demás.

Durante la convalecencia de aquel parto terrible, los tejidos muertos y gangrenosos del canal del parto habían acabado desprendiéndose, para dejarla con un agujero mellado entre la vejiga y la vagina. La orina, en vez de pasar de la vejiga a la uretra para salir por debajo del clítoris (y sólo cuando ella decidiese vaciar), goteaba sin cesar de modo directo en la vagina y piernas abajo. Nunca estaba seca, siempre tenía la ropa empapada y chorreaba todo el día. La vejiga y la orina se infectaban y hedían. Los labios de la vulva y los muslos, húmedos y reblandecidos, habían empezado a supurar. Debió de ser entonces cuando el marido la había echado de casa y el padre había acudido en su ayuda.

Las fístulas se han descrito desde la Antigüedad, pero hasta 1849 no se logró, gracias a mi tocayo el doctor Marión Sims, operar una fístula vaginal. Sus primeras pacientes fueron Anarcha, Betsy y Lucy, tres esclavas abandonadas por sus propietarios y familiares debido a la enfermedad. Sims las operó (lo aceptaron voluntariamente, se nos dice) para intentar curar la fístula. Aunque acababa de descubrirse el éter, aún no era de uso general, así que sus pacientes soportaron la intervención sin anestesia. Sims cerró el orificio entre la vagina y la vejiga con seda y creyó que las había curado. Sin embargo, al cabo de una semana descubrió pequeñas grietas en la línea de sutura, por las que se filtraba la orina. Siguió intentándolo. Operó a Anarcha unas treinta veces. Aprendió de cada fracaso y modificó su técnica hasta que lo consiguió.

Cuando Hema operó a aquella niña, empleó los principios establecidos por Marión Sims. Introdujo primero un catéter en la vejiga a través de la uretra para desviar la orina de la fístula y permitir que los tejidos húmedos y reblandecidos se secaran y curaran. Una semana después, le practicó una intervención vaginal, empleando la cuchara de peltre doblada que había ideado el cirujano de Alabama (ahora se llama «espéculo de Sims»), que permitía una buena exposición y posibilitaba la cirugía vaginal. Tuvo que extirpar con gran cuidado los bordes de la fístula intentando encontrar lo que habían sido antes capas diferenciadas de revestimiento de la vejiga, pared vesical, pared vaginal y revestimiento vaginal. Una vez recortados dichos bordes, efectuó la curación capa por capa. Sims, después de muchos errores, encargó a un joyero un alambre de plata muy fino que empleó para cerrar la herida quirúrgica. La plata evitó la reacción inflamatoria de los tejidos, que era la razón de que la operación fallase. Hema utilizó catgut cromado.

Un mes después de que me enterase de la enfermedad de Ghosh, a la hora de la cena, Hema nos contó que Shiva y ella habían operado de fístula a quince pacientes sin que se produjesen recurrencias.

—Se lo debo a Shiva —aseguró—. Me convenció para que dedicara más tiempo a preparar a las mujeres para la cirugía. Así que ahora ingresamos a las pacientes y las alimentamos durante dos semanas con huevos, carne, leche y vitaminas. Las tratamos con antibióticos hasta que la orina está limpia y empleamos pasta de óxido de zinc para los muslos y la vulva. Lo de desparasitarlas y curar la anemia por deficiencia de hierro antes de la intervención fue idea de Shiva. Trabajamos para fortalecer las piernas, haciéndolas moverse. —Miró a mi hermano con orgullo—. Me avergüenza reconocerlo, pero ha entendido sus necesidades mejor que yo después de tantos años. Como esa idea de la terapia física…

—Es imposible conseguir que caminen después de la intervención si no lo hacían antes —terció Shiva.

Cuatro pacientes a quienes habían operado tenían el orificio vesical tan grande, cicatrizado y arrugado que era imposible unir los bordes. En esas pacientes, Hema y Shiva habían aprendido a descubrir un «filete» de carne estrecho pero grueso debajo de los labios, y, mientras mantenían conectado un extremo a su suministro de sangre, introducían el otro libre en la vagina y lo aplicaban a modo de injerto en la fístula.

—La enfermera jefe tiene un donante que quiere financiar sólo operaciones de fístula —comentó Shiva—. Recibimos mil dólares americanos al mes.

Me costaba mirarlo, no digamos ya felicitarlo.

Dejé de preocuparme por Genet. Cuando suspendió dos de las cuatro asignaturas del primer curso y tuvo que repetir, yo estaba demasiado trastornado por la enfermedad de Ghosh para que me importara. No es que se dedicara a divertirse y a darse la gran vida. En realidad, había perdido las ganas, había perdido de vista su objetivo, si es que había tenido alguno. Bastaba no estudiar una semana, faltar a clase, para quedar irremediablemente rezagado, tan febril era el ritmo de aquel primer curso de Medicina.

A mediados de mi segundo curso, me enteré de que Genet había faltado de nuevo a unas cuantas sesiones de laboratorio de anatomía, y entonces me sentí obligado a averiguar qué le pasaba.

La puerta de su habitación en la residencia Mekane Yesus estaba entreabierta y vi a su visitante de espaldas; al principio ninguno de los dos reparó en mí. Genet compartía la habitación con otra estudiante, que no estaba allí. El minúsculo cuarto, tan pulcro y ordenado en tiempos, se hallaba revuelto y sucio. Había una litera y una mesa pequeña para dos. Cuando Zemui vivía, Genet actuaba como si la irritase, pero ahora la foto de su valeroso y leal padre, abatido por una lluvia de balas, colgaba del techo, a pocos centímetros de la cara de su hija cuando se echaba en la litera de arriba.

Los toscos rasgos y modales bruscos del amigo de Genet llamaban la atención. Yo sabía que era un agitador estudiantil, que organizaba a otros para la reforma del plan de estudios o que recogía firmas para destituir a un rector impopular. Pero ante todo era eritreo, igual que ella. Y casi estaba seguro de que su causa más importante era la liberación de Eritrea, aunque fuese la única que tenía que mantener en secreto. Hablaba con Genet en tigriña, pero dijeron algunas palabras en inglés, como «hegemonía» y «proletariado». Al verme en el umbral, se interrumpió a mitad de una frase. «Nunca serás uno de los nuestros», me dijo su mirada apagada.

Hablé con Genet en amárico deliberadamente, para que su amigo viese que lo hablaba mejor que él. Luego le susurró algo en tigriña y se largó.

—¿Quiénes son estos amigos radicales que tienes, Genet?

—¿Qué radicales? Son sólo amigos eritreos.

—La policía secreta cuenta con informadores en esta planta. Te relacionarán con el Frente de Liberación del Pueblo Eritreo.

Se encogió de hombros.

—¿Sabes que el FLPE está haciendo grandes progresos, Marión? Bueno, no puedes saberlo, no figura en el Ethiopian Herald. Pero dudo que hayas venido a hablar de política.

En el pasado, su actitud me habría ofendido.

—Hema te manda saludos. Y Ghosh quiere que vayas a cenar un día de éstos. Oye, estoy preocupado por tus disecciones. Este curso nadie hará por ti las prácticas de laboratorio. Si no las haces, suspenderás, no te quepa duda. Por favor, Genet.

Su expresión, tan animada e interesada con el otro individuo, era ahora hosca.

—Gracias —repuso gélidamente.

Deseaba contarle que Ghosh estaba enfermo, sacarla del ensimismamiento. Sin embargo me quedé allí sentado, hechizado por su presencia. Lograba que siguiera pendiente de ella, que me repitiera que aún la amaba, fuera cual fuese su conducta, hiciese lo que hiciese, aunque nuestras vidas estuviesen distanciándose con toda claridad.

En el último curso de Medicina, cuando estaba haciendo los turnos de cirugía, el volcán de Ghosh entró en erupción. Por la expresión de Hema cuando llegué a casa supe que estaba enterada. Me preparé para su diatriba. Pero se limitó a abrazarme.

Ghosh había vomitado sangre y sufrido una hemorragia nasal importante. Había intentado ocultarlo, en vano. En aquel momento descansaba cómodamente en el dormitorio. Le eché una ojeada y fui a sentarme con Hema a la mesa del comedor. Almaz, con los ojos enrojecidos, me sirvió té.

—Supongo que me alegro de que no me lo contara —dijo Hema, cuyos párpados hinchados indicaban que había pasado la tarde llorando—. Sobre todo teniendo en cuenta que no hay nada que hacer. He podido disfrutar mejor de él. De unos días perfectos, sin saber nada. —Se acarició el anillo de diamantes, un regalo que él le había hecho la última vez que renovaran sus votos anuales—. Si lo hubiese sabido… tal vez podríamos haber viajado a América. Se lo pregunté, pero dijo que prefería estar aquí. ¡Dice que cuanto necesita es verme nada más abrir los ojos por las mañanas! Ayoh, es un tipo muy romántico, incluso ahora. Es curioso, pero hace unos meses tuve la sensación de que las cosas iban tan bien que sucedería algo malo. Tenía ante mí todos los síntomas. Pero no presté atención.

—Yo tampoco.

Almaz lloraba en la cocina, acompañada de Gebrew, que con los ojos humedecidos y su pequeña Biblia en la mano se balanceaba y recitaba versículos para consolarla.

—Vamos a ayunar por él —dijo Gebrew cuando entré—. No hemos rezado por él.

Almaz asintió y, aunque me dejó abrazarla e intentar tranquilizarla, estaba muy afectada.

—Nos hemos olvidado de rezar —dijo—. Por eso nos pasa esto.

Cuando pregunté a Gebrew si había visto a Shiva, contestó que había estado fuera todo el día, pero que ya había vuelto, que debía estar en su taller, y me acompañó hasta allí.

—¿Todavía llevas tu pergamino? —me preguntó, refiriéndose a la fina tira de piel de cordero en que me había dibujado un ojo, una estrella de ocho puntas, un anillo y una reina, y copiado un versículo con delicada caligrafía. Luego lo había enrollado bien e introducido en el casquillo de una bala, sobre cuyo metal había grabado una cruz y mi nombre.

—Sí, lo llevo siempre conmigo —dije, lo cual era bastante cierto, porque guardaba aquella filacteria en la cartera.

—Debería haber hecho uno al doctor Ghosh y tal vez esto no habría pasado.

Mi piadoso amigo me maravillaba. Para ser sacerdote en Etiopía bastaba que el arzobispo de Adis Abeba alentara en la bolsa de tela que se llevaba luego a las provincias y se abría en el patio de una iglesia, lo que permitía la ordenación simultánea de centenares. Desde el punto de vista de la Iglesia ortodoxa etíope, cuantos más sacerdotes, mejor.

Sin embargo, el hecho de tener miles y miles de sacerdotes suponía una fuente de problemas para personas temerosas de Dios como Almaz. Algunos eran unos borrachos y gorrones para quienes el sacerdocio significaba la posibilidad de evitar el hambre y satisfacer otros apetitos. El sacerdote más depravado con sólo mostrar su cruz obligaba a Almaz a pararse y besar las cuatro puntas. Un día la había encontrado muy alterada, con la ropa en desorden. Me explicó que había tenido que rechazar a paraguazos a un cura que intentaba aprovecharse de ella, y que otras personas habían acudido a ayudarla y le habían propinado una paliza.

—Marión, cuando vaya a morir, tienes que ir al Merkato y traerme dos sacerdotes —me pidió—. Así moriré como Jesucristo, con un ladrón a cada lado.

Pero Gebrew era diferente. Almaz estaba segura de que Dios lo aprobaba. Estaba durante horas leyendo sus libros de plegarias, apoyado en su makaturia (su palo de oración), mientras pasaba las cuentas tintineantes. Incluso cuando prescindía de su atuendo sacerdotal para segar la hierba, hacer recados, ser vigilante y portero del hospital, llevaba puesto el turbante y nunca dejaba de mover los labios.

—Hazle un pergamino a Ghosh, por favor —le dije—. Ten fe. Tal vez no sea demasiado tarde.

Shiva acababa de llegar. Hacía mucho tiempo que no iba al cobertizo de las herramientas y me sorprendió el desorden en que se encontraba. El suelo estaba lleno de piezas de motores y cajas eléctricas. Un estrechísimo espacio despejado conducía hasta donde se alzaban su equipo de soldar y el depósito, además de trozos de metal. Había cubierto las paredes y el techo de un andamiaje metálico soldado, del que colgaban en soportes de alambre las herramientas. Se hallaba ante su escritorio, oculto tras una montaña de libros y papeles, hasta donde me abrí paso. Estaba dibujando una estructura de algún tipo, un aparato que permitiría, según me explicó, una mejor exposición en las operaciones de fístula. Posó el lápiz y aguardó. No estaba enterado de lo que había salido a la luz en casa poco antes. Le conté la verdad sobre Ghosh.

Me escuchó en silencio. Palideció un poco, pero su expresión apenas cambió. Cerró los ojos. Había trepado a su casa arbórea y tirado la escalera. No tenía preguntas que formular. Esperé. Vi que ni siquiera aquella noticia podía derribar los muros que se alzaban entre nosotros.

Lo necesitaba. Había cargado solo con el secreto de Ghosh y ahora estaba dispuesto a repartir la carga. Me hacía falta la fuerza de mi hermano para los días que se avecinaban, pero no quería confesarlo. ¿Qué pensaba Shiva? ¿Sentía algo? Poco rato después me marché, disgustado por el hecho de que aquellos ojos no se abrieran, convencido de que no podía contar con él.

Pero Shiva me sorprendió. Aquella noche y durante otras dos, durmió en el pasillo a la puerta del dormitorio de Ghosh y Hema, envuelto en una manta; era su forma de expresarle su amor, de mantenerse cerca. Ghosh se sintió muy conmovido al verlo allí acurrucado a la mañana siguiente. Algo se desprendió de mi corazón y se hizo añicos cuando Hema me lo contó. La cuarta noche, dado que el estado de Ghosh empeoró, decidí dejar su antigua casa y volver a la cama que compartiera con Shiva en otros tiempos. Lo convencí para que no pernoctara en el pasillo. Dormimos los dos un sueño inquieto, en los bordes del colchón, y nos levantamos varias veces para ver cómo se encontraba Ghosh. Por la mañana, nuestras cabezas estaban tocándose.

Shiva y yo teníamos el mismo grupo sanguíneo que Ghosh. Con la ayuda de Adam, yo había estado acumulando sangre mía para aquel momento. Shiva donó entonces también la suya. Pero la sangre ya no bastaba, y había provocado un peligroso exceso de hierro. Las plaquetas de Ghosh no funcionaban; sangraba además por las encías y tenía una hemorragia intestinal. Cada vez estaba más débil.

No quería que lo llevásemos al hospital. La anemia no tardó en dificultarle la respiración y ni siquiera podía mantenerse echado. Lo trasladamos de la cama de matrimonio en que había dormido más de veinte años a su sillón preferido del cuarto de estar, con un escabel donde apoyar las piernas. Deseaba ver a las personas que estimaba. Mandó avisar a Babu, Adid, Evangeline y la señora Reddy y a los demás jugadores de bridge. Los oí reír y recordar, aunque no todo eran risas. Su equipo de criquet le sorprendió al presentarse todos sus integrantes con los uniformes blancos para honrar al capitán y ofrendarle exagerados relatos de sus antiguas proezas. Luego llegó el momento en que tuvo que usar una mascarilla de oxígeno que no se le ajustaba bien en el mentón, y entonces me tocó mantener la charla con él, algo que había temido, resistiéndome a sus implicaciones.

—Estás eludiéndome, Marión —me dijo—. Tenemos que empezar. No podemos acabar si no empezamos, ¿verdad? —Jamás habría predicho lo que diría a continuación—: No quiero que te sientas responsable de toda la familia. Hema es muy capaz. La enfermera jefe, aunque está envejeciendo, es dura y sabe arreglárselas. Te lo digo porque deseo que lleves tu carrera médica a grandes alturas. No te sientas obligado a quedarte aquí por un deber hacia Shiva, Hema o la enfermera Hirst. Ni por Genet —añadió frunciendo ligeramente el ceño. Se inclinó para cogerme la mano, a fin de asegurarse de que comprendía que hablaba muy en serio—. Deseé tanto viajar a América… Durante todos estos años leí el texto de Harrison y los otros manuales… lo que hacen, las pruebas que piden… es como leer ficción, ¿sabes? El dinero no tiene importancia. Un menú sin precio. Pero si llegas allí no será ficción, sino verdad.

Su mirada adquirió un tinte soñador al imaginarlo.

—Nosotros te impedimos ir, ¿verdad? —le dije—. Shiva y yo. Nuestro nacimiento…

—No seas tonto. ¿Me imaginas renunciando a todo esto? —preguntó esbozando un ademán que abarcaba la familia, el Missing, el hogar que había creado—. Ha sido una bendición. Mi talento residió en darme cuenta hace mucho de que el dinero solo no me haría feliz. ¡O tal vez sea una excusa por no dejaros una fortuna inmensa! La verdad es que… podría haber ganado más si hubiese sido ése mi objetivo. Pero no voy a lamentarme. Mis pacientes importantes se quejan a veces de muchas cosas en el lecho de muerte. Lamentan la amargura que dejarán en el corazón de la gente. Se dan cuenta de que ninguna cantidad de dinero, ningún servicio religioso, elogio mortuorio o desfile fúnebre, por muy espléndidos que sean, conseguirán eliminar el legado de un espíritu mezquino.

»Por supuesto, tú y yo hemos asistido a innumerables muertes de gente pobre, que lo único que lamentan es sin duda haber nacido pobres, sufrir desde el nacimiento hasta la muerte. Como sabes, en el Libro de Job, éste le dice a Dios: «¡Deberías haberme llevado directamente desde el claustro materno a la tumba! ¿Por qué esa parte intermedia, por qué la vida si sólo se trataba de sufrir?». Era algo así. Bueno, pues para los pobres, la muerte es al menos el final del sufrimiento. —Se echó a reír como si le gustase lo que acababa de decir. Buscó maquinalmente en el bolsillo del pijama, luego en la oreja, una pluma, porque el viejo Ghosh lo habría anotado. Pero no tenía pluma ni necesidad de escribir ya nada—. Yo no he sufrido. Bueno, tal vez por un período breve. Sólo cuando mi querida Hema me obligó a perseguirla durante años. ¡Menudo sufrimiento! —Su sonrisa dejaba entrever que no habría cambiado aquel sufrimiento por la fama o la fortuna—. Shiva prosperará con Hema, ella lo necesita para mantenerse ocupada. La tendencia instintiva de Hema será regresar a la India, tema del que hablará mucho. Pero no sucederá. Tu hermano se negará. Así que se quedará en Adis Abeba. Lo que quiero decirte es que no es asunto tuyo. ¿Comprendes? —Asentí sin mucha convicción—. Sólo hay un pequeño asunto que lamento —añadió—. Pero es algo en lo que tú puedes ayudarme. Tiene que ver con tu padre.

—Eres el único padre que he tenido —me apresuré a decir—. ¡Ojalá tuviese esa leucemia Stone y no tú! ¡No me importaría nada que se muriese!

Esperó antes de contestar, tragando saliva.

—Marión, es muy importante para mí que me consideres tu padre. No podría estar más orgulloso de ti de lo que lo estoy, de en qué te has convertido. Pero saco a colación a Thomas Stone por razones egoístas. Como te digo, es una de las cosas que lamento.

»Mira, yo era todo lo amigo de tu padre que se podía ser. Imagínate cómo eran entonces las cosas, Marión. Se trataba del único médico varón aquí. Éramos muy distintos, no teníamos nada en común. O eso creí cuando nos conocimos. Pero descubrí que él amaba la medicina igual que yo. Que estaba consagrado a ella. Su pasión por la medicina parecía de otro planeta, del mío. Nos unía un vínculo especial. —Desvió la mirada hacia la ventana, tal vez recordando aquellos tiempos, mientras yo aguardaba. Por fin se volvió hacia mí y me apretó la mano—. Marión, tu padre estaba profundamente herido por algo, sabe Dios por qué. Sus padres murieron cuando era niño. Nunca hablaba de esos asuntos. Pero aquí, trabajando con la hermana Praise, trabajando todos juntos, se sentía cobijado. Era todo lo feliz que podía serlo alguien como él. Tenía la sensación de protegerlo. El conocía bien la cirugía, pero no comprendía en absoluto la vida.

—¿Quieres decir que era como Shiva?

—No. Muy distinto —dijo tras considerarlo—. ¡Tu hermano está contento! ¡Míralo! Shiva no necesita amistad, soporte o aprobación social… Vive en el instante presente. Thomas Stone no era así; tenía las mismas necesidades que los demás. Pero estaba asustado. No aceptaba sus necesidades ni su pasado.

—¿Asustado de qué? —Me resultaba difícil asimilar aquello—. La enfermera jefe me contó que tiraba los instrumentos cuando se enfadaba. Me aseguró que tenía mucho carácter, que era valiente.

—Sí, claro, no tenía miedo como cirujano, supongo. Pero tal vez ni siquiera eso fuese verdad. Un buen cirujano debe tener miedo. Y él era un buen cirujano, el mejor, no un insensato, y experimentaba la dosis de miedo adecuada. Bueno… tenía unos cuantos fallos de juicio, como cualquier humano, claro. Sin embargo, por lo que se refiere a las relaciones estaba… aterrado. Temía que si se acercaba demasiado a otros le harían daño. O quizá que él los dañaría a ellos.

Me resistía a aceptar aquella descripción de Stone tan distinta de lo que yo elaborara todos aquellos años.

—¿Qué quieres que haga? —pregunté por fin.

—Está llegándome la hora, Marión… Y deseo que Thomas Stone sepa que pese a lo que haya podido pasar, siempre me consideré su amigo.

—¿Por qué no le escribes?

—No puedo, nunca he podido. Hema no le ha perdonado que se marchase. Se sintió feliz de que se alejase, os quiso desde el momento mismo en que nacisteis, pero aun así no le ha perdonado su marcha. Y luego, cuando Stone se fue, siempre vivía aterrada por la posibilidad de que volviese y os reclamara. Tuve que prometerle, que jurarle, que no le escribiría ni me pondría en contacto con él de ningún modo. —Me miró y añadió con orgullo sereno—: Cumplí mi palabra, Marión.

—Bueno, me alegro.

De pequeño, había sentido mucha curiosidad por Thomas Stone y fantaseado sobre su regreso. Ahora me resistía a Ghosh, aunque no estaba del todo seguro de por qué.

—Pero yo estaba convencido —continuó— de que Stone se pondría en contacto conmigo. Me decepcionó ver que pasaban los años y que no sucedía. Marión, se siente muy avergonzado y supone que no tengo ningún deseo de verlo. Que lo odio.

—¿Cómo lo sabes?

—No puedo asegurarlo a ciencia cierta, pero sospecho que se ve a sí mismo incluso ahora como una remora. Considéralo intuición clínica si quieres. La verdad es que vosotros estabais mejor con nosotros que con él. No sé si él podría haber creado lo que tenemos aquí, una familia, por mucho que se esforzase. Así que no quiero que odies a ese hombre. Soporta una cruz inmensa.

—¿Por qué me dices esto ahora? Dejé de pensar en él cuando saliste de la cárcel. Nunca estaba allí cuando lo necesitábamos. ¿Por qué debería perder el tiempo pensando en Stone?

—Por mí. Ya te he dicho que esto es por mí. Es lo único que lamento. No es por ti. Pero sólo tú puedes ayudarme. —Guardé silencio—. A ver si soy capaz de explicarme… —Alzó la vista unos segundos—. Marión, mi vida habrá quedado incompleta si no le hago saber que aún lo considero un hermano —se le humedecieron los ojos—, y que sean cuales sean sus razones para guardar silencio todos estos años, aún… le quiero. Yo no puedo verle, no puedo decírselo, pero tú sí. Eso es lo que deseo, aunque no viva para verlo. Hazlo sin herir los sentimientos de Hema. Hazlo por mí. Completa lo incompleto.

—¿Vas a decírselo a Shiva?

—Si le dijese a tu hermano que éste es mi último deseo, lo cumpliría. Pero Shiva tal vez no sepa cómo hacerlo, cómo… curarle. No se trata simplemente de llevar un mensaje. —Vaciló—. Hablando de Shiva, he de decirte también que lo perdones, no importa lo que te haya hecho, por favor.

Me dejó atónito. ¿Tenía previsto decírmelo? ¿Se le había ocurrido sobre la marcha? Nunca creí que Ghosh conociese las profundidades de mi herida, mi resentimiento hacia Shiva, pero lo había subestimado. De todas formas, lo que había sucedido entre mi hermano y yo no era un tema que quisiese discutir con Ghosh, pues resultaba demasiado doloroso y personal.

—Haré cuanto pueda respecto a Stone. Por ti. Pero me parece increíble que me pidas eso. Olvidas que fue la causa de la muerte de mi madre… ¡La muerte de una monja! Una monja a quien dejó embarazada. Y luego abandonó a sus hijos. ¡Y parece que nadie sabe aún cómo ocurrió todo! —dije con voz temblorosa y elevando el tono, pero Ghosh guardó silencio y se quedó mirándome hasta que se me aflojaron los hombros y cedí. Haría lo que me pedía.

Cuando una semana más tarde llegó el final, él seguía en el sillón, acompañado de todos nosotros. Shiva y yo le teníamos cogida la mano izquierda y la enfermera jefe la derecha. Almaz, que había adelgazado mucho por el ayuno riguroso, estaba acuclillada detrás del sillón y con una mano sobre su hombro; Hema se hallaba sentada en el brazo del sillón con la cabeza de Ghosh apoyada en su cuerpo. A Genet no la localizaron, pues no estaba en la residencia cuando Gebrew fue en taxi a buscarla. El vigilante rezaba, de pie, al lado de Almaz.

Ghosh respiraba laboriosamente, pero Hema le inyectó morfina y dijo que él le había enseñado a hacerlo. La morfina «desconecta el cerebro», de modo que aunque persistieran las dificultades respiratorias la angustia desaparecía.

Abrió los ojos una vez, sobresaltado. Miró a Hema y luego a nosotros. Entonces sonrió y cerró los párpados. Me complace pensar que en aquella última mirada vio el cuadro de su familia, su carne y su sangre reales, porque nuestra sangre corría por sus venas. Me complace pensar que al vernos sintió que su objetivo más elevado se había cumplido.

Y así pasó Ghosh de esta vida a la otra, sin fanfarria, con la intrepidez y la sencillez que lo caracterizaban, abriendo los ojos aquella última vez para asegurarse de que estábamos bien antes de marcharse.

Experimenté una mezcla de dolor y alivio cuando su pecho dejó de moverse: llevaba días coordinando cada aliento suyo con los míos. Sabía que Hema se sentía igual cuando apoyó la cabeza en la suya y lloró, abrazándolo aún.

Con la muerte de Ghosh la palabra «pérdida» adquirió una nueva dimensión. Yo había perdido a mis padres naturales, al general, a Zemui, a Rosina. Pero sólo conocí la verdadera pérdida cuando lo perdí a él. La mano que me daba palmaditas y me dormía, los labios que canturreaban canciones de cuna, los dedos que guiaron los míos para percutir un pecho, palpar un hígado o un bazo inflamados, el corazón que animaba a mis oídos a entender los corazones de otros, se había detenido.

En el instante de su muerte, sentí que el peso de la responsabilidad pasaba de Ghosh a mí. Él lo había previsto. Recordé su consejo de que debía llevar aquella carga con ligereza. Me había entregado la batuta profesional, quería que fuese la clase de médico que lo superase y luego transmitiese el mismo conocimiento a mis hijos y a los hijos de éstos, en una cadena.

—No romperé la cadena —dije, con la esperanza de que pudiese oírme.

Sabía que Freud había escrito que uno sólo se convierte en hombre el día que su padre muere.

Cuando Ghosh murió, dejé de ser un hijo. Y fui un hombre.