Los muros de piedra recubiertos de musgo y las enormes verjas del colegio Emperatriz Menen le conferían un aspecto de antigua fortaleza. Genet, con calcetines blancos, blusa azul celeste y falda azul oscuro y la cabeza desnuda, sin cintas, prendedores ni pendientes, parecía una alumna más. Su único adorno era la cruz de santa Brígida que llevaba al cuello. No quería destacar. Su antiguo yo vivaz había quedado sepultado con el cadáver que descolgamos y enterramos en el cementerio de Guíele.
Mi nuevo ritual era acudir los sábados a última hora del día a verla. Quedaba un poco más arriba en la colina del palacio en que el general Mebratu (con Zemui a su lado) había tomado rehenes e intentado establecer un nuevo orden.
Genet podría haber vuelto a casa los fines de semana, pero se negó arguyendo que el Missing le evocaba recuerdos dolorosos. Insistía en que era feliz en aquel colegio. Los profesores indios eran estrictos, pero muy buenos. Protegida de la sociedad y de nosotros, trabajaba afanosamente.
Acudimos a la universidad juntos para el curso preparatorio de Medicina, y al año siguiente ingresamos en la facultad. Aunque ya no llevaba uniforme sino ropa normal, su atuendo y su actitud siguieron siendo discretos y comedidos. Cada vez que la visitaba en la residencia Mekane Yesus, que quedaba enfrente de la universidad, rogaba que aquél fuese el día en que la puerta cerrada de su corazón se abriese y pudiese ver huellas de la antigua Genet. Ella agradecía el almuerzo que Almaz y Hema le enviaban, pero se mantenía firme tras la barrera que había erigido a su alrededor.
Aún la amaba.
Pero deseaba no amarla.
Ingresamos en la Primera Facultad de Medicina Haile Selassie en 1974; éramos la tercera promoción. Nos emparejaron como compañeros de disección de un cadáver, lo cual supuso una suerte para ella, pues cualquier otro se habría ofendido por sus frecuentes ausencias y porque incumpliese con la parte que le tocaba. Yo no creía que fuese perezosa; no había razón para ello. Estaba gestándose algo y por una vez yo no disponía de ninguna clave.
Nuestros profesores de ciencias básicas eran muy buenos, una mezcla de catedráticos ingleses y suizos y unos cuantos médicos etíopes titulados por la Universidad Americana de Beirut y que luego habían cursado posgrados en Inglaterra o Estados Unidos. Sólo había un indio: nuestro Ghosh, que tenía un título, no de profesor ayudante ni de asociado ni de clínico asociado (que indicaba nombramiento honorífico no retribuido), sino de profesor de Medicina y adjunto de Cirugía.
No creo que ninguno de nosotros, ni siquiera Hema, se hubiese percatado de la amplitud de los conocimientos de Ghosh, acumulados en los dieciocho años que llevaba en Etiopía, pero sir Ian Hill, decano de la nueva facultad, sí lo había hecho. Ghosh había publicado cuarenta y un artículos y era autor de un capítulo en un manual. A su interés inicial por las enfermedades de transmisión sexual se había añadido su experiencia exhaustiva con la fiebre recidiva, de la que era el mayor especialista mundial, porque la variedad originada por piojos de esa enfermedad era endémica en Etiopía y porque nadie la había estudiado tan de cerca.
Yo había aprendido sobre la fiebre recidiva siendo colegial, cuando Ali, el del bazar enfrente del Missing, había acudido al hospital con su hermano Saleem y me había pedido que intercediese. Saleem ardía de calentura y deliraba. Ghosh explicó más tarde que el caso de aquel hombre era sintomático: había llegado a Adis Abeba procedente de su aldea con todas sus pertenencias envueltas en una tela colgada al hombro. Ali le había encontrado un sitio en el hervidero atestado de gente de los muelles del Merkato, donde incluso bajo el monzón descargaba sacos de los camiones y los llevaba a los almacenes. Dormía de noche amontonado con otros diez en una mísera pensión. Durante la estación de las lluvias, había pocas oportunidades de lavar la ropa, pues tardaba días en secarse. Las condiciones de vida de Saleem eran inadecuadas para los seres humanos, pero ideales para los piojos. Al rascarse debía de haber aplastado un piojo, cuya sangre había penetrado en su organismo a través del arañazo. Al llegar de su aldea, carecía de inmunidad frente a aquella enfermedad urbana.
En urgencias, Saleem yacía en el suelo, demasiado débil para sentarse o alzarse, semiconsciente. Adam, nuestro boticario tuerto, se inclinó sobre el paciente y, tras hacer un rápido movimiento, había emitido el diagnóstico.
Años después, Ghosh me mostró la correspondencia que había mantenido con el director del New England Journal of Medicine, que estaba a punto de publicar su importante serie de artículos sobre casos de fiebre recidiva. Al director le pareció pretencioso lo de «síntoma de Adam», pero Ghosh defendió el honor de su inculto boticario exponiéndose a que no le publicasen en la prestigiosa revista.
Estimado doctor Giles:
[…] en Etiopía clasificamos las hernias como de «debajo de la rodilla» y de «encima de la rodilla», no como «directa» o «indirecta». Es una magnitud de otro orden, señor. En nuestra sala de urgencias suele haber hasta cinco pacientes postrados en el suelo con fiebre. El clínico pregunta: ¿Es malaria? ¿Es tifus? ¿O es fiebre recidiva? No hay sarpullido que ayude a aclararlo (las «manchas rosas» del tifus son invisibles en nuestra población), aunque concederé que el tifus provoca bronquitis y pulso lento, y la gente con malaria suele tener bazos gigantescos. Me resistiría a publicar un artículo sobre fiebre recidiva sin proporcionar al clínico un medio práctico de diagnóstico, sobre todo en entornos en que es difícil realizar análisis de sangre y suero. El clínico no tiene más que coger el muslo del paciente, y apretar fuertemente el músculo cuádriceps: los pacientes con fiebre recidiva darán un salto debido a la inflamación oculta del músculo y la blandura que conlleva esta enfermedad. No sólo se trata de un buen síntoma diagnóstico, sino que podría resucitar a Lázaro. El primero en localizar dicho síntoma fue Adam, y por eso merece el epónimo «síntoma de Adam».
Yo podía dar testimonio de aquello: Saleem lanzó un grito y se levantó de un salto cuando Adam lo apretó. El director contestó que todas las demás revisiones le parecían bien, pero lo del «síntoma de Adam» seguía siendo problemático. Ghosh se mantuvo firme:
Estimado doctor Giles:
(…) hay un síntoma de Chvostek, un síntoma de Boas, un síntoma de Courvoisier, un síntoma de Quincke… Parece no existir límite para que los blancos pongan nombre a las cosas. Seguramente el mundo está preparado para un epónimo que honre a un humilde boticario que ha visto más fiebre recidiva con un ojo de la que usted o yo veremos nunca con dos.
Trabajando en un perdido hospital africano, lejos del mundo académico, Ghosh se salió con la suya. El artículo se publicó en la prestigiosa revista, lo que fue sin duda motivo para que lo invitasen a escribir un capítulo del Principios de medicina interna de Harrison, la Biblia de los estudiantes de Medicina de los últimos cursos. Ahora estaba allí, convertido en profesor. Hema le compró dos elegantes trajes de raya diplomática, uno negro y otro azul. También una chaqueta de tweed con coderas de cuero, como para poner entre comillas lo de «profesor». La pajarita había sido idea suya, pues tenía sus propias convicciones acerca de todas las cosas, sobre todo si costaban poco y no perjudicaban a nadie. La pajarita indicaba al mundo lo satisfecho que se sentía de estar vivo y lo mucho que le gustaba su profesión, lo que él llamaba «mi actividad romántica y apasionada». Su forma de practicar la profesión y de vivir la vida era todo eso.