La locura se desencadenó aquella noche en el momento más inoportuno. Era mi último curso en el colegio y estaba decidido a sacar buenas notas en los exámenes finales. Mi motivación era simple: en una elevación que dominaba la calle Churchill y el edificio de Correos y el Liceo Francés habían construido un hospital majestuoso de color marfileño, cinco veces más grande que el Missing. Iba a ser el hospital de una nueva Facultad de Medicina. El British Council, Swissaid y USAID ayudarían a dotarlo de profesores, médicos prestigiosos británicos, suizos y americanos recientemente jubilados tras largas carreras académicas, que accedían a enseñar en Adis Abeba durante un corto período.
Así que mientras Rosina perseguía a Genet, cargada con las revistas y libros que su hija dejara en el suelo, para sin duda continuar su pelea, no perdí ni un instante. Entré en casa, me lavé y luego coloqué mis manuales en la mesa del comedor. Hema y Ghosh tenían partida de bridge en la antigua casa de él.
Comía delante de los libros. Por lo que a mí se refería, cada minuto contaba. Había programado los días, horas y minutos que faltaban para el examen final. Si quería dormir, jugar al criquet e ingresar en la Facultad de Medicina no podía perder un momento.
Genet vino a estudiar conmigo una hora después, pero procuré no levantar la vista. Shiva no tardó en reunirse con nosotros. Trajo a la mesa el Principios de ginecología de Jeffcoate, erizado de marcadores. Más que leerlos, despiezaba y digería los manuales, convirtiéndolos en apéndices de su cuerpo.
Para ingresar en la Facultad de Medicina, Genet y yo teníamos que sacar las notas más altas en los exámenes finales. Ella decía que estaba tan enamorada de la medicina como yo, pero solía incorporarse tarde a la mesa de estudio y se marchaba la primera. A veces, ni siquiera aparecía. Yo acudía dos noches por semana en taxi a casa del señor Mammen, que me daba clases de matemáticas y química orgánica. Genet vino una vez, se irritó por la férrea disciplina de Mammen y no quiso volver, aunque a mí me pareciese que su ayuda resultaba muy valiosa. Los fines de semana me retiraba a la antigua casa de Ghosh a estudiar, y así él y Hema podían poner la radio tranquilamente o divertirse sin tener que preocuparse de que me distrajeran. Mi amiga podía venir a estudiar allí conmigo, pero pocas veces lo hacía.
Shiva no tenía nuestras preocupaciones. Había estado cabildeando para dejar por completo el colegio, pues le gustaría trabajar como ayudante de Hema, no le importaban títulos ni diplomas. Pero nuestra madre se mostró inflexible: si quería ser su ayudante debía acabar el último curso, aunque no se examinase. Mientras tanto, iba aprendiendo por su cuenta cuanto podía de obstetricia y ginecología. Yo había oído que Hema le había comentado a Ghosh que mi hermano sabía más de obstetricia y ginecología que el estudiante medio de último curso de Medicina.
Shiva se había apropiado del cobertizo de las herramientas en que escondiéramos la moto. Había aprendido a soldar con Farinachi y guardaba allí el soplete y el equipo. Un día, haría un mes más o menos, al asomarme me había quedado sorprendido al ver que la pared del fondo estaba despejada, sin rastro de la motocicleta ni de la leña amontonada, los sacos de arpillera y las biblias que solían ocultarla.
—La desmonté —me dijo mi hermano cuando le pregunté y señaló la parte de abajo de su pesada mesa de trabajo: el soporte cuadrado de contrachapado tapaba el bloque del motor. Había envuelto en hule y lona impermeable la estructura de la moto y la había colocado debajo de la mesa. El resto lo había metido en recipientes que iban desde cajas de cerillas a cajones, ordenados en las estanterías metálicas que él mismo había soldado.
—Cuéntamelo todo, Shiva —susurró Genet desde detrás de su libro, Nociones de química. Sólo había tardado diez minutos en romper el silencio y mi concentración.
—¿Qué te cuente qué? —preguntó él sin molestarse siquiera en bajar la voz.
—Lo de la primera vez. ¿Qué, si no? ¿Por qué no me lo dijiste? Marión acaba de explicarme que ya no eres virgen.
La historia de Shiva, sobre la cual no me había atrevido a preguntarle por vergüenza y envidia, resultaba sorprendente por su simplicidad.
—Fui a la piazza. Bajando por la calle que hay al lado de la panadería Massawa, ¿sabes?, donde se ven las habitaciones, una detrás de otra… Hay una mujer en cada entrada, y luces de distintos colores.
—¿Y cómo escogiste?
—No escogí. Fui a la primera puerta. Y ya está —contestó él sonriendo, y reanudó su trabajo.
—¡No, no está! —exclamó Genet, quitándole el libro—. ¿Qué pasó después?
Fingí enfadarme, pero todas mis neuronas estaban atentas. Me alegraba de que nuestra amiga efectuase aquel interrogatorio.
—Pregunté cuánto. Ella dijo treinta. Expliqué que sólo tenía diez. Aceptó. Se quitó la ropa y se echó en la cama.
—¿Toda la ropa? —solté. Shiva me miró sorprendido.
—Menos la blusa, que se subió.
—¿Y el sostén? ¿Qué llevaba? —quiso saber Genet.
—Un jersey corto, creo, uno de media manga. Y minifalda. Las piernas desnudas y tacones altos. No llevaba ropa interior. Ni sostén. Se quitó los zapatos, la falda, alzó la blusa y se echó.
—¡Oh, Dios! Sigue —lo apremió Genet.
—Me desnudé. Estaba preparado. Le dije que era la primera vez que lo hacía. «¡Dios nos asista!», exclamó ella, pero le dije que no creía que necesitásemos a Dios. Me puso encima de ella, y me ayudó a empezar…
—¿Le dolía? ¿Estabas…?
—¿Erecto? Sí. No, no creo que le doliese. Ya sabes que las paredes de la vagina se dilatan, puede pasar la cabeza de un bebé… —De acuerdo, de acuerdo. ¿Y luego qué?
—Empezó a moverse y me enseñó cómo hasta que lo entendí. Y lo hice hasta que experimenté la reacción eyaculatoria.
—¿Qué?
—La contracción del vas y las vesículas seminales que se mezclan con las secreciones prostáticas…
—Se corrió —expliqué, usando la palabra que había aprendido en un folletito obra de un tal D. N. Raman, un escritor de prosa grandilocuente. Mi condiscípulo Satish traía aquellos folletos cuando regresaba de sus vacaciones en Bombay. Raman era responsable de la mayoría de las cosas que sabían (o creían saber) los escolares indios sobre sexualidad.
—Ah… ¿y después? —inquirió Genet.
—Bueno, me levanté, me vestí y me marché.
—¿Te dolió? —tercié.
—En absoluto.
Por su expresión seria podría haber estado hablando de tomarse un helado en Enrico.
—¿Eso fue todo? —quiso saber Genet—. ¿Y le pagaste?
—No, le pagué primero.
—¿Qué dijo ella cuando te ibas?
Shiva reflexionó.
—Dijo que le gustaba mi cuerpo. Y mi piel. Que la próxima vez me lo haría… ¡estilo perro!
—¿Qué quería decir con «estilo perro»?
—Yo no lo sabía. Le dije: «¿Por qué esperar a la próxima vez? ¡Enséñamelo ahora!».
—¿Tenías dinero?
—Eso me preguntó. «¿Tienes dinero?». Pero no lo tenía. De todas formas me dejó hacerlo por detrás, que era a lo que ella llamaba «estilo perro». Creo que entonces tuvo su propia… explosión.
—¡Dios mío! —exclamó Genet, gruñendo y estirándose en la silla, con la cara enrojecida—. ¿Qué te pasa, Marión? ¿Adonde vas?
Me había levantado. El olor de mi amiga resultaba abrumador, teñía el aire de un rosa tembloroso.
—¿Que qué me pasa? —No estaba tan enfadado como aparentaba—. ¿Cómo voy a estudiar aquí, dime? Es increíble que me lo preguntes.
Lo que me ocurría era que me habían excitado muchísimo la historia de Shiva, el brillo sensual de la mirada de Genet, su cuerpo a mi alcance, el olor de su celo y saber que estaba deseosa. Si no me hubiese marchado habría tenido mi propia explosión en los pantalones. Debía irme. Guardé las notas de biología en la chaqueta.
Rosina, que se hallaba demasiado cerca de la puerta de la cocina, aparentó al verme un interés especial por el fuego. Aunque no estuviera escuchando o careciese de sentido del olfato, seguro que habría visto salir del comedor aquella nube rosada. Eludí su mirada. Madre e hija no podían escapar la una de la otra, al parecer, con Genet decidida a actuar escandalosamente y Rosina igual de decidida a reaccionar, y era difícil determinar quién iniciaba aquellas peleas. Mi antigua niñera era en cierto modo mi aliada, porque mantenía preservada a Genet para mí. Pero me fastidiaba verla acechando de aquel modo.
—Me voy al bazar —mascullé.
—Pero si acabas de sentarte a estudiar, Marión.
Le lancé una mirada furiosa, desafiándola a detenerme.
Bajé hasta la verja lentamente. Compré una Coca-Cola, pero luego se la di a Gebrew y me senté en su caseta de vigilante. No quería ir a casa hasta que mi mente y mi cuerpo recobrasen la calma. El largo relato que me contó Gebrew sobre un sobrino problemático contribuyó a la causa.
Finalmente, le di las buenas noches y regresé. Cuando salía de la rotonda hacia el camino que llevaba a nuestra casa, vi luz en el cobertizo de las herramientas; Shiva trabajaba muchas noches hasta tarde.
Siempre que recorría aquel camino en la oscuridad sentía miedo al acercarme al sitio en que el soldado había salido disparado. El bordillo estaba mellado en un lugar que conmemoraba el momento en que había hecho detenerse la rueda delantera de la BMW.
Los troncos de los árboles crujían y rezongaban. El rumor de las hojas resultaba amenazador, como una mano que revolviera un montón de monedas. No tenía duda de que en cualquier momento aparecería de pronto el militar. Después de años imaginándomelo, resultaría casi un alivio verlo allí. Shiva no debía de tener aquellos problemas porque se quedaba en el cobertizo de las herramientas de noche hasta tarde. A pesar de los años pasados, seguía pesándome lo que allí había ocurrido, pero me había familiarizado con ello al punto de que me permitía comprender lo que impulsaba a la gente a confesar un asesinato mucho tiempo después de los hechos, pues creían que era el único medio de dejar de atormentarse. Apreté el paso en aquella curva del camino.
Oí música de la radio de Shiva en el cobertizo.
Acababa de dejarlo atrás y ya casi me encontraba junto a la casa cuando vi bajar a alguien con paso resuelto por la cuesta. Estaba muy oscuro y oí un leve rumor, como si una persona hablara sola. El corazón me dio un vuelco, pero lo que me libró del pánico fue que parecía una mujer. Sólo cuando estaba ya casi a mi lado me percaté de que era Rosina. ¿Adonde iría a aquella hora? Se acercó y me escudriñó como solía hacerlo para asegurarse de que no era Shiva. Luego, antes de que pudiese advertir su enfado, me dio una bofetada. Se abalanzó sobre mí y empezó a pegarme, tirándome del pelo con la mano izquierda y abofeteándome con la derecha.
—¡Te avisé! —gritó.
—Rosina, pero ¿qué dices? —exclamé, retrocediendo.
Mis palabras la enfurecieron más. Supongo que podría haberla inmovilizado fácilmente o haber echado a correr, pero estaba demasiado perplejo para reaccionar. Volvió a abofetearme.
—¡Os dejo cinco minutos solos y mira lo que pasa! Qué listos, tú haces como si fueses al bazar y ella al cuarto de baño.
Le pedí que me explicase a qué se refería, y volvió a abalanzarse sobre mí, pero esta vez me volví, de forma que el golpe me alcanzó en la nuca.
—¡Esperé! Te concedí el beneficio de la duda. Luego fui a buscarte. La vi subir la cuesta. La mandaste primero a ella, ¿verdad? Si se queda embarazada, ¿qué? —me susurró sibilante—. Pues que será una criada como yo. Tanto inglés y tantos libros no le servirán para nada en la vida.
—Pero, Rosina, yo no…
—No me mientas, hijo. Nunca has sabido mentir. Vi cómo os mirabais. Debería habérmela llevado a casa entonces. —La observé en silencio—. ¿Quieres una prueba? ¿Acaso es eso lo que quieres? —gritó, llevándose la mano a la cintura. Sacó algo y me lo tiró: eran unas bragas—. Su sangre… y tu semilla.
Me quité la prenda de la cara. Aunque no veía nada en la oscuridad, olí a sangre y a Genet… y a semen. Era mío. Reconocí mi aroma feculento. Nadie compartía aquel olor.
Nadie más que mi hermano gemelo.
No tenía ánimos ni fuerzas para hacer otra cosa que arrastrarme hasta la cama. Me sentía hundido. Y solo. Shiva llegó mucho después. Esperé a ver si decía algo, pero se quedó dormido mientras yo permanecía despierto. En Etiopía, había un método para descubrir a un culpable. Lo llamaban lebashai: se drogaba a un niño, se lo llevaba al escenario del crimen y se le pedía que señalara al culpable. Por desgracia, el dedo delator del pequeño alucinado se dirigía demasiado a menudo a un inocente, a quien lapidaban o ahogaban. El método se había prohibido en todo el imperio, pero aún se practicaba en las aldeas. Así me sentía: acusado falsamente por el dedo delator y sin posibilidad de defenderme.
Lo único que podía hacer era vengarme. El culpable dormía a mi lado. Podría haberlo matado aquella noche. De hecho, lo pensé. Pero decidí que no resolvería nada. Mi mundo ya se había desmoronado. Sentía los brazos exangües, el cerebro entumecido. Mi amor se había convertido en una caricatura del amor, en porquería. Ya nada me motivaba, carecía de todo deseo.
Genet faltó al colegio al día siguiente. Shiva, con el permiso renuente de Hema, se fue a ver al señor Farinachi a Akaki, a la fábrica textil, donde se había averiado una de las máquinas de tinte gigantes. Se había encargado a Farinachi una pieza, y él pidió que mi hermano fuera y viese los inmensos telares. Me quedé en la cama. Cuando Hema vino a preguntarme qué me pasaba dije que no me sentía bien y que no iría al colegio. Me tomó el pulso, me miró la garganta. Estaba desconcertada.
—Da igual. Iré —anuncié cuando intentó preguntarme, pues era preferible a soportar un interrogatorio.
No recuerdo nada de aquel día en el colegio. Ghosh y Hema sabían que había pasado algo, pero no imaginaban qué. La puerta y la ventana de Rosina estaban cerradas, pero la oían hablar.
Aquella noche, Hema nos comentó que había tres parientes de visita en casa de Rosina (una mujer y dos hombres) e insistió en preguntarme por lo que sucedía. Me parecía increíble que no lo supiese o que Rosina no se lo hubiera contado. Por lo visto nadie hablaba de lo sucedido la noche anterior. Estaba seguro de que Rosina acudiría a Hema y me acusaría, de modo que no comprendía qué estaba esperando. Sospecho que si Hema hubiese hablado con Shiva lo habría descubierto todo, pero a nadie se le ocurrió preguntarle.
Mi hermano volvió cuando estábamos acabando de cenar, contento de su excursión a Akaki. Ni Genet ni su madre se habían sentado a la mesa. Almaz dijo que madre e hija tenían una gran pelea y que los parientes de Rosina habían acudido a mediar entre las dos.
Hema se levantó para averiguar qué pasaba, pero Ghosh se lo impidió.
—Sea lo que sea, si te metes en medio sólo lo complicarás más.
Shiva comía tranquilamente sin decir nada.
No era honrado por mi parte seguir callado, aunque pensaba que nadie iba a creer mi versión de la historia, así que tendrían que venir en mi ayuda Genet o mi hermano. Observé a Shiva. No había en su expresión el menor indicio de que tuviese idea del desastre que había provocado. Ninguna señal.
Aquella noche le dije que iba a mudarme a una habitación de la antigua casa de Ghosh, donde dormiría y estudiaría. Y quería estar allí solo, proclamé, sin mirarlo.
No hizo ningún comentario. Por primera vez no compartiríamos la misma cama. Si había filamentos y cordones de yema o carne que mantuviesen unidos nuestro huevo dividido, yo estaba aplicándoles un escalpelo.
El sábado por la mañana, cuando acudí a desayunar, me pareció que mi hermano no había dormido mejor que yo. Después del desayuno fue a ver a Farinachi.
Estaba a punto de volver a mi habitación para ponerme a estudiar cuando Almaz irrumpió en el comedor.
—Creo que será mejor que venga, señora —le dijo a Hema. Y se dirigió a casa de Rosina, seguida por Hema, Ghosh y por mí.
Rosina se hallaba sentada en un rincón de la habitación a oscuras, hosca y a la defensiva, pero angustiada. Genet, en la cama, estaba pálida, con la frente perlada de sudor, los ojos abiertos pero la mirada perdida y sin brillo. Se respiraba un olor acre de fiebre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Hema. Pero Rosina no contestaba ni respondía a su mirada.
Almaz encendió la luz y al moverse se interpuso en mi campo visual. Luego levantó la manta para que Hema lo viera.
—Abre la ventana, Marión —pidió Ghosh, y se acercó a mirar.
—¡Santo cielo! —exclamó Hema. Genet gemía de dolor. Cogió a Rosina por los hombros—. ¿Lo has hecho tú? ¿Le has hecho eso a esta pobre niña? —Hema la zarandeó, fuera de sí, pero Rosina no levantó la vista—. ¡Mujer estúpida! Oh, Dios mío, Dios mío, ¿por qué?
Hema tenía ojos desorbitados de loca, de alguien que no atendía a razones, alguien peligroso. Pensé que sería capaz de estrangular a Rosina. Pero en cambio, la apartó a un lado.
—Probablemente la hayas matado, Rosina. ¿Lo sabes?
A la madre de mi amiga le resbalaban lágrimas por las mejillas, pero mantenía su expresión hosca.
Ghosh cogió en brazos a Genet, que lanzó un gemido escalofriante cuando la levantó de la cama.
—El coche —pidió, y Almaz corrió a abrir la puerta. Hema los siguió. Me rezagué un segundo en el umbral de la casa de Genet: mi vieja niñera se había sentado de nuevo en la misma posición en que la habíamos encontrado. Recordé el día que había cogido una cuchilla de afeitar para escarificar la cara de Genet y que su expresión había sido desafiante, orgullosa, pero ahora era de miedo y vergüenza.
Corrí al coche.
—Creo que tienes algo que ver con esto, Marión. No soy tonta —me dijo Hema, volviéndose y acercando su cara a la mía. Subió y cerró de un portazo.
Se pusieron en marcha. Almaz cuidaba de Genet atrás y Ghosh conducía. Bajé a la carrera, atajé por el cobertizo de las herramientas y a campo traviesa y los alcancé cuando llegaban a urgencias.
Le aplicaron fluidos y antibióticos intravenosos y luego Hema llevó a Genet al Quirófano 3 para un examen más detenido. Cuando salió de la sala de operaciones, estaba afectada pero más entera y enfadadísima.
—¿Podéis creer que pagó para que le cortaran el clítoris a su hija? —gritó, sin que pareciera importarle que yo oyese el parte que dio a Ghosh y la enfermera jefe—. ¡Y no sólo el clítoris, sino también los labios menores y después le unieron los bordes con hilo de coser! ¡Santo cielo, os imaginaréis el dolor! He cortado las suturas. Está muy infectado. Ahora, Dios dirá.
Llevó a mi amiga a la habitación reservada para personas muy importantes, la misma que Ghosh me había dicho que había ocupado el general Mebratu tras la intervención quirúrgica de urgencia poco después de nuestro nacimiento.
Me senté en una silla junto a la cama. En determinado momento, en un acto no sé si consciente o reflejo, no pude averiguarlo, Genet me apretó la mano y yo retuve la suya.
Hema estaba sentada frente a mí en un sillón, con los codos apoyados en las rodillas y sujetándose la cabeza. No teníamos nada que decirnos. Estábamos enfadados el uno con el otro.
—Quienes lo han hecho deberían ir a la cárcel —dijo de repente, alzando la vista.
No era la primera vez que tenía que socorrer a una mujer en la misma situación que Genet. Tal vez fuese una de las mayores especialistas del mundo en el tratamiento de ablaciones femeninas chapuceras infectadas. Pero en aquel instante, su rostro traslucía una amargura que nunca le había visto.
Cuando Genet abrió los ojos ya había anochecido. Al verme, intentó decir algo. Le pregunté si quería agua y asintió. Le acerqué la paja a la boca. Miró alrededor para ver si había alguien más en la habitación.
—Lo siento, Marión —susurró con lágrimas en los ojos. —No hables. No pasa nada —mentí, pero fue lo que se me ocurrió responder.
—Yo… debería haber esperado.
«¿Por qué no lo hiciste? —quise preguntar—. No obtuve nada del placer, del honor de ser tu primer amante, pero me echan toda la culpa».
Intentó moverse y gimió, pasándose la lengua por los labios. Le di más agua.
—Mi madre cree que fuiste tú —dijo con voz débil. Asentí en silencio—. Cuando le expliqué que había sido Shiva me abofeteó, pateó y llamó mentirosa. No me creyó. Piensa que él es virgen. —Trató de reír, pero sólo consiguió hacer una mueca y tosió. Luego añadió—: Escucha, le hice prometer a mi madre que no se lo diría a Hema.
No pude evitar soltar una risita sarcástica.
—Bah, qué más da. Se lo dirá igual. Probablemente esté contándoselo ahora mismo.
—No. No lo hará. Ese fue nuestro trato.
—¿Qué quieres decir?
—Accedí a que me hiciera esto a cambio de que ella no… no hablara. Tiene que guardar silencio. Ni una palabra a Hema. Ni una. Y no tiene que gritarte más.
Me quedé sobrecogido. ¿Genet había permitido que una desconocida le extirpase sus partes íntimas con una cuchilla sin esterilizar sólo para protegerme? ¿Así que ahora el culpable de la ablación también era yo? Resultaba tan absurdo que me entraron ganas de reír, pero no pude: la culpa se había asentado en mí como si supiese que era su hogar y que sería bien recibida.
Shiva llegó por la noche, pálido y ojeroso.
—Ven, siéntate aquí —le pedí antes de que pudiese abrir la boca; no confiaba en mí mismo si lo tenía cerca, y necesitaba un respiro—. Quédate con ella hasta que yo vuelva. Cógele la mano. Se inquieta cuando me voy.
De momento, no podía decirle otra cosa. Yo había dejado atrás la cólera y él estaba más allá del dolor.
Genet pasó tres días con fiebre. Durante todo ese tiempo estuve junto a su cama. Hema, Ghosh y la enfermera jefe iban y venían continuamente.
El tercer día dejó de orinar y Ghosh se preocupó mucho. Se le extraía sangre, luego Shiva o yo corríamos al laboratorio, ayudábamos a W. W. Gónada a preparar reactivos y tubos, y a medir el nivel de nitrógeno de urea en ella: alto, y en alza.
Nunca estaba del todo inconsciente, sólo adormilada, confusa a veces, gemía a menudo, y después empezó a tener mucha sed. Llamó una vez a su madre, pero ésta no se encontraba allí. Almaz me dijo que no salía de su cuarto, lo que probablemente fuese mejor, pues la atmósfera de la habitación ya era bastante tensa sin la perspectiva de Hema arremetiendo contra Rosina.
El sexto día, los riñones de Genet empezaron a generar orina, y luego siguieron produciéndola en cantidades que llenaban rápidamente la bolsa del catéter. Ghosh duplicó y triplicó la cantidad de suero intravenoso y la animó a beber para compensar la pérdida.
—Esto significa que los riñones están recuperándose —señaló Ghosh—. Lo único que pasa es que no pueden concentrar muy bien la orina.
Una mañana, cuando desperté en la silla y me fijé en la cara de Genet, en la textura de la piel y el relajamiento de la frente, supe que se recuperaría. Ya estaba delgada antes de lo ocurrido, pero su dolencia la había consumido; se había quedado en los huesos. Sin embargo, estaba recuperando el color. La espada que colgaba sobre su cabeza había desaparecido. El agarrotamiento de mis hombros empezó a aflojarse.
Aquella tarde fui a mi habitación de la antigua casa de Ghosh y me sumergí en un sueño profundo. Sólo cuando desperté pensé en Shiva. ¿Comprendía cómo había destrozado mis ilusiones? ¿Se daba cuenta del daño que le había causado a Genet, del que nos había hecho a todos? Traté de entenderlo. Pero el problema era que sólo podía pensar en aporrearle con los puños hasta que sintiese el mismo grado de dolor que él me había provocado. Odiaba a mi hermano. Nadie podía impedírmelo.
Nadie más que Genet.
Cuando me había contado lo de su trato con su madre, cómo había accedido a dejarse circuncidar a cambio de que no le contara nada a Hema, Genet no me lo había dicho todo. Aquella primera noche, pero más tarde, se había esforzado en mantenerse consciente para pedirme algo. Y había hecho que se lo jurara.
—Marión, castígame a mí, pero no a Shiva. Atácame y olvídame a mí, pero deja en paz a tu hermano.
—¿Por qué? No puedo. ¿Por qué debería perdonarlo?
—Marión, fui yo quien forzó a Shiva a hacerlo. Yo se lo pedí —dijo, y sus palabras fueron como puñetazos en los riñones—. Ya sabes que él es diferente… piensa de otro modo. Créeme, si no se lo hubiese pedido, habría seguido leyendo sus libros y yo no estaría aquí.
En aquel momento había dado a regañadientes mi palabra a Genet de que no me enfrentaría con Shiva, sobre todo porque pensaba que aquélla muy bien podría tratarse de su última noche.
Nunca expliqué a Hema lo ocurrido realmente, y permití así que imaginase lo que había hecho yo.
Cabría preguntarse por qué cumplí mi palabra. ¿Cómo es que no cambié de idea al ver que mi amiga sobrevivía? ¿Por qué no conté la verdad a Hema? Bueno, había aprendido algo de mí mismo y de Genet durante su batalla por la vida: había estado muy cerca de perderla, lo que me había ayudado a comprender que a pesar de todo no deseaba que muriese. A pesar de que nunca podría perdonarla, aún la amaba.
Cuando le dieron el alta, la llevé desde el coche a la casa. Nadie puso objeciones, y si las hubiesen puesto no habría cedido. El que hubiera velado continuamente junto a su cama me había hecho merecedor del reconocimiento renuente de Hema, quien no se atrevió a impedírmelo.
Rosina observaba desde la entrada de su casa cómo llevaba a su hija a la nuestra… Genet ni siquiera miró hacia allí, como si su madre y su hogar ya no existiesen. Rosina estaba de pie y nos miraba suplicante, pidiendo perdón. Pero la capacidad de revancha de los niños es infinita y puede durar toda la vida.
Llevé a Genet a nuestra antigua habitación, la de Shiva, que ahora sería la suya.
El plan era que Shiva y yo durmiésemos en la vieja casa de Ghosh, pero separados: él se instalaría en el cuarto de estar. Media hora después, cuando fui a buscar la ropa de mi amiga a su casa, descubrí que Rosina se había encerrado con llave y que no contestaba a pesar de toda mi insistencia. Cuando, furioso, empujé la puerta, comprobé que había dispuesto una barricada o que estaba haciendo fuerza ella misma al otro lado para que yo no pudiera abrir. Reinaba un extraño silencio.
Me acerqué a la ventana; los postigos estaban cerrados, pero con la ayuda de Almaz presioné las frágiles tablas hasta que se rompieron. Rosina había bloqueado la ventana con el armario. Subido en el alféizar, intenté en vano echarlo a un lado. Estiré el cuello para mirar por encima: lo que divisé me hizo apoyar la espalda contra el marco de la ventana, poner ambos pies en el armario y derribarlo sin preocuparme de su contenido. Cayó a tierra con gran estruendo: la madera se partió, el espejo se hizo añicos y los platos se rompieron. Todos acudieron corriendo.
Entonces pude verlo ya con claridad; todos pudimos verlo: Hema, Ghosh y Shiva, que estaban detrás de mí, e incluso Genet, que se había arrastrado hasta allí al oír el estruendo.
Recuerdo aquella escena con una precisión matemática, pero no hay ningún ángulo en la Geometría de Tarr ni en otro libro de texto que logre describir con la misma precisión la inclinación de aquel cuello. Ni una píldora en la farmacopea que pueda borrarlo de mi memoria. Rosina colgaba de una viga, con la cabeza doblada sobre la espina dorsal, la boca abierta y la lengua como si se la hubiesen arrancado.