El taxi nos dejó a la entrada del Missing, delante de los edificios de bloques de hormigón, justo cuando se encendían las luces. A los dieciséis años era capitán, bateador de salida y guardapalos de nuestro equipo de criquet, y Shiva bateador medio. Como bateador de salida, mi punto fuerte era lanzar la pelota e intentar capear la primera andanada mientras desmoralizaba a los lanzadores; sin embargo, el de Shiva era defender con obstinación su área central, dando seguridad al equipo, aunque hiciese pocas carreras. Ya había oscurecido siempre que volvíamos a casa después del entrenamiento.
Al final del edificio más próximo al bazar de Alí, vi a una mujer enmarcada por las cortinas de abalorios y perfilada por la luz del bar.
—¡Hola! Espérame —llamó. La falda ajustada y los tacones la obligaron a cruzar la tabla que salvaba el arroyo del vertedero con pequeños pasos. Se abrazaba contra el frío, sonriendo de manera que sus ojos quedaban reducidos a rendijas—. ¡Caramba! ¡Cuánto has crecido! ¿Te acuerdas de mí? —preguntó, mirándome vacilante y luego a mi hermano.
Percibí un aroma a jazmín.
Había visto a Tsige muchas veces después de la muerte de su bebé, pero siempre a una distancia de saludarnos con la mano. Durante un año llevó el luto. La mañana lluviosa que llevó a su hijito al hospital me había parecido bastante fea, con un rostro vulgar e inocente. Pero entonces, con los ojos pintados, el carmín y la melena ondulada hasta los hombros, estaba deslumbrante.
Nos rozamos las mejillas como parientes, un lado, otro, y de nuevo el primer lado.
—Ah… El es… Te presento a mi hermano —dije.
—¿Trabajas aquí? —preguntó Shiva, que nunca se mostraba tímido tratándose de mujeres.
—Ya no —contestó ella—. Ahora es mío. Os invito a entrar, por favor.
—No… Pero gracias —mascullé—. Nos espera nuestra madre.
—No, no nos espera —terció Shiva.
—Si no te importa, vendremos otro día —propuse.
—Cuando queráis. Los dos seréis bien recibidos.
Nos quedamos inmóviles en un silencio embarazoso. Ella no me había soltado la mano.
—Escucha, sé que ha pasado mucho tiempo, pero jamás te di las gracias. Siempre que te veo deseo hablarte, mas como no quería molestarte y me sentía avergonzada… Pero al verte ahora tan cerca, me he atrevido.
—Oh, no. Era yo quien estaba preocupado, pues creí que estarías enfadada conmigo, con nosotros, que tal vez culpases al Missing de…
—No, no. La culpable soy yo. —Se apagó el brillo de sus ojos—. Eso es lo que pasa si uno hace caso a esas viejas tontas. «Dale eso, haz esto», me decían. Aquella mañana miré al pobrecito y me di cuenta de que todos aquellos remedios habesha le habían perjudicado. Cuando vuestro padre examinó a Teferi comprendí que podría haberse salvado si lo hubiese traído unos días antes. Cometí un terrible error al esperar. Pero…
Guardé silencio, recordando su tristeza y cómo había llorado apoyada en mi hombro.
—Espero que Dios me perdone. Espero que me dé otra oportunidad —dijo con vehemencia, con una expresión que reflejaba sus sentimientos y no ocultaba nada—. Pero, escucha, lo que vine a decirte es que ojalá Dios y los santos velen por vosotros y os bendigan por el tiempo que pasasteis con nosotros. Un doctor tan bueno como tu padre… ¿Vosotros vais a ser médicos?
—Sí —contestamos Shiva y yo al unísono, pues prácticamente era lo único que yo podía asegurar por entonces y lo único en que mi hermano y yo parecíamos estar de acuerdo.
Se le iluminó de nuevo la cara.
—¿Por qué no entramos? Lo más probable es que viva en la parte trasera. Te habría dejado acostarte con ella —dijo Shiva cuando caminábamos hacia casa.
—¿Por qué tienes que pensar que he de acostarme con cada mujer que veo? —respondí con más veneno del necesario—. No quiero acostarme con ella. Además, no es de esa clase.
—Tal vez ya no lo sea. Pero sabe cómo hacerlo.
—He tenido oportunidades, ¿sabes? Es una elección. —Y le conté lo de la enfermera en prácticas, como para demostrar mi afirmación.
Shiva no hizo ningún comentario, así que seguimos caminando en silencio. Mi hermano estaba empezando a irritarme, pues yo no quería pensar en Tsige de aquel modo; no deseaba imaginar su dulce rostro y lo que se veía obligada a hacer para ganarse la vida. Era doloroso pensarlo, así que decidí apartar tales pensamientos. Pero Shiva carecía de aquellos escrúpulos.
—Algún día empezaremos a mantener relaciones con mujeres —prosiguió—. Y hoy es un día tan bueno como cualquier otro. —Y alzó la vista como para cerciorarse de que la disposición de las estrellas era auspiciosa.
Lo detuve y agarré de la camisa. Intenté encontrar razones para mi objeción, pero lo que se me ocurrió era insuficiente.
—¿Acaso te olvidas de Hema y Ghosh? ¿Crees que les gustaría? La gente los considera mucho. No debemos hacer nada que les resulte embarazoso.
—Creo que es inevitable. Ellos también lo hacen. Estoy seguro de que ellos…
—¡Basta ya! —exclamé, pues la idea me resultaba perturbadora, aunque a Shiva no.
El mismo mes que cumplimos dieciséis años empezó a salirme una voz ronca que escapaba a mi control y me llené de tantas espinillas como si me hubiese tragado un saco de semillas de mostaza. La ropa que Hema me compraba me apretaba o quedaba pequeña en tres o cuatro meses. Me crecía vello en lugares extraños. Pensar en el sexo opuesto, sobre todo en Genet, me impedía concentrarme. Me tranquilizaba ver los mismos cambios físicos reflejados en Shiva, pero después de nuestra conversación sobre Tsige, no podíamos hablar sobre el deseo que sentía o la contención que debía acompañarlo, pues él no experimentaba ninguna necesidad semejante de comedimiento.
—La cárcel —había oído que le contaba Ghosh a Adid entre risas— es lo mejor para el matrimonio. Si no puedes mandar allí a tu mujer, vete tú mismo. Obra milagros.
Ahora que sabía a qué se refería, me sentía profundamente desconcertado, incluso horrorizado.
Pese a nuestro conocimiento del cuerpo humano en el marco de la enfermedad, Shiva y yo fuimos ingenuos muchísimo tiempo sobre cuestiones sexuales… o tal vez lo fuese sólo yo. Poco sabía que nuestros coetáneos etíopes, tanto del colegio como de los centros escolares oficiales, hacía mucho que habían pasado por la iniciación sexual con una chica de alterne o una criada. Nunca padecieron aquellos años que sufrí yo de nebulosa confusión intentando imaginar lo inimaginable.
Recuerdo una historia que me contó mi condiscípulo Gabi cuando tenía doce o trece años, una que había oído contar a un primo suyo que había emigrado a América y que todos nos creímos durante muchísimo tiempo.
»Cuando aterrizas en Nueva York —le había asegurado el primo—, una mujer rubia guapísima se pone a hablar contigo en el aeropuerto. Su perfume te vuelve loco. Pechos grandes. Minifalda. Te presenta a su hermano y se ofrecen a llevarte a la ciudad en su descapotable. Y aceptas, claro, para no ser grosero. Una vez en el coche, el hombre dirá: «Vamos a parar en mi casa de Malibú a tomar un martini antes de llevarte a Manhattan». Así que vais a su mansión, una casa como no has visto en la vida. En cuanto entráis, el hombre saca una pistola y apuntándote dice: «Si no te acuestas con mi hermana te mato».
Cuántas noches pasé soñando despierto con aquel destino espantoso, retorcido y bello, deseando poder ir a América sólo por aquella razón. «Hermano, aparta la pistola. Me acostaré con tu hermana sin ningún problema», se convirtió en una frase que Gabi, yo y nuestra pandilla repetíamos, una frase secreta que indicaba nuestra camaradería de excitación adolescente, nuestro burbujeante ardor sexual. Incluso después de darnos cuenta de que la historia era absurda, un cuento de hadas, seguía encantándonos y nos gustaba mucho repetir aquella cantinela.
Unas semanas después de que Shiva y yo viésemos a Tsige frente a su bar, me encontré con la enfermera en prácticas en plantilla cuando bajaba hacia la entrada del Missing. No había escapatoria. Siempre que la veía me ponía nervioso.
Iba con su grupo de estudiantes en prácticas, y normalmente cuando iba con ellas no me hacía caso. Pero aquel día me sonrió y me ruboricé. Le devolví la sonrisa por educación. Entonces me hizo un guiño y se acercó mientras sus alumnas proseguían el camino.
—Gracias por lo de anoche. Espero que la sangre no te asustase. ¿Te sorprendió? Llevo todos estos años esperándote y mereció la pena. —Se estrechó contra mí—. ¿Cuándo volverás? Estoy contando los días. —Apretó el paso para alcanzar a sus alumnas, moviendo todo lo movible, como si Chuck Berry trotase tras ella tocando la guitarra. Me gritó por encima del hombro, bastante alto para que lo oyera todo el mundo—: La próxima vez no te escapes corriendo después, ¿eh?
Me dirigí a la carrera a casa. Shiva había empezado a salir solo, sobre todo los fines de semana, pero yo apenas le había prestado atención. No se me había ocurrido que se dedicara a hacer aquello.
Shiva, Genet y Hema estaban sentados a la mesa del comedor y Rosina servía. Ghosh había ido a lavarse. Arrastré a mi hermano a nuestra habitación.
—¡Cree que fui yo! —exclamé, lamentando haberle contado mi baile con la enfermera—. ¿Por qué no me lo consultaste? Te lo habría prohibido. Te lo prohíbo. ¿Qué le contaste? ¿Te hiciste pasar por mí?
Mi cólera lo desconcertaba.
—No. Yo fui yo. Sólo llamé a la puerta. No dije nada. Ella hizo lo demás.
—¡Dios mío! ¿Así, sin más? ¿Rompiste tu virginidad y la de ella?
—Fue mi primera vez con ella. Y qué te hace a ti estar tan seguro de la enfermera, ¿eh, querido hermano?
Sus palabras me sentaron como un puñetazo en el estómago. Nunca le había oído hablarme con sarcasmo, y resultaba desagradable, horrible.
—Además, para mí no es la primera vez —prosiguió, mientras yo no sabía qué decir—. Voy a la piazza todos los domingos.
—¿Qué? ¿Cuántas veces has ido?
—Veintiuna.
Me quedé estupefacto, desconcertado, indignado, pero sentí una envidia espantosa.
—¿Con la misma mujer?
—No, con veintiuna. Veintidós, contando a la enfermera en prácticas. —Estaba allí plantado, con la barbilla alzada y un brazo lánguidamente apoyado en la pared.
—¿Supongo que no te importará no volver con la enfermera en prácticas en plantilla? —pregunté cuando recuperé el habla.
—¿Por qué? ¿Piensas ir tú?
Noté que ya no tenía ninguna autoridad sobre él, ninguna experiencia creíble con que aconsejarle. Me sentí muy cansado.
—Da igual. Pero hazme un favor, dile que eres tú si vuelves. Y quédate un poco y abrázala y dile cosas tiernas al oído cuando lo hagas. Dile que es muy guapa.
—¿Decirle qué? ¿Por qué?
—Da igual.
—Marión, todas las mujeres son guapas —aseguró Shiva.
Alcé la vista y comprendí que hablaba con convicción, sin rastro de sarcasmo. No estaba avergonzado ni enfadado porque le hubiese obligado a ir a nuestro cuarto, no se había alterado lo más mínimo. Mi problema era que creía que lo conocía, pero en realidad lo único que conocía eran sus rituales. Le encantaba su Anatomía de Gray y siempre iba con él de aquí para allá, de modo que en la cubierta se veían las pálidas huellas dejadas por sus dedos. Cuando Ghosh consiguió una nueva edición del libro, Shiva se ofendió, como si le hubiese llevado un cachorro callejero para sustituir a su amada Kuchulu, que estaba, por cierto, en las últimas. Conocía los rituales de mi hermano, pero no la lógica que había tras ellos. A él las mujeres le parecían guapas, de lo que ya me había dado cuenta la primera vez que fuimos juntos a la Clínica de Versión. No se perdía una revisión y últimamente había atosigado a Hema hasta que había accedido a enseñarle a dar la vuelta a los bebés. No había nada lujurioso en su interés por la Clínica de Versión o por la obstetricia y la ginecología. Si el día de la clínica daba la casualidad de que caía en fiesta o Hema decidía no ir por alguna razón, Shiva acudía de todas formas y se sentaba en la escalera del edificio cerrado. Y ahora ahí estaba yo, diciéndole que fuese amable con la enfermera en prácticas cuando él podría alegar que le había dado justo lo que ella deseaba, mientras que yo no había sido en realidad bueno con ella, pues estaba reservándome para una sola mujer. La dificultad ennoblecía mi abstinencia. Ardía en mi celibato y quería que Genet admirara eso. ¿Cómo era posible que no la impresionase?
Desde aquel sábado soleado de hacía tres años en que Genet regresara de sus vacaciones en Asmara, yo había visto claramente que para ella la pubertad casi había terminado. Su estirón invernal lo había agrandado todo: piernas, dedos, incluso las pestañas. La caída de sus párpados le daba un aire soñador y sus ojos parecían aún más separados. En cuanto volvió de Asmara, todos enloquecieron por ella. Según el Manual de pediatría de Nelson, los pezones y el vello púbico eran los primeros signos de pubertad en las niñas, pero me parecía extraño que Nelson pasara por alto el primer indicio que yo había captado, es decir, aquel aroma maduro y embriagador que te atraía como una sirena. Cuando se perfumaba, ambos aromas se mezclaban y el resultado me producía vértigo. En lo único que podía pensar era en arrancarle la ropa y beber de la fuente.
Resultaba evidente que los cambios de Genet electrizaban a su madre. Hema y Rosina eran aliadas, unidas por el deseo de proteger a Genet de los predadores, los muchachos. Sin embargo, para mi gusto ambas nunca eran bastante protectoras, y saboteaban sus propios esfuerzos comprándole ropa y accesorios que la volvían más atractiva al sexo opuesto. Los sabuesos (a juzgar por lo que yo sentía) no podían dejar de olisquear junto a nuestra puerta, y lo que es más, según confesión propia Genet estaba en celo.
Aquel curso, un jueves me comunicó que no volvería del colegio en nuestro taxi, sino que regresaría a casa por su cuenta. Cuando Shiva y yo subíamos los últimos cincuenta metros del camino para coches, un Mercedes Benz negro de elegantes líneas se paró y Genet bajó. Shiva continuó y entró en casa, pero yo esperé.
—No me gusta que vuelvas con Rudy —le dije, lo que era decir bien poco: aquel lujoso coche me hacía sentir que no estaba a la altura, por lo que me hervía la sangre. El padre de Rudy tenía el monopolio de los accesorios de baño y porcelana de Adis Abeba. Sólo debía haber un par de chicos más en el colegio que condujeran coche propio. Lo que más me fastidiaba era que Rudy había sido uno de mis mejores amigos.
—Pareces mi madre —dijo Genet, sin prestar atención a mi angustia.
—Rudy es el príncipe heredero de los retretes. Sólo quiere acostarse contigo.
—¿Y tú no? —replicó ella, ladeando la cabeza y mirándome con coquetería.
—Sí. Pero yo quiero acostarme sólo contigo. Y te amo. Así que es diferente.
A pesar de mi timidez con las mujeres, no me costaba decirle lo que sentía. Tal vez fuese un error enseñar mis cartas tan fácilmente, pues otorgaba a una mujer superficial gran poder sobre uno. Pero mi fe insistía en que ella no podía ser superficial, que aquel amor, aquel compromiso mío, la dotaba de poder, la liberaba.
—¿Lo harás conmigo? —me preguntó.
—Por supuesto. Sueño con ello todas las noches. Sólo tenemos que esperar tres años y podremos casarnos. Entonces perderemos la virginidad en este lugar —afirmé, enseñándole una fotografía muy doblada arrancada del National Geographic del Lake Palace en Udaipur, un hotel de un blanco resplandeciente en el centro de un prístino lago azul—. Quiero casarme en la India —añadí.
Tenía visiones en que yo, el novio, aparecía cabalgando en un elefante, un símbolo del deseo y la frustración que había soportado… sólo un elefante serviría (o un reactor Jumbo). La bella Genet, enjoyada y ataviada con un sari dorado, se hallaba rodeada de jazmines… Veía con claridad los detalles. Hasta le había escogido el perfume: Motiya Bela, a base de flores de jazmín.
—Y ésta es la suite nupcial. —El reverso de la página mostraba una habitación con una cama gigante de baldaquino e inmensas puertaventanas que daban al lago—. Fíjate en el baño, una bañera de patas de garra y bidet. —El príncipe heredero de los retretes nunca lo superaría.
Genet se mostró sorprendida, conmovida por las fotos y por el hecho de que yo llevara en la cartera aquella hoja. Mi tigresa me miró fijamente con renovado interés.
—Marión, ¿has estado pensando en esas cosas de verdad? ¿Eh?
Describí las sábanas de seda blanca, las finas cortinas de algodón que cerrarían la cama durante el día, pero que se abrirían de noche, como las puertas de la galería.
—Cubriré la cama con pétalos de rosa y cuando te desnudes besaré y lameré centímetro a centímetro tu cuerpo, empezando por los dedos de los pies…
Genet gimió. Me posó un dedo en los labios, alzó los ojos, mostrándome su garganta.
—Dios mío, será mejor que pares antes de que me vuelva loca —dijo suspirando—. Pero escucha, Marión, ¿y si te dijese que no quiero casarme? No deseo esperar. Quiero que me desfloren. Ahora. No dentro de tres años.
—Pero ¿y Hema? ¿Y tu madre?
—No quiero que me desfloren ellas, sino tú.
—No es…
Soltó una carcajada, que le perdoné porque me animó.
—Ya sé lo que quieres decir, tonto. ¿Y si… no tengo la misma fuerza que tú para resistir? Algunos días sencillamente quiero hacerlo. ¿Tú no? ¡Sólo pasar por ello! Sólo saber. —Suspiró—. Si no quieres hacerlo, tal vez debería pedírselo a Shiva, ¿no? O a Rudy.
—A ese príncipe del retrete, no. Y a Shiva… Bueno, no es virgen. Ya lo ha hecho. Además, creo que me amas a mí.
—¿Qué? —repuso batiendo palmas muy contenta, y buscando a mi hermano con la mirada—. ¿Shiva? —Mientras ella saltaba de alegría, me dije que había eludido la cuestión de su amor por mí porque era demasiado tímida para confesarlo—. ¡Oh Shiva, Shiva! Tenemos que sonsacarle todos los detalles. Así que ya no es virgen, ¿eh? ¿A qué esperamos tú y yo, entonces?
—Yo te espero a ti, y…
—Ay, cállate. Me recuerdas a las novelas románticas tontas. ¡Pareces una chica, por amor de Dios! Si quieres ser el primero, más vale que te apresures, Marión. —Parecía que lo decía en serio, no había la menor ironía en su expresión. Me asustaba cuando hablaba de aquel modo—. Si no, se me ocurren algunos más. Tu amigo Gaby, e incluso el príncipe de los retretes, aunque le apeste el aliento a queso. —Se echó a reír de nuevo, disfrutando con mi angustia, pero dejando traslucir también que sólo se trataba de una broma, gracias a Dios.
No soportaba que siguiera burlándose de mí; me dolía oírla mencionar los nombres de otros pretendientes.
—¿Qué te ha pasado? —exigí saber, al reparar en las revistas de moda femeninas que llevaba en la mano. Estaba furioso. Recordaba a la chica que había dominado la Caligrafía de Bickham y que, tras la muerte de Zemui, había leído libros vorazmente, todo cuanto le diese Hema—. Antes eras… seria. —Ahora sus mejores amigas eran dos bellas hermanas armenias; las tres juntas iban de compras por las tardes o al cine, donde se dedicaban a mirar a las actrices cuyo atuendo y cuya conducta se les antojaba la regla de oro. Todos los chicos estaban pendientes de ellas. Las notas de Genet, que fueran tan buenas como para saltar un curso e incorporarse a nuestra clase, últimamente eran mediocres, pues apenas estudiaba—. ¿Qué te pasa, Genet? ¿No quieres ser médico?
—Sí, doctor, quiero ser médico —contestó, acercándose mucho a mí—. Doctor, quiero que me haga un reconocimiento. —Abrió los brazos, con la bolsa de los libros en una mano y las revistas de moda en la otra. Acercó su cuerpo al mío y me empujó con la pelvis—. Me duele aquí abajo, doctor.
Rosina salió de nuestra casa, disparada como el muñeco con resorte de una caja de sorpresas. Su súbita aparición fue alarmante y confieso que resultaba cómica, aunque pensé que la reacción de Genet, que se echó a reír, no complacería a su madre.
Se abalanzó sobre nosotros reprendiendo a su hija en un torrente de tigriña, mezclado con italiña. Genet se puso a bailar a mi alrededor para mantenerse fuera del alcance de su madre, que al perseguirla aún provocaba mayor hilaridad en mi amiga. Aunque yo apenas entendía algo de lo que decía Rosina, suponía lo que no alcanzaba a comprender: «¿Dónde tienes la cabeza y qué te crees que estás haciendo? ¿Quién es ese chico del coche? ¿Sabes lo único que quiere? ¿Por qué te aprietas contra Marión como si fueses una chica de alterne?». Cada pregunta provocaba nuevas carcajadas de Genet.
Rosina me miró furiosa, como si yo tuviese que responder por su hija; era la segunda vez que nos pillaba a ambos en una situación comprometida.
—¡¿Y tú?! ¿Por qué no ha vuelto Shiva contigo? ¡¿Y qué estabais haciendo aquí?! —exclamó, pasándose al amárico y mirándome furiosa.
—Vamos a ser médicos, ¿no lo sabías, madre? —gritó Genet en amárico llorando de la risa, casi incapaz de hablar—. ¡Estaba enseñándole cómo se examina a una mujer!
La recompensa de Genet fue la cara horrorizada de su madre, lo que la hizo ponerse tan histérica que, soltando las revistas y la bolsa de los libros, se alejó retorciéndose de risa en dirección a su casa, mientras nosotros nos quedábamos mirando cómo se pavoneaba y contoneaba.
Rosina se volvió hacia mí, intentando disimular su lúgubre confusión con la mirada dura que solía utilizar cuando Shiva o yo nos portábamos mal. Pero a esas alturas resultaba artificiosa, y más aún porque yo medía ya más de uno ochenta y le sacaba a mi niñera una cabeza.
—¿Qué tienes que decir tú, Marión?
—Quiero decir —respondí, bajando la cabeza y dando dos pasos torpes hacia ella. Entonces la cogí y alcé en el aire, y la hice girar, mientras Rosina me pegaba en los hombros—. Quiero decir que estoy muy contento de verte. ¡Y que quiero casarme con tu hija!
—¡Bájame! ¡Bájame! —Obedecí e intentó abofetearme, pero me zafé—. ¡Estáis locos, ¿sabes?! —exclamó, ajustándose la blusa y alisándose la falda, decidida a toda costa a no sonreír—. Los malos espíritus han penetrado en todos vosotros. —Recogió la cartera con los libros y las revistas y siguió a Genet, gritando para que ella y yo la oyéramos—: ¡Esperad y veréis! Voy a buscar una vara y os meteré en cintura, bribones, os sacaré el diablo del cuerpo a palos.
—¿Por qué hablas de ese modo a tu futuro yerno, Rosina? —le pregunté.
Se volvió y corrió hacia mí, pero la esquivé de nuevo.
—¡Qué locura! ¡Qué insensatez! —chilló, y acto seguido se alejó hablando sola.
Alcé la vista y descubrí a Shiva en el ventanal, mirando. El viento despertaba en los eucaliptos aquel susurro seco que te hacía pensar que llovía. Pero no había nubes. Shiva me observaba, ruborizado y con una expresión que indicaba que había estado riéndose, que probablemente lo había visto y oído todo. Admiré su pose: una mano en el bolsillo, las rodillas cruzadas, apoyado en una pierna… Mi hermano resultaba elegante incluso así parado, una cualidad que compartía con Genet. Raras veces sonreía, y en la tensión del labio superior había un indicio de sonrisa lasciva. Sonreí, sin ocultar nada. Me sentía bien, satisfecho de mí mismo. Mi hermano podía leerme el pensamiento. Me amaba, amaba a Genet y yo los amaba a ambos. Sí, Rosina tenía razón: la locura imperaba en el Missing, pero aun así sólo un loco querría estar en otra parte que no fuese allí.