Genet y Rosina volvieron dos días antes de que empezaran las clases; llegaron en medio del clamor y la emoción del circo indio que venía al Merkato. El taxi que las traía desde la estación de autobuses se hundía en los amortiguadores, por lo cargados que iban el maletero y la baca.
En lo primero que me fijé fue en el diente de oro de Rosina y en la sonrisa que lo acompañaba. Genet también había cambiado: estaba radiante, con una falda de algodón tradicional y un corpiño ajustado, y shama a juego por los hombros. Gritó de alegría cuando bajó de un salto para abrazar a Hema, a la que casi derriba. Luego corrió hacia Ghosh; después hacia Shiva; por último nos estrechó a Almaz y a mí para volver a los brazos de Hema. Rosina me saludó cariñosa y tiernamente, pero su prolongado abrazo a Shiva me hizo sentir una punzada de envidia. Su ausencia me permitió entonces darme perfecta cuenta de lo que antes me pasara inadvertido: su favorito era mi hermano. ¿Se debía a que me había visto en la despensa con su hija desnuda? ¿O había sentido siempre debilidad por él? ¿Sería yo el único que se percataba?
Todos hablaban al mismo tiempo. Rosina, rodeando aún con un brazo a Shiva, permitió que Gebrew admirase su diente de oro.
—Genet, cariño, tu pelo —dijo Hema, pues lo llevaba trenzado en hileras como espigas de trigo, lo mismo que su madre, y cada trenza brotaba libre en la parte posterior de la cabeza, donde se fijaba alrededor de un disco resplandeciente—. ¿Te lo has cortado?
—¡Sí! ¿No te encanta? Y mira las manos —dijo, y mostró las palmas de color naranja, pintadas con alheña.
—Pero lo tienes muy… corto. ¡Te has agujereado las orejas, cariño! —exclamó Hema, pues Genet lucía unos aros azules—. ¡Santo cielo, niña! —añadió cogiéndola por los hombros—. Mírate. Has crecido y… estás más llena…
—Tienes las tetas más grandes —observó Shiva.
—¡Shiva! —exclamaron al unísono Hema y Ghosh.
—Perdón —se disculpó, sorprendido por su reacción—. Quiero decir que tiene los senos más grandes.
—¡Shiva! Eso no se le dice a una mujer —lo reprendió Hema.
—No puedo decírselo a un hombre —repuso él con impaciencia.
—No pasa nada, ma —dijo Genet—. Y es verdad: ya gasto una talla B, o incluso una C —aseguró contemplándose con orgullo los pechos, que miraban hacia arriba como astrónomos.
Rosina los había entendido.
—Stai zittal —le dijo a Genet, llevándose un dedo a los labios, pero su hija se echó a reír—. Señora —le dijo a Hema en amárico—, he tenido que vigilar continuamente a esta chica. Todos los muchachos andan detrás de ella. ¿Y cree que tiene el buen juicio de desalentarlos? Pues no. Y mire cómo se viste.
Me inquietó notar cierto orgullo en su queja.
—Me encanta la ropa de Asmara —comentó Genet—. ¡Oh! He traído postales. ¿Dov'é la mia borsetta, mamá? Quiero enseñároslas. Ah, está en el taxi… Un momento. —Y metió la cabeza por la ventanilla abierta del vehículo, obsequiándonos con un panorama de sus bragas. Rosina le chilló en tigriña, en vano. Entonces Genet se puso a mostrarnos las postales—. ¡Oh, Asmara, no os imagináis qué ciudad tan bonita construyeron los italianos hace tanto tiempo! ¿Veis?
No era como para ufanarse lo de ser colonizados tanto tiempo antes que Etiopía. Los extraños y pintorescos edificios eran todo ángulos, como sacados de un juego de geometría.
Hema y Ghosh volvieron a entrar en casa enseguida. El taxista ayudó a Gebrew a descargar taburetes de madera y una cama nueva para Rosina hecha de madera oscura, tallada a mano, regalo del hermano de Asmara de nuestra niñera, según nos dijeron.
Me senté en aquella cama, mirando a Genet. Daba la sensación de que hubiese estado años fuera. No sabía qué decir.
—¿Y cómo has pasado el invierno, Marión?
Mientras que yo me sentía inseguro delante de ella, Genet ignoraba lo que significaba la palabra «timidez».
Tenía muchas cosas que contarle; hasta había escrito un guión. Pero ante aquella chica alta y bella (mejor dicho, aquella mujer) sentada a mi lado, tan eritrea y tan enamorada de lo italiano, yo enmudecía. Ni los pacientes que había visto ni los libros que había leído, nada de todo aquello podía competir con Asmara.
—Bueno, en realidad nada. Ya sabes cómo es aquí durante la temporada de lluvias.
—¿De verdad? ¿Nada? ¿Ni películas ni aventuras? ¿Y novias?
Todavía me dolía el comentario hecho por Rosina sobre los chicos que perseguían a su hija en Asmara. Era una traición. Genet tenía que haber dado pie de algún modo, pues ¿qué chico te molestaría si le pedías que te dejase en paz?
—Bueno —dije—, yo de novias no sé, pero…
Con renuencia al principio, le conté mi visita a la antigua habitación de mi madre, aunque cambié el episodio con la enfermera en prácticas describiéndolo como algo casual, en el que me retraté como un participante indiferente. Sin embargo, cuanto más me adentraba en la historia, menos capaz me sentía de mantener ese tono.
Genet abrió los ojos hasta ponerlos tan redondos como los pendientes que llevaba.
—¿Así que lo hiciste con ella? —me preguntó.
—¡No! —Había esperado que se sintiera celosa, pero pareció decepcionada.
—Por Dios, Marión, ¿por qué no?
Negué con la cabeza.
—No, porque…
—¿Por qué? Dilo —insistió, dándome un codazo en el costado, como para ayudar a que salieran las palabras—. ¿A quién estás esperando? ¿A la reina de Inglaterra? Está casada, ¿sabes?
—No lo hice porque… sabía que sería maravilloso, más que maravilloso. Sabía que sería fantástico…
—¿Qué clase de explicación es ésa? —repuso, poniendo los ojos en blanco, exasperada.
—Pero… sabía que quería que la primera vez fuese contigo. —Por fin. Ya lo había dicho.
Se quedó mirándome boquiabierta durante largo rato. Me sentí vulnerable. Contuve el aliento con la esperanza de que lo que saliese a continuación de su boca no fuese una burla ni se riera de mí. El ridículo me destrozaría.
Se inclinó hacia mí mirándome dulcemente, con expresión tierna y amorosa, me cogió la barbilla con ambas manos y la sacudió a uno y otro lado como si fuese un bebé.
—¿Ma che minchia? —preguntó Rosina con las manos en las caderas, interrumpiéndonos bruscamente. No me había dado cuenta de que había entrado en la habitación.
Genet se echó a reír. A Rosina no le hizo gracia, pero su hija reía a carcajadas. Su madre la miró ceñuda y acabó por darse por vencida, limitándose a murmurar algo. Aquella risa histérica de Genet era una novedad.
—¿Ma che minchia? significa «qué carajo» —explicó cuando por fin se recobró—. Lo decía continuamente en Asmara; lo aprendí de mis primos. Mi madre me amenazó con pegarme una bofetada cada vez que lo dijera. Y ahora lo usa ella, ¿no es increíble?… Así que Marión… Che minchia, ¿eh?
Cenamos juntos en casa, Genet sentada a nuestra mesa mientras Rosina y Almaz comían en la cocina. Se había convertido en una costumbre mía encargarme del Grundig después de comer. A menudo escuchaba la emisora Rock de Africa, hasta que acababa a medianoche. La música apelaba directamente a mis sentimientos; en la prieta estructura de un blues de doce compases o en las baladas evocadoras e inquietantes de Dylan se imponía el orden. Shiva escuchaba la radio conmigo casi siempre. La música también le hablaba a él.
«Rock de África Oriental —empezaba el pinchadiscos—, AFRS, Asmara, donde todo el mundo está a dos mil metros de altitud. Este es un sábado de Boome's Farm aquí en la base. La primera entrega de vino Boome's Farm llegó anoche. Y amigos, si os lo perdisteis, lamento tener que decirlo, pero está liquidado, y también algunas personas de aquí. Ahora escuchad a Bobby Vinton, My Heart Belongs Only to You».
Me puse muy contento al descubrir que Genet no conocía aquella emisora de radio. ¡Los primos de Asmara no podían estar tan en la onda si nunca habían oído aquel programa!
La canción siguiente empezó sin preámbulos. Me levanté de un salto.
—¡Es ésta! —dije a Genet—. Es la melodía de la que te hablé.
A pesar de que había escuchado el programa en muchas ocasiones, era la primera vez que emitían la canción que oyera en la habitación de la enfermera en prácticas.
Me moví y giré al compás de la música, ciego a la expresión asombrada de Hema y a las miradas de Ghosh y Genet. Subí el volumen. Rosina y Almaz acudieron de la cocina; debieron de creer que estaba loco. Era impropio de mí, pero no podía contenerme, o decidí no hacerlo, y algo me indicó que aquél era el día adecuado para ello.
Shiva se había levantado y unido a mí. Bailaba con una suavidad, elegancia y perfección como si todas sus lecciones con Hema hubiesen sido un medio de esperar que llegase el momento de oír aquel tema. Era lo único que faltaba para que Genet se incorporara también al baile. Levanté a Hema de su asiento y enseguida se empezó a mover también al ritmo de la música. A Ghosh no hacía falta pedírselo. Intenté que bailara Rosina, pero tanto ella como Almaz huyeron a la cocina. Bailamos los cinco en la sala de estar hasta que sonó la última nota.
Chuck Berry, ése era el nombre del artista.
Según dijo el locutor, la canción se titulaba Sweet Little Sixteen. Cuando llegó la hora de acostarse, Genet anunció que volvía a casa de Rosina, lo que pareció molestar a Hema.
—Haré compañía a mi madre. Ahora tengo una cama para mí. En Asmara dormíamos seis en el suelo. Será todo un lujo disponer de una para mí sola.
Al día siguiente encontré el single de Chuck Berry en una tienda de discos de la piazza. Leí en la funda que Sweet Little Sixteen era un número uno… pero ¡de 1958! Me quedé hundido. Todo el mundo había oído aquella canción más de diez años antes de que yo supiese de su existencia. Cuando pensé cómo había bailado la noche anterior me pareció el baile de un ignorante, igual al asombro del campesino al ver la jarra de cerveza de neón en lo alto del edificio Olivetti.
En vísperas del nuevo año escolar, Hema y Ghosh nos llevaron al club griego para la gala anual que conmemoraba el final del «invierno». Genet me sorprendió cuando anunció que se quedaría en casa para preparar la ropa del colegio. Ella, Rosina, Gebrew y Almaz planeaban una cena hogareña e íntima en casa de Rosina.
La gran banda de música estaba formada por los músicos pluriempleados de las orquestas del ejército, las Fuerzas Aéreas y la Guardia Imperial. Eran capaces de tocar Sfardust, Begin the begin y Tuxedo Junctton dormidos, pero Chuck Berry no figuraba en su repertorio.
La comunidad expatriada, que volvía de vacaciones, estaba muy en forma y bronceada. Vi al señor y la señora G., que en realidad no estaban casados y de los que se rumoreaba que habían abandonado a sus cónyuges e hijos en Portugal para estar juntos; el señor J., un apuesto soltero de Goa que había estado brevemente encarcelado por un chanchullo financiero, tenía un aspecto magnífico. Los recién llegados aprendían enseguida sus papeles; descubrían que su extranjería desbancaba su talento o su experiencia… Era su valor más importante. Pronto se convertirían en habituales y sonreirían y bailarían en aquel acontecimiento anual.
Siempre había pensado que los expatriados representaban lo mejor de la cultura y el estilo del mundo «civilizado». Pero entonces me di cuenta de que estaban tan lejos de Broadway, el West End o La Scala, que probablemente se hallasen una década por detrás, lo mismo que yo respecto a Chuck Berry. Observé los rostros rojizos y sudorosos en la pista de baile, la alegría infantil de sus ojos, y me sentí triste e impaciente.
Shiva bailó primero con Hema, luego con mujeres conocidas del círculo de bridge de Hema y Ghosh, y después con quien pareciese deseosa de bailar. De pronto, ya no me apeteció estar allí, así que les dije a Hema y Ghosh que volvería en taxi y me marché antes de lo previsto.
Mientras subía la cuesta hacia casa iba pensando en la enfermera en prácticas. Había estado eludiéndola y cuando sus alumnas estaban con ella no mostraba ningún indicio de reconocimiento. Al verme en compañía de Shiva, nos saludaba sin más comentario.
—¿Eres Marión? —me preguntó la primera vez que me tropecé con ella a solas. Su mirada me indicó que nada había cambiado y que su puerta seguía abierta para mí.
—No —contesté—. Soy Shiva.
Nunca había vuelto a preguntármelo.
Oí el murmullo de la radio en casa de Rosina, pero la entrada estaba cerrada y, de todas formas, no me apetecía tener compañía.
Me iba a la cama solo, con mis pensamientos… Tenía trece años, pero me sentía más viejo.
Desperté cuando llegó Shiva. Lo observé en el espejo. Era más alto de lo que me veía yo, y tenía las caderas estrechas y el paso ágil de bailarín. Se quitó la chaqueta y la camisa. Llevaba el pelo con raya y peinado hacia un lado cuando había salido de casa, pero ahora era una masa revuelta de rizos tupidos. Tenía unos labios plenos, casi femeninos, y un aire soñador y profético. Cuando se quedó en camiseta y calzoncillos se contempló en el espejo. Alzó un brazo y extendió el otro, imaginándose en un baile con una mujer. Hizo un giro gracioso y una inclinación.
—¿Lo has pasado bien? —pregunté.
Se inmovilizó al oírme, con los brazos donde estaban. Entonces me miró en el espejo y se me puso piel de gallina.
—Todos lo hemos pasado bien —dijo con un tono ronco que no reconocí.