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El dominio de la carne

Nuestra casa parecía vacía sin Genet ni Rosina. Añoraba muchísimo a mi amiga. Hema y yo estábamos muy preocupados pues creíamos que nunca volveríamos a verla. Había prometido llamar y escribir, pero habían transcurrido tres semanas y no habíamos recibido noticias. Aquel año de 1968 las lluvias fueron torrenciales. El Nilo Azul y el Awash se habían desbordado provocando inundaciones. El arroyuelo que había detrás del Missing parecía un río. La población de Adis Abeba se encerró en sus casas, por lo que cuando la lluvia daba una tregua el aire olía a humanidad hacinada, lumbres de boñigas y ropa húmeda que se resistía a secarse. La yedra trepaba por los canalones y encontraba grietas en las paredes, mientras que los renacuajos se apresuraron a convertirse en ranas creadoras antes de desarrollar plenamente las patas. Ningún chico que yo conociera se sintió jamás tentado a alzar la cara al cielo para atrapar con la lengua gotas de lluvia, porque vivíamos y respirábamos en el agua.

Shiva y yo éramos adolescentes, estábamos a punto de cumplir los catorce, y yo seguía esperando algo que me hiciera sentir diferente. Procuraba mantenerme ocupado, pero sólo podía pensar en Genet y en lo que estaría haciendo en Asmara. Suponía que pasaría el tiempo en casa, triste, y que me añoraría. Sin ella como testigo, cuanto hacía yo carecía de sentido.

* * *

Un martes a última hora presencié cómo Ghosh extirpaba una vesícula biliar en el Quirófano 3. Cuando acabó, dimos una vuelta por la sala de cirugía para ver a Etien, un diplomático de Costa de Marfil con quien teníamos trato, que había sufrido una súbita obstrucción intestinal. Durante la intervención quirúrgica Ghosh se dio cuenta de que la obstrucción se debía a un cáncer rectal, que había tenido que extirpar. Había sido una operación importante y compleja, y yo sabía que Ghosh confiaba en que el paciente se recuperase. Pero se había visto obligado a practicar una colostomía en la pared abdominal.

—Etien está muy deprimido —me explicó—. No por el cáncer, sino por la colostomía. No puede aceptar la idea de que los excrementos salgan por un orificio del abdomen.

El paciente se había tapado la cabeza con las sábanas. Cuando Ghosh lo examinó y le dijo que la colostomía tenía muy buen aspecto, sus grandes ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Quién se casará ahora conmigo? —se limitó a preguntar, resistiéndose a bajar la mirada hacia allí.

—No es ésa la parte que he extirpado, Etien, la parte del matrimonio —repuso Ghosh, adoptando una actitud firme—. Encontrarás una mujer que te ame y se lo explicarás. Si te quiere por ti mismo, los dos os alegraréis de que estés vivo —le dijo con un gesto que no admitía discusión, aunque luego se ablandó—. Etien, imagínate que los humanos naciéramos con el ano en el vientre, que todos evacuáramos por ahí. Luego, imagina que alguien te dijese que iba a operarte y desviarte el intestino de forma que se abriese por la parte posterior, entre las nalgas, un sitio que no podías ver más que en un espejo y al que te costaría llegar y limpiar bien…

Etien tardó unos segundos, pero al fin sonrió y se enjugó los ojos. Aventuró una mirada hacia su colostomía, lo que suponía un pequeño paso en la dirección correcta.

Como Ghosh tenía que visitar a otro paciente, me mandó a casa para que no llegara tarde a la cena.

Empezó a llover con fuerza, pero no tenía paraguas. Seguí por las galerías cubiertas que unían el quirófano con urgencias y ésta con la sala reservada a los hombres. Luego crucé a la carrera una corta distancia y salté un charco para llegar a la residencia de enfermeras, madriguera femenina que rara vez exploraba. Parecía desierta. Si subía por la larga galería exterior y bajaba la escalera del otro lado… bueno, me empaparía de todas formas, pero estaría cincuenta metros más cerca de casa antes de volver a enfrentarme con la lluvia. Confiaba en que no me descubriera la mujer de Adam, con su enorme cruz al cuello, la guardiana de las vírgenes, porque me echaría.

Arriba, las puertas de las habitaciones individuales de las enfermeras daban a la galería compartida. Debían de estar todas en el comedor, pues de lo contrario se hallarían una tras otra junto a la balaustrada de la galería cardándose el pelo, pintándose las uñas, cosiendo y charlando.

Oí música procedente de la habitación de la esquina, que fuera en tiempos la de mi madre. Aunque había subido allí algunas veces, al igual que me ocurría frente a su tumba, no era un lugar donde sintiese su presencia. Me atrajo lo extraño de la música, aquel ritmo, y me acerqué. Guitarras y tambores repetían con rapidez un estribillo musical, primero en un registro y luego en otro. Últimamente, había alguna música etíope que adoptaba un sonido occidental, con trompas, tambores y un riff reiterado de guitarra eléctrica que sustituía las palmas y los acordes amortiguados del krar. Pero aquella música no era etíope, y no sólo porque la letra de la canción fuera en inglés (aunque un inglés que no entendía bien), sino porque era completamente distinta, como un nuevo color del arco iris.

La puerta estaba entornada.

Entonces la vi de espaldas, en el centro de la habitación, descalza. Una enagua blanca dejaba al descubierto sus hombros y le llegaba hasta las corvas. Movía la cabeza hacia los lados y su cabello largo y lacio, alisado con productos químicos, se balanceaba también como si estuviese soldado al cráneo. Seguía el ritmo del contrabajo con las caderas y la melodía con la mano derecha alzada. Debía de tener la izquierda sobre el vientre, porque le sobresalía el codo como el asa de una taza. La música la poseía; le lubricaba las articulaciones, le atenuaba los huesos y la carne, produciendo aquel movimiento sensual, fluido y giratorio.

Se volvió. Tenía los ojos cerrados y la cara alzada. Y el labio inferior, torcido, como si se le hubiese partido y hubiese cicatrizado mal.

Reconocí aquel labio, aquel rostro levemente picado de viruelas, aunque ahora las marcas daban textura a la piel y acentuaban los pómulos. Era el cuerpo lo que no identificaba. Había sido siempre estudiante en prácticas, hasta que la enfermera jefe se apiadó de ella y le dió un nuevo título que la transformó: enfermera en prácticas en plantilla. Había pasado del programa a largo plazo, como estudiante perpetua, a ser profesora de prácticas de las nuevas alumnas. En clase, con libros de texto que se sabía de memoria, podía introducir los datos en la cabeza de las estudiantes y demostrar que era posible conservarlos allí, por su forma de repetirlos sin mirar nunca el manual.

Solía llevar el pelo retirado de la frente y el cuello despejado, recogido en un moño alto tan apretado que le arqueaba las cejas. Cuando lo coronaba con la cofia de enfermera, parecía que tuviese un helado de cucurucho invertido en la cabeza.

Aparte de su peinado singular, aquella enfermera me había parecido siempre poco agraciada. En el colegio había conocido chicas que no eran guapas ni feas, pero que se consideraban lo uno o lo otro, convicción que convertía en realidad dicha consideración. Heidi Enqvist era preciosa, pero lamentablemente no a su modo de ver, por lo que carecía del misterio y el atractivo de Rita Vartanian, que, aunque tenía los dientes saltones y una nariz enorme, conseguía que Heidi la envidiase.

La enfermera en prácticas era del estilo de Heidi, lo cual creo que se debía a que se convertía en prisionera voluntaria del rígido uniforme almidonado y adoptaba una expresión hosca en consonancia con él. La única identidad que poseía era la de pertenecer a la profesión de enfermera. A su modo de ver, y ante el mundo, pensaba que no era nadie. Siempre había notado que se sentía incómoda con nosotros, pero no tardé en darme cuenta de que le pasaba igual con todo el mundo.

Sin embargo, en aquel momento descubrí que era algo más que una enfermera. El uniforme ocultaba un cuerpo lleno de curvas, como el de los personajes que solía dibujar Shiva, y que se movía de una forma que podría ser la envidia de una bailarina de harén.

Mantenía los ojos cerrados, pero si los abría se sobresaltaría, avergonzaría y tal vez indignase. Estaba a punto de retroceder, cuando me sorprendió dando un paso adelante, cogiéndome de la mano y tirando de mí como si una frase de la canción señalase mi entrada. Cerró la puerta de una patada. Allí dentro, la música era más fuerte e intensa.

Me hizo dar pasos cortos siguiendo el ritmo y moviendo el cuerpo a uno y otro lado. Al principio me sentía cohibido, y deseaba reír o decir algo ingenioso como haría un adulto. Pero su expresión y la cadencia vibrante me convencieron de que cuanto no fuese bailar sería tan inapropiado como hablar en la iglesia. Empecé a seguir el compás sin apenas esfuerzo. Movía los hombros en sentido contrario a las caderas y trazaba figuras en el aire con las manos, imitándola. El truco consistía en no pensar. Sentía el cuerpo segmentado, y cada segmento respondía a la llamada de un instrumento determinado. La pauta que seguían nuestros pasos parecía inevitable.

Justo cuando dominaba el baile, me atrajo hacia sí, mi mejilla en su cuello, el pecho sobre sus senos, separado de ellos por una tela finísima. Yo nunca había bailado, desde luego jamás así. Aspiré su perfume y su sudor. Me estrechó como si quisiera fundir nuestros cuerpos en uno, dejándome sin aliento. Me guió el brazo para que la rodease con él, mi mano sobre su sacro, y la estreché también, sin dejar de movemos. Dirigía ella.

Me adelantaba a sus pasos, sin saber de dónde surgía aquel conocimiento. Girábamos, nos balanceábamos a un lado y otro como un solo organismo. Pensé en Genet y, envalentonado, empecé a dirigir y ella a seguirme. Estreché la carne blanda donde se unían sus piernas, en respuesta al empuje de ella, que me hincaba sus caderas. La sangre se me agolpó en la cara, los brazos, el estómago, las ingles. El mundo había desaparecido. Habíamos entablado un complejo diálogo.

Justo cuando pensé que la música no cesaba, y que no quería que lo hiciese, se esfumó. La voz cansina del locutor americano era muy distinta de los tonos claros y correctos de la BBC.

«Bien, bien —decía el presentador, como si nos hubiese visto bailar—. ¡Vaya, vaya! Mmm… mmm… ¿Habéis oído alguna vez algo así? Es el rock de África oriental. Big catorce del África oriental. Emisora de las Fuerzas Armadas, Asmara».

No sabía que existía esa emisora, aunque sí que había una gran presencia militar americana, un puesto de escucha, como había oído que lo llamaban, en las proximidades de Asmara en Kagnew. ¿Quién sabía que tenían algo que nosotros podíamos escuchar?

Seguimos abrazados, manteniendo el mundo a raya. Cuando me miró a los ojos, no supe si estaba a punto de echarse a llorar o reír. Lo único que supe fue que habría llorado o reído con ella o me habría puesto a cuatro patas fingiendo ser Kuchulu si me lo hubiese pedido.

—Eres guapísima —me sorprendí diciendo.

Me miró boquiabierta, como si mis palabras la crisparan. ¿Habría dicho algo incorrecto? Le temblaban los labios y los ojos le brillaban. Su expresión era alegre, así que no había dicho nada impropio.

Se inclinó y acercó aquel labio suyo de cicatriz arrugada flanqueada de bultos, y selló mi boca con la suya. Entonces tuve una imagen estúpida, la de conectar una manguera de jardín con otra. Lo que fluyó entre ellas no fue agua, sino su lengua. Esta vez, a diferencia de lo sucedido con Genet en la despensa, recibí su lengua ávidamente. Resultaba muy excitante. Le apoyé la mano en la nuca, la estreché más, sintiendo que todos mis átomos apuntaban en la misma dirección.

Me aparté una vez para mirarla y decir: «Eres tan bella…», porque era una frase mágica, y sabía que debía utilizarla a menudo, pero sólo si la decía con sinceridad. No sé cuanto tiempo seguimos con las bocas unidas, pero parecía lo más natural, como si estuviese saciando un hambre. Ignoraba que existiese en mí aquel potencial. Empujé. Fuese lo que fuese lo que hubiese después yo no lo sabía, pero mi cuerpo sí. Confiaba en él. Estaba dispuesto a seguir.

De pronto, ella se apartó y me mantuvo a distancia con el brazo. Se sentó en el borde de la cama, llorando. Había sucedido algo sobre lo que mi cuerpo no me había informado. O tal vez hubiese una regla, una norma de etiqueta que yo no había sabido respetar. Miré hacia la puerta, sopesando la huida.

—¿Me perdonarás alguna vez? —preguntó—. Tu madre no debería haber muerto. Podrían haberla salvado si yo hubiese dicho a alguien que estaba enferma.

Aquello era asombroso. Noté que se me erizaba el vello de la nuca. Había olvidado por completo que aquélla era la habitación de mi madre. No podía imaginarme a la hermana Mary Joseph Praise allí, no con un cartel de Venecia en una pared, desde luego, y otro en blanco y negro de un cantante blanco en la de enfrente, con la pelvis hacia delante en el soporte del micrófono que atraía hacia sí, la cara crispada por el esfuerzo de cantar. Volví a mirar a la enfermera en prácticas en plantilla.

—No me di cuenta de lo mal que estaba. —Hipó entre lágrimas, igual que un bebé.

—No te preocupes —le dije, con la sensación de que otra persona me estaba dictando las palabras.

—Dime que me perdonas.

—Te perdonaré si dejas de llorar. Por favor.

—Dilo.

—Te perdono.

Pero lloró aún con más fuerza. Pensé que acabarían por oírla, que yo no debía estar en aquella habitación y, por supuesto, que no tenía que hacerla llorar.

—¡Ya te lo he dicho! Ya he dicho que te perdono. ¿Por qué sigues llorando?

—Pero estuve a punto de dejaros morir a tu hermano y a ti. Cuando saliste debía ayudarte a respirar, reanimarte. Y se me olvidó.

Al entrar en aquella habitación, me había sentido perdido, como si me faltase una parte, porque no estaba Genet. Luego, lo había olvidado todo y había sentido felicidad en el baile; no, éxtasis, un atisbo de lo que quería hacer con Genet. Pero ahora me sentía de nuevo perdido y confuso. Aquel paraíso me había parecido muy próximo, mas de repente me veía arrastrado entre la niebla. Me cogió la mano y me atrajo hacia sí, hacia la cama.

—Puedes hacerme lo que quieras. Cuando quieras —aseguró, echando la cabeza atrás y levantando la vista hacia mí, que estaba a su lado de pie.

¿Qué quería decir?

—¿Hacer qué? —pregunté.

—Cualquier cosa.

Me soltó y se tumbó en la cama con las piernas y los brazos extendidos. Dispuesta. Para lo que yo quisiera.

Sí, había algo que quería hacer. Si se me daba rienda suelta, dominio sobre su cuerpo, sabía que lo descubriría por instinto. Tenía una idea general. Después de todo, pronto iba cumplir los catorce.

Ella me daba licencia, pero yo seguía aguardando.

Se puso boca abajo, mostrándome las nalgas y mirándome por encima del hombro. Tenía los párpados hinchados, una expresión soñadora y remota. Se volvió ciento ochenta grados, con la cabeza hacia mí, y se incorporó apoyándose en los codos. Los pechos le colgaban, sus pezones casi al descubierto. Siguió mi mirada.

Oí voces y pasos fuera: otras enfermeras y estudiantes que volvían de cenar.

No quería marcharme, pero el mundo había irrumpido. Mi vacilación me condenó. Eso, y su confesión no solicitada.

—Quiero bailar contigo otra vez —dije en un susurro.

—Puedes… —musitó, pero como si fuese la respuesta incorrecta.

—Quiero hacer cualquier cosa contigo.

—¡Sí! Yo también. —Se había arrodillado en la cama, alegre, sonriendo entre las lágrimas—. Ven —me dijo, extendiendo los brazos, llamándome.

—Pero ahora mismo no. Volveré otro día. —Posé la mano en el pomo de la puerta.

—Pero… ¿por qué no ahora? —me dijo, lo bastante alto para que pudieran oírla.

Me escurrí rápidamente, confiando en que si me veía alguien no se extrañara.

Seguía lloviendo. No me importó que las gotas cayeran sobre mi cabeza; la lluvia me resultaba familiar. Pero mantener el equilibrio al borde de sentimientos tan poderosos que parecían capaces de hacerme volar, aquello era una revelación. Llegué empapado a casa. Al mirar la puerta de Rosina y Genet, deseé que no estuviese allí el candado, y me quedé observando fijamente aquella entrada cerrada.

Y en ese preciso momento, mientras las gotas de lluvia me golpeaban la fontanela, decidí que me casaría con Genet. Sí, era mi destino. No quería experimentar con nadie más que con ella lo sentido con la enfermera en prácticas. Había demasiadas tentaciones allí fuera, grandes fuerzas dispuestas a apartarme del objetivo que me había marcado. Quería sucumbir a la tentación, pero sólo con una mujer, con Genet. Si nos casábamos, todo se resolvería. Impediría que Rosina se fuese y haría felices a Hema, Ghosh y la propia Rosina. Y nos tendrían a ambos como hijos. Me imaginaba con hijos propios. Echaría abajo la casa de los criados y construiría otra igual a la principal al lado, con un pasillo que las uniese, para poder vivir todos bajo el mismo techo. Nosotros tendríamos una habitación, o tal vez una suite con sitio para Shiva, el cual se alegraría de que Genet fuese su cuñada. Como mi hermano no era de los que miran atrás, para celebrar el pasado, era más importante aún para mí preservar la familia, mantenernos unidos.

* * *

Entré en casa chorreando. Me desnudé en el baño y me examiné en el espejo, intentando imaginar lo que veía la enfermera en prácticas. Era alto para mi edad, pues medía casi uno ochenta, y con la piel blanca. Podría pasar por alguien de antepasados mediterráneos; tenía los ojos castaños, sin el atisbo azulado de los de Shiva. Mi expresión parecía demasiado seria, sobre todo con el pelo mojado. En cuanto se secaba, volvían los rizos, que cobraban vida propia, negándose a dejarse acorralar. «Así que eso es lo que significa hacerse adulto», pensé con las manos en las caderas, volviéndome para admirar mis costados, las nalgas.

Me vestí y volví a la cocina. Aspirando los aromas de las ollas, cogí un trozo de carne sin dar tiempo a Almaz de evitarlo pegándome en la mano. Me regañó, pero era un sonido dulce, lo mismo que la música del cuarto de estar, con el ritmo fuerte de un atabal y los golpeteos de Hema y Shiva al bailar, nuestra madre dando instrucciones. Oí el tintineo del parachoques suelto del Volkswagen de Ghosh que subía por el camino. Me sentí extasiado, como si fuese el epicentro de nuestra familia, y sólo eché de menos a Genet y Rosina, que seguramente volverían y entonces nuestra familia estaría completa.

Aparté de mi pensamiento la confesión de la enfermera en prácticas respecto a lo que le había hecho (o dejado de hacer) a mi madre. No tenía sentido recrearse en el dolor pasado, no cuando el futuro podía contener aquel placer. ¿Y qué decir de mi padre? No, él jamás volvería a cruzar las puertas del Missing, de eso estaba seguro. Tuviese lo que tuviese Thomas Stone, estuviese donde estuviese en aquel momento, no tenía ni idea de lo que había perdido en el intercambio.