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Palabra por palabra

Habían transcurrido sesenta días desde la muerte de Zemui, y Genet seguía encerrada en casa, mientras que Rosina, con aspecto siniestro por el diente que le faltaba, se mostraba seria e irascible como un jabalí abisinio.

—¡Ya está bien! —le dijo Gebrew el día de san Gabriel—. Fundiré una cruz para hacerte un diente de plata. Es hora de sonreír y dejar el luto. Dios lo desea. Estás entristeciendo Su mundo. Hasta la esposa legal de Zemui ha prescindido de la ropa negra.

—¿Llamas esposa suya a esa furcia? —gritó ella—. Ésa abre las piernas en cuanto entra un soplo de aire por la puerta. No me la menciones.

Al día siguiente, Rosina puso a hervir en una cacerola grande tinte negro y echó dentro toda la ropa que le quedaba, además de mucha de la de Genet del colegio.

Cuando Hema intentó que Genet se incorporara a las clases, Rosina la rechazó con un bufido.

—Todavía está de luto.

Dos días después, un sábado, al entrar en la cocina oí un lulululu de celebración procedente de casa de Rosina. Llamé. La niñera entreabrió apenas, y atisbo con mirada de cazador y cuchillo en mano.

—¿Pasa algo?

—No pasa nada, gracias —me contestó, pero antes de que cerrara tuve tiempo de divisar a Genet, con una toalla en la cara, y unos trapos ensangrentados en el suelo.

No pude callármelo, así que se lo conté a Hema y entonces fue ella quien llamó a su puerta. Rosina vaciló.

—Entra si tienes que hacerlo —dijo al fin con acritud—. Ya hemos acabado.

La habitación olía a mujeres enclaustradas. Y a incienso y algo más… A sangre fresca. Costaba respirar. La bombilla sin pantalla colgaba apagada del techo.

—Cierra la puerta —me ordenó Rosina.

—Déjala abierta, Marión —la contradijo Hema—. Y enciende la luz.

Sobre la cama de Genet había una cuchilla de afeitar, una lámpara de aceite y un paño ensangrentado.

Mi amiga estaba sentada con actitud recatada, las manos apretadas una a cada lado de la cara y los codos apoyados en las rodillas, en postura de pensador, salvo por los paños que sujetaba.

Hema apartó los dedos de Genet y dejó al descubierto dos profundos cortes verticales como un número once un poco más allá del final de las cejas. Cuatro cortes en total. La sangre que se acumulaba parecía negra como brea.

—¿Quién lo ha hecho? —preguntó Hema cubriendo la herida y apretando. —Las dos ocupantes de la habitación guardaron silencio. Rosina tenía los ojos clavados en la pared del fondo y esbozaba una sonrisilla—. He preguntado que quién lo ha hecho —repitió Hema en un tono más afilado que la cuchilla que había practicado los cortes.

—Se lo pedí yo, ma—contestó Genet en inglés, y en ese momento Rosina le espetó en tigriña una breve frase gutural que significaba «Cállate». Pero Genet no le hizo caso—. Es el signo de los míos —añadió—, de la tribu de mi padre. Si mi padre viviera se sentiría orgulloso.

Hema abrió la boca para replicar, pero luego pareció considerar lo que iba a decir y dulcificó un poco la expresión.

—Tu padre ya no vive, niña. Pero tú sí, gracias a Dios.

Rosina frunció el ceño, porque no le gustaba que se hablase tanto en inglés.

—Ven conmigo. Déjame que me encargue de eso —propuso Hema más afable.

—Ven con nosotros, por favor… —pedí, arrodillándome al lado de mi amiga.

—Sólo haréis que me resulte más difícil —susurró Genet, tras mirar con nerviosismo a su madre—. Quería estas marcas tanto como ella. Marchaos, por favor. Por favor.

Ghosh aconsejó paciencia.

—No es hija nuestra.

—Te equivocas. Come en nuestra mesa y la mandamos al colegio a expensas nuestras. No podemos decir que no es nuestra hija cuando le pasa algo.

Me quedé atónito al oír a Hema, aquel noble discurso. Pero que viera a Genet como mi hermana introducía complicaciones en relación con mis sentimientos hacia ella…

—Es sólo para evitar el buda—explicó Ghosh con suavidad—, el mal de ojo. Como el pottu de la frente en la India, cariño.

—Mi pottu se quita, «cariño». Y no se derrama sangre.

Una semana después, cuando Hema y Ghosh volvieron del trabajo a casa oyeron el soliloquio quejumbroso de Rosina, como siempre en voz alta, muy parecido al que oyeran cuando había salido por la mañana camino del trabajo. La sirvienta se lamentaba del destino, de Dios, del emperador, y reñía a Zemui por abandonarla.

—Ahí lo tienes —dijo Hema—. La pobre niña enloquecerá. ¿Vamos a quedarnos cruzados de brazos?

Hema nos reunió a Almaz, Gebrew, W. W. Gónada, Shiva y a mí, que acudimos en grupo a la puerta de Rosina y la abrimos. Hema cogió del brazo a Genet y la condujo hacia nuestra casa, mientras los demás tratábamos de calmar a la madre, que clamaba a gritos porque raptaban a su hija.

A través de la puerta cerrada del dormitorio de Hema, podíamos oír a Genet mientras se bañaba. Hema salió por leche y pidió a Almaz que troceara una papaya y añadiera azúcar y limón. La sirvienta entró en el dormitorio enseguida y se quedó allí.

Hema y Genet salieron cogidas del brazo al cabo de una hora. Nuestra amiga vestía una blusa amarilla de lentejuelas y una falda verde resplandeciente, prendas del atuendo de danza bharatnatyam de Hema. Tenía el cabello peinado hacia atrás, con la frente despejada, y Hema le había pintado los ojos con kohl. Genet estaba majestuosa, feliz, con la cabeza alta y el porte de una reina a quien hubiesen quitado los grilletes y restaurado en el trono. Era mi reina, la única que quería a mi lado. Me sentía tan orgulloso, me atraía tanto… ¿Cómo iba a ser mi hermana siendo como era ya otra cosa? El sari verde brillante de Hema combinaba con sus colores. Casi pasamos por alto el aspecto de Almaz, que se escabulló en la cocina, con los ojos oscurecidos, los labios rojos, colorete en las mejillas y enormes pendientes balanceantes que enmarcaban su rostro anguloso.

Nos amontonamos en el coche los cinco, Genet en la parte de atrás entre Shiva y yo. Hema le compró ropa nueva en el Merkato. Era Navidad y Diwali y Meskel todo al mismo tiempo.

Acabamos en Enrieos. Genet se sentó enfrente de mí, sonriendo mientras lamía el helado. Empezó a hablar, vacilante al principio pero luego con soltura. Como decía Hema, si había pasado por un lavado de cerebro estaba secándosele.

Tras explorar los obstáculos debajo de la mesa, escogí el momento adecuado. La quería muchísimo, pero no había olvidado la indignidad a que me había sometido en su visita a mi cama hacía menos de dos semanas. Y el húmedo regalo que me había dejado.

Me encantaba su imagen cerniéndose sobre mí, un instante de rara belleza. Pero deseaba borrar la parte húmeda, así que le asesté una patada en la espinilla. Ella consiguió no emitir ni un sonido, pero el dolor se traslució en su cara y en las lágrimas que humedecieron sus ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó Ghosh.

—Que me he comido el helado demasiado deprisa —consiguió decir.

—¡Ah! Jaqueca de helado. Extraño fenómeno. Bueno, es algo que tenemos que estudiar, ¿no crees, Hema? ¿Es un equivalente de la migraña? ¿Todo el mundo es susceptible? ¿Cuál es su duración media? ¿Hay complicaciones?

—Cariño —dijo Hema, besándolo en la mejilla, una rara muestra de afecto en un lugar público—, de todas las cosas que has querido estudiar, has dado por fin con una que me encantaría analizar contigo. Supongo que habrá que probar muchos helados…

En el coche, Genet me enseñó el cardenal de la pierna.

—¿Satisfecho? —preguntó en voz baja.

—No, fue sólo un calentamiento. He de pagarte con la misma moneda.

—Me estropearás la ropa nueva —dijo ella con timidez coqueta, inclinándose hacia mí.

Todavía tenía hinchados los bordes de las cicatrices. Hema lo consideraba una barbarie, pero a mí me parecían bellas. Le eché el brazo por los hombros. Shiva miró con curiosidad para ver lo que hacía yo a continuación. Los cortes cerca de los ojos la hacían parecer prodigiosamente sabia, porque se hallaban en la zona en que salen arrugas al hacerse mayor. Sonrió, exagerando los onces. Sentí impotente cómo se me aceleraba el corazón. ¿Quién era aquella belleza? Mi hermanita no, desde luego. Ni siquiera mi mejor amiga. A veces mi adversaria, pero siempre el amor de mi vida.

—Bueno, en serio, ¿te has vengado ya? —insistió ella.

—Sí —acepté con un suspiro—. Ya me he vengado.

—Bien —repuso Genet. Entonces me cogió el dedo meñique y me lo dobló hacia atrás; seguro que de no haber logrado zafarlo me lo habría roto.

Durmió en una cama que instalaron para ella en el cuarto de estar. Al día siguiente por la mañana, antes de ir al colegio, Hema mandó llamar a Rosina. Shiva, Genet y yo nos quedamos en el pasillo a escuchar. Atisbé y vi a Rosina plantada delante de Hema igual que se había plantado delante del soldado.

—Espero verte de nuevo en la cocina ayudando a Almaz. Y de ahora en adelante, durante el día, la puerta y la ventana de tu casa han de permanecer abiertas. Hay que dejar que entren el aire y la luz.

Si Rosina pensaba reclamar a su hija, aquél era el momento.

Contuvimos la respiración.

No dijo nada. Hizo una brusca reverencia y se fue.

* * *

Nosotros volvimos a la rutina escolar. Muchos deberes, a los que seguían los trabajos de Hema, que incluían caligrafía, discusiones sobre asuntos de actualidad, vocabulario y críticas de libros. Criquet para Shiva y para mí, y danza para Shiva y Genet. Ghosh jugaba con nosotros muchas tardes en la cancha improvisada de la entrada. Aún tratándose de un hombre grande, tenía un toque delicado con el bate y nos enseñó a manejarlo en cortes, lanzamientos y barridos.

Aquel curso Shiva había quedado exento de los deberes del colegio, después de que Hema y Ghosh lo negociasen con los profesores, lo que había supuesto un alivio para ambas partes. Mi hermano no tenía por qué escribir una redacción sobre la batalla de Hastings si creía que no tenía sentido. El colegio cobraría la cuota de Shiva y le permitiría asistir a clase, porque no era conflictivo. A él no le molestaba el ritual escolar. Los profesores nos conocían, y entendían a Shiva todo lo bien que podían. Pero algunos, como el señor Baylay, recién llegado de Bristol, tuvieron que descubrirlo por sí mismos. Era el único profesor titulado en la historia del colegio, debido a lo cual se sentía obligado a mantener un nivel muy alto. En el primer examen de matemáticas suspendimos dos tercios de los alumnos.

—Uno de ustedes ha sacado un diez, ni un error. Pero él o ella no han escrito el nombre en la hoja. Los demás exámenes están muy mal. ¡Hay un sesenta y seis por ciento de suspensos! —exclamó—. ¿Qué les parece? ¡Sesenta y seis!

Las preguntas retóricas eran una trampa para Shiva, que nunca formulaba una pregunta cuando sabía la respuesta. Cuando levantó la mano, me encogí en el asiento. El señor Baylay enarcó una ceja, como si una silla del rincón que de alguna manera hubiese conseguido pasar por alto durante varios meses hubiese albergado de pronto la falsa ilusión de estar viva.

—¿Tiene algo que decir?

—Sesenta y seis es mi segundo número preferido —dijo Shiva.

—¿Y por qué es su segundo número preferido? Explíquelo, por favor.

—Porque si tomamos los números por los que puedes dividir sesenta y seis, incluido el propio sesenta y seis, y los sumamos, el resultado es un cuadrado.

El señor Baylay no pudo contenerse y escribió 1, 2, 3, 6,11, 22, 33 y 66 (todos aquellos por los que se podía dividir 66) y los sumó. El resultado fue 144. Y en ese momento, Shiva y él exclamaron a la vez: «¡Doce al cuadrado!».

—Eso es lo que hace especial el sesenta y seis —prosiguió Shiva—. Sucede lo mismo con el tres, el veintidós, el sesenta y seis, el setenta… sus divisores suman un cuadrado.

—Ahora díganos, por favor, cuál es su número favorito —pidió Baylay, ya sin rastro de sarcasmo en el tono—, dado que el sesenta y seis es el segundo que prefiere.

Shiva acudió corriendo a la pizarra sin que se lo pidieran y escribió el 10.213.223.

Baylay se quedó mirándolo un buen rato, levemente ruborizado. Luego alzó las manos en un gesto que me pareció muy propio de una dama.

—Y explíquenos, por favor, por qué debería interesarnos ese número.

—Las primeras cuatro cifras son las de su placa de matrícula. —No me pareció, por su expresión, que el profesor lo supiese—. Pero eso es una coincidencia. Este número —prosiguió, golpeando el encerado con la tiza y emocionándose cuanto era capaz de emocionarse— es el único que se describe a sí mismo cuando lo lees: «Un cero, dos unos, tres doses y dos treses». —Se echó a reír la mar de contento, y aquel sonido era tan raro en él que la clase se quedó estupefacta. Luego se limpió la tiza de las manos, se sentó y se quedó allí muy ufano.

Fue lo único de las matemáticas que retuve aquel curso. En cuanto a lo del estudiante que no había cometido ni un error en el examen y había sacado un diez, fuese quien fuese había incluido un dibujo de Verónica en lugar de su nombre en la hoja de examen.

Yo cavilaba sobre nuestros destinos, especialmente sobre la buena suerte de mi hermano de poder prescindir de los deberes. Supongo que lo entendí. Puesto que Shiva no podía hacer o no haría lo que se le exigía, dejaba de exigírsele que lo hiciera. Yo, como podía, debía hacerlo.

Shiva acudía a la Clínica de Versión siempre que el horario del colegio se lo permitía. Había conseguido que Hema le dejara presenciar una de sus intervenciones quirúrgicas, una cesárea, y se había quedado enganchado. El Anatomía de Gray se convirtió en su Biblia. Dibujaba a un ritmo vertiginoso, de tal forma que sus esbozos inundaban nuestra habitación. Los temas ya no eran sólo piezas de la BMW o Verónica, sino bosquejos de vulvas, úteros y vasos sanguíneos uterinos. Para controlar la proliferación de papel, Hema insistió en que dibujase en cuadernos, y así empezó a hacerlo, de modo que llenaba hoja tras hoja. Era difícil verle sin su Gray en la mano.

Tal vez como compensación, yo buscaba a Ghosh después de clase. Conocía sus refugios: el Quirófano 3, urgencias, la sala postoperatoria. Mi educación clínica estaba adquiriendo velocidad. A veces, lo ayudaba en las vasectomías que practicaba en su antigua casa.

Una noche Genet y yo estábamos practicando caligrafía, copiando una página de aforismos del Bickham, antes de acometer los deberes del colegio. Al alzar la vista me sorprendió ver en sus ojos lágrimas ardientes.

—Si «la virtud es su propia recompensa» —dijo de pronto—, entonces mi padre debería estar vivo, ¿no? Y si «la verdad no necesita disfraces», ¿por qué tenemos que fingir que su majestad no es bajo o que su afecto por ese perro tan feo suyo es normal? ¿Sabes que tiene un sirviente cuyo único trabajo consiste en llevar de un lado a otro treinta almohadas de diferente tamaño y colocarlas a los pies de su majestad para que no le cuelguen en el aire cuando se sienta en un trono?

—Vamos, Genet, no hables así. Salvo que quieras que te estiren el cuello.

Decir cosas en contra de su majestad había sido ya una herejía antes del golpe, cuando a la gente la ahorcaban por menos. Sin embargo, tras el golpe, había que ser diez veces más cauteloso.

—No me importa. Lo odio. Puedes decírselo a quien quieras. A quien quieras.

Se marchó furiosa.

Cuando acabó el curso escolar, Rosina soltó una noticia bomba: pidió permiso para regresar al norte del país, a Asmara, el corazón de Eritrea, pues quería llevar a Genet para que conociera a su familia y a los padres de Zemui. Hema temía que no regresara, así que reclutó a Almaz y Gebrew a fin de que intentaran convencerla de que no se fuese, o de que se marchase sola. Pero Rosina se mostró inflexible. Al final, fue la propia Genet quien resolvió el problema.

—Pase lo que pase, volveré —prometió a Hema—. Pero me gustaría conocer a mis parientes.

Cuando su taxi se alejó camino de la estación de autobuses, Genet dijo adiós muy contenta. Había estado muy emocionada por aquel viaje de tres días, incapaz de hablar de otra cosa. Pero a mí y a Hema nos resultaba descorazonador. Aquella misma noche se levantó viento, las hojas empezaron a silbar y susurrar, y por la mañana cayó un chaparrón, preludio de las largas lluvias.

Por entonces estaba a punto de cumplir trece años y me daba cuenta de que para la enfermera jefe, así como para Bachelli y Ghosh y el Missing en general, la estación de las lluvias era la estación del crup, o difteria, y el sarampión. No había tregua en el trabajo.

Una mañana, cuando bajaba hacia la verja con el paraguas, vi a una mujer que subía la cuesta, mientras riachuelos de agua manaban de su paraguas. Parecía asustada. La reconocí, pues trabajaba en un bar de los edificios de bloques de hormigón que quedaban enfrente. Algunas mañanas la veía con un aspecto muy parecido al de entonces, un rostro común y agradable, vestida con una sencilla falda de algodón y una blusa. Pero también la había visto allí de noche, con el cabello alisado, zapatos de tacón, joyas, ropa elegante y aspecto refinado.

Me pidió que la orientase. Se llamaba Tsige, según supe luego. Oí la tos seca, glótica, graznante del niño que le colgaba a la espalda en un shama, al estilo amerindio. Como parecía el graznido de un ganso, dejé atrás urgencias y la acompañé directamente a la sala de crup, que en otras ocasiones era la de diarrea/deshidratación. Un banco corrido de laboratorio con la superficie cubierta de hule rojo bordeaba las cuatro paredes. Rodeaba la estancia una guía de cortina, situada a la altura de la cabeza, de la que colgaban varias botellas de suero intravenoso. De ese modo era posible reanimar en unos instantes a dieciséis o incluso veinte niños colocados a lo largo del banco.

El bebé tenía los párpados apretados y los dedos doblados, de manera que las uñitas dejaban señales en la palma. El subir y bajar de su pequeño pecho parecía demasiado acelerado para un niño de cuatro meses. La enfermera localizó una vena en el cuero cabelludo y conectó el gota a gota. Llegó Ghosh y examinó al pequeño. Me dejó escuchar con su estetoscopio: parecía imposible que de un pecho tan diminuto pudiesen emanar tantos chirridos, silbidos, resuellos y traqueteos. En el lado izquierdo, los latidos del corazón eran tan rápidos que me preguntaba cómo era posible que se mantuviera un ritmo como aquél.

—¿Ves las piernas arqueadas, y la curva desigual de la frente? —me dijo Ghosh—. ¿Y esta forma de bollo de pasas de Viernes Santo de la parte superior del cráneo? Son los estigmas del raquitismo.

En mi clase de religión, con «estigmas» se definían las heridas de los clavos de Cristo, las punciones de la corona de espinas, la herida de la lanza de Longinos en el costado. Pero Ghosh empleaba el término para designar las señales físicas de una enfermedad. Una vez, en la piazza había señalado los estigmas de la sífilis congénita en un niño apático que estaba acuclillado en la acera: «Nariz en silla de montar, ojos turbios, incisivos en forma de estaca…». Yo había leído sobre otros estigmas de la sífilis: molares morados, tibias de espinilla de sable y sordera.

Los niños de la sala de difteria parecían emparentados porque todos sufrían los estigmas del raquitismo en mayor o menor grado. Estaban arrugados, tenían los ojos saltones y la frente grande.

Ghosh puso al niño en la tosca tienda de oxígeno hecha con una sábana de plástico.

—La difteria después del sarampión, además de desnutrición y raquitismo —me dijo en voz baja—. Es la cascada de las catástrofes. —Llevó a Tsige a un lado y le explicó en un amárico sorprendentemente fluido lo que pasaba y le advirtió que siguiera amamantando al niño «a pesar de lo que te digan»—. De todas formas, le confortará porque sabrá que estás ahí —insistió tras explicarle Tsige que el niño apenas mamaba—. Eres una buena madre. Esto es duro.

Ella intentó besarle la mano, pero Ghosh no se lo permitió.

—Intentaré examinar a este bebé más tarde —dijo Ghosh al marcharse—. Tenemos una vasectomía esta noche. El doctor Cooper de la embajada americana viene a aprender. ¿Querrás traerme un paquete de vasectomía esterilizado del quirófano? ¿Y conectar el esterilizador en mi casa?

Me quedé en aquella sala con Tsige, porque la pobre no tenía a nadie. Parecía que su hijo no mejoraba. Pensé en los comercios de la calle Churchill, donde había visto que los turistas se paraban al creer que se trataba de una floristería o un mercado de flores, y después descubrían que las «flores» eran coronas fúnebres. Luego reparaban en los ataúdes minúsculos, sólo para niños muy pequeños.

Tsige lloraba a lágrima viva al darse cuenta de que su bebé era el más enfermo de la sala. Las otras madres se apartaban como si ella diera mala suerte. Yo le apreté la mano y busqué palabras de consuelo, pero comprendí que no me hacían falta. Cuando el niño empezó a gruñir cada vez que respiraba, Tsige lloró apoyada en mi hombro. Deseé que Genet estuviese allí (seguro que lo que hiciese en Asmara no podía ser tan importante como aquello). Genet «decía» que quería ser médico, lo que tal vez pareciese inevitable tratándose de una niña lista criada en el Missing. Sin embargo, sentía aversión al hospital y no mostraba ningún interés por acompañar a Ghosh o Hema. No la imaginaba sentada allí con aquella mujer.

El hijo de Tsige murió a las tres de la tarde. Fue como presenciar un ahogamiento lento; el esfuerzo de respirar acabó siendo una tarea ímproba para aquel pecho diminuto.

La enfermera salió a la carrera bajo la lluvia hacia el edificio principal, siguiendo las instrucciones recibidas. Me hizo señas de que la siguiera, pero me quedé. El dolor de un padre o una madre necesita un chivo expiatorio, y aunque los parientes afligidos se sentían impulsados a veces a la violencia, a aplicar un castigo a quienes habían intentado ayudar, sabía que no tenía nada que temer de Tsige.

Media hora después, ella cogió el cadáver amortajado para emprender su viaje de vuelta a casa. Las otras madres se agruparon a su alrededor con cierto retraso y alzaron la boca al cielo, las venas del cuello como cordones. Lulululululu, plañeron, con la esperanza de que su lamento tejiera un velo protector en torno a sus hijos.

Acompañé a Tsige hasta la verja, donde me miró con ojos rebosantes de dolor. Nos miramos largamente. Finalmente hizo una inclinación y se alejó con su pequeño bulto. Me sentí muy triste: el sufrimiento del niño había terminado, pero el de la madre no había hecho más que empezar.

* * *

El doctor Cooper llegó puntualmente a las ocho en un coche oficial de la embajada, justo cuando subía en su Volkswagen Kombi el paciente, un caballero polaco.

Ghosh había aprendido en la India la técnica de la vasectomía como interno y directamente de Jhaver, de quien hablaba como «el maestro cascahuevos personalmente responsable de que millones de personas no estén aquí».

La operación resultaba una novedad en Etiopía, así que los expatriados, sobre todo los católicos, acudían a Ghosh en número creciente para una intervención que resultaba algo excepcional o inasequible en sus países.

—Tengo una propuesta para usted, doctor Cooper. Le enseñaré a hacer la vasectomía y en cuanto la domine puede pagarme practicándosela a una persona muy importante.

—¿La conozco? —preguntó Cooper.

—Está hablando con ella —respondió Ghosh al punto—. Así que, como puede ver, tengo un interés personal en que reciba el adiestramiento más completo que sea posible. Mi auxiliar Marión me ayudará a calibrar sus habilidades. Marión, por favor, no cuentes ni una sola palabra a Hema sobre mis planes; y usted tampoco, Cooper, se lo ruego.

Éste tenía los dientes irregulares, montados unos sobre otros y tan cuadrados que parecían chicles. Hablaba con un marcado acento americano de notas discordantes, pero lo compensaba su forma de arrastrar las palabras, su actitud relajada y afable, como si en su vida nunca hubiese experimentado un momento desagradable y tampoco esperase experimentarlo.

—Ve una, haz una, enseña una. ¿No es así, amigo mío? —dijo Cooper.

—Sí, así es —corroboró Ghosh—. Se trata de una cosa fácil, aunque no tanto como parece. Hay ciertos preliminares, doctor. Siempre pido a los pacientes que se pongan un enema la noche anterior, porque nada los crispa más que estar estreñidos. Leche caliente y miel en una bolsa de enema sostenida a la altura del hombro es lo que recomiendo.

—¿Funciona?

—¿Que si funciona? Permítame explicárselo así: si por casualidad el paciente está bebiendo un whisky con soda, le succionará el vaso de la mano.

—Entendido.

—También les pido que se den un baño caliente antes. Eso los relaja… —Y soto voce añadió—: Y hace más grata mi experiencia olfativa, ¿comprende?

El paciente no había abierto la boca hasta entonces. Según me había explicado Ghosh, era asesor de la Comisión Económica para África, un experto en control demográfico casualmente padre de cinco hijas. No le molestaba toda aquella atención.

—No acabaremos nunca si no empezamos, así que vamos allá, ¿no? Marión, el calentador, por favor. —Yo ya había encendido el calentador eléctrico debajo de la mesa—. Aquí está la primera precaución. Si no quiere usted que el escroto se encoja y arrugue de forma que los huevos suban hasta las axilas, la habitación tiene que estar bien caliente. Ahora, la segunda precaución: relajación. Es muy importante. Podría ayudar un barbitúrico o un narcótico. Yo recomiendo una buena dosis de Johnny Walker, rojo o negro. Sirve cualquiera de los dos, un relajante maravilloso, y sí, también podría administrársele al paciente.

La risa de Cooper brotaba lentamente de su boca, como los grandes bancos de nubes que se extendían sobre los montes Entoto.

Yo esperaba que Cooper prestase atención. Lo había visto otras veces: cuando se destapaban por primera vez las partes íntimas del paciente, aunque la habitación estuviese templada, la piel del escroto (el músculo dartos) se arrugaba y contraía y el crémaster tiraba hacia arriba de los testículos. Luego, tras un buen trago de whisky (por parte del paciente), a quien se le servía en ese momento y no antes, el saco se distendía.

Ambos cirujanos llevaban guantes. Ghosh limpió meticulosamente la zona y colocó paños esterilizados para enmarcar el campo.

—Otro consejo, doctor Cooper. Aunque es una operación sencilla, no hay que permitir que haya hemorragia. ¿Sabe cómo es un brinjal, doctor Cooper?

—Creo que no, no señor.

—¿Berenjena…? ¿Melanzana…? ¿Eggplant? —Cooper reconoció la última palabra—. Bueno, si no se controla meticulosamente la hemorragia, tendremos una berenjena. O dos. Y ¿sabe cómo llamamos a esa complicación? La llamamos la maldita brinjal que lo jode todo. Que es también con lo que nos alimentaron durante cinco largos años en el restaurante de la Facultad de Medicina.

Serví al paciente su Johnny Walker, que lo apuró de un trago.

Me encantaba ayudar a Ghosh. Desde que me trataba como si fuese lo suficientemente mayor para aprender y entender me tomaba muy en serio mi papel. Me entusiasmaba que Cooper estuviese observando.

Ghosh, a la derecha del paciente, introdujo el pulgar y el índice en la parte superior derecha del escroto, donde se unía al cuerpo.

—Hay que palpar todas las cosas que tienen forma de cable, vasos linfáticos, arterias, nervios, etcétera. Bien, el vas deferens pertenece a ese grupo, y con la práctica puede diferenciarse del resto de los cables. Tiene la mayor proporción pared-luz de todas las estructuras tubulares del organismo, aunque parezca increíble. Aquí está. Una estructura fiageliforme. Ponga el dedo detrás del mío.

—Ya está. El vas. Aja —dijo Cooper, palpando.

—Ahora, empújelo con la punta del índice. Sosténgalo así con la yema del dedo para que no se mueva.

Las instrucciones de Ghosh a Cooper eran similares a las que me daba cuando lo ayudaba. Le encantaba enseñar, y Cooper era el tipo de alumno que estaba a la altura. Si lo deslumbraba con su pulida elocuencia, era porque Ghosh la había practicado conmigo. Para él, la práctica y la enseñanza de la medicina se hallaban estrechamente relacionadas. Sufría cuando no tenía a quien instruir. Aunque era raro que eso ocurriese, pues enseñaba de muy buen grado a una enfermera en prácticas o incluso a un familiar del paciente. A quien estuviese cerca.

—Empleo adrenalina con el anestésico local para reducir al mínimo la hemorragia. Y no hay que ser tacaño. —Vació una jeringuilla de cinco centímetros cúbicos de anestesia local en el tejido que había empujado hacia delante con el índice—. Menos cantidad y le dolerá y se le subirán los huevos a las axilas, de tal manera que tendrá que llamar a un cirujano pectoral para bajarlos. Ahora… ¿ve cómo mi índice sigue teniendo el vas estirado sobre él? Hago un pequeño corte en la piel del escroto. Sigo empujando el vas, empujándolo… y… ¡ya está! Cuando puedo verlo en la herida abierta, empleo un Allis para cogerlo. —Extrajo un trocito de tejido pálido, blanco, vermiforme—. Pongo una pinza de mosquito aquí y otra aquí y corto entre ambas. Quito un segmento de dos centímetros. Lo ideal es enviarlo a patología; de ese modo, si la esposa del paciente queda embarazada al cabo de un año, podrá enseñársele al hombre el informe del patólogo para que sepa que no fue porque no hiciese usted su trabajo, sino porque una tercera persona hizo mejor el suyo. No lo envío a patología por la sencilla razón de que no tenemos patólogo. Pero durante un tiempo hubo uno en la clínica de la embajada americana en Beirut. Yo realizaba las vasectomías del personal americano y mandaba estas pequeñas muestras que cortaba. El hombre hacía la patología de todas las embajadas americanas de África oriental y occidental y mandaba luego informes de que mis especímenes eran inadecuados: aunque él creía ver algún tejido uroepitelial, no podía estar seguro de que fuese el vas. «Es el vas», le escribía yo cada vez. «¿Qué otro tejido uroepitelial podría haber cortado? Llámalo vas». Pero él seguía quejándose: «No puedo estar seguro. No hay tejido suficiente». Empezó a fastidiarme, ¿sabe? Así que al final le mandé un par de huevos de cordero. Los metí en formol y se los envié en la misma valija diplomática con una nota: «¿Es este tejido suficiente?». A partir de entonces no volví a tener problemas con él. —Cooper rebuznaba, encogiendo e hinchando la mascarilla—. Ahora ligaré los dos extremos del corte con catgut. Y luego le digo al paciente: «Nada de relaciones con su esposa en los próximos noventa días». —Ghosh se volvió hacia el aludido y repitió la frase. El hombre asintió—. Bueno, puede relacionarse con ella, puede decirle «Buenos días, cariño» y demás, pero nada de relaciones sexuales en tres meses. —El paciente sonrió—. De acuerdo, puede mantener relaciones sexuales, pero ha de ponerse condón.

—Hago uso del interruptus—dijo el hombre, hablando por primera vez, con marcado acento de Europa oriental.

—¿Que hace uso de qué? ¿Interruptus? ¿Marcha atrás y rezar? ¡Por Dios, hombre! No me extraña que tenga cinco críos. Es muy noble por su parte intentar bajar del tren una estación antes, pero no es de fiar. No señor. Interrumpa el interruptus, hombre, a menos que quiera llegar a la media docena este año. —El polaco parecía desconcertado—. ¿Sabe cómo llamamos a los jóvenes que emplean el coitus interruptus?—preguntó Ghosh. El experto en demografía negó con un cabeceo—. ¡Les llamamos Padre! Papi. Pater. Papá. Pére. No señor, mire, he practicado la interrupción por usted. Déme tres meses y podrá decirle entonces a su señora que ya no tiene que preocuparse porque sólo disparará balas de fogueo, ya no habrá más interrupciones y podrá quedarse para el postre, el café y los puros.