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Las babuchas de Abú Kassim

Dos días después de la ejecución de Mebratu, el personal del hospital, dirigido por Adam y W. W. Gónada, celebró una fiesta de bienvenida en honor de Ghosh. Compraron una ternera, alquilaron una carpa y contrataron un cocinero.

Fue Adam quien degolló al animal. Un celador demasiado impaciente y ansioso por comer gored-gored (carne cruda de vacuno) cortó un filete fino y palpitante del lomo mientras el animal se aguantaba en pie aún con patas temblonas. Lo ataron a un árbol, lo despiezaron y llevaron la carne para prepararla a una mesa instalada al aire libre. Cuando vi que subía por el camino un jeep militar, la sangre se me heló. Los cocineros se quedaron inmóviles mientras nosotros veíamos entrar en nuestra casa a un oficial uniformado. Me dirigí hacia allí como un sonámbulo. Al llegar a la entrada, salieron el oficial, Ghosh y Hema. Shiva se hallaba a mi lado.

—Hijos, ¿sabéis quién vino a buscar la moto? —nos preguntó Ghosh, tranquilo, pues no tenía motivos para alarmarse.

Mi primera reacción fue de alivio: ¡no habían venido a llevárselo! El pánico se apoderó de mí a continuación, cuando comprendí por qué estaba allí aquel individuo. Los cinco habíamos elaborado la historia: «Vino un soldado con la llave y se llevó la moto. No hablamos con él», y ya se la habíamos repetido a Hema el día que el soldado había desaparecido, pero preocupada como estaba por la detención de su marido, no había dado ninguna importancia al asunto.

Cuando estaba ya a punto de hablar, reparé en la cara del oficial.

Era el intruso, el soldado, aquel que viniera a llevarse la moto.

Era él. Tenía su misma cara: la frente era idéntica y también los dientes, aunque no era tan flaco y desgarbado. El uniforme planchado e impecable y la gorra en la presilla del hombro le conferían un aire de militar profesional, algo de lo que carecía el intruso. Noté que la cara me cambiaba de color.

Rosina y Genet aparecieron enseguida por la esquina de la casa. La noticia se había propagado y la gente nos rodeaba.

—Vino un soldado con una llave y se la llevó —dijo Shiva.

—Sí —corroboré.

El oficial sonrió.

—¿Recuerdas algo más? ¿Algo que no me dices? —me preguntó amablemente en inglés, inclinándose hacia mí.

—Ah, aquí está Rosina —terció Ghosh, y añadió en amárico—: Este oficial quiere saber qué fue de la moto de Zemui.

Nuestra antigua niñera hizo una reverencia, que me llevó a pensar en la cortesía que mostrara ante el ladrón y en lo provocativas que habían sido las palabras que había empleado entonces. Confié en que fuese prudente.

—Sí, señor. Yo estaba con los niños cuando vino. —Se interrumpió y se llevó el borde del shama a la boca, abriendo mucho los ojos—. Perdóneme, señor. Aquel hombre… se parecía muchísimo a usted. Cuando le he visto la cara… Perdone. —Volvió a hacer una reverencia—. Él no era… él no era tan amable como usted. Vestía… no vestía como usted.

—Venimos de la misma madre —repuso el oficial con una sonrisa irónica—. Es verdad, se parece a mí. ¿Cómo iba vestido?

—Llevaba sólo la chaqueta militar, sin camisa. Una camiseta blanca debajo. Botas, pantalones.

—¿Le pareció que estaba bien?

—Tenía un revólver metido aquí —dijo ella, al tiempo que señalaba la cintura—, en vez de llevarlo en su…

—¿Pistolera? —completó el hermano.

—Sí. Y parecía… tenía los ojos enrojecidos. Como si estuviera…

—¿Borracho? —añadió en voz baja—. ¿Le preguntó por qué quería la moto?

—Por favor, señor, llevaba un arma. Parecía muy enfadado. Tenía la llave.

—¿Qué le dijo?

—El… Bueno, dijo muchas cosas. Que se llevaba la moto. Yo no dije nada.

Aunque se había apartado del guión preparado, pareció que funcionaba.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido de la moto? —preguntó Shiva en inglés, manteniendo el rostro inexpresivo. Me asombró su sangre fría.

—Bueno, eso es lo que no sabemos —dijo el oficial en un inglés perfecto, y su actitud se suavizó—. No tenía por qué llevarse la moto. El ejército no le habría autorizado a quedársela bajo ningún concepto. —Hizo una pausa, como sopesando si añadir algo más—. No se le ha visto desde que vino aquí —prosiguió al fin, dirigiéndose a Ghosh y Hema—. Estoy destinado en Diré Dawa, así que no me enteré de que se había ausentado sin permiso hasta hace dos semanas. Le dijo a una mujer que iba a recoger una moto. —Se volvió hacia nosotros—. Así que visteis que se la llevaba…

—Yo oí el ruido —dije.

El asintió.

—Doctor, ¿le importa que echemos un vistazo por aquí…?

—Por supuesto que no —contestó Ghosh.

Tuve la sensación de que el cielo se precipitaba y me aplastaba cuando el oficial y su chófer se dirigieron a la parte trasera de la casa y bajaron luego por el camino para coches. ¿Habíamos conseguido tanto, que Ghosh estuviera libre, sólo para que el militar nos mandase otra vez al infierno? Genet me miró furiosa, mientras Rosina se acuclillaba y se aplicaba a los dientes una ramita de eucalipto. Los dos hombres caminaron hasta el saliente, dieron la vuelta hacia la rotonda y se perdieron de vista. Si a su regreso se dirigían al cobertizo de las herramientas, estábamos perdidos. La moto se hallaba bien escondida, pero no para alguien que se propusiese encontrarla.

Volvieron después de lo que se me antojó una eternidad.

—Gracias —dijo el oficial, estrechando la mano de Ghosh—. Me temo lo peor. El día que regresó el emperador, algunos soldados se apoderaron de mucho dinero, asunto con el que mi hermano tuvo algo que ver. Tal vez sea mejor que haya desaparecido.

Cuando perdimos de vista el jeep, Ghosh se quedó mirándonos unos instantes detenidamente, y se dio cuenta de que pasaba algo, pero no hizo preguntas. Al volver él y Hema a casa, fui hasta la esquina y vomité. Genet y Shiva me siguieron, pero les pedí que me dejaran. El sistema gastrointestinal tiene su propio cerebro, su propia conciencia.

En la carpa, las sillas plegables se tambaleaban sobre la blanda hierba. Pronto se asentaron las mesas con el peso de las jarras de tejy los platos de comida. El kitfo (carne cruda picada mezclada con kibe, mantequilla clarificada y especiada) era mi plato preferido, pues aunque en casa nunca lo tomábamos, lo había comido desde que era bebé en la de Rosina o en la de Gebrew. Aquel día no tenía apetito. La inyera se amontonaba en la mesa como servilletas. Todos comían gored-gored, aquellos cuadraditos de carne cruda que se untaban en una salsa de pimienta muy picante. No paraban de llegar platos: albóndigas, curry de carne, curry de lentejas, lengua y riñones. Lo que aquella misma mañana había estado pastando bajo un árbol, rápidamente se hallaba ahora sobre la mesa.

Ghosh se sentó en un sillón que había en un estrado. Las enfermeras, las estudiantes de enfermería y los demás empleados del hospital le fueron estrechando uno a uno la mano, mientras alababan a los santos por permitirle sobrevivir a la prueba.

Rosina no acudió, pero descubrí a Genet en un rincón de la carpa y me senté a su lado. Vestida de negro, sirviéndose la comida en el plato, parecía una prima adusta y distante de mi amiga. Apenas había abandonado la casa desde la muerte de Zemui. Cuando se acercó un celador y la saludó besándola en las mejillas, casi ni le contestó.

—¿Cuándo volverás al colegio? —le pregunté—. ¿Cuándo empezarás a comer otra vez con nosotros?

—Ellos mataron a mi padre. ¿Acaso lo has olvidado? No me interesa el colegio —me contestó, y añadió en un susurro—: Dime la verdad. Se lo has contado a Ghosh, ¿eh?

—¡No le he contado nada!

—Pero pensabas hacerlo, ¿a que sí? ¡No me mientas!

Tenía razón. Cuando sentí los brazos de Ghosh rodeándome por primera vez en el patio de la prisión, afloró a mis labios una confesión, al punto que tuve que mordérmelos y tragármela.

—¿Desde cuándo es un delito pensar? No me mires de ese modo —le dije.

Cogió el plato y fue a sentarse lejos. Yo no tenía mucha fe en mí mismo, pero necesitaba que ella creyese más en mí. Me dolía que ya no me viese como el héroe que había matado al intruso.

Al final de la tarde retiraron la carpa y empezaron a llegar visitantes de fuera, pues la noticia de que Ghosh estaba libre ya se había difundido. Era un momento agridulce para Evangeline y la señora Reddy, porque aunque Ghosh había vuelto, el general Mebratu se había ido para siempre. «Era tan joven, tan joven para morir», repetía sin cesar Evangeline, enjugándose las lágrimas, mientras la señora Reddy la consolaba apoyándole la cabeza en su generoso pecho. Habían traído una olla enorme de biriyani de pollo y el encurtido de mango muy picante que tanto gustaba a Ghosh. «Es vuestra segunda luna de miel, querido», le dijo Evangeline, y le hizo un guiño a Hema. Adid, viejo amigo de los dos, llegó con tres pollos vivos atados por las patas, que entregó a Almaz, y luego se sacudió las plumas de la impecable camisa blanca que llevaba sobre un amplio ma'awis de cuadros escoceses largo hasta las sandalias. Después llegó Babu, el compañero habitual de bridge del general, con una botella de Pinch, la bebida preferida de Mebratu. Al caer la noche, se habló de sacar las cartas en honor de los viejos tiempos, y me daba la impresión de que en cualquier momento subirían por la cuesta Zemui y el general.

La atmósfera de la casa estaba muy cargada, así que abrí las ventanas delante y detrás. En un momento dado, Ghosh se retiró al dormitorio para quitarse el jersey y Hema lo acompañó. Los seguí y me quedé en el umbral. Ghosh fue al baño a cepillarse los dientes, como si le costara volver a habituarse a la novedad del agua corriente, mientras Hema, apoyada contra el marco de la puerta del baño, miraba el reflejo de su marido en el espejo del tocador.

—He estado pensando… —oí decir a Ghosh—. Hemos tenido unos cuantos años buenos, tal vez deberíamos irnos… antes del siguiente golpe.

—¿Cómo? ¿Volver a la India?

—No… Los niños habrían de aprender hindi o tamil como segundo idioma obligatorio, y ya es demasiado tarde. No olvides por qué nos marchamos de allí.

No sabían que yo estaba escuchando.

—Se han ido muchísimos profesores indios de aquí a Zambia —señaló Hema.

—Y también a América. ¿Al condado de Cook? —propuso él, y se echó a reír.

—Mejor Persia. Dicen que allí las necesidades son inmensas, igual que aquí, pero tienen toneladas de dinero para gastar.

¿Zambia? ¿Persia? ¿Acaso bromeaban? Aquel país al que se referían era el mío, el lugar donde había nacido. No cabía duda de que su potencial para la violencia y el caos había quedado demostrado. Pero era nuestro hogar. ¿No sería mucho peor que te torturasen en un país extranjero?

«Hemos tenido unos cuantos años buenos».

Aquellas palabras de Ghosh fueron como una patada en el plexo solar. Aquél era mi país, pero de pronto me daba cuenta de que no era el de ellos. No habían nacido allí. ¿Su trabajo sólo era bueno mientras durase? Me alejé.

Salí al césped. Recuerdo el aire de aquella noche, tan fresco y vigorizante como para resucitar a los muertos. La fragancia a eucalipto que alimentaba un fuego doméstico, el olor a hierba mojada, a combustible de estiércol, a tabaco, el aire fresco y limpio y el perfume de centenares de rosas… aquél era el aroma del Missing; mejor aún: el de un continente.

Yo podía ser un hijo no deseado y mi nacimiento, una catástrofe; podía ser el hijo bastardo de una monja desdichada y un padre desaparecido, un asesino a sangre fría capaz de mentir al hermano del hombre al que había matado, pero aquel suelo cenagoso que alimentaba los rosales de la enfermera jefe estaba en mi sangre. Pronunciaba «Etiopía», como un nativo; que los nacidos en otras tierras dijesen «E-tii-o-pii-ia», igual que si fuese un nombre compuesto del tipo Sharm el-Sheij o Dar es Salaam o Río de Janeiro. Los montes Entoto, al desaparecer en la oscuridad, enmarcaban mi horizonte. Si me marchaba de allí, aquellos montes volverían a hundirse en la tierra, se sumergirían en la nada; necesitaban que los mirase, que contemplase sus laderas arboladas, lo mismo que me hacían falta para asegurarme de que seguía vivo. El firmamento estrellado también era mi derecho de primogenitura. Un jardinero celestial sembraba semillas de meskel para que floreciesen y dieran la bienvenida a las margaritas al terminar la estación de las lluvias. Hasta la Tierra Ahogadiza, las pestilentes arenas movedizas detrás del Missing, que se habían tragado un caballo, un perro, un hombre y sabe Dios cuántas cosas más, hasta eso reivindicaba.

Luz y oscuridad.

El general y el emperador.

El bien y el mal.

Todas las posibilidades residían en mi interior y me exigían estar allí. Si me marchaba, ¿qué quedaría de mí?

A las once en punto, Ghosh se disculpó con las visitas que seguían en la sala y fue a nuestra habitación, seguido de Hema.

—No dormimos aquí desde que te fuiste —comentó Shiva.

Ghosh se sintió conmovido. Se echó en el centro de la cama y nosotros nos acurrucamos a cada lado, mientras Hema se sentaba a los pies.

—En la prisión apagaban las luces a las ocho, y entonces cada uno tenía que contar una historia. Era nuestro entretenimiento. Yo narraba historias de los libros que leía con vosotros en este cuarto. Uno de mis compañeros de celda, un comerciante, Tawfíq, contó la de Abú Kassim.

Se trataba de un cuento bien conocido por todos los niños africanos: Abú Kassim, un pobre comerciante de Bagdad, había conservado sus maltrechas y remendadas babuchas a pesar de que eran objeto de burla, al punto de que al final ni siquiera él tenía valor para mirarlas. Pero todos sus intentos de deshacerse de ellas habían acabado fatal. Cuando las tiró por la ventana, fueron a dar contra la cabeza de una mujer embarazada, que abortó. Y encarcelaron a Abú Kassim. Cuando las tiró al canal, atascaron el desagüe principal y provocaron una inundación. Y el hombre volvió a prisión…

—Cuando Tawfíq terminó de contar su historia, otro preso, un anciano sereno y muy digno, comentó: «Abú Kassim habría hecho mejor construyendo una habitación especial para sus babuchas. ¿Por qué intentar deshacerse de ellas? Nunca lo conseguirá», y se echó a reír, satisfecho por haberlo dicho. Aquella noche murió mientras dormía.

»La noche siguiente guardamos silencio por respeto al anciano y no contamos ninguna historia. Oí llorar a los hombres en la oscuridad. Ése era siempre el momento más duro para mí. Ay, hijos, imaginaba que estabais los dos pegados a mí, como ahora, y la cara de Hema delante.

»La tercera noche, estábamos deseando hablar de Abú Kassim. Todos éramos de la misma opinión: el anciano tenía razón. Las babuchas de la historia significan que cuanto ves, haces y tocas, las semillas que siembras o dejas de sembrar, se convierten en parte de tu destino. Conocí a Hema en la sala séptica del Hospital General de la India, en Madrás, lo que me trajo a este continente. A causa de ello, se me concedió el mayor regalo de mi vida: ser vuestro padre. Debido a eso, operé al general Mebratu y nos hicimos amigos. Dado que era mi amigo, fui a la cárcel. Puesto que era médico, ayudé a salvarlo y me pusieron en libertad. Debido a que lo salvé, podrían ahorcarme… ¿Comprendéis a qué me refiero? —Yo no lo entendía, pero hablaba con tanta pasión que no quería interrumpirle—. Como no conocí a mi padre, creía que no tenía importancia para mí. Sin embargo, mi hermana sentía su ausencia con tanta intensidad que eso la amargó, al punto de que tenga lo que tenga ahora, o lo que llegue a poseer, nunca será suficiente. —Suspiró—. Compensé la ausencia paterna acumulando conocimiento, habilidades, buscando alabanza. Lo que entendí por fin en Kerchele es que ni mi hermana ni yo nos percatamos de que la ausencia de nuestro padre son nuestras babuchas. Para poder empezar a librarte de ellas, tienes que admitir que son tuyas. Y si lo haces, entonces desaparecerán solas.

No sabía nada de aquel asunto, de que el padre de Ghosh había muerto cuando él era niño. Su situación era similar a la nuestra, pero al menos nosotros lo teníamos a él, de modo que tal vez su caso fuera peor que el nuestro.

—Espero que un día —añadió, suspirando— lo comprendáis con tanta claridad como yo lo entendí en Kerchele. La clave de vuestra felicidad es aceptar vuestras babuchas, lo que sois, vuestro aspecto, a vuestra familia, las dotes que tenéis y las que no tenéis. Si seguís repitiendo que vuestras babuchas no son vuestras, moriréis buscando y amargados, creyendo siempre que os habían prometido más. «No sólo se convierten en nuestro destino nuestras acciones, sino también nuestras omisiones».

* * *

Cuando Ghosh se marchó, me pregunté si acaso aquel militar sería mis babuchas, en cuyo caso ya habían vuelto una vez en la forma de su hermano. ¿Qué forma adoptarían la próxima?

Noté que alguien alzaba la mosquitera en el instante que mis pensamientos empezaban a seguir secuencias ilógicas, preludio del sueño. Nada más verla, ella se sentó sobre mi pecho y me sujetó los brazos.

Podría habérmela quitado de encima, pero no lo hice. Me gustó sentir su cuerpo sobre el mío y también el leve aroma a carbón e incienso de su ropa. Tal vez hubiese venido para compensar lo brusca que había sido antes conmigo. Debía de haber entrado por una ventana abierta.

A la luz del pasillo, distinguí su sonrisa fija.

—¿Qué, Marión? ¿Le contaste a Ghosh lo del ladrón?

—Si estabas aquí escondida ya lo sabrás.

Shiva despertó, nos miró, se dio la vuelta y cerró los ojos.

—Estuviste a punto de decírselo al oficial, a su hermano.

—No lo hice. Sólo estaba sorprendido…

—Creemos que se lo contaste a Hema y Ghosh.

—Por supuesto que no. Nunca lo haría.

—¿Por qué?

—Tú sabes por qué. Si se supiese, nos ahorcarían.

—No; nos ahorcarán seguro a mi madre y a mí. Por tu culpa.

—Sueño con la cara de aquel hombre.

—Yo también. Todas las noches vuelvo a matarlo. Me habría gustado hacerlo yo.

—Fue un accidente.

—Si lo hubiese matado yo, no lo llamaría accidente. En ese caso, no tendríamos por qué preocuparnos.

—Es muy fácil hablar así porque no lo mataste tú.

—Mi madre cree que lo contarás. Estamos preocupadas por ti.

—¿Qué? Bueno, dile a Rosina que no se preocupe.

—Se te escapará cualquier día y nos matarán a todos.

—Vamos, déjalo ya. Si sabes que lo contaré, ¿por qué me lo dices? Líbrate de mí ahora.

Se deslizó hasta que su cuerpo quedó sobre el mío con las piernas y los brazos abiertos. Su rostro se cernía sobre mí y por un momento creí que iba a besarme, lo cual hubiese resultado muy extraño, teniendo en cuenta lo que estábamos diciendo. Examiné sus ojos tan cerca de los míos, la mácula del iris derecho; su aliento sobre mi rostro era dulce, grato. Imaginaba la peligrosa beldad en que se convertiría. Recordé la última vez que habíamos estado tan cerca el uno del otro, en la despensa.

Se le dilataron las pupilas y entornó los párpados.

Entonces sentí algo cálido donde sus muslos se apoyaban en los míos, un calor que iba extendiéndose.

Noté que un fluido me empapaba el pijama. Bajo la mosquitera el aire se colmó de olor a orina fresca. Genet puso los ojos en blanco y echó la cabeza atrás. Se estremeció y arqueó el cuello, tensando los músculos infraiohideos.

—Esto es para que no olvides tu promesa —dijo bajando la vista, y a continuación saltó de la cama, para desaparecer antes de que me diese tiempo a reaccionar.

Me incorporé, dispuesto a seguirla, a hacerla pedazos, pero Shiva me contuvo, por su deseo de ser un pacificador o de protegerla, no lo sé. Mantenía la vista baja, procurando no mirarme. Yo temblaba de cólera mientras él retiraba la ropa de cama. Tenía el pantalón del pijama empapado, pero a él no le había mojado. En el baño, llenó la bañera y me metí en ella. Él se sentó en un taburete bajo y me acompañó en silencio. No intercambiamos una sola palabra. Cuando volvimos al dormitorio y estaba poniéndome un pijama limpio, entró Ghosh.

—He visto que teníais la luz encendida. ¿Qué ha pasado?

—Un accidente —contesté, y Shiva no dijo nada. El olor era inconfundible. Me sentí avergonzado. Podía haberle contado lo de Genet, pero no lo hice. Abrí la ventana para que corriera aire.

Ghosh limpió el colchón y nos ayudó a darle la vuelta. Nos trajo sábanas limpias y enseguida hizo la cama. Me di cuenta de que estaba preocupado.

—Vuelve con las visitas —le dije—. No nos ocurre nada malo, de verdad.

—¡Ay, hijos, hijos! —exclamó, sentándose al borde de la cama. Creía que me había orinado en la cama—. No puedo imaginar por lo que habéis pasado.

Eso era verdad, no podía imaginarlo. Y probablemente nosotros tampoco lo que había sufrido él.

—No volveré a dejaros —prometió con un suspiro.

Sentí una punzada en el pecho y de pronto me abrumó el deseo de pedirle que retirase aquellas palabras, pues había hablado como si sólo dependiese de él decidirlo, como si se hubiese olvidado del destino y las babuchas.