28
El buen médico

Desperté antes del amanecer y corrí a la habitación del autoclave todo lo rápido que me permitía la oscuridad. Un pensamiento había interrumpido mi sueño: ¿y si la hermana Mary Joseph Praise pudiese interceder para que liberaran a Ghosh? Mi «padre» nunca llegaría, pero ¿y si mi madre natural sólo estuviese esperando a que se lo pidiera? Confiaba en que no tuviese en cuenta mi larga ausencia de la silla de su escritorio.

Me senté y miré aquella estampa del Éxtasis de santa Teresa, aunque sólo distinguía vagamente los contornos, pues no había dado la luz, y tenía la sensación de estar en un confesionario, aunque no experimentase ningún deseo de confesarme. Permanecí unos diez minutos en silencio.

—¿Sabes que durante mucho tiempo creí que los niños venían en parejas? —dije por fin, para entablar conversación, pues no quería hablarle inmediatamente de Ghosh ni del favor que iba a pedirle—. Kuchulu tiene cuatro cachorros o seis cada vez. En la granja de Mulu vi una cerda que había tenido doce.

»Nosotros somos gemelos idénticos, aunque en realidad no seamos del todo iguales. Al menos, no de la manera en que lo son dos billetes de un birr, que sólo se diferencian en el número de serie. En realidad, Shiva es mi imagen especular.

»Yo soy diestro y Shiva zurdo. Yo tengo un remolino en la nuca, a la izquierda, y él a la derecha.

Me llevé la mano a la nariz, pero ése era otro asunto que no iba a contarle. Un mes antes del golpe de estado había tenido un enfrentamiento con Walid, que había estado burlándose de mí por mi nombre (un blanco muy fácil). De pronto me encontré derribado de un cabezazo (una testa) y la lucha acabó para mí. Según algunos, testa («cabeza» en italiano) es un antiguo arte marcial etíope, aunque si lo es, no hay dojos ni cinturones, sólo un montón de narices rotas. La única defensa contra el «gran capón» es bajar la cabeza. Walid empleó su testa cuando yo no lo esperaba.

Para mi sorpresa, en aquella ocasión Shiva me ayudó a levantarme, pues aunque era capaz de gran empatía ante el sufrimiento de los animales y las mujeres embarazadas, podía mostrarse beatíficamente indiferente ante el dolor de los demás seres humanos, sobre todo si la causa era él. Observé con asombro cómo se enfrentaba a Walid, que reaccionó con otro testarazo. Los huesos frontales se encontraron en un choque terrible. Cuando reuní valor para mirar, vi a Shiva de pie como si no hubiese pasado nada. Los chicos pequeños acudieron corriendo como buitres a la carroña, porque la caída de un abusón siempre es una gran noticia. Walid estaba en el suelo boca arriba; se levantó y volvió a intentarlo. El golpe de sus cabezas me infundió un miedo cerval por mi hermano, pero él apenas pestañeó, mientras que Walid quedó fuera de combate, con un corte profundo en la cabeza. Cuando se reincorporó a las clases, era una persona apagada y sin brío.

Aquella noche, Shiva me permitió que le explorara la cabeza: descubrí que tenía una ligera prominencia en la coronilla, de la que yo carecía, y los huesos frontales muy gruesos y duros como el acero. Mi topografía era diferente. En una ocasión había preguntado a Ghosh cuál podría ser la razón, y él había postulado que los instrumentos utilizados en Shiva en el momento de su nacimiento quizá fueran la causa de que los huesos de la cabeza curasen de aquel modo. Tal vez se relacionase asimismo con el hecho de que estuviéramos «unidos», pero yo era demasiado orgulloso para preguntarle qué quería decir exactamente eso.

Había un libro tamaño folio de la biblioteca del British Council con imágenes de Chang y Eng, de Siam, los gemelos siameses más famosos. Unas cuantas páginas más allá se veía un retrato del indio Lalu, que recorrió el mundo como un fenómeno de circo, pues un «gemelo parasitario le salía del pecho». En la ilustración se le veía en bañador y de su tórax desnudo brotaban dos nalgas y unas piernas. Me daba la impresión de que el gemelo parasitario no «emergía de Lalu», sino que estaba metiéndose en él.

Cuando por fin logré apartar los ojos de las fotografías, cada palabra del texto supuso una revelación. Me enteré de que si dos embriones crecían al mismo tiempo en el interior de la madre, el resultado eran falsos gemelos, que no se parecían y podían ser niño y niña. Pero si un solo embrión se escindía muy pronto en el útero en dos mitades separadas, nacían gemelos idénticos, como Shiva y yo. Los gemelos unidos eran, pues, gemelos idénticos en que la temprana escisión del óvulo fertilizado en dos mitades resultaba incompleta, de forma que ambas partes permanecían unidas. Como consecuencia, podía darse el caso de Chang y Eng, dos individuos unidos por el vientre o por algún otro punto, pero también el de las partes desiguales, como Lalu y su gemelo parásito.

—¿Sabías que Shiva y yo éramos craneópagos, que estábamos unidos por la cabeza? —le pregunté a la hermana Praise—. Nos separaron al nacer, cortando la unión. No les quedó más remedio, pues estaba sangrando. Guardé un largo silencio y confiaba que ella comprendiese que lo hacía por consideración, pues era egoísta por mi parte mencionar nuestro nacimiento cuando coincidía con su muerte. Por un rato largo y embarazoso estuve callado.

—¿Puedes sacar a Ghosh de la cárcel, por favor? —Ya estaba dicho.

Esperé la respuesta. En el silencio que siguió, me sentí presa de la vergüenza y el remordimiento. No le había dicho que había arrancado la hoja de Lalu y salido de la biblioteca con ella, ni tampoco comentado el asesinato del soldado ni el temor de recibir algún día un castigo terrible.

Y me guardé otra cosa, algo que sólo había comprendido tras ver las fotos de Lalu y de Chang y Eng: el tubo carnoso que nos unía a Shiva y a mí había sido cortado y había desaparecido hacía mucho, pero en realidad, aún estaba ahí, aún nos unía. La fotografía de Lalu reflejaba lo que yo mismo sentía: era como si partes de mí siguiesen pegadas a Shiva y partes de él estuviesen dentro de mí. Para bien o para mal, me hallaba unido a Shiva. El tubo seguía allí.

¿Qué habría pasado si ShivaMarion anduviesen por ahí con las cabezas unidas o (imaginadlo) compartiesen un tronco con dos cuellos?

¿Habría querido abrirme camino (abrirnos) en el mundo de aquel modo? ¿O habría deseado que los médicos intentasen separarnos a toda costa?

Pero nadie nos había dado esa posibilidad. Nos habían separado, habían cortado el tallo que nos unía. ¿Quién podía asegurar que el hecho de que Shiva fuese tan distinto, con aquel mundo interior suyo cerrado y circunscrito, que no pedía nada a los demás, no se debía a la separación, o que mi inquietud, mi sensación de estar incompleto, no surgiera en aquel momento? Y en el fondo, seguíamos siendo uno, seguíamos unidos nos gustase o no.

Abandoné bruscamente la habitación del autoclave sin despedirme siquiera. ¿Cómo podía esperar que la hermana me ayudase cuando le ocultaba tantas cosas?

No merecía su intercesión.

Así que me quedé atónito cuando una hora después llegó su respuesta, que adoptó la forma de nota críptica en un bloc de recetas del hospital ruso y que entregó a Gebrew su homólogo Teshome en las verjas del centro ruso. Teshome aseguró que se la había dado un médico ruso que le había obligado a jurar que no revelaría su identidad. El doctor había escrito en un lado: «Ghosh está bien. No hay ningún peligro». Y en la otra cara, escrito por su puño y letra, leímos: «Hijos, ASENTAD VUESTRO VALOR HASTA LA TENACIDAD. Gracias, Almaz, pero no hace falta esperar. Enfermera jefe, tenga la bondad de recurrir a cuantos nos deban algún favor. Espero que la encantadora novia renueve el contrato anual. Besos, G».

Volví a la habitación del autoclave. De pie detrás de la silla como un penitente, di las gracias a la hermana Mary Joseph Praise. Se lo conté todo, sin guardarme nada. Le pedí perdón… y que siguiese ayudándonos a liberar a Ghosh.

Empecé a ver a Almaz de modo distinto, valoré su fuerza y resolución silenciosas en la vigilia nocturna que había mantenido a las puertas de la prisión de Kerchele; lo que pudiese faltarle en ilustración lo compensaba con su fuerza de carácter y su lealtad.

Sin embargo, yo había perdido todo respeto por el emperador. Hasta la propia Almaz, siempre monárquica incondicional, sufría una crisis de fe.

Nadie creía realmente que Ghosh hubiese participado en el golpe. El problema era (y lo mismo sucedía con los centenares de detenidos) que quien tomaba todas las decisiones era su majestad Haile Selassie en persona, el cual ni delegaba ni tenía prisa.

Todas las tardes íbamos a Kerchele para entregar los únicos alimentos que nos estaban permitidos, y a recoger el recipiente en que habíamos llevado los del día anterior. Los familiares que aguardaban a las puertas de la cárcel ya constituían nuestra familia. Aquél era también el lugar más fecundo en información y rumores verosímiles: allí nos enteramos de que el emperador daba un paseo matutino por los jardines de palacio, durante el cual los ministros de Seguridad, de Asuntos Internos y de la Pluma se turnaban para despachar con él. Caminaban a tres pasos por detrás de su majestad al tiempo que iban informándole de los rumores y acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, cada uno de ellos temiéndose que el anterior le tendiera una trampa al comentar algún asunto que luego él no mencionase. Los generadores de los rumores no tenían claro si el hecho de que la perrita Lulú, adivina real, se orinara en los zapatos de alguien era un indicador de que se podía confiar en él o si se hallaba bajo sospecha… De este tipo de cosas nos enterábamos cuando íbamos a Kerchele.

Justo veinticuatro horas después de mi visita a la hermana Praise, nos permitieron ver a Ghosh.

El patio de la prisión, con césped y aquellos enormes árboles umbrosos, parecía el marco de una merienda campestre. Bajo las copas de los árboles, los presos se nos antojaban arbolillos sin hojas.

Localicé enseguida a Ghosh, y Shiva y yo nos arrojamos en sus brazos. Hasta que estábamos abrazándole no nos dimos cuenta de que le habían afeitado la cabeza y su rostro había enflaquecido. Lo que sí noté al instante fue que el pecho dejó de dolerme por primera vez en un mes. El olor de su ropa y su persona era tosco y comunal, lo cual me entristeció, pues era señal de su degradación. Nos apartamos para que se acercaran Hema y la enfermera jefe. Pero no le solté la mano, porque temía que se esfumara. Algunos hombres mejoran cuando adelgazan, pero Ghosh parecía disminuido, sin mofletes y papada.

Almaz se quedó atrás, con la cara casi cubierta por el extremo del shama, esperando. Entonces Ghosh se separó de Hema y la enfermera jefe y se le acercó. Ella le hizo una reverencia, se dobló como si fuese a tocarle los pies, pero Ghosh la aferró por los brazos para evitarlo, la obligó a incorporarse y le besó las manos. Después la abrazó. Dijo que le había alegrado mucho verla allí esperando y saludando cuando lo sacaban en los furgones y al regresar a la prisión, aunque supiese que ella no le veía. Almaz, en cuya dentadura nunca me había fijado, sonreía de oreja a oreja con los ojos llenos de lágrimas.

—Mi único sufrimiento ha sido la preocupación por todos vosotros. No sabía si habían detenido también a Hema. O a la enfermera jefe. Cuando vi a Almaz en el patio de la prisión, enseñando la fotografía de la familia enmarcada, comprendí que quería decirme que estabais todos bien. Me tranquilizaste, Almaz.

Ninguno de nosotros supo hasta entonces que la vigilia de la sirvienta incluía la foto familiar, ni que siempre que un coche entraba o salía de la prisión ella se levantaba, mostraba la imagen y sonreía.

El tiempo apremiaba, así que presionamos a Ghosh para que nos lo contase todo. No creo que quisiera alarmarnos, pero tampoco podía mentir.

—La primera noche fue la peor. Me encerraron en aquella jaula —dijo, señalando un barracón sucio y bajo que parecía un almacén—. Es un espacio pequeño, ni siquiera puedes ponerte de pie, donde meten a los delincuentes comunes, asesinos, muchachos vagabundos, carteristas. La atmósfera es terrible. Y por la noche cierran la puerta y no se puede respirar. Ese tipo, un animal, es el encargado y decide dónde duerme cada uno. Sólo se respira un poco de aire junto a la puerta, y allí me dejó dormir a cambio del reloj de pulsera. Creo que si hubiese tenido que pasar otra noche en esa jaula habría muerto. Sin sábanas, sin mantas, sobre el suelo frío. Cuando amaneció, ya estaba rascándome los piojos.

»Vino de palacio un comandante con instrucciones de llevarme al hospital militar y proporcionarme lo que necesitase para curar al general Mebratu, pues el emperador no confiaba mucho en los médicos que estaban a su cargo. El comandante se indignó cuando descubrió cómo había pasado la noche y que cojeaba y tenía la cara hinchada. Me llevó al hospital militar, donde pude ducharme, despiojarme y cambiarme de ropa.

»Allí me enseñaron las radiografías del general Mebratu y luego me condujeron a verlo. ¿Y a quién me encontré sino a Slava, el doctor Yaroslav, del hospital ruso? Temblaba descontrolado y no tenía buen aspecto. En cuanto a Mebratu, estaba sumido en un profundo sueño, o inconsciente. Slava me dijo que los médicos etíopes no se acercaban al general, pues les aterraba pensar lo que les pasaría si se muriese, así como que sospechasen que eran partidarios suyos si se salvaba. «Slava, dime si está sedado y si ya estaba así cuando lo viste», le dije. Me explicó que cuando había llegado el general estaba plenamente consciente, hablando, sin debilidad en las manos ni en las piernas. «No soy partidario de la sedación», aseguró. Durante todo ese tiempo nos había acompañado una médica rusa, una mujer joven, la doctora Yekaterina, que dijo: «La sedación es muy bien. Tiene herida en cabeza. Hay que operar». «Las heridas en la cabeza sólo son importantes porque la cabeza contiene el cerebro. Esa bala no está cerca del cerebro». «¡Cómo llamas esto!», exclamó señalándome el ojo. «Camarada, yo lo llamo órbita», contesté. Yekaterina no tenía buena opinión de mí y a mí no me gustaba la forma despectiva con que trataba a Slava. Tal vez sea alcohólico, pero antes de que lo desterrasen a Etiopía era un pionero en ortopedia. Me dijo a espaldas de ella: «¡Del KGB!». Llamé al comandante y le pregunté: «¿Cuáles son sus instrucciones respecto a mi autoridad?». «Lo que necesite. Está al mando. Ordenes directas de su majestad». «Bien, pues que esta doctora regrese al hospital Balcha, y no permitan que vuelva. Necesito brandy medicinal, sales y que instalen en esta habitación dos camas para Slava y para mí», repuse entonces. Puse al general Mebratu todo el antibiótico que había y di brandy a Slava, de modo que dejó de temblar. A continuación, desbridamos los dos el ojo del general; allí mismo en la cama, extirpamos lo que colgaba sin intentar hacer mucho más. El general no se movió. Yo no había pensado en cómo extraer la bala.

»Durante las dos noches siguientes, que pasé acompañado de Slava, dormí en una cama normal. Los efectos de la sedación comunista duraron tres días. «Slava, ¿la dosis de sedante no sería por casualidad para un caballo?», exclamé. «No, pero ¡se la inyectó un jamelgo llamado Yekaterina!», contestó.

»Cuando el general Mebratu despertó, estaba en buena forma, aparte de un ligero dolor de cabeza y voz gangosa. No permitieron que me quedara más tiempo con él, y también echaron a Slava. Os escribí la nota entonces. Cuando volví a la prisión me metieron en una celda normal con algunos compañeros decentes. Me llevaban un par de veces al día a vendar la herida, pero sólo me permitieron intercambiar unas palabras con el general.

Yo ya había reparado en dos ratas gigantes que salían a plena luz del día de un vertedero que había entre dos edificios. Ghosh nos ocultaba cosas, pero tampoco nosotros se lo contábamos todo.

A partir de aquel día nos dejaron visitarlo dos veces por semana. Sólo nos restaba por saber cuándo lo pondrían en libertad.

Los pacientes importantes de Ghosh pasaron por casa uno tras otro para recoger cosas que él necesitaba: una determinada pluma, más libros, un papel que estaba en cierto montón. Traían consigo una nota latinizada con la letra de Ghosh, una receta de una mixtura especial, que yo llevaba a Adam, el boticario.

Durante su ausencia, comprendí la clase de médico que era. Al menos en mi opinión, aquellos miembros de la familia real, ministros o diplomáticos, no estaban gravemente enfermos. Aunque carecían de poder para sacarlo de la cárcel, sí podían entrar en ella a verlo. Ghosh les bajaba el párpado inferior para examinar el color de la conjuntiva, les pedía que sacaran la lengua y, sin retirar el dedo de su muñeca, se las arreglaba para diagnosticar y tranquilizar. La denominación moderna «médico de familia» se queda corta en su caso.

Tres semanas después de nuestra primera visita a Ghosh, el general Mebratu fue sometido ajuicio, en lo que fue un espectáculo dirigido a los observadores internacionales. Un periódico clandestino publicó reportajes del juicio, como también unos cuantos periódicos extranjeros. El general Mebratu, orgulloso y sin mostrar arrepentimiento, no se retractó de lo hecho. Su porte impresionó a los presentes en la sala. Desde el banco de los acusados predicó su mensaje: reforma agraria, reforma política y abolición de las leyes que reducían a los campesinos a la condición de esclavos. Quienes habían luchado para desbaratar el golpe de Mebratu ahora se preguntaban por qué se habían opuesto a él. Nos enteramos de que un grupo de jóvenes oficiales había planeado liberarlo de la prisión, pero Mebratu se había opuesto; la muerte de sus hombres pesaba sobre él. El tribunal lo condenó a la horca. Sus últimas palabras en la sala del juicio fueron: «Les diré a los otros que la semilla que plantamos ha logrado arraigar».

* * *

La noche del día cuarenta y nueve de cautividad de Ghosh, un taxi subió por nuestro camino para coches y dobló hacia la parte de atrás. Cuando oí los gritos de Almaz, traté de adivinar a qué nueva calamidad nos enfrentábamos.

Allí estaba nuestro Ghosh, que bajó del taxi y examinó la casa como si jamás la hubiese visto. Gebrew, que se había subido al estribo del vehículo en la entrada, descendió de un salto, palmoteando de alegría, y entró brincando. Genet y Rosina salieron de su casa. Bailamos alrededor de Ghosh. El aire se llenó de voces y del lululululu, el grito que expresaba la alegría de Almaz. También estaba allí Kuchulu ladrando, moviendo el rabo y aullando, con los dos perros anónimos imitándola a cierta distancia.

No nos acostamos hasta medianoche, y Shiva y yo dormimos con Hema y Ghosh en su cama. Aunque no se estaba cómodo, en mi vida he dormido mejor. En plena noche desperté una vez y oí los estruendosos ronquidos de Ghosh: el sonido más tranquilizador del mundo.

A la mañana siguiente despertamos temprano con un talante todavía festivo. Aunque no lo sabíamos, en aquel momento el general Mebratu, veterano de Corea y el Congo, graduado en las academias militares de Sandhurst y Fort Leavenworth, era conducido al lugar de su ejecución.

Lo ahorcaron en un espacio despejado del Merkato, tal vez porque allí había tenido lugar la manifestación estudiantil y el golpe había obtenido el apoyo más explícito. Según supimos después, el verdugo era el ayudante de campo del emperador, un hombre al que hacía años que el general conocía. «Si ha estimado alguna vez a un militar, coloque el nudo con cuidado», se dijo que había pedido Mebratu. Una vez puesto el lazo y justo cuando el camión estaba a punto de arrancar, el general tomó impulso y saltó de la plataforma del vehículo, lanzándose al martirio.

Nos enteramos a última hora de la mañana. Por la noche, en las villas de piedra, los cuarteles y las casas de chikka, los oficiales jóvenes graduados en la Academia Militar de Holeta y en la de Harar, o en la de las Fuerzas Aéreas de Debre Zeit, se fueron a la cama conspirando para llevar a término lo que iniciara Mebratu.

Cada día que pasaba crecía la talla del general, hasta que acabó canonizado extraoficialmente. Su imagen aparecía en panfletos anónimos, dibujada al estilo caricaturesco de los antiguos pintores de iconos etíopes, con profusión de amarillos, verdes y rojos. Pintaban un Cristo negro flanqueado por un Juan Bautista también negro y nuestro general Mebratu, los tres con halos amarillos y el río Jordán a los pies. El texto rezaba: «Porque éste es quien anunció el profeta Isaías cuando dijo: Voz del que clama en el desierto. Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas».