La horca parecía el destino de todas las personas relacionadas con el general Mebratu. Ghosh se había librado hasta entonces por ser ciudadano de la India. Y por las oraciones de la familia y las legiones de amigos. Su encarcelamiento no sólo dejó mi mundo en total suspenso, sino que se llevó también el sentido que la vida hubiese podido tener anteriormente para mí.
Fue entonces, en aquellos momentos de desesperación, cuando pensé en Thomas Stone. Antes del golpe, pasaban meses sin que me acordase de él. Como no tenía ninguna foto suya ni conocimiento alguno de que hubiese escrito un libro de texto famoso (más tarde me enteraría de que Hema había regalado o eliminado los ejemplares que quedaban en el hospital), me parecía un ser irreal, un fantasma, una idea. No era posible que me hubiese engendrado alguien de piel tan blanca como la enfermera jefe. Era más fácil imaginar una madre india.
Pero durante aquellos días, cuando el tiempo se detuvo, aquel hombre cuyo rostro no podía imaginar pasó a ocupar todos mis pensamientos. Yo era su hijo. Ahora lo necesitaba. Cuando aquel militar, que podría habernos matado, había venido a robar la moto, ¿dónde estaba Stone? ¿Y dónde cuando yo había asesinado al intruso (así seguía viéndolo)? ¿O cuando la máscara de la muerte acechaba frente a mis párpados de noche o unas manos frías me asían desde las sombras? Pero sobre todo, ¿dónde estaba Stone cuando yo necesitaba liberar al único padre que había tenido, Ghost?
En aquellas jornadas atroces que no tardarían en prolongarse hasta dos semanas, mientras íbamos y veníamos de casa a la cárcel, a la embajada india, al Ministerio de Asuntos Exteriores, estaba persuadido de que si hubiese sido mejor hijo para Ghosh, un hijo digno de él, podría haberle ahorrado aquel tormento que estaba padeciendo.
Tal vez no fuese demasiado tarde. Podía cambiar. Pero ¿qué forma debía adoptar ese cambio?
Esperaba una señal.
Llegó una mañana tempestuosa, cuando nos enteramos de que se habían producido nuevos ahorcamientos en el Merkato. Siguiendo un impulso ciego, salí a la carrera hacia la verja, pues estuviese donde estuviese, siempre tenía ganas de hallarme en otra parte. En el camino, cuando accedía a la entrada de urgencias un Citroen verde con las ruedas traseras ocultas por guardabarros como faldas, noté un extraño olor dulzón, afrutado, olor que enseguida se intensificó cuando dos hombres más jóvenes sacaron del asiento trasero a un individuo corpulento que iba postrado. El enfermo tenía la piel color café con leche y los rasgos mofletudos de la familia real, como si lo hubiesen criado a base de nata espesa y bollitos en vez de inyera y wot. Me pareció que estaba dormido. Su respiración era profunda, fuerte y susurrante, como una locomotora exhausta. Con cada espiración despedía aquel efluvio dulzón, que hasta tenía un color, el rojo.
Me di cuenta de que ya había percibido antes aquel olor. Pero ¿dónde? ¿Cómo? Mientras transportaban al enfermo al interior, me quedé a la puertas de urgencias intentando aclarar el enigma. Comprendí que estaba concentrado en el tipo de reflexión, la clase de estudio del mundo, que tanto admiraba en Ghosh. Recordé cómo él había realizado el experimento de la gallina ciega (literalmente un experimento a ciegas) para revalidar mi capacidad de localizar a Genet por el olor.
El doctor Bachelli me explicó después que aquel hombre sufría coma diabético, del cual aquella exhalación afrutada era característica. Fui al despacho de Ghosh (su antigua casa) y leí en sus libros sobre las acetonas que se acumulaban en la sangre y causaban aquel olor, lo cual me indujo a leer sobre la insulina. Y luego sobre el páncreas, la diabetes… Una cosa me llevaba a otra. Durante las dos semanas transcurridas desde que Ghosh estaba en la cárcel quizá fuese la primera vez en que había sido capaz de pensar en algo distinto.
Había creído que los libros grandes de Ghosh eran ilegibles, sin embargo descubrí que la argamasa y los ladrillos de la medicina (a diferencia, por ejemplo, de la ingeniería) eran las palabras. Sólo hacía falta unirlas para describir una estructura, explicar su funcionamiento y lo que iba mal. Las palabras eran extrañas, pero podía buscarlas en el diccionario médico, anotarlas para usarlas en el futuro.
Apenas dos días después, volví a percibir el mismo olor a la entrada del Missing, en esta ocasión procedente de una anciana que llegó echada en el banco de un coche de caballos, sostenida por sus familiares. Tenía la misma respiración susurrante y ni siquiera el intenso olor a caballo podía con el efluvio afrutado.
—Acidosis diabética —le dije a Adam, que contestó que era posible. Los análisis de sangre y orina confirmaron mi diagnóstico.
De un modo u otro, la vida continuó en el Missing. Con uno o con cuatro médicos, los enfermos seguían llegando. Se atendían de forma rutinaria los casos fáciles, como deshidratación infantil, fiebres y partos normales, pero no podían tratarse los problemas quirúrgicos. Me quedaba en urgencias con Adam, o me recluía en casa de Ghosh a hojear sus libros. El tiempo transcurría despacio y mis temores por él no disminuían, aunque tenía la impresión de haber hallado por fin algo equivalente a lo que el dibujo y la danza constituían para Shiva, una pasión que mantendría a raya los pensamientos inquietantes. Me parecía más serio lo que hacía yo que lo que hacía mi hermano. Se me antojaba una alquimia antigua que podría lograr que se abrieran las puertas de la cárcel de Kerchele.
Durante aquel período terrible, con Ghosh en la cárcel, Almaz de guardia a la entrada de la prisión y el emperador tan receloso de todo el mundo que Lulú tenía que olfatear cada bocado de los alimentos de su majestad, despertó mi cerebro olfativo, la inteligencia animal. Siempre había identificado los olores, su variedad, pero entonces estaba catalogando las cosas que registraba. El mohoso hedor amoniacal de la insuficiencia hepática iba acompañado de ojos amarillentos y llegaba en la estación de las lluvias; el olor a pan recién hecho de la fiebre tifoidea se hallaba presente todo el año y entonces los ojos estaban llenos de ansiedad y blancos como porcelana. La lista era interminable: el aliento pestilente de los abscesos pulmonares, el olor a uvas de una quemadura infectada con pseudomonas, el tufo a orina rancia de la insuficiencia renal, el de cerveza pasada de la escrófula.
Una noche, después de cenar, mientras la enfermera jefe dormitaba en el sofá y Shiva dibujaba muy concentrado en la mesa del comedor, Hema, que paseaba por la habitación, se paró junto al sillón en que yo me encontraba sentado. Aquél era el sitio de Ghosh, donde yo estaba con los pies alzados y un montón de libros al lado. Creo que comprendió que estaba guardando el espacio de Ghosh. Echó una ojeada por encima de mi hombro y vio su grueso texto de ginecología abierto, casualmente, en una imagen de la vulva de una mujer, deformada por un enorme quiste de Bartolino. Hema no trató de ocultar que estaba mirando. Enseguida me di cuenta de que se esforzaba por conseguir reaccionar de la forma adecuada. Me posó la mano en la cabeza, la deslizó hasta la oreja y entonces creí que iba a retorcerme pinna (había aprendido que así se llamaba la parte carnosa de la oreja). Noté su indecisión. Me acarició y me dio una palmada en el hombro.
Cuando se apartó, sentí el peso de lo que no me había dicho. Deseé llamarla, decirle: «¡Mamá! Estás completamente equivocada». Pero ella no exteriorizaba lo que pensaba y yo estaba aprendiendo a imitarla. En eso consistía crecer: en ocultar el cadáver, no abrir el corazón, hacer suposiciones sobre las motivaciones de los demás, que siempre están haciendo justo todo eso contigo.
Estoy seguro de que pensó que había ido a aquella página por un interés lascivo por la anatomía femenina. Y quizá fuese cierto, pero no del todo. ¿Acaso me creería si le dijese que aquellos viejos libros mohosos, con los dibujos a pluma, las fotografías granulosas de partes del organismo humano grotescas y deformadas por la enfermedad, eran promesa de algo especial? La Obstetricia de Kelly, la Ginecología de Jeffcoate y el Indicede diagnosis diferencial de French eran (al menos, para mi modo de pensar infantil) mapas del Missing, guías del territorio en que habíamos nacido. ¿Dónde, excepto en aquellos libros, dónde, excepto en la medicina, podía explicarse nuestro tortuoso destino conjunto, matricida, patrifugitivo? ¿En qué otro lugar comprendería aquel impulso (sobre el cual, de noche en la cama cuando no lograba dormir, me preguntaba si sería homicida) que había acabado con el soldado y luego el impulso simultáneo de ocultarlo y confesarlo? Tal vez hubiese respuestas en la gran literatura. Pero en ausencia de Ghosh, en lo más profundo de mi dolor, descubrí que las respuestas, todas ellas, la explicación del bien y el mal, se hallaban en la medicina. Así lo creía. Estaba seguro de que sólo si lo creía Ghosh saldría de la cárcel.
A la tercera semana de su detención, una mañana bajé hasta la verja justo cuando san Gabriel daba la hora, que era la orden para que Gebrew abriese. El estrecho acceso peatonal de la entrada sólo permitía pasar a una persona cada vez. La imagen de Gebrew con su atuendo sacerdotal evitaba el caos y una estampida.
Dos individuos se empujaron, levantando mucho los pies para pasar el marco de la puerta como corredores de obstáculos.
—Compórtense, por amor de Dios —los amonestó Gebrew.
Luego pasó una mujer con mucha cautela, como si descendiese de un barco al muelle. El orden se imponía cuando los enfermos se turnaban para picotear como gallinas los cuatro puntos de la cruz que sostenía Gebrew en la mano (una vez por Cristo crucificado; otra, por María; la siguiente por los arcángeles y los santos, y después por las cuatro criaturas vivientes del Apocalipsis) y aguardaban luego a que él les tocase en la frente con ella. Aquellos visitantes temían la enfermedad y la muerte, pero aún más la condenación.
Escrutaba sus rostros, pues cada uno de ellos se me antojaba un enigma, no había dos iguales. Esperaba que uno de ellos fuese el de Ghosh.
Imaginaba el día en que mi padre «real». (Thomas Stone) cruzase la verja. Me veía allí. Entonces ya sería médico y podría llevar mi bata verde (estaría en un descanso entre operación y operación), o la chaqueta blanca sobre la camisa y la corbata. Aunque no tenía fotografías ni recuerdos de Stone, lo reconocería inmediatamente.
Tenía preparado lo que le diría: «Llegas demasiado tarde. Salimos adelante en la vida sin ti».