26
El rostro del sufrimiento

Mi infancia terminó cuando Gebrew nos recibió en la puerta y nos comunicó que unos hombres se habían llevado a Ghosh.

Tenía doce años, y aunque era demasiado mayor para ello, volví a llorar aquel día, porque era lo único que podía hacer. Aún no era lo bastante hombre para irrumpir en la casa de quien se hubiese llevado a Ghosh y rescatarlo. La única habilidad de que disponía era la de seguir adelante.

Shiva se quedó pálido y silencioso. Por un instante, sentí una pena inmensa por él, mi apuesto hermano, que había alcanzado la estatura de adolescente sin despojarse de los redondeados hombros infantiles. Sus ojos reflejaron mi dolor y en aquel momento fuimos un organismo, sin separación de carne ni conciencia, y corrimos cuesta arriba como un solo ser, los Gemelos, deseosos de llegar a casa.

Encontramos a Hema en el sofá, pálida, sudorosa y con mechones húmedos pegados a la frente. Almaz, con las mejillas mojadas por las lágrimas y que no parecía ya la estoica sirvienta que conocíamos, sostenía un cubo junto a ella.

—Ha bebido agua —nos dijo antes de que pudiéramos preguntar—. No bebáis.

—Estoy perfectamente —dijo Hema, pero sus palabras sonaban huecas.

No era cierto. ¿Cómo podía mentir? Mi peor pesadilla se había hecho realidad: Ghosh había desaparecido y Hema estaba mortalmente enferma.

Hundí la cara en la oscuridad de su sari, la nariz saturada de su aroma. Me sentía responsable de todo. De la desdichada rebelión del general, de la muerte de Zemui, de la detención de un hombre que era más padre para mí de lo que podría serlo ningún otro, y sí, incluso del envenenamiento del agua…

En ese preciso momento se abrió la puerta y entraron a toda prisa la enfermera jefe y el doctor Bachelli. Este llevaba su gastado maletín de cuero y jadeaba. La enfermera Hirst parecía también sin aliento.

—¡Hema! —exclamó—. Al agua no le pasa nada, sólo es un rumor. No hay problema.

—Pero he tenido retortijones y náuseas. He vomitado —repuso ella, mirándola desconcertada.

—Yo he bebido. Está buena. Te sentirás mejor dentro de unos minutos.

Shiva me miró.

Hubo un destello de esperanza.

Hema se levantó, se palpó las extremidades, la cabeza. Luego descubrimos que por toda la ciudad estaban repitiéndose escenas similares. Era una temprana lección de medicina: a veces, si crees que estás enfermo, lo estarás.

Si había un Dios, nos había concedido un alivio inmenso. Pero yo deseaba otro.

—Mamá, ¿y Ghosh? ¿Por qué se lo llevaron? ¿Lo ahorcarán? ¿Qué ha hecho? ¿Está herido? ¿Adonde lo llevaron?

La enfermera jefe nos sentó en el sofá. Su flamante pañuelo hizo acto de presencia.

—Vamos, vamos, queridos, saldremos de esto. Todos necesitamos ser fuertes, por el bien de Ghosh. El pánico no sirve de nada.

Almaz, que había guardado silencio hasta entonces, observando en jarras, intervino para decir en amárico:

—¿A qué esperamos? Tenemos que ir inmediatamente a la prisión de Kerchele. Prepararé comida. Y necesitamos mantas. Y ropa. Jabón. ¡Vamos!

* * *

El Volkswagen parecía una máquina extraña en manos de Hema. Bachelli iba sentado delante con ella, y Almaz y la enfermera jefe en el asiento trasero con nosotros en el regazo. Recorrimos a brincos la ciudad.

Veía Adis Abeba con otros ojos. Siempre me había parecido una ciudad bella, con anchas avenidas en el centro, y muchas plazas con monumentos y jardines vallados que el tráfico tenía que rodear. La plaza México, la del Patriota, la de Menelik… Los extranjeros, cuya única imagen de Etiopía era la de gente muerta de hambre sentada en medio de un polvo cegador, no daban crédito cuando aterrizaban en la niebla y el frío nocturnos de Adis Abeba y descubrían los bulevares y las luces de los raíles del tranvía de la calle Churchill, preguntándose si el avión habría dado la vuelta en plena noche y estarían en Bruselas o Amsterdam.

Pero después del golpe, con la detención de Ghosh, la ciudad parecía diferente. Las plazas que conmemoraban la matanza de Adua y la liberación de los italianos se me antojaban ahora lugares adecuados para que una multitud llevara a cabo un linchamiento. En cuanto a las mansiones que antes admiraba (de tonos rosas, malvas, tostados y ocultas por las buganvillas), eran sitios similares a aquellos en que hombres como el general y sus compañeros militares, y también la policía, habían preparado la revolución y la traición. En las calles, en las vilas, se respiraba la traición. Podía olerse. Tal vez hubiese estado allí siempre.

Enseguida llegamos a las puertas verdes de la prisión que todo el mundo llamaba Kerchele, una deformación de la palabra italiana carcere, cárcel. Otros la llamaban alem bekagne, expresión amárica que significaba «adiós, mundo cruel». La entrada quedaba al otro lado de una vía férrea que cruzaba una carretera principal bastante concurrida. No había aceras ni arcenes, sólo asfalto que bruscamente se convertía en polvo, que se elevaba por los pies de centenares de parientes angustiados, convertidos ahora en nuestros compañeros de sufrimiento. Aunque se mantenían de pie firmes en su desvalimiento, nos dejaron pasar entre ellos y llegamos a la garita del centinela.

—No sé si él o ella está aquí, no sé cuándo sabré si él o ella está o no aquí; si dejan comida o mantas o lo que sea, si él o ella estuviera aquí, podría recibirlo, si no, se lo quedaría algún otro —dijo el hombre sin alzar la vista antes de que la enfermera jefe pudiese preguntar—. Escriba el nombre en un papel con lo que deje. No contestaré a ninguna pregunta.

La gente se apoyaba contra la pared y las mujeres se mantenían bajo las sombrillas abiertas por costumbre, a pesar de que las nubes ocultaban el sol. Almaz encontró un hueco donde acuclillarse para observar las idas y venidas, y se quedó allí quieta.

Pasó una hora. Me dolían los pies, pero seguíamos esperando. Éramos los únicos extranjeros y la gente nos daba muestras de simpatía. Un individuo, un profesor universitario, nos contó que su padre había estado en aquella cárcel hacía muchos años.

—De pequeño corría los casi cinco kilómetros que hay desde mi casa hasta aquí una vez al día para traer comida. Mi padre estaba muy delgado, pero siempre me daba de comer primero y me hacía tomar más de la mitad de lo que le traía. Sabía que para que él comiera teníamos que pasar hambre nosotros. Un día, cuando mi hermano mayor y mi madre vinieron a traerle la comida, oyeron las palabras temidas: «Ya no tendréis que traerle nada». Así se enteraron de que mi padre había muerto. ¿Y saben por qué han detenido hoy a mi hermano? Por nada. Aunque sea un hombre de negocios muy trabajador, se trata del hijo de uno de sus viejos enemigos. Somos los primeros sospechosos. Los viejos enemigos y los hijos de éstos. Dios sabe por qué no me han detenido a mí, que asistí a la manifestación de los estudiantes; sin embargo, han detenido a mi hermano porque es el mayor.

Bachelli cogió un taxi para ir al club Juventus a ver si el cónsul italiano podía intervenir, y luego tuvo que volver al Missing, pues con un médico detenido y su esposa esperando a las puertas de la cárcel, todo pesaba sobre los hombros del tercer médico, es decir, de Bachelli, el cual podía mantener el hospital en funcionamiento, supervisar a las enfermeras y a Adam.

Shiva, Hema, la enfermera jefe y yo volvimos al coche a dar descanso a nuestros pies, buscando un poco de calor, un sitio donde acurrucamos. Al cabo de quince minutos regresamos y nos quedamos mirando las puertas. Íbamos y veníamos, reacios a marcharnos, a pesar de que no conseguíamos nada.

Cuando anocheció, un hombre, con la cabeza, la boca y la parte superior del torso cubiertas por un shama, pasó a nuestro lado justo cuando salíamos del coche. De no ser por sus botas brillantes y por el hecho de que había salido de la calleja lateral de la prisión, podría haber pasado por cualquiera que se dirigía a su casa. Llevaba en la mano un plato tapado, su comida o cena. Se quedó mirando a la enfermera jefe y a continuación se detuvo detrás del coche, de espaldas a la carretera, como si estuviese orinando.

—¡No se vuelva hacia mí! —ordenó ásperamente en amárico—. El médico está aquí.

—¿Está bien? —susurró la enfermera jefe.

—Un poco magullado —respondió tras una vacilación—. Pero sí, está bien.

—Se lo suplico, por favor —terció Hema, a quien jamás en mi vida había visto suplicar—. Es mi marido. ¿Qué va a pasarle? ¿Le dejarán irse? No tiene nada que ver con todo esto…

El hombre se puso a silbar cuando pasó una familia numerosa.

—Hablar con ustedes es suficiente para que alguien me acuse —dijo después—. Para estar seguro, uno tiene que acusar a alguien. Como los animales que devoran a sus crías. Son malos tiempos. Me he dirigido a usted porque salvó la vida a mi esposa.

—Gracias. ¿Podemos hacer algo por usted? Por él…

—Esta noche no. Vuelvan por la mañana a las diez. No, aquí no, un poco más allá. ¿Ven el poste de la farola? Esperen allí con una manta, dinero y un plato como éste. El dinero es para él. Ahora, márchense a casa.

Corrí a buscar a Almaz, que no se había movido de su puesto. Sus voluminosas faldas se extendían alrededor como la carpa de un circo. Tenía la cabeza y los hombros cubiertos por su gabby blanco, de modo que sólo se le veían los ojos. No quería irse, dijo que se quedaría allí toda la noche. Nada la convencería. La dejamos a regañadientes, pero sólo después de obligarla a ponerse el jersey de Hema y taparse de nuevo con el gabby.

En casa, afortunadamente, el teléfono funcionaba. La enfermera jefe consiguió de las embajadas india y británica la promesa de que mandarían por la mañana a sus representantes. Ningún miembro de la familia real hablaría con la enfermera jefe; si el propio hijo del emperador estaba bajo sospecha, también lo estaban sus sobrinos, sobrinas y nietos. Nos enteramos de que corrían rumores de descontento entre los jóvenes oficiales del ejército, que consideraban que sus generales se habían equivocado no uniéndose al golpe. Algo de verdad debía de haber en ello cuando aquel mismo día el emperador autorizó un aumento de sueldo para todos los oficiales militares. Se decía que sólo la profunda rivalidad y la envidia entre los altos mandos y los oficiales de la Guardia Imperial habían salvado a su majestad.

Aquella noche Shiva y yo dormimos con Hema en su cama. La almohada olía al Brylcreem de Ghosh y sus libros estaban apilados en la mesilla de noche con una pluma en el Indicede diagnosis diferencial de French a modo de marcador, mientras sus gafas de lectura descansaban en precario equilibrio sobre la cubierta. Sus rituales antes de acostarse, aquella inspección de su perfil y el meter y sacar la tripa diez veces, o tumbarse atravesado en la cama unos minutos con la cabeza colgando del borde (maniobras «antigravedad», las llamaba), no eran nada fascinantes, pero el hecho de que se hallase ausente las hacía parecer importantes. «¡Otro día en el Paraíso!», exclamaba inevitablemente cuando apoyaba la cabeza en la almohada. Entonces comprendí lo que significaba: una jornada sin contratiempos era un don muy valioso. Allí estábamos los tres echados, esperando como si Ghosh hubiese ido a la cocina y fuese a aparecer en cualquier momento. Hema suspiró.

—Señor, te prometo no volver a dejar de apreciar en lo que vale a ese hombre —dijo, expresando de ese modo nuestros pensamientos.

—Hema, duérmete. Niños, rezad vuestras oraciones. No os preocupéis —se oyó decir a la enfermera jefe, que había decidido dormir en nuestra casa, en la cama que nos pertenecía a Shiva y a mí.

Recé a todas las deidades de la habitación, desde Buda al Sagrado Corazón de Jesús.

Almaz regresó por la mañana temprano, sin ninguna novedad.

—Pero me levanté cada vez que pasaba un coche. Si el doctor iba en él, quería que me viese.

Hema y la enfermera jefe decidieron acudir al sitio acordado a las diez, con comida, mantas y dinero. Luego visitarían las embajadas y a los miembros de la familia real.

—¿Y si llama Ghosh? Alguien tendría que estar aquí para recibir el recado —dijo Hema, para convencernos de que permaneciéramos en casa.

También estaban Rosina y Genet, así que no íbamos a quedarnos solos del todo. Almaz, después de recobrar fuerzas a base de pan y té caliente, insistió en que iba a volver a Kerchele con Hema y la enfermera jefe.

A mediodía, aún no habían vuelto. Shiva, Genet y yo preparamos bocadillos mientras Rosina miraba distraída, con los ojos enrojecidos.

—No os preocupéis —nos dijo con voz ronca—. A Ghosh no le pasará nada.

Pero sus palabras no resultaban tranquilizadoras. Genet, pálida y extrañamente inerte, me apretó la mano.

Kuchulu era uno de esos chuchos que casi no hacen ruido, y menos mal, porque ladrar a los extraños en el Missing habría sido el cuento de nunca acabar. Así que cuando oí ladrar a la perra presté atención. Miré por la ventana del cuarto de estar y vi a un individuo desastrado con una chaqueta militar verde, que subió por el camino para coches y desapareció detrás de nuestra casa. Kuchulu se puso furiosa y soltó una ráfaga de ladridos ensordecedores, que significaban: «Hay un hombre muy peligroso a la puerta».

Corrí a la cocina, donde Rosina, Genet y Shiva miraban ya por la ventana. Kuchulu estaba justo debajo de nosotros, ladrando más fuerte que nunca. Avanzó, el pescuezo oculto en un collar de pelo erizado, enseñando los dientes. El hombre abrió la gruesa chaqueta y sacó un revólver que llevaba embutido en los pantalones.

No llevaba cinturón, ni pistolera ni camisa, sólo una camiseta blanca. Kuchulu huyó al ver el arma, pues era valiente pero no tonta.

—Lo conozco —cuchicheó Rosina—. Zemui lo llevó en la moto algunas veces. Es un militar. Solía quedarse a la puerta, esperando que pasara Zemui y siempre estaba adulándolo. «La envidia está detrás de la adulación», le dije a Zemui. El fingía no verlo, o se excusaba diciéndole que iba en otra dirección.

El soldado volvió a guardarse el revólver, luego se acercó a la BMW y acarició el asiento.

—¡Mirad! ¡¿Qué os decía?! —exclamó Rosina.

—¡Venga, salid! —gritó él mirando en nuestra dirección—. Sé que estáis ahí.

—No os mováis —ordenó Rosina, y respiró hondo—. No, no os quedéis aquí. Salid por la puerta principal y corred al hospital. Esperad allí con W. W. Aguardad hasta que vaya a buscaros.

Corrió el pestillo de la puerta.

—Cerraré al salir —añadió, y salió.

No puedo explicar por qué, pero los tres, en vez de obedecerla, nos limitamos a abrir de nuevo y seguirla. No fue valentía; tal vez la idea de escapar corriendo pareciese más peligrosa que quedarse con la única persona adulta con quien contábamos.

El intruso tenía los ojos enrojecidos y daba la impresión de haber dormido vestido, pero mantenía una actitud jocosa. La gruesa chaqueta de camuflaje era tan grande que casi se lo tragaba, y sin embargo, los brazos le sobresalían de las mangas. Le faltaba la gorra. Una oscura arruga vertical le atravesaba la frente, como una juntura que uniese las dos mitades de la cara. A pesar del escuálido bigote, parecía demasiado joven para vestir uniforme.

—Esto —dijo casi ronroneando mientras acariciaba el depósito de la moto— ahora pertenece a… al ejército.

Rosina se limitó a cubrirse la cabeza con el shama negro, como una mujer que entra en la iglesia. Esperó inmóvil, en silencio, obediente ante él.

—¿Me has oído, mujer? Esto pertenece al ejército.

—Supongo que tienes razón —repuso ella, sin levantar la vista—. Tal vez el ejército venga y se la lleve.

Como su tono era respetuoso, el hombre tardó unos segundos en entender sus palabras. Después me pregunté por qué habría decidido provocarlo y ponernos en peligro.

El soldado pestañeó.

—¡Yo soy el ejército! —exclamó al fin con voz aguda. Le cogió la mano y tiró de ella—. ¡Yo soy el ejército!

—Ésta es la casa del doctor. Si te llevas algo, deberías decírselo.

—¿El doctor? —Se echó a reír—. El doctor está en la cárcel. Ya se lo diré cuando vuelva a verlo. Le preguntaré por qué tiene a su servicio a una puta impertinente como tú. Deberíamos ahorcarte por acostarte con aquel traidor. —Rosina miraba fijamente al suelo—. ¿Estás sorda, mujer?

—No, señor.

—Adelante. Dime una sola cosa buena de Zemui. ¡Vamos!

—Era el padre de mi hija —respondió ella en voz baja, negándose a mirarle a la cara.

—Una tragedia para esa bastarda. Dime algo más. ¡Venga!

—Cumplió órdenes. Procuró ser un buen soldado, como usted, señor.

—Un buen soldado, ¿eh? ¿Como yo? —Se volvió hacia nosotros, como si quisiera que fuésemos testigos de la insolencia de Rosina.

Luego, tan rápido que ninguno lo vio venir, le asestó un revés. El golpe, tremendo, la lanzó atrás tambaleándose, aunque consiguió mantenerse en pie. Se cubrió la cara con el shama. Vi la sangre. Juntó los pies y se quedó parada, muy erguida. Shiva y yo nos cogimos de la mano instintivamente.

Sentí que me bajaba algo húmedo por la barbilla y me pregunté si el militar se habría dado cuenta. Pero estaba preocupado por un corte feo en el nudillo del dedo medio, donde se apreciaba el blanco de un tendón, o tal vez de un diente.

—¡Diablos! Me has hecho un corte, zorra dentona.

Con el rabillo del ojo me fijé en que Genet se movía. Conocía muy bien aquella expresión suya. Se lanzó contra aquel hombre, el cual alzó el pie, la alcanzó en el pecho y la derribó antes de que pudiese acercarse. Volvió a sacar el revólver, lo amartilló y apuntó a Rosina.

—Vuelve a hacerlo y mataré a tu madre, bastarda. ¿Entiendes? ¿Quieres ser huérfana? Y vosotros dos —nos dijo—, quitaos de mi camino. Podría mataros a todos ahora mismo y me concederían una medalla.

Cuando sacó del bolsillo la cadena del llavero de plástico con la forma del Congo, todos lo reconocimos: en nuestro mundo sólo había uno como aquél, y pertenecía a Zemui.

Al retirar la moto del soporte estuvo a punto de caer. Una vez montado, miró alrededor hasta dar con la palanca e intentó arrancar el motor. Como la moto tenía la marcha puesta, dio un brusco brinco hacia delante y, antes de calarse, casi lo derriba de nuevo. Cuando recuperó el equilibrio, miró por si nos habíamos dado cuenta. Pisó el pedal intentando ponerla en punto muerto. Era muy grande el contraste con Zemui, el cual se limitaba a tocar la palanca y manejaba la BMW como si fuese una ligera pluma. Activaba los cilindros con un golpe lento, seguido de un rápido toque de acelerador, y el motor cobraba vida. Me sentí avergonzado al pensar en nuestro amigo, que había luchado hasta la muerte en vez de rendirse, y experimenté el deseo de actuar de un modo que estuviese a la altura del verdadero propietario de la moto. Apreté la mano a Shiva y me di cuenta de que ShivaMarion pensaba lo mismo, porque me devolvió el apretón.

El soldado pateó el pedal de arranque como si se tratase de un enemigo. Estaba poniéndose rojo y tenía la frente sudada. De repente, olía a gasolina: había ahogado el carburador.

Era un día fresco. El sol se filtraba entre las nubes y relucía en los cromados de la moto. El militar se detuvo a recuperar el aliento y se quitó la chaqueta, que echó detrás en el asiento. Giró el manillar con el nudillo sangrante. Me di cuenta de que era un tipo escuálido, que se sentía humillado por la resistencia de la moto. Estaba furioso, con los labios contraídos en una mueca. Su cólera era peligrosa.

—Déjanos empujar. La has ahogado y ahora sólo puede arrancar si empujamos —propuso Shiva.

—Cuando llegues al final de la cuesta, ponía en primera —tercié—. Arrancará enseguida.

Nos miró sorprendido, como si creyera que no sabíamos hablar, no digamos ya su lengua materna.

—¿Así la ponía él en marcha?

Estuve a punto de responder que Zemui nunca le pasaba nada semejante.

—Siempre —mentí—. Sobre todo si hacía mucho que estaba parada.

Frunció el ceño.

—De acuerdo, ayudadme entonces, empujad.

Se embutió más el revólver en la cintura, detrás de la hebilla del cinturón, y se colocó la chaqueta que había echado sobre el asiento debajo de las nalgas.

Desde el final del camino para coches, el sendero de grava que llevaba a urgencias era llano al principio, para luego descender hasta que daba la impresión de que desaparecía por encima del saliente, más allá del cual podían verse las ramas más bajas de los árboles que lindaban justo con el muro del recinto. Sólo cuando se llegaba a mitad de la cuesta se veía que el sendero formaba una curva cerrada, mucho antes del saliente, y continuaba hasta la rotonda que había al lado de urgencias.

—¡Empujad! —nos gritó—. ¡Empujad, cabrones!

Obedecimos y él ayudó inclinándose y caminando a horcajadas sobre la moto. Pronto empezó a rodar, relamiéndose feliz. La moto hacía eses y el manillar se agitaba sin control.

—¡Tente firme! —aconsejé.

ShivaMarion empujaban al unísono, en un trote a tres piernas que no tardó en convertirse en carrera a cuatro.

—¡No hay problema! —gritó él, con los pies ya en los pedales—. ¡Empujad!

La velocidad aumentó cuesta abajo.

—¡Abre la llave! ¡Abre la válvula! —gritó Shiva.

—¿Qué? Ah, sí —repuso él, y apartó la mano derecha del manillar para buscar la llave debajo del depósito, mientras transcurrían valiosos segundos.

—¡Al otro lado! —exclamé.

Cambió de mano pero no la encontró, aunque tampoco importaba porque había combustible suficiente en el carburador para transportarle un kilómetro como mínimo.

La moto había cobrado ya cierta velocidad, los amortiguadores gemían y los guardabarros tintineaban, y su propio peso la aceleraba cuesta abajo, con la ayuda de nuestros esfuerzos. En la búsqueda de la llave, había apartado los ojos del camino, pero cuando alzó la vista ShivaMarion corría a más no poder añadiendo todo el empuje posible a su avance. Vi blanquearse los nudillos de la mano sobre el regulador, mientras la izquierda dudaba si seguir buscando o agarrar el manillar.

—¡Mete la marcha, rápido! —grité, dándole el último empujón desesperado.

—¡A todo gas! —chilló Shiva.

Reaccionó con lentitud, girando primero el regulador hasta el fondo y luego bajando la vista para pisar la palanca de marchas. Durante un instante estremecedor, en que puso la primera, la moto se trabó y la rueda trasera quedó inmovilizada. Habíamos fracasado…

Y justo en ese instante, el motor escupió y bramó, acelerando a fondo, como si dijese: «Lo sacaré de aquí, muchachos». La moto saltó hacia delante, la rueda de atrás escupió la grava hacia nosotros y estuvo a punto de derribar al motorista, lo cual le hizo aferrarse más, apretando el acelerador en una presa mortal en vez de soltarlo.

Al ver lo que tenía delante lanzó un aullido: sólo le quedaban unos metros y unos segundos para girar antes del saliente. Entre los motoristas rige el axioma de que hay que mirar siempre en la dirección que quieres seguir, nunca hacia lo que intentas evitar. Pero aquel hombre miraba al precipicio que se aproximaba. La BMW siguió adelante rugiendo, acelerando aún. Corrí tras él.

La rueda delantera chocó contra el bordillo de hormigón del saliente y se detuvo, al tiempo que la trasera se alzaba en el aire. De no ser por el peso de aquel gran motor, la máquina habría dado una voltereta; sin embargo, fue el motorista el que saltó despedido por encima del manillar, su aullido ya un grito. Describió una parábola en el aire por encima del saliente y se precipitó en una caída que sólo cesó al quedar interrumpida por el tronco de un árbol. Oí el golpe y el gruñido al escapar el aire de sus pulmones. El impulso le proyectó el cuello hacia delante e impactó con la cara contra el árbol, para caer rodando varios metros más. La BMW, después de quedar alzada sobre la rueda delantera, volvió al suelo y cayó de lado. El motor se detuvo, pero la rueda de atrás siguió girando. Nunca en la vida había oído un silencio como aquél.

Bajé a la carrera y llegué el primero junto al soldado. Había deseado que pasase aquello, pero entonces me pareció algo terrible. Asombrosamente, estaba consciente, tumbado boca arriba, pestañeando atontado, con sangre en los ojos y brotándole de la nariz y los labios. Ya no quedaba en él nada propio de un militar. Su expresión era la de un niño que había medido mal sus fuerzas con resultados desastrosos.

Tenía un pie retorcido debajo del cuerpo de una forma tal que me dieron ganas de vomitar. Gemía, agarrándose la parte superior del vientre. Su rostro se había convertido en una masa ensangrentada. Era un espectáculo grotesco.

Ni la cara ni el pie parecían preocuparle tanto como el vientre.

—Por favor —suplicó, respirando entrecortadamente y apretándose el abdomen. —Advirtió mi presencia—. Por favor, sácala.

Me había olvidado por un momento de lo que les había hecho a Zemui o a Rosina y Genet, o al mismo Ghosh. Ante su sufrimiento sólo sentía lástima. Alcé la vista y vi a mi niñera, con el labio partido e hinchado, y con un diente de menos.

—Por favor —repitió el hombre, apretándose el pecho—. Sácala. Por el amor de san Gabriel, sácala.

—No entiendo.

Seguía sujetándose desesperadamente el vientre. Y en ese instante me di cuenta de por qué: se había clavado la culata del revólver… que estaba a punto de desaparecer bajo sus costillas en el costado izquierdo.

—¡Cuidado! —exclamó Rosina—. Quiere sacar el arma.

—No, la culata del revólver le ha roto las costillas inferiores —intenté explicar. Y luego me oí decirle a él—: Aguanta. ¡Te la sacaré!

Cogí el arma y tiré con todas mis fuerzas. El hombre gritó, pero el revólver no se movió. Lo agarré de otra forma.

Sentí como si una mula me hubiera dado una coz en la mano antes de oír el disparo. El revólver se me escurrió igual que si nunca lo hubiese sujetado y quedó apuntando a su ombligo.

Noté el olor a ropa quemada y cordita. Vi un pozo rojo en su vientre. Y cómo se le escapaba la vida de los ojos con la misma facilidad con que una gota de rocío se desprende de un pétalo de rosa.

Le tomé el pulso. Era una variedad que Ghosh nunca me había enseñado: el pulso ausente.

Rosina pidió a Genet que fuera a buscar a Gebrew.

El vigilante acudió corriendo. No había oído el disparo. La casa estaba demasiado lejos y la detonación había quedado amortiguada por el vientre de aquel desdichado.

—¡Rápido! Puede venir alguien a buscarlo —dijo Rosina—. Pero primero tenemos que guardar la moto.

Entre los cinco levantamos la BMW y conseguimos llevarla hasta la caseta de las herramientas, que quedaba al fondo del camino para coches, tras la curva. Aparte de una abolladura en el depósito, parecía en perfecto estado. En la caseta reordenamos las cargas de leña, las pilas de biblias, el caballete de serrar, la incubadora y otros trastos que allí se guardaban para que la moto quedase oculta a la vista.

Volvimos por el cadáver; no teníamos mucho que decirnos. Gebrew y Shiva trajeron la carretilla y lo cargaron con ayuda de Rosina y Genet en su herrumbrosa cavidad. Me quede mirándolo, apoyado contra un árbol. Yacía en la carretilla en ese tipo de postura antinatural que sólo consiguen adoptar los muertos. Rosina nos dirigió cuando lo llevamos entre los árboles por el sendero pegado al muro que rodeaba el recinto, hasta el Terreno Ahogadizo. La antigua fosa séptica del hospital se localizaba allí, profundamente hundida; había desbordado durante años y luego ya no había vuelto a usarse. Hormigón de la ayuda americana, fondos Rockefeller y un contratista griego llamado Aquiles habían construido una nueva. Pero los vertidos de la antigua habían engullido la tierra. Una sedosa capa de musgo engañaba la vista. En realidad cualquier objeto más pesado que una piedrecilla se hundía y el olor, siempre presente, ahuyentaba a los intrusos. La enfermera jefe había mandado colocar una valla de alambre espinosa alrededor y un letrero que rezaba en amárico TERRENO AHOGADIZO, la traducción más aproximada de «arenas movedizas».

El olor era muy intenso. Rosina y Gebrew empujaron el poste de la valla hasta pegar el alambre al suelo y metieron la carretilla cuanto se atrevieron. Miré enfadado a Shiva, que observaba impasible, igual que podía contemplar a los limpiabotas cuando trabajaban… Era lo contrario a lo que yo sentía.

—¡No! —grité cuando estaban a punto de alzar la carretilla para deshacerse del cadáver.

Cogí a mi niñera por la mano y la obligué a dejarla en el suelo otra vez.

—No podemos hacerlo, no está bien, Rosina. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho, qué he hecho? —exclamé temblando y llorando.

Me dio una bofetada. Shiva me posó una mano en el hombro, tal vez más para contenerme que para prestarme apoyo. Rosina y Gebrew se hicieron cargo otra vez de la carretilla y finalmente tiraron el cadáver.

* * *

La capa de musgo se hundió como un colchón. El rostro del cadáver ya no pertenecía al hombre que nos había aterrorizado; ahora era una cara patética, propia de un ser humano, no de un monstruo.

Cuando el cuerpo desapareció, Rosina escupió en su dirección. Se volvió hacia mí, con el rostro crispado por la cólera.

—¿Qué demonios te pasa? ¿Acaso ignoras que nos habría matado a todos sólo por divertirse? La única razón de que no lo hiciese fue porque tenía más deseos aún de robar la moto de Zemui. Debes sentirte orgulloso de lo que has hecho.

Regresamos en silencio. Cuando estábamos en casa, en la cocina, Rosina se volvió hacia nosotros, con los brazos en jarras.

—Sólo nosotros sabemos lo que pasó —dijo—. Nadie puede enterarse. Ni Hema, ni Ghosh, ni la enfermera jefe. Absolutamente nadie. ¿Entiendes, Shiva? ¿Genet? ¿Gebrew? —Me escudriñó—. ¿Y tú, Marión?

Miré a mi niñera. Con la cara ensangrentada y la mella se me antojaba una desconocida. Me preparé para oír más palabras duras, pero en cambio se acercó y me abrazó, como abraza una mujer a su hijo o su héroe. La estreché con fuerza. Sentí su aliento cálido en la oreja cuando me dijo:

—Eres muy valiente.

Fue un consuelo: las cosas estaban bien entre Rosina y yo. Genet se acercó y me abrazó. Si era así como se sentían los valientes (entumecido, mudo, con ojos que no podían ver más allá de mis dedos ensangrentados y un corazón que latía acelerado y suspiraba por la chica que me abrazaba), entonces, supongo que yo lo era.