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La cólera como forma de amor

Todo acabó al día siguiente a última hora. En tres jornadas, habían matado a cientos de soldados de la Guardia Imperial, y muchos más se habían rendido. Vi que sacaban a rastras a un hombre del edificio de hormigón que quedaba enfrente del hospital. Había intentado librarse del uniforme, pero el hecho de que sólo vistiese camiseta y calzoncillos lo identificó como rebelde.

Cuando los tanques y blindados del ejército se aproximaron, el general Mebratu y un pequeño contingente de sus hombres huyeron por la parte de atrás del Palacio Antiguo, dirigiéndose al norte, hacia las montañas, al amparo de la noche.

A la mañana siguiente, el emperador Haile Selassie I, el León de Judá, rey de reyes y descendiente de Salomón, regresó a Adis Abeba en avión. La noticia de su vuelta corrió como reguero de pólvora, y la población se aglomeró a ambos lados de la carretera para bailar y gritar al paso de su comitiva. Todos se echaron a la calle, se cogían del brazo, saltaban como movidos por resortes, y seguían entonando su nombre mucho después de que hubiese pasado. Entre la multitud estaban Gebrew, W. W. Gónada y Almaz, quien nos contó que el rostro de su majestad estaba embargado de amor a su pueblo, de agradecimiento por su lealtad.

—Lo vi tan claramente como os veo ahora a vosotros —aseguró—. Juro que tenía los ojos empañados. Que Dios me fulmine si miento.

No se veía por ninguna parte a los estudiantes universitarios que se manifestaran por las calles días antes. En la ciudad reinaba un ambiente festivo. Abrieron las tiendas y los taxis, tanto los tirados por caballos como los mecánicos, salieron más dispuestos a trabajar que nunca. El sol resplandecía. Fue un hermoso día en Adis Abeba, pero en nuestra casa el talante era lúgubre. Siempre había considerado al general Mebratu y a Zemui los buenos, mis héroes. El emperador distaba mucho de ser un «malvado» y las tentativas de los golpistas de convertirlo en tal no resultaban convincentes, pero de todas formas quería que el general triunfase en la empresa que había iniciado. El viento había soplado en otra dirección y había ocurrido lo peor: mis héroes se habían convertido en los «malvados», y uno no se atrevía a sostener lo contrarío.

Rosina y Genet sufrían de manera atroz esperando noticias y sabiendo que, fuesen cuales fuesen, no serían buenas.

Estaba convencido de que Zemui nunca recogería la moto. Darwin no recibiría más cartas de su amigo. Las veladas de bridge con el general Mebratu como el alma de la fiesta seguramente habían terminado.

El emperador ofreció una enorme recompensa por la captura de Mebratu y su hermano. La noche siguiente al regreso de Selassie hubo tiroteos en diferentes barrios y atraparon a los «últimos» rebeldes. Me daban mucha pena los miembros de la Guardia Imperial, los simples soldados como el que había visto llevar a rastras, cuyo delito era pertenecer al bando perdedor o, incluso, tal vez el inadecuado. Pero no había hecho más que cumplir órdenes; Mebratu había determinado su destino.

Ya no sabía qué pensar de nuestro general; el hombre al que conocíamos y admirábamos parecía no guardar relación alguna con el rebelde tristemente célebre y ahora perseguido que había dirigido el golpe frustrado. Cada vez que oía fuego de armas cortas, me preguntaba si sería el final de la resistencia de él y de Zemui.

Por la mañana desperté al oír gritos en casa de Rosina. Me topé con Ghosh y Hema en el pasillo y acudimos corriendo en pijama. Gebrew y dos lúgubres individuos estaban ante la puerta de Rosina, que chillaba histérica en tigriña, aunque el sentido habría sido claro en cualquier idioma. Nos enteramos de que en su huida, el pequeño grupo del general Mebratu se había adentrado en las montes Entoto, y luego había dado la vuelta para avanzar por las llanuras próximas a la ciudad de Nazaret, en dirección al monte Zuquala, un volcán extinto, donde esperaban encontrar refugio en territorio perteneciente a la familia Mojo.

Al final, habían sido los campesinos quienes habían traicionado al general al empezar a emitir sonoros gritos de lulululu cuando se tropezaron con el grupo. Una fuerza policial rodeó enseguida a Mebratu. En aquel último combate, el general, que quedó sin munición, desarmó a un policía herido y se arrastró hasta otro policía también herido para quitarle el arma. Llamó a Eskinder, su hermano, a fin de que lo ayudase, pero éste, en vez de socorrerlo, disparó un tiro en la cara a nuestro amado general y a continuación se disparó otro en la boca. Me pregunté si habrían hecho un pacto de suicidio. ¿O quizá habría tomado Eskinder la decisión por ambos? En cuanto a Zemui, el padre de Genet, el amigo de Darwin, se negó a rendirse y quitarse la vida. Al cargar contra las fuerzas que lo rodeaban, lo habían abatido a tiros.

La bala de Eskinder había alcanzado a Mebratu en la mejilla y salido por el ojo derecho, que quedó colgando, para acabar alojada debajo del izquierdo. Milagrosamente, no penetró en el cráneo. Al general, inconsciente pero vivo, lo habían llevado rápidamente al hospital militar de Adis Abeba, que quedaba a unos cien kilómetros.

Los cuatro estábamos sentados a la mesa del comedor, tratando de apartar de nuestra mente los gritos de Rosina. Yo oía los sollozos de Genet de vez en cuando. Hema había ido a ver a nuestra niñera y ya había vuelto, pero yo no me atrevía. Shiva se tapaba los oídos y tenía los ojos empañados.

Seguíamos sentados a la mesa cuando telefonearon del despacho del señor Loomis. «Las cosas vuelven a la normalidad», anunció Ghosh al colgar. El colegio había reanudado las clases y si pertenecíamos a la Casa del Martes teníamos que acordarnos de llevar el atuendo deportivo.

A pesar de nuestros recelos, nos convenció de que sería mejor estar en el colegio que pasarnos el día oyendo llorar a Rosina. Nos llevó en su coche, y Shiva y yo compartimos el asiento delantero.

Cerca del Banco Nacional una multitud que se agolpaba en la acera y el centro de la calle, impulsada por una extraña inercia, se precipitó hacia nosotros. Avanzábamos centímetro a centímetro. De pronto vi delante, tan claramente como si estuvieran en un escenario, tres cuerpos que colgaban de una horca improvisada. Ghosh nos dijo que no miráramos, pero ya era tarde. Por la inmovilidad de los cadáveres, parecía que llevaran siglos allí colgados balanceándose. El ángulo de las cabezas resultaba desconcertante y tenían las manos atadas a la espalda.

El gentío se aglomeró alrededor de nuestro coche. Al parecer, acababan de terminar los festejos. Un joven que iba andando con otros dos dio un manotazo al capó y me sobresalté. Sonrió y dijo algo poco agradable. Otro pegó un golpetazo encima de nuestras cabezas, y luego notamos que el coche empezaba a balancearse.

Creí que la muchedumbre nos colgaría también a nosotros. Me apoyé contra el salpicadero, a punto de echarme a gritar.

—Tranquilos, hijos —nos dijo Ghosh—. ¡Sonreíd, saludad, enseñad los dientes! Moved la cabeza. Como si hubiéramos venido a presenciar el espectáculo.

No sé si sonreí, pero sí que reprimí aquel grito. Shiva y yo gesticulamos como monos y fingimos no estar asustados. Saludamos. Tal vez fuese la imagen de los gemelos idénticos, o la sensación de que los del interior del vehículo estábamos tan locos como los de fuera, pero lo cierto es que oímos risas, y los golpes fueron volviéndose más conciliadores, menos violentos.

Ghosh siguió asintiendo, sonriendo de oreja a oreja, saludando, hablando nervioso sin parar, mientras avanzaba poco a poco.

—Lo sé, lo sé, sinvergüenza asqueroso. Buenos días también a ti, sí, de verdad, he venido a deleitarme con este espectáculo pagano… ¡Así te pudras, maldita sea! Oh, sí, que amable por tu parte hacer esto, gracias, gracias.

Nunca lo había visto así, expresando una cólera y un desprecio tan feroces con una sonrisa y una falsa apariencia. Por fin nos abrimos paso, y el coche continuó libremente. Al mirar atrás, vi manos que quitaban los zapatos de cuero a los cadáveres.

Shiva y yo nos abrazábamos en nuestra antigua pose, muy afectados por la escena. En el aparcamiento del colegio, Ghosh apagó el motor y se unió a nuestro abrazo. Lloré por Zemui, por el general Mebratu con un tiro en el ojo, por Genet y Rosina, y finalmente por mí. Estar en brazos de Ghosh y apoyado en su pecho era el refugio más seguro del mundo. Me enjugó la cara con una punta de su pañuelo y luego a Shiva con la otra.

—Ha sido lo más valiente que podríais haber hecho en la vida. No perdisteis la cabeza. Asentasteis vuestro valor hasta la tenacidad. Estoy orgulloso de vosotros. Se me ocurre una idea: este fin de semana saldremos de la ciudad. Iremos a las termas de Sodere o Woliso. Nadaremos y nos olvidaremos de lo ocurrido. —Nos dio sendos abrazos—. Si encuentro a Mekonnen, estará aquí con su taxi a la hora de costumbre. Si no, os recogeré yo a las cuatro.

Cuando estaba a punto de entrar en mi clase, me volví: Ghosh seguía allí, diciendo adiós con la mano.

El colegio bullía de agitación. Oí a los otros chicos contar lo que habían visto y hecho, pero yo no sentí el menor deseo de participar ni escuchar.

Aquel día, mientras estábamos en el colegio, cuatro hombres llegaron en un jeep a ver a Ghosh. Se lo llevaron como si fuera un delincuente común, con las manos atadas a la espalda. Cuando intentó protestar lo abofetearon. Hema supo por W. W. Gónada, que les dijo que se equivocaban, que no podían llevarse al cirujano del Missing, pero recibió una patada en el estómago por su impertinencia.

Hema se resistió a creer que Ghosh se hubiese ido. Corrió a casa convencida de que lo encontraría repantigado en su sillón, con los pies apoyados en el taburete, leyendo un libro. Previendo verlo, segura de que lo encontraría allí, estaba ya furiosa con él.

—¿Ves lo peligroso que es relacionarnos con el general? —gritó al irrumpir por la puerta principal de casa—. ¿Qué te digo siempre? ¡Podrían matarnos a todos!

Cuando arremetía contra él de aquel modo, Ghosh acostumbraba agitar un capote imaginario como un torero frente al toro que embiste. A nosotros nos parecía divertido, aunque a Hema no le hiciese ninguna gracia.

Pero la casa estaba silenciosa. No había ningún torero. Hema recorrió las habitaciones; el tintineo de sus ajorcas resonaba en los pasillos. Imaginó a Ghosh con un brazo retorcido a la espalda, recibiendo puñetazos en la cara, patadas en los genitales… Se precipitó al inodoro, donde vomitó el almuerzo. Luego encendió incienso, tocó la campanilla y prometió que haría peregrinaciones a los santuarios de Tirupati y Velankani si lo soltaban vivo.

Descolgó el teléfono para llamar a la enfermera jefe, pero no había línea. Los teléfonos habían dejado de funcionar cuando empezaron a caer las bombas y desde entonces sólo lo hacían esporádicamente. Hema se puso a mirar por la ventana de la cocina.

El coche de Ghosh estaba en el hospital. Pero aunque lo cogiese, ¿adonde iba a ir? ¿Adonde lo habrían llevado? Y si iba y la detenían también, sus hijos se quedarían solos… Hizo acopio de una gran fuerza de voluntad para decidir esperarnos.

Le llegaba un monólogo sollozante proveniente de la casa de la sirvienta… Era la voz de Rosina, aunque tan ronca que no se la reconocía. Se dirigía a Zemui, o a Dios, o a los hombres que habían matado a su marido. Había empezado por la mañana y aún no había alcanzado su apogeo.

Vio salir a Genet, con los ojos enrojecidos pero serena, conduciendo a una Rosina tambaleante hacia al retrete exterior. No tenían a nadie que llorase con ellas más que a Almaz y Gebrew, que en aquel momento se encontraban en otra parte. Tuvo la impresión de que Genet se había hecho adulta de repente, que aquel rostro de niña se había cubierto de dureza y habían muerto la dulzura, el encanto y todo lo agradable.

Se mojó las mejillas y respiró hondo, repitiéndose que era esencial que conservase la calma por nuestro bien. Luego bebió un vaso de agua que había pasado por la depuradora.

—¡Señora, no beba agua! ¡Dicen que los rebeldes envenenaron el abastecimiento! —exclamó Almaz, que entró corriendo justo cuando Hema acababa de posar el vaso.

Pero ya era demasiado tarde, porque notó que le ardía la cara y a continuación sintió los retortijones más fuertes de su vida.