En un país donde la belleza de la tierra no puede describirse sin emplear la palabra «cielo», la visión de tres reactores despegando en brusca ascensión cortaba el aliento.
Me encontraba por casualidad fuera, en el césped de la parte delantera. La onda expansiva viajó por la tierra hasta mis pies y ascendió por mi columna vertebral antes de que se oyese la explosión. Me quedé petrificado. A lo lejos se alzó el humo. Los chillidos de centenares de pájaros que levantaron el vuelo y los ladridos de todos los perros de la ciudad quebraron el impresionante silencio que siguió.
Aún deseaba creer que aquello (los reactores, las bombas) formaba parte de algún plan grandioso, del curso previsto de los acontecimientos, y que Hema y Ghosh entendían lo que pasaba, aunque yo no lo comprendiera. Fuera lo que fuese, ellos podían resolverlo.
Cuando Ghosh salió de casa a la carrera para venir a buscarme, con aquella mirada de miedo y preocupación, la última de mis ilusiones se desvaneció. Los adultos no controlaban la situación. Supongo que había indicios anteriores de ello, pero incluso cuando había visto cómo pegaban a aquella anciana los guardias del emperador, me había convenido creer que Hema y Ghosh aún controlaban el universo.
Sin embargo, arreglar aquello quedaba fuera de su alcance.
Ghosh, Hema y Almaz sacaron colchones al pasillo. Nuestras paredes encaladas de chikka (paja y adobe comprimidos) ofrecían escasa protección. En el pasillo, las balas tendrían al menos que atravesar dos o tres paredes. Las balas silbaban por encima, cerca, mientras las explosiones y el estruendo se oían lejos. Oímos un tintineo de la cocina y más tarde descubrimos que una bala había roto un paño de la ventana. Echado en el colchón, me hallaba inmóvil, paralizado, esperando que alguien dijese: «Esto es un error colosal que pronto se corregirá y podréis salir de nuevo a jugar».
—Creo que podemos dar por sentado que el ejército y la aviación han decidido no sumarse al golpe —dijo Ghosh, observando a Hema para ver si provocaba una respuesta. Y así fue.
A Genet le temblaban los labios. Yo sólo podía imaginar lo preocupada que estaba: sentía nervios en el estómago cuando pensaba en Rosina, que hacía ya más de veinticuatro horas que se había ido. Alargué el brazo y Genet me estrechó la mano.
Al anochecer se intensificó el fuego y el frío era terrible. La enfermera jefe iba y venía del hospital sin ningún miedo, a pesar de nuestras súplicas para que se quedara. Cuando tenía que ir al baño lo hacía arrastrándome. Por la ventana veía las brillantes trazadoras que se cruzaban en el cielo.
Gebrew cerró con llave y cadena la entrada principal y se retiró de su cabaña de centinela, para refugiarse en el complejo principal del hospital. Las enfermeras y estudiantes de enfermería estaban echadas en el comedor de enfermeras, supervisadas por W. W. Gónada y Adam.
Cerca de la medianoche se oyó llamar a la puerta de atrás y Ghost fue a abrir. ¡Era Rosina! Genet, Shiva y yo nos abalanzamos hacia ella y la abrazamos. Genet, entre cálidas lágrimas, la reñía en tigriña por dejarla y hacerla sufrir tanto.
La enfermera jefe sonreía detrás de Rosina. Ella y Gebrew habían tenido una intuición y bajado hasta la puerta cerrada a comprobar una última vez. Acurrucada junto a la puerta, protegiéndose del viento, encontraron a Rosina. Mientras comía vorazmente, nos contó que la situación estaba mucho peor de lo que se había imaginado.
—Quise llegar a la parte alta de la ciudad, pero había un puesto de control del ejército. Tuve que dar un gran rodeo, primero hacia un lado y luego hacia el otro.
Un tiroteo alrededor de una villa la había obligado a ponerse a cubierto y luego los tanques y blindados del ejército le impidieron regresar. Había pasado la noche en el porche de una tienda del Merkato, donde se habían refugiado otras personas sorprendidas por la oscuridad. Por la mañana, no había podido moverse del Merkato por los pelotones que patrullaban la zona obligando a la gente a despejar la cañe. Le había llevado hasta el anochecer recorrer menos de cinco kilómetros. Nos confirmó lo que más temíamos: el ejército de tierra, la aviación y la policía estaban atacando a la Guardia Imperial. Se libraban batallas campales por todas partes, pero el ejército concentraba sus esfuerzos en la posición del general Mebratu.
Fue sigilosamente a su casa a lavarse y cambiarse de ropa y volvió con su colchón y con caramela para nosotros. Aunque Genet no la había perdonado todavía, se aferró a ella.
La enfermera jefe se echó en el colchón. Rebuscó debajo y sacó un revólver que escondía entre el colchón y la pared.
—¡Enfermera jefe! —exclamó Hema.
—Ya sé, Hema… No lo compré con el dinero de los baptistas, por si lo habías pensado.
—No era eso lo que estaba pensando, ni mucho menos —repuso Hema, mirando el revólver como si pudiese estallar.
—Te aseguro que fue un regalo. Lo guardo donde nadie podría encontrarlo. Pero, en fin, los saqueadores… eso es lo que tiene que preocuparnos —explicó la enfermera jefe—. El revólver podría disuadirlos. Compré otros dos. Se los he dado a W. W. Gónada y Adam.
Almaz trajo un cesto con inyera y curry de cordero, que comimos con los dedos del plato comunal. Luego otra vez a esperar, mientras a lo lejos se oían las crepitaciones y explosiones. Yo estaba demasiado nervioso para leer o hacer cualquier cosa que no fuese seguir allí tumbado.
Shiva se hallaba sentado con las piernas cruzadas y repitiendo una y otra vez la operación de doblar con gran cuidado una hoja de papel y partirla por la mitad, al tiempo que acumulaba los pequeños cuadrados en un montoncito. Sabía que estaba tan afectado como yo por el giro de los acontecimientos. Me puse a observar cómo se movían metódicamente sus manos porque me pareció que así tendría ocupados el pensamiento y mis propias manos. De pronto puso un trocito de papel solo y contó y colocó tres cuadrados al lado, luego siete y luego once. No me quedó más remedio que preguntarle.
—Números primos —respondió, como si eso aclarase algo. Se balanceaba adelante y atrás, moviendo los labios.
Me maravillaba aquel don suyo para distanciarse de lo que ocurría bailando, dibujando una motocicleta o jugando con los números primos. A fin de escapar de la locura de abajo, disponía de muchas formas de trepar mentalmente a la casa arbórea, donde una vez arriba retiraba la escalera; lo envidiaba.
Pero sabía que la evasión de mi hermano era incompleta aquella noche, pues yo no lograba sentir alivio observándole.
—No te esfuerces —le dije—. Vamos a dormir.
Guardó inmediatamente los papeles.
Rosina y Genet dormían profundamente ya, agotadas las dos. El regreso de Rosina había supuesto un gran respiro, pero esa noche experimenté un mayor alivio cuando mi cabeza tocó la de Shiva: me daba sensación de seguridad y plenitud, era un hogar en el fin del mundo. «Gracias, Dios, porque pase lo que pase siempre podremos recurrir a ShivaMarion», pensé. Siempre podríamos invocar a ShivaMarion cuando lo necesitásemos, aunque me sentí culpable al recordar que llevábamos bastante tiempo sin hacerlo. Le di un codazo en las costillas y él me respondió con otro, y aunque no abrí los ojos supe que sonreía. Eso me confortó, porque aunque aquella mañana me había parecido un extraño sentado en los escalones de la Clínica de Versión, ahora volvía a ser el Shiva de siempre. Unidos, teníamos una gran ventaja sobre los demás.
Desperté en plena noche y vi que dormían todos, menos la enfermera jefe y Ghosh. El estruendo de las armas de fuego llegaba en ráfagas intensas, pero con momentos impredecibles de calma, de manera que podía oír claramente a la enfermera Hirst hablando con Ghosh.
—Cuando el emperador huyó de Adis Abeba en el treinta y seis, justo antes de que entrasen los italianos, fue el caos… Debería haberme ido a la legación británica. Bastaba una mirada a los soldados de infantería sijs que se apostaban en la puerta, con sus turbantes, barbas y bayonetas, para que ningún saqueador se atreviera a acercarse. El mayor error que cometí fue no acudir a la legación.
—¿Y por qué no lo hizo?
—Me daba reparo. Había cenado una vez con el embajador y su esposa, y me sentí fuera de lugar. Gracias a Dios estaba John Melly.
Era un joven médico misionero. Se sentó a mi lado. Me habló de su fe y sus esperanzas de lograr poner en marcha aquí una Facultad de Medicina… —Se le fue la voz.
—Me habló de él una vez. Usted lo amaba. Me dijo que un día me lo contaría todo.
Siguió un largo silencio. Sentí la tentación de abrir los ojos, pero sabía que rompería el hechizo.
—Por quedarme aquí fui responsable de la muerte de John Melly —aseguró la enfermera jefe con voz ronca—. Entonces esto no era el hospital Missing. Pensé que tratándose de un hospital lo respetarían, pero fue nuestro propio vigilante quien se presentó al mando de un grupo. Cogieron a una joven estudiante de enfermería y la violaron. Huí a la enfermería, donde me encontré con el doctor Sorkis, a quien usted no llegó a conocer. Era húngaro; un cirujano pésimo, un hombre taciturno. Operaba como un técnico, sin interés. Han pasado por aquí tantos médicos hasta que llegaron Hema, Stone y usted… —Suspiró de nuevo—. Aquella noche, sin embargo, Sorkis fue la salvación. Tenía una escopeta y una pistola. Cuando aquella turba llegó a la enfermería, desde el otro lado de la puerta cerrada supliqué a Tesfaye, el vigilante: «No participes en esta maldad, por amor de Dios». Pero se burló de mí. «Dios no existe, enfermera jefe», replicó, y añadió muchas otras vilezas.
»A1 echar abajo un panel de la puerta, el doctor Sorkis disparó primero un cañón apuntando a la altura de los ojos, y luego a la de la ingle. El ruido me ensordeció. Cuando recuperé la audición los hombres gritaban de dolor. Sorkis volvió a cargar y avanzó disparando la escopeta, apuntando a la altura de las rodillas.
»Confieso que sentí placer al verlos huir renqueando. En vez de miedo, me embargó la cólera. Tesfaye volvió a la carga… Me parece que creía que aún lo secundaba aquella chusma. Sorkis alzó la pistola, esta misma que tengo aquí, y apretó el gatillo. Antes incluso de que se oyera la detonación, vi cómo saltaban los dientes de Tesfaye y le estallaba la nuca. Los demás se dieron a la fuga.
»Tal vez me consideres una traidora, Ghosh, pero cuando los italianos irrumpieron en la ciudad a la mañana siguiente por una parte les di la bienvenida, porque se había acabado el pillaje. Fue entonces cuando descubrí que John Melly había intentado llevarme a lugar seguro. Paró en el camino a ayudar a un hombre herido y, mientras lo socorría, un saqueador borracho se acercó a él y le disparó en el pecho. ¡Sin ningún motivo!
»Corrí a la legación en cuanto me enteré. Lo cuidé día y noche. Estuvo sufriendo dos semanas, pero su fe nunca vaciló. Es una razón de que no me marchara de Etiopía, pues pensé que se lo debía a él. Me pedía que le cantase el Himno de Bunyan mientras le tenía la mano cogida. Creo que se lo canté mil veces antes de que muriese.
El valiente capaz de enfrentarse
a cualquier desastre
haz que sea constante
siguiendo al Maestro.
Sin que el desaliento
lo haga renunciar
a lo decidido,
ser un peregrino.
¡Qué descubrimientos increíbles podía hacer uno con los ojos cerrados! Nunca había oído a la enfermera jefe hablar de su pasado, no digamos ya cantar; me parecía que había llegado al mundo totalmente formada, vestida de monja, siempre como directora del Missing. Su historia susurrada, la confesión de miedo, amor, de una matanza, resultaban más aterradoras que el tiroteo a lo lejos. En aquel pasillo oscuro, iluminado sólo por el relampagueo intermitente de bengalas y balas trazadoras que proyectaban sombras danzarinas en la pared, apreté con fuerza la cabeza de Shiva. ¿Cuántas otras cosas ignoraba? Quería dormir, pero no podía porque en mis oídos aún resonaba el himno de la enfermera jefe, su voz temblorosa.