23
La «placenca» y otros animales

Las lluvias habían cesado y hacía casi dos semanas que habíamos reanudado las clases, cuando un día Hema nos despertó con lo que me parecieron buenas noticias.

—No hay colegio. Hoy os quedáis en casa —anunció, y comentó que había problemas en la ciudad y que los taxis no circularían. Pero yo había dejado de prestar atención después de la frase inicial.

Era un día perfecto para permanecer en casa. Iban a empezar las celebraciones del Meskel y el terreno del hospital estaba alfombrado de amarillo. Imaginé que perderíamos el balón de fútbol entre las margaritas, que treparíamos a la casa del árbol. Pero enseguida caí en la cuenta: con Genet bajo la vigilante mirada de Rosina no sería lo mismo.

Abrí los postigos de madera de la ventana del dormitorio y me encaramé en el alféizar. La luz del sol inundó la habitación. La temperatura llegaría a 24 grados al mediodía, pero de momento tiritaba descalzo. Desde aquel punto de observación, podía ver más allá del muro oriental del Missing un camino tranquilo y sinuoso que descendía y desaparecía. Más allá se alzaban las montañas y daba la impresión de que la senda siguiese bajo tierra para emerger después a lo lejos como un hilo. No era un camino que transitásemos, ni siquiera uno al que supiese llegar, y sin embargo tenía la sensación de dominar aquella vista. Al lado izquierdo flanqueaba la carretera un muro que retrocedía con ella, debatiéndose para mantenerse vertical, y sobre el cual se derramaban gigantescos macizos de buganvilla púrpura que rozaban los shamas blancos de los escasos peatones. En aquella primera luz diáfana y en los vividos colores había algo especial que hacía imposible pensar en problemas.

Ya en el comedor, reparé en la expresión tensa y preocupada de Ghosh. Vestía camisa, corbata y chaqueta, y parecía que llevara horas despierto. Hema, con bata, estaba pegada a él, retorciéndose un mechón de pelo. Me sorprendió ver allí a Genet, que alzó la cabeza bruscamente cuando entré, como si no supiese que yo vivía en la casa. Rosina, que solía orquestar nuestras mañanas, no daba señal de vida. En la cocina encontré a Almaz, paralizada junto al fogón, a tal punto que el huevo empezó a humear, pero no lo sacó de la sartén para servirlo en mi plato. Vi que tenía los ojos humedecidos.

—El emperador —dijo cuando le pregunté qué pasaba—. ¿Cómo se atreven a hacerle eso a su majestad? ¡Qué desagradecidos! ¿Ya no se acuerdan de que nos salvó de los italianos? ¿De que es el elegido de Dios…?

Me contó cuanto sabía: mientras el emperador estaba de visita oficial en Liberia, un grupo de oficiales de la Guardia Imperial había tomado el poder durante la noche, capitaneados por nuestro general de brigada Mebratu.

—¿Y Zemui?

—¡Está con ellos, por supuesto! —respondió en un cuchicheo, moviendo la cabeza con desaprobación.

—¿Y Rosina?

Señaló con la barbilla hacia las habitaciones de los criados.

Genet entró en la cocina camino de la puerta de atrás. Parecía asustada. La detuve cogiéndola de la mano.

—¿Estás bien? —pregunté, mientras me fijaba en la cadena de oro y la extraña cruz que llevaba al cuello.

Asintió y salió por la puerta trasera. Almaz no la miró.

—Es verdad —confirmó Ghosh cuando volví al comedor, y miró a Hema como si ambos intentaran decidir cuánto debían desvelarnos. Lo que no podían ocultar era su angustia.

La noche anterior, el general Mebratu había ido a la residencia del príncipe heredero a explicarle que algunos estaban preparando un golpe contra su padre. A instancias del general, el príncipe convocó a los ministros leales al emperador. Cuando llegaron, Mebratu los detuvo a todos.

Era una artimaña inteligente, pero me desconcertaba. Ni yo ni nadie podíamos imaginar Etiopía sin Haile Selassie al mando, hasta tal punto el hombre y el país parecían ir unidos. El general Mebratu era nuestro héroe, un personaje deslumbrante incapaz de hacer nada malo. Aunque a nuestros ojos el emperador había perdido parte de su esplendor, no esperaba aquello del general… ¿Acaso se trataba de una traición, un lado oscuro que le había aflorado, o estaba haciendo lo que debía?

—¿Cómo sabéis todo eso? —pregunté.

Uno de los prisioneros, un ministro anciano y delicado, había sufrido un ataque de asma, de modo que habían llamado a Ghosh desde la residencia del príncipe heredero a primera hora de la mañana.

—El general no desea que muera nadie si puede evitarlo. Quiere que sea pacífico.

—¿Desea convertirse en emperador? —pregunté.

Ghosh negó con la cabeza.

—No, no creo que se trate de eso. Lo que quiere es que los pobres tengan alimentos y tierra. Y para eso hay que quitársela a los miembros de la familia real y a la Iglesia.

—¿Entonces lo que hace está bien? ¿O mal? —terció Shiva, al tiempo que levantaba la vista del libro que había llevado a la mesa. Así era mi hermano: no soportaba la ambigüedad y quería las cosas claras y precisas. Si preguntaba era porque no comprendía lo que a mí se me antojaba evidente. Pero en este caso era una buena pregunta, que yo deseaba formular también—. ¿No está la Guardia Imperial para defender al emperador? —añadió.

Ghosh pestañeó, como si la pregunta le doliese.

—Éste no es mi país, así que ¿quién soy yo para juzgar? Mebratu vive bien. No tiene un motivo personal para hacerlo, más bien creo que actúa así por su pueblo. Hace mucho tiempo sospecharon de él, luego se convirtió en el hijo predilecto, y hace poco volvió a caer bajo sospecha, y estaba seguro de que de todas formas podrían detenerlo muy pronto.

Ghosh explicó que al salir del palacio del príncipe heredero, Zemui lo había acompañado al coche y entregado una cosa para que se la diese a Genet. Se trataba del colgante de oro que Darwin Easton se había quitado y le había regalado: la cruz de santa Brígida. Zemui también le había pedido que transmitiese su cariño a ella y a Rosina.

Cuando Hema se vistió, ella y Ghosh se fueron al hospital.

—No os alejéis de casa, hijos. ¿Entendido? —nos dijeron.

No debíamos salir del recinto del Missing, pasase lo que pasase.

Fui hasta las puertas de entrada: sólo había tres enfermos en la cuesta. No pasaban coches ni autobuses. Me quedé allí con Gebrew, mirando. El silencio era extraño, ni siquiera alteraban la quietud los cascos de los caballos o las campanillas de los arneses.

—Cuando los taxis de cuatro patas se quedan en los establos, es que hay graves problemas —sentenció Gebrew.

En los dos edificios de hormigón que se alzaban enfrente había bares, una sastrería y un taller de reparación de radios. Pero tampoco allí había señales de vida. Haciendo caso omiso de las advertencias de Hema y Ghosh, y de las protestas de Gebrew, crucé la carretera hasta el pequeño bazar árabe, un chiringuito de contrachapado, pintado de amarillo y situado entre los dos edificios grandes. La ventana por la que solía llevarse a cabo la actividad en el bazar estaba cerrada, pero un niño salió por la puerta entreabierta con un cucurucho de periódico atado con cordel, probablemente con diez centavos de azúcar para el té matutino. Entré. El aire estaba cargado de incienso. Si me apoyaba en el mostrador podía tocar la pared del fondo. Los bazares árabes eran así en toda la ciudad, como emergidos del mismo vientre. Colgando del techo, de pinzas prendidas en una cuerda, había paquetes de Tide de un solo uso, aspirina Bayer, chicles y paracetamol, que giraban como adornos de fiesta. Un gancho de carne que colgaba de las vigas sostenía cuadrados de periódico listos para usar de envoltorio. De otro gancho pendía un rollo de cordel. Sobre el mostrador había cigarrillos sueltos en un tarro y cajetillas sin abrir amontonadas al lado. Las estanterías estaban atestadas de cajas de cerillas, botellas de soda, bolígrafos Bic, sacapuntas, Vicks, crema Nivea, cuadernos, gomas, tinta, velas, pilas, Coca-Cola, Fanta, Pepsi, azúcar, té, arroz, pan, aceite para cocinar y muchas cosas más. Flanqueaban el mostrador tarros de conservas llenos de dulces y caramela, que dejaban un espacio Ubre en medio en el que me apoyé. Entonces vi a Alí Osmand, con el gorro de encaje pegado a la cabeza, sentado en la estera con su mujer, su hija pequeña y dos hombres. El espacio de suelo apenas daba para que Alí y su familia durmiesen apretujados, con las rodillas encogidas, y ahora encima tenía visitas. Todos estaban sentados alrededor de un montón de kat.

—Marión, en momentos como éste es cuando los extranjeros como nosotros podemos padecer —dijo preocupado, y me resultó extraño oírle utilizar la palabra ferengi refiriéndose a sí mismo o a mí, porque ambos habíamos nacido en el país.

Crucé para regresar al lado de Gebrew y compartí con él la barrita de caramelo que había comprado.

De pronto pasó Rosina delante de nosotros.

—Cuida a Genet —dijo por encima del hombro, no sé si a mí o a Gebrew.

—¡Espera! —la llamó el vigilante, pero ella no hizo caso.

La seguí corriendo y la detuve cogiéndola de la mano.

—¡Espera, Rosina! ¿Adonde vas? ¡Por favor!

Me hizo girar como indicándome que me marchara, pero luego se le suavizó la expresión. Estaba pálida, tenía los ojos hinchados de llorar y la mandíbula tensa, ignoraba si por miedo o porque había tomado una decisión.

—El chico tiene razón, Rosina. No vayas —pidió Gebrew.

—¿Qué quiere que haga, sacerdote? Hace una semana que no veo a Zemui. Es un ingenuo; estoy preocupada por él. Me hará caso cuando le diga que por encima de todo tiene que ser leal a Dios y al emperador.

De pronto me asusté y me aferré a ella, que se zafó con delicadeza. Me pellizcó la mejilla por pura costumbre y me acarició el pelo. Me besó en la cabeza.

—Sé razonable —le dijo Gebrew—. El cuartel de la Guardia Imperial queda demasiado lejos. Si Zemui se encuentra con el general, estará en palacio. Tendrás que pasar por delante de la Comandancia y de la Sexta Comisaría. Tardarás demasiado en llegar.

Ella se despidió con un gesto de la mano y se alejó. El vigilante, que lagrimeaba continuamente a causa del tracoma, parecía a punto de llorar. Percibía un peligro mucho mayor que cuanto yo pudiese imaginar.

Diez minutos después, apareció un jeep con una ametralladora montada, seguido de un vehículo blindado. Eran soldados de la Guardia Imperial, con expresiones hoscas y cascos de combate en vez de los salacots habituales. Los uniformes de camuflaje y las cananas cargadas habían sustituido a su uniforme verde oliva normal.

«Ciudadanos, conserven la calma —dijo una voz procedente de un altavoz instalado en el blindado—. Su majestad el príncipe heredero Asfa Wossen se ha hecho cargo del gobierno. Hoy al mediodía emitirá un comunicado. Escuchen Radio Adis Abeba al mediodía. Radio Adis al mediodía. Ciudadanos. Conserven la calma…».

Me alejé de la entrada, en dirección al hospital, donde encontré a W. W. Gónada sentado en la galería que había delante del banco de sangre, con un transistor en el regazo, con las enfermeras y auxiliares cerca de él. Parecía emocionado, feliz.

Al mediodía, nos reunimos en casa alrededor del Grundig y del transistor de Rosina, el primero sintonizado con la BBC y el segundo con Radio Adis Abeba. Almaz estaba de pie al lado. Genet compartía un asiento conmigo. Hema bajó el reloj de la repisa de la chimenea y le dio cuerda; su expresión desvalida revelaba su profunda ansiedad. La enfermera jefe parecía la menos preocupada, mientras soplaba en su taza de café. Me sonrió. *

«Boletín informativo de la BBC —dijo en inglés una voz anónima y estentórea. Finalmente, tras comentar la huelga en las minas de carbón inglesas, el locutor pasó a lo que nos interesaba—: Según las noticias llegadas de Adis Abeba, la capital de Etiopía, se ha producido un golpe de estado incruento mientras el emperador Haile Selassie efectuaba una visita oficial a Liberia. El emperador ha dado por terminado el viaje y cancelado los planes de una visita oficial a Brasil».

«Golpe de estado» era un término nuevo para mí; implicaba algo antiguo y elegante. Pero el adjetivo «incruento» denotaba que tenía que existir su variante «cruenta».

Confieso que en aquel momento me emocionó oír que la BBC mencionaba nuestra ciudad, e incluso a la Guardia Imperial. Los británicos no sabían nada del Missing, ni de la vista del camino desde mi ventana. Pero habíamos conseguido que desviaran la atención hacia nosotros. Años después, cuando Idi Amin decía y cometía atrocidades, pensaba que lo hacía con intención de alterar a la buena gente del meridiano de Greenwich, para que alzaran la cabeza del té con bollos y dijeran: «Ah, sí, África». Por un instante fugaz, tendrían la misma conciencia de nosotros que nosotros de ellos. Pero ¿cómo era posible que la BBC mirase desde Londres y viese lo que nos pasaba? Nosotros no veíamos nada cuando mirábamos por encima de los muros del hospital.

Bastante después del mediodía, y mucho más tarde del parte de la BBC, cesó la música militar en Radio Adis Abeba y el príncipe heredero Asfa Wossen tomó la palabra balbuciente con un trasfondo de rumor de papeles. Lo poco que sabía del corpulento primogénito del emperador, por lo que había visto en el periódico y en persona, me hacía pensar en un individuo que se pondría a gritar al ver un ratón. Carecía del porte y el carisma paternos. Leyó por la radio una declaración (era evidente que seguía un guión) en el amárico selecto del funcionariado, que nos resultaba difícil de entender a todos, salvo a Almaz y Gebrew. Cuando terminó, Almaz salió del comedor alterada. La BBC emitió una traducción a los pocos minutos (¿cómo conseguían hacerlo?).

«El pueblo etíope ha estado esperando el día en que desapareciesen la pobreza y el atraso, pero nada se ha conseguido…».

El príncipe heredero aseguró que su padre le había fallado al país. Era el momento para una nueva jefatura. Estaban en los albores de un nuevo día. ¡Viva Etiopía!

—Ésas son palabras del general Mebratu —dijo Ghosh.

—Parecen más de su hermano —opinó Hema.

—Deben estar apuntando con una pistola en la cabeza al príncipe heredero —terció la enfermera jefe—. No hay rastro de convicción en su tono.

—Pues entonces debería haberse negado a leerlo —comenté, y todos se volvieron para mirarme. Hasta Shiva alzó la cabeza del libro que estaba leyendo—. Debería haber dicho: no, no lo leeré; prefiero morir antes que traicionar a mi padre.

—Marión tiene razón —coincidió la enfermera jefe—. Eso no dice mucho acerca del carácter del príncipe.

—Lo de utilizar al príncipe heredero sólo es una treta —explicó Ghosh—. No quieren acabar con la monarquía de repente, sino que el pueblo vaya acostumbrándose a la idea del cambio. ¿No os habéis fijado en la reacción de Almaz ante la idea de que alguien deponga al emperador?

—¿Por qué se preocupan por el pueblo? Tienen las armas. El poder —dijo Hema.

—Lo que temen es una guerra civil. Los campesinos adoran al emperador. No hay que olvidar que el ejército territorial, todos los combatientes veteranos que lucharon contra los italianos son soldados irregulares, no pertenecen al ejército ni a la Guardia Imperial, pero les superan con mucho en número. Podrían empezar a avanzar hacia la ciudad.

—De todas formas, siempre cabe la posibilidad de que lo hagan —comentó la enfermera jefe.

—Mebratu no podría conseguir el apoyo previo del ejército, la policía y la fuerza aérea —prosiguió Ghosh—. Supongo que cuanta más gente incorporase antes del golpe, más probable habría sido que lo hubiesen traicionado. El general y su hermano Eskinder estaban discutiendo cuando llegué esta mañana. Eskinder hubiera querido atrapar a todos los generales del ejército la noche anterior, empleando el mismo truco con que habían atrapado a los demás leales al régimen. Pero Mebratu no aceptó.

—¿Viste al general? —pregunté.

—Ojalá no lo hubiese visto —soltó Hema—. No tenía por qué enredarse en esto. —Parecía enfadada.

—Fui como médico, Hema, ya te lo he dicho —dijo Ghosh, y suspiró—. Cuando llegué, Tsigue Debou, el jefe de policía, se había unido al general. Él y Eskinder estaban presionándolo para que atacase los cuarteles del ejército antes de que pudieran organizarse. Pero Mebratu se negó por razones… umm, afectivas. Eran amigos suyos, sus compañeros. Estaba seguro de que esas personas buenas de los otros cuerpos lo apoyarían. En fin, me acompañó lentamente hasta la puerta. Cuando me dio las gracias me dijo que estaba decidido a evitar el derramamiento de sangre.

Durante el resto del día reinó en las calles un extraño silencio. Al hospital acudieron muy pocos pacientes, y los enfermos que podían huyeron a sus casas. Nosotros no nos despegamos de la radio.

Genet permaneció sola en su habitación; al final de la tarde Hema me mandó a buscarla y volví con ella de la mano. Aunque se hacía la valiente, yo sabía que estaba preocupada y asustada. Aquella noche durmió en nuestro sofá: no teníamos noticias de Rosina.

La jornada siguiente, la ciudad amaneció muy tranquila, y lo único que circulaba eran los rumores. Sólo los tenderos más resueltos abrieron sus comercios. Decían que el ejército seguía indeciso, sin saber si apoyar a los golpistas o mantenerse fiel al emperador.

Gebrew llegó a mediodía y nos pidió que saliéramos a la puerta. Llegamos a tiempo para ver un desfile de estudiantes universitarios con banderas etíopes y rostros resplandecientes de sudor y emoción, que se agrupaban bajo estandartes: ESCUELA DE ARTES Y CIENCIAS, ESCUELA DE INGENIERÍA… Unos delegados con brazaletes mantenían el orden. Para mi asombro, allí estaba W. W. Gónada, desfilando bajo el estandarte de la Escuela de Comercio. Nos sonrió medio avergonzado, se ajustó la corbata y continuó desfilando, esforzándose por parecer un miembro del cuerpo docente. Debía de haber miles de estudiantes y profesores, y cantaban al unísono en amárico:

Despertad compatriotas, la historia os llama,

no más esclavitud, reine la libertad.

Había pancartas en inglés que rezaban: UNA REVOLUCIÓN INCRUENTA PARA TODOS y APOYEMOS PACÍFICAMENTE AL NUEVO GOBIERNO DEL PUEBLO.

En la calle había hileras de recelosos espectadores que llevaban, como nosotros, demasiado tiempo sin salir de casa. Los perros callejeros se agrupaban y ladraban a los manifestantes, lo que aumentaba el barullo. Una bella estudiante de pantalones vaqueros nos puso panfletos en la mano, pero Almaz apartó el suyo como si estuviese contaminado.

—¡Oiga, señorita! ¿Acaso la enviaron a la universidad para esto? —le gritó.

Un anciano barbudo agitaba el espantamoscas como si intentase pegar a los estudiantes.

—Si estuvieseis estudiando no tendríais tiempo para estas cosas. ¡No olvidéis quién construyó vuestra universidad, quién os enseñó a leer!

W. W. Gónada nos contó después que los tenderos musulmanes y eritreos del Merkato habían acogido a los estudiantes con vítores, pero en cambio el resto de la población los había recibido con frialdad, y cuando los manifestantes se dirigieron hacia la Comandancia del Ejército, donde se proponían convencer a los militares para que se uniesen a la revuelta, un pelotón con uniforme de combate les había cortado el paso en un cruce. El joven comandante les había comunicado que disponían de un minuto para dispersarse o daría a sus soldados orden de disparar. Los estudiantes habían intentado dialogar, pero el sonido de los cerrojos de los fusiles los convenció de que era mejor retirarse. W. W. Gónada había abandonado entonces la manifestación.

Aunque aún me alegraba de no ir al colegio, me daba cuenta de que la angustia que antes traslucieran las caras de los adultos poco a poco había desaparecido. Ghosh y la enfermera jefe volvieron al hospital a prepararse para las urgencias. Hema tenía aquella tarde su Clínica de Versión. Shiva, que hasta entonces había manifestado escaso interés por los acontecimientos, estaba inquieto, como si hubiese captado algo que nadie más advertía. Preguntó a Hema (algo insólito en él) si se quedaría en casa y no iría a trabajar.

—No quiero marcharme, cariño —repuso ella, un tanto vacilante—, pero tengo Clínica de Versión.

—Llévanos contigo —propuso Shiva. Luego añadió—: Practicamos la caligrafía Bickham. ¿Ves mi hoja? Tal como nos dijiste. —Su letra era mejor que los ejemplos de estilo redondeado y florido del libro—. Por favor…

—De verdad que no puedo. Tengo que ir al paritorio antes que al ambulatorio.

—Te acompañaremos.

—No. No os quiero en la consulta. —Al reparar en la expresión decepcionada de Shiva, añadió—: Os propongo una cosa: vosotros id a la Clínica de Versión y me esperáis allí. Hagáis lo que hagáis, no os separéis.

Era una invitación rarísima. Hema, a diferencia de Ghosh, si usaba un estetoscopio no lo llevaba a casa. La bata blanca con que la veíamos en el hospital, allí se quedaba. Raras veces pensaba en ella como doctora, porque en casa era sólo madre. Ghosh hablaba constantemente de medicina, pero Hema jamás. Sabíamos que iba al paritorio y que operaba los lunes y miércoles. Por lo que habíamos oído, era muy buena y estaba muy solicitada, pero no se nos mencionaban los detalles. Quería que supiésemos que siempre estaba pendiente de nosotros y que sus tareas como médica no la distraían de esa vigilancia. La Clínica de Versión era un buen ejemplo. Llevábamos años oyendo hablar de ella, pero no teníamos idea de lo que allí pasaba. Según el diccionario, un significado de «versión» se derivaba del latín versus: «girar».

Las salidas nocturnas de Hema iban acompañadas de frases crípticas, de palabras aún más extrañas que «versión»: «eclampsia» o «hemorragia posparto» o, la expresión más estremecedora de todas, la «retención de placenca»,que ni siquiera figuraba en el diccionario médico. Y sólo se oía hablar de la placenca cuando estaba «retenida». Se la temía, y sin embargo su llegada era necesaria. Shiva y yo buscábamos aquella placenca retenida en los árboles del Missing, o arriba, en el cielo.

Mi hermano la dibujó: en sus muchas versiones, era como un hada voladora, un triángulo alargado, sin ojos y sin patas, pero bella, de líneas elegantes, aerodinámica y absolutamente misteriosa. ¿Tendría algo que ver la muerte de nuestra madre con la placenca retenida? Habría sido muy fácil preguntárselo a Hema, pero aquél era un tema tabú. Al menos eso nos hacía pensar ella.

La clínica de las mujeres, que quedaba detrás del edificio principal del hospital, se diferenciaba de los acabados encalados del Missing por la pintura verde lima de las paredes exteriores y por las barandillas azules. Un árbol de higenia salpicaba de brotes anaranjados la escalera. El terreno debajo del árbol estaba incendiado de lobelia azul y trébol rosado. Un grupo de pacientes embarazadas estaban sentadas en la escalera, con el cabello cubierto con shashes. Mientras esperaban se ponían flores detrás de las orejas y estiraban las piernas. Sus shamas blancos resplandecían al sol. Y con los vientres abultados y las tarjetas del ambulatorio en la mano parecían una bandada de gansos vivaces. Algunas no llevaban calzado y el resto se había quitado los zapatos de plástico. En la ciudad reinaba la tensión, pero, al contemplar a aquellas mujeres y oír sus risas, sus quejas por los tobillos hinchados, los maridos o la acidez de estómago, nadie lo habría pensado. Nos llamaron en cuanto nos vieron para tendernos la mano, preguntarnos cómo nos llamábamos, cuántos años teníamos, acariciarnos el pelo y comentar nuestro parecido. Insistieron en que nos sentáramos con ellas, a lo que yo me hubiera negado, pero Shiva accedió muy contento. Así que me senté, cohibido como un pollito atrapado entre gallinas, mientras que mi hermano parecía hallarse en la gloria.

Es frecuente que no veamos bien a los miembros de nuestra propia familia y que sean otros quienes nos señalen que han crecido o envejecido. Confieso que daba por sentado, en general, el aspecto de Shiva; al fin y al cabo, era mi hermano gemelo. Pero en aquel momento lo vi de otra manera. La frente grande y redondeada, los rizos que se agolpaban en su cabeza, amenazando con caer hacia delante y taparle los ojos, el gesto ecuánime de cejas y ojos, y aquel ademán suyo de apoyarse el dedo en la mejilla, como Nehru en el retrato que había en casa. Lo que me resultaba completamente nuevo era aquella sonrisa que transformaba a mi compañero uterino en un desconocido de ojos azules, confiriéndole una extraña ligereza, al punto de que daba la impresión de que, de no ser por los sólidos brazos femeninos echados sobre sus hombros, que le acariciaban el pelo, se habría elevado flotando de la escalera.

Una mujer leyó un panfleto que había arrojado un avión de la fuerza aérea sobre la piazza y el Merkato. Era la única que sabía leer, aunque lo hacía muy despacio: «Mensaje de Su Santidad, el Patriarca de la Iglesia, Abuna Basilios», dijo, y todas las cabezas se inclinaron enseguida e hicieron la señal de la cruz, como si Su Santidad estuviese allí con ellas. «A mis hijos, los cristianos de Etiopía, y a todo el pueblo etíope. Ayer, hacia las diez de la noche, los soldados de la Guardia Imperial, a cuyo cargo estaban la seguridad y el bienestar de la familia real, cometieron crímenes de traición contra su patria…».

Sentado entre ellas y aunque sudaba bajo el sol, me estremecí. Me di cuenta de que para aquellas mujeres las palabras del patriarca eran la verdad. Hablaba en nombre de Dios; aquello no era un buen augurio para el hombre al que tanto admirábamos, el general Mebratu.

Tras la lectura, las mujeres se volvieron descaradas y empezaron a burlarse de la Guardia Imperial y luego de los hombres en general. Se reían y comportaban como si estuviesen en una boda. Shiva sonreía de oreja a oreja, extasiado. Su inquietud se había esfumado. Parecía que hubiese encontrado su lugar ideal, rodeado de mujeres embarazadas. Había muchas cosas de mi hermano que no entendía.

Cuando apareció Hema y pese a las protestas de nuestra madre, las mujeres se levantaron. Sus ojos relucían de orgullo maternal al vernos adoptados por sus pacientes.

Las mujeres se sentaron en las mesas de examen, tres en cada una. Se bajaron las faldas por debajo del vientre y se alzaron las camisas para dejar al descubierto sus hinchazones de sandía. Una de ellas hizo señas a Shiva para que se acercase y le cogiese la mano, él entró, seguido por mí. Hema se mordió la lengua.

—Tercer trimestre cumplido —sentenció Hema al poco rato, sin explicar lo que quería decir. Empleó ambas manos para confirmar que la posición del bebé no era «del todo cabeza abajo». Un bebé no podía nacer con facilidad, nos explicó, a menos que tuviese la cabeza dirigida hacia los pies de la madre. Por eso la clínica prenatal enviaba a las mujeres allí, a la Clínica de Versión, mencionando así otra clínica a la que sabíamos que ella asistía allí mismo, pero un día distinto.

Luego sacó un estetoscopio extraño y diminuto: un fetoscopio. La campana tenía un soporte metálico en forma de U en que podía apoyar la frente y servirse del peso de la cabeza para presionar la piel, dejando las manos libres a fin de estabilizar el vientre. Como un director de orquesta, alzó el dedo pidiendo silencio. La conversación cesó y las pacientes de las camillas y la multitud de la puerta contuvieron el aliento.

—¡Galopando como un garañón! —exclamó por fin Hema, incorporándose.

—¡Alabados sean los santos! —corearon las voces.

Hema no nos brindó la posibilidad de escuchar, concentrada como estaba en el trabajo.

—Con esta mano sujeto la cabeza del bebé. La otra la pongo aquí, donde está el trasero del niño. ¿Cómo lo sé? —Miró a Shiva como si su pregunta fuese impertinente. Luego se echó a reír—. ¿Sabes los miles de bebés que he palpado de este modo, hijo? No tengo ni que pensar. La cabeza es esta dureza como de coco. El trasero es más blando, y no se diferencia tanto. Con el tacto me formo una imagen —añadió, delineando en el aire por encima del vientre una forma—. El bebé me da la espalda. Ahora, observa.

Afianzó los pies y, valiéndose de una presión firme y constante de las manos, empujó la cabeza hacia un lado y el trasero hacia el otro, al mismo tiempo que movía las manos una hacia la otra como para mantener al bebé acurrucado. Había algo en la forma en que estaban alineados los pulgares con los otros dedos, todos muy juntos, que me recordó sus gestos de danza bharatnatyam.

—¡Mirad! ¿Veis? Una resistencia inicial, como si estuviese pegado, luego cede. Y el bebé da la vuelta. —Yo no veía nada—. Claro, por supuesto, no podéis verlo. El bebé está flotando en agua. En cuanto empieza a volverse, acaba de hacerlo solo. Ya no es un bebé de nalgas, sino que se presenta de cabeza, normal.

Escuchó de nuevo el corazón del feto para asegurarse de que seguía retumbando con fuerza.

Terminó la tarea en un momento, poseída por la misma energía dinámica con la que repartía las cartas o corregía nuestra ortografía. Sólo un bebé se resistió a dar la voltereta.

—Por lo que sé, esta clínica podría ser la mayor pérdida de tiempo del mundo. Ghosh quiere que realice un estudio para ver cuántos bebés vuelven a la posición anterior. Ya sabéis lo que dice: «La práctica no cotejada no merece la pena practicarla». —Resopló, recordando algo más—. Yo tenía un amigo de pequeña, un vecino que se llamaba Velu. Tenía gallinas y de vez en cuando una cacareaba de un modo especial y Velu sabía, no me preguntéis cómo, que el animal tenía un huevo atravesado. Entonces iba y se lo colocaba vertical, y la gallina dejaba de cacarear y ponía el huevo. Velu era insoportable a vuestra edad. Ahora recuerdo su truco con las gallinas y me pregunto si no lo subestimaría. —No dije nada por miedo a romper el hechizo, pues era muy raro oírla pensar en voz alta de aquel modo—. Entre nosotros, niños, no tengo ningún deseo de publicar un artículo que podría retirarme del oficio. La verdad es que disfruto en la Clínica de Versión.

—Yo también —corroboro Shiva.

—Sea en la India o aquí, las señoras son todas iguales —dijo mirando a las mujeres, ninguna de las cuales se había marchado, pues esperaban el té, el pan y la píldora de vitaminas que seguían a la revisión, mientras sonreían a Hema con afecto fraterno, no, con adoración—. ¡Miradlas! Todas felices y radiantes. Dentro de pocas semanas, cuando empiece el parto, estarán gritando, chillando, maldiciendo a sus maridos. Se convertirán en diablesas. No las reconoceríais. Pero son angelicales —comentó con un suspiro—. Una mujer nunca lo es más que en este estado.

Los problemas de la ciudad y el país habían desaparecido, al menos para Shiva y para mí. Qué afortunados éramos por tener unos padres como Hema y Ghosh. ¿Qué había que temer?

—Mamá —dijo Shiva—, Ghosh dice que el embarazo es una enfermedad de transmisión sexual.

—Lo dice porque sabe que luego me lo contaréis a mí. Menudo sinvergüenza. No debería deciros esas cosas.

—¿Puedes enseñarnos por dónde sale el bebé? —preguntó Shiva, y me di cuenta de que hablaba completamente en serio, y también de que su pregunta había roto el hechizo. Me enfadé con él. Los niños han de tener cierta astucia en el trato con los adultos y, en cierto modo, mi hermano carecía por completo de ella. De la misma forma misteriosa con que llegó la dentición permanente, habían llegado también la timidez y la confusión para camuflar mi sentimiento de culpa, mientras la vergüenza arraigaba en mi cuerpo como precio por la curiosidad.

—Bueno. Se acabó. Es hora de que os vayáis a casa —dijo Hema.

—¿Qué significa la palabra «sexual», mamá? —preguntó Shiva, mientras ella nos echaba.

Observé a mi gemelo. Por una vez, no estaba muy seguro de sus propósitos. ¿Quería fastidiar a nuestra madre o era sólo su forma heterodoxa de pensar?

—Tengo que ir un ratito a las salas. Vosotros no salgáis de casa —respondió ella, lo que aumentó mi desconcierto.

Y nos echó. Por su tono, se había enfadado, pero hacía a la vez grandes esfuerzos por no sonreír.