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La escuela del sufrimiento

Una mañana, hacia finales del trimestre del otoño, cuando Shiva, Genet y yo nos acercábamos a la verja del Missing cargados con las carteras del colegio, vimos a una pareja que subía la cuesta a la carrera; el hombre llevaba en brazos a un niño inerte. Aunque estaban a punto de desplomarse, seguían tratando de coronar la subida corriendo, por más que ya no les quedara aliento ni siquiera para caminar. Pero mientras corriesen con el niño en brazos, continuaba vivo para ellos y había esperanza.

Sin vacilar ni un instante, ShivaMarion corrió a su encuentro, una reacción provocada por la desesperación de los padres y que no nos dio tiempo a discutir; afloró un cerebro superior, que tomó la decisión por nosotros y nos llevó a actuar como un solo organismo porque era el mejor medio de intervenir. Recuerdo que pensé, presa del pánico, lo mucho que echaba de menos aquel estado y lo emocionante que era ser ShivaMarion. Incluso cuando cogí al niño de los brazos de su padre (cuyo paso se había convertido ya en un cansino arrastre) y corrí con él, la mano firme de Shiva en mi cintura actuaba como el dispositivo de poscombustión: coordinaba su paso con el mío perfectamente, listo para relevarme cuando me cansase. Mientras corría pensaba en la piel del niño, en cómo me enfriaba la mano, absorbiendo el calor… Me percaté de que nunca daría por sentado lo de ser «de sangre caliente» después de haber apreciado la alternativa.

Entregamos al niño en urgencias y esperamos fuera jadeantes. Cuando llegaron los padres, les abrimos. Minutos después oímos un gemido, seguido de sonoras protestas y, finalmente, el llanto, que en todos los idiomas del mundo significa lo mismo. Era un sonido demasiado familiar.

Había otro sonido que me disparaba la adrenalina: el ruido rechinante y chirriante de las grandes verjas de entrada al recinto cuando Gebrew las abría a toda prisa, siempre indicativo de una urgencia grave.

Pasar la infancia en un hospital aporta lecciones sobre la capacidad de recuperación, la fortaleza y la fragilidad de la vida. Sabía mejor que la mayoría de los niños lo poco que separaba el mundo de la salud y la enfermedad, la carne viva del tacto gélido del muerto, la tierra firme de la ciénaga traicionera.

Había aprendido cosas sobre el sufrimiento que no me enseñaba Ghosh: primero, que el uniforme de la enfermedad era blanco; y la tela, algodón. Fuese fino (shama o nettald) o grueso como una manta (gabby), debía mantener la cabeza caliente y la boca tapada: ni el sol ni el viento tenían que penetrar porque esos elementos transportaban la mitch, la birrd y otros miasmas malignos.

Hasta el ministro con chaleco y reloj de bolsillo, si estaba enfermo, se echaba una nettala sobre la chaqueta, se metía una hoja de eucalipto en la nariz, tomaba una dosis extra de kosso para la tenia y luego corría a que lo examinaran.

Día tras día, avanzaba cuesta arriba una masa vestida de blanco, nadando contra la corriente de la gravedad. Los cojos, los tullidos y cuantos se quedaban sin aliento se paraban a mitad de camino para mirar arriba, por encima de las copas de los eucaliptos que flanqueaban la pendiente, hacia donde los aguiluchos africanos planeaban en el cielo azul.

En cuanto coronaban la subida, los enfermos se acercaban a la mesa de inscripción para que les dieran su tarjeta. De allí pasaban a Adam, llamado por Ghosh «el mejor clínico tuerto del mundo», que podía soltarle a un paciente: «¿Y dice que le falta el aliento? Pero si ha subido la cuesta a la carrera y ha conseguido la cuarta tarjeta del día…». En su libro, la tarjeta de paciente externo desenmascaraba a un hipocondríaco con más precisión que cualquier prueba que pudiese realizar Ghosh.

Una vez desde mi puesto de observación divisé en el flujo diario a una orgullosa mujer eritrea que llevaba un pesado cesto, donde había algo grande, de superficie roja, en carne viva y supurante. Se trataba de un pecho suyo: a causa del cáncer había adquirido tal volumen que aquél era el único medio de que ella y él llegaran al hospital.

Dibujaba estas cosas en mi cuaderno, pero mis esbozos no valían nada comparados con los de Shiva, aunque me eran muy útiles. Con una sola ojeada me ayudaban a recordar, aunque mi memoria no fuese fotográfica como la de mi hermano.

En la página 34 dibujé un niño de perfil, mofletudo, sano, pero cuyo otro perfil mostraba que le faltaban parte del carrillo, la nariz y el ojo, de modo que se le veían los dientes brillantes, las encías sonrosadas y la cuenca del ojo. Ghosh me explicó que aquel espectáculo fantasmal se denominaba cancrum oris, originado por una infección sin importancia de los dientes o las encías, pero que acababa extendiéndose debido a la desnutrición y la desidia, a menudo durante un episodio de sarampión o varicela. Una vez iniciado, progresaba rápidamente y, en general, el niño moría antes de que lo llevaran al Missing. A veces, la enfermedad simplemente perdía fuerza, o las defensas del organismo conseguían por fin detener su avance, pero a expensas de la mitad de la cara. Tal vez la muerte fuese preferible a vivir así. Presencié la operación que practicó Ghosh a aquel niño: fue algo aterrador, y quedé sobrecogido ante lo que aquel hombre que cenaba con nosotros cada noche era capaz de hacer: manipular un colgajo de piel para cubrir la mejilla y otro para el agujero de la nariz. Había previsto más colgajos y reconstrucciones con vistas a una intervención quirúrgica posterior. Pero la cara de un niño no se podía restaurar del todo con semejantes cicatrices, y mucho menos el alma.

—No te dejes impresionar. Soy un cirujano accidental, hijo. Hago cuanto puedo. Pero tu padre… lo que podría haber hecho él con ese rostro no habría desmerecido frente a la obra del mejor cirujano plástico del mundo. Mira, tu padre era un cirujano de verdad. Creo que no he conocido a ninguno mejor —me dijo Ghosh tras la operación.

Cuando le pregunté qué convertía a alguien en un cirujano «de verdad», respondió sin vacilar:

—La pasión por su arte… y la habilidad, la destreza. Sus manos siempre estaban «quietas», me refiero a que no desperdiciaba movimientos. Nada de gestos grandilocuentes. Parecía lento, rutinario, pero cuando mirabas el reloj te dabas cuenta de lo rápido que era. Lo más importante es la seguridad tras la primera incisión, la confianza en ti mismo, que te permite llegar a más y conseguir mejores resultados. Aunque me siento agradecido por poder practicar las intervenciones simples, las operaciones básicas, casi siempre estoy muerto de miedo.

Ghosh era modesto. Pero lo cierto es que era una persona distinta en el ambulatorio, donde realizaba «consultas», es decir, veía a los pacientes que Bachelli y Adam seleccionaban para que opinara sobre ellos. Su auténtica pericia afloraba con aquellos que a mí me parecían «normales». La enfermedad dejaba sus huellas, ocultas a los observadores legos. Una tejedora de cestos aseguraba: «El día de san Esteban oriné en una valla de alambre espinoso». O un culí triste y desconcertado decía: «La mañana siguiente al ayuno del miércoles pisé accidentalmente el agua de los lavajes matutinos de una prostituta». Ghosh escuchaba, captando con la mirada las marcas de ampollas en el esternón que indicaban que había consultado al curandero nativo; al advertir el habla gangosa suponía que probablemente había sido amputada la campanilla en una segunda visita al mismo charlatán. Tenía un oído finísimo para lo que subyacía en aquellas palabras anodinas. Una pregunta incisiva dejaba al descubierto una historia que coincidía con alguna de las de su repertorio. Entonces era el momento de buscar los signos corporales, los indicadores de la enfermedad, y de palpar, percutir, escuchar con el estetoscopio las claves pasadas por alto. Él sabía cómo terminaba aquella historia; el enfermo sólo conocía el principio.

Hay por último un hecho que sucedió y que, aunque no tuvo nada que ver con Ghosh, debo describir porque se produjo durante ese período y explica el curso que siguió la vida de Shiva y por qué se desvió de la mía.

Un día, a última hora de la mañana, Shiva y yo estábamos sentados en el vertedero que había a un lado de la cuesta del Missing, cuando vimos subir a una niña no mayor de doce años, frágil, descalza y con las piernas rígidas. Prematuramente encorvada como una anciana, se apoyaba en un padre gigantesco que llevaba los pantalones manchados de barro y remendados, abombados sobre unos pies descalzos de uñas córneas. Aquel hombre podría haber subido la cuesta en veinte zancadas, pero en cambio daba pasos cortos para ajustarse a los de ella. Avanzaban como caracoles, mientras otros visitantes aceleraban el paso al acercarse a ellos, como si padre e hija generaran un campo de activación. Cuando llegaron a nuestra altura, comprendí por qué: percibimos un olor indescriptible a podredumbre y putrefacción y algo más para lo que aún no existen palabras. Me pareció que no tenía sentido contener la respiración ni taparme la nariz, porque el hedor nos invadió al instante, coloreándonos por dentro como una gota de tinta china en un vaso de agua.

A través del modo peculiar que tienen los niños de entenderse, nos enteramos de que ella era inocente de aquel hedor horrible e insoportable que desprendía. Era de ella, pero no suyo. Peor que el olor (pues apenas debía de llevar unos días conviviendo con él) era su expresión, que traslucía que ella se daba cuenta de la repugnancia y el asco que inspiraba. No tenía nada de extraño que hubiese abandonado el hábito de mirar a la cara a los demás; el mundo estaba perdido para ella, y ella para él.

Cuando se detuvo a tomar aliento, junto a sus pies descalzos fue formándose un lento charco. Al mirar cuesta abajo, descubrí el rastro que había dejado a su paso. Nunca olvidaré la cara del padre: bajo el sombrero de paja de campesino, ardía de amor por su hija y de cólera contra aquel mundo que la rechazaba. Sus ojos enrojecidos se enfrentaban a todas las miradas e incluso buscaban las de quienes procuraban esquivar la vista. Maldecía a sus madres y a los dioses que adoraban. Estaba trastornado por un hedor que podría haber eludido.

¿He dicho que la niña no respondía a la mirada de nadie? A la de nadie, salvo la de Shiva. Se miraron por un instante y los rasgos de ella se relajaron, como si mi hermano la hubiese acariciado o se hubiese acercado a consolarla. Bajó por ella su barbilla alzada, frunció los labios y sus ojos adquirieron una tonalidad azulada, y de pronto chispearon acuosos. En ese momento, el padre, que había subido la cuesta sin parar de blasfemar, calló.

Mi hermano, que en otros tiempos hablaba mediante las ajorcas y cuya danza podía ser tan compleja como la de una abeja, ignoraba entonces que dedicaría su vida justo a aquellas mujeres, las parias de la sociedad, a quienes iría a buscar al autobús Terra cuando llegaran de provincias. Pagaría a emisarios a fin de que viajasen a las aldeas más remotas a descubrir dónde estaban escondidas, repudiadas por los maridos y la familia. Distribuiría folletos en todos los lugares a los que llegaba el camión de Coca-Cola, es decir, donde hubiese vías asfaltadas, solicitando que aquellas mujeres (en realidad niñas) saliesen de sus escondites y acudiesen a él, que las curaría. Se convertiría en el mayor especialista mundial…

Pero me estoy adelantando. La interpretación de Shiva de la afección médica que había tras aquel hedor llegaría después. Aquella tarde, una de las muchas que pasé preguntándome por mi futuro, mi hermano había empezado ya a actuar. Sin apartar los ojos de la niña, se acercó y los condujo, a ella y a su padre, hasta Hema. Cuando lo pienso ahora, me doy cuenta de que en aquel acto quedó ya predeterminada su carrera, que estaba destinada a ser muy distinta de la mía.