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A sabiendas de lo que verás

Durante los días siguientes, cuando Rosina me pasaba los dedos por los rizos o insistía en plancharme la camisa antes de que saliéramos, fue como si nada hubiese ocurrido. Sin embargo, esos actos suyos me parecían distintos. Resultaban familiares, pero también estaban destinados a mantener un control constante sobre mí y a interponer su cuerpo entre su hija y yo.

Aquella noche había pasado algo en la despensa, como temía Rosina. Yo me había apoyado en un panel oculto, y de una forma muy parecida a como sucedía en los tebeos, me había precipitado a través de él. La caída al otro lado había sido involuntaria, pero ahora que estaba allí, quería permanecer. Deseaba estar alrededor de Genet más que nunca. Y su madre lo sabía.

Veía una nueva dimensión en Rosina… digamos que astucia. La misma que existía también en mí, porque ya no me sentía seguro diciéndole lo que pensaba. Sin embargo, era difícil ocultar mis sentimientos. Cuando estaba con Genet sentía que la sangre se me agolpaba en las mejillas. Había olvidado cómo comportarme con naturalidad.

Genet pasó con Shiva el resto de las vacaciones. La presencia de mi hermano no le generaba ningún embarazo, justo al contrario que la mía. Les veía poner su disco de prácticas, despejar el comedor, colocarse las ajorcas y repasar sus complejas rutinas de bharatnatyam. No sentía celos. Shiva era mi representante, lo mismo que yo fui el suyo cuando Almaz me dejaba su teta. Si yo no podía estar con Genet, ¿no era lo mejor que estuviese Shiva con ella?

Tal vez mi instinto de sabueso, mi habilidad para encontrar a Genet por el olor, sólo fuese truco de salón. O quizá no. Jamás volvimos a jugar a la gallina ciega; la sola idea de hacerlo resultaba inquietante.

Rehuía a Zemui cuando acudía a recoger o aparcar la moto, o cuando llevaba al coronel Mebratu a las partidas de bridge. El coronel disfrutaba conduciendo su Peugeot, su jeep o su Mercedes oficial, y la última vez que Zemui me vio iba en un coche como guardia armado, me saludó con la mano y me sonrió.

El día que me encontré finalmente con él, deseé mostrarme enfadado; tenía algo en común con Thomas Stone, aunque al menos Zemui veía a su hija a diario. Cuando me estrechó la mano y sacó emocionado otra carta de Darwin, me senté a su lado en la escalera de la cocina y estuve a punto de preguntarle: «¿Por qué no pides a tu hija este favor?». Pero luego comprendí algo que antes había pasado por alto: seguro que Genet no le ponía las cosas fáciles a su padre. Yo le leía y escribía las cartas porque su hija se había negado.

Un viernes por la noche, el coronel irrumpió en el Missing y en la antigua vivienda de Ghosh desbordante de energía, como si hubiese llegado no un hombre sino un regimiento al completo junto con la banda de música militar. Una media hora después, había dos mesas en marcha. Los jugadores (Hema, Ghosh, Adid, Babu, Evangeline, la señora Reddy y un recién llegado que trajeron) parecían habitar en sus manos de bridge, convirtiéndose en Pase y Tres ningún triunfo, ruborosos de concentración. Adid, el comerciante de kat y buen amigo de Hema, tenía una tienda en el Merkato justo al lado de la de Babu y lo había incorporado al grupo. Una ráfaga de conversación como un suspiro colectivo indicó el final de una partida. Me encantaba verlos jugar.

El coronel, recién llegado de Londres, había traído una extraña botella de Glenfiddich para Ghosh, chocolatinas para nosotros y Chanel n.° 5 para Hema. Los cigarrillos de los ceniceros eran Dunhill y 555, también aportación suya. Vestía jersey y camisa abierta, pero con el mentón retraído y la espalda erguida parecía todavía uniformado. Yo imaginaba que si abandonaba la partida, los demás se desplomarían como juguetes sin cuerda.

—Me dijo un pajarito que pronto podríamos llamarle general de brigada. ¿Es verdad? —preguntó Evangeline, una angloindia jugadora habitual de bridge, volviéndose hacia el coronel Mebratu.

—Esos rumores maliciosos… —repuso él frunciendo el ceño—. Menuda comunidad incestuosa. Y me temo, Evangeline, que está usted en el centro de ella. Pero he de corregirla en este caso, mi estimada amiga. No me llamarán pronto general de brigada, porque lo soy desde ayer.

En fin, después de eso nada podía pararlos. Zemui y Gebrew fueron en dos ocasiones al hotel Rash a buscar comida.

Aquella misma noche, mucho más tarde, Mebratu y Ghosh estuvieron conversando mientras tomaban coñac y fumaban sendos puros.

—En Corea en el cincuenta y dos éramos uno de los quince países de las fuerzas de la ONU. Yo hacía poco que había recibido instrucción de mando cuando fui. Los otros países nos subestimaban. Bueno, no tenían ni idea del valor etíope ni de la batalla de Adua, no estaban enterados de eso. En Corea demostramos lo que éramos, santo cielo. Cuando fuimos al Congo, ya sabían lo que podían esperar. Tuvimos un comandante irlandés, luego uno suizo, y el tercer año nombraron a nuestro propio general Guebre comandante de todas las fuerzas de las Naciones Unidas. Mire, Ghosh, como militar de carrera, ése fue para mí el momento de máximo orgullo. Más incluso que el ascenso de ayer.

Nunca sabré cómo comprendió Ghosh el trance que yo estaba pasando a raíz del incidente de la despensa; puede que notase que estaba siendo sometido a una cuarentena respecto a Genet, que Shiva no compartía. Quizá percibiese mi confusión delante de Zemui. Tal vez yo llevara escrito en la cara que había cobrado conciencia de la complejidad humana (término más amable que «falsedad»). Yo estaba tratando de decidir dónde asentar mi propia verdad, cuánto revelar sobre mí mismo, y me ayudó contar con un padre a toda prueba como Ghosh, nunca veleidoso y que jamás husmeaba, pero que sabía cuándo lo necesitaba. Si Hema se hubiese enterado de lo de la despensa, habría hablado conmigo dos segundos después. Pero Ghosh, si lo sabía, era capaz de mantener la calma, de tomarse su tiempo y escucharme; ni siquiera se lo habría dicho a Hema si no creía que sirviese de algo.

Una tarde lluviosa, cuando Genet y Shiva seguían su lección de baile con Hema, Ghosh me telefoneó para que me reuniese con él en urgencias.

—Quiero que veas un pulso muy insólito.

Ghosh era ya sobre todo cirujano, que operaba optativamente tres días por semana y se ocupaba de las urgencias cuando era necesario. Pero como solía repetir a la hora de la cena, en el fondo seguía siendo internista y no podía evitar bajar a urgencias a reconocer ciertos pacientes que presentaban un diagnóstico desconcertante, que ni Adam ni Bachelli podían descifrar.

Agradecí la llamada de Ghosh, pues aunque nunca me había interesado el baile, me fastidiaba que Genet disfrutara de algo en lo que yo no participaba. Me puse las botas de gutapercha y el impermeable y salí corriendo con el paraguas.

Demisse tenía veintitantos años. Estaba sentado en el taburete de examen frente a Ghosh, vestido sólo con unos pantalones de montar rotos. Advertí enseguida el balanceo de la cabeza, como si en su interior girase un volante excéntrico. Era mi primera visita oficial a un paciente y estaba nervioso. ¿Qué pensaría aquel jornalero descalzo de que un muchacho entrase en la sala de reconocimiento? Sin embargo, se emocionó al verme. Más tarde comprendería que los enfermos se sentían privilegiados por el hecho de que los singularizasen de aquel modo. No sólo había conseguido pasar por Adam, no sólo los había reconocido el doctor tilik, el mismísimo gran doctor al que recurría la realeza, sino que ahora tenían un extra: yo.

Ghosh guió mis dedos hasta la muñeca de Demisse. Era fácil e inevitable notar el pulso, una ola potente que se alzaba y rompía bajo la yema de mis dedos. Entonces reparé en que balanceaba la cabeza al ritmo del pulso.

—Ahora tómame el mío —me dijo Ghosh, ofreciéndome su muñeca. Era más difícil de percibir. Sutil. Luego volví sobre la muñeca de Demisse—. Descríbelo —pidió.

—Brusco. Potente. Como algo vivo que golpea bajo la piel.

—¡Exactamente! Es un pulso colapsante característico o pulso de martillo de agua. La denominación completa es pulso de martillo de agua de Corrigan. —Me entregó un tubo de cristal delgado de unos treinta centímetros de longitud que había visto en su mesa—. Sostenlo. Ahora, dale la vuelta.

El tubo estaba sellado en ambos extremos y contenía un poco de agua. Cuando le di la vuelta, el agua bajó rápidamente al fondo del tubo, con un sonido chasqueante y una sacudida.

—Mira, hay un vacío en el interior —me explicó—. Es un juguete que utilizaban los niños en Irlanda, un martillo de agua. El doctor Corrigan se acordó del juguete cuando se topó con un pulso como el de Demisse.

Ghosh había hecho el martillo hidráulico para mí: tras cerrar un extremo de un tubo de cristal con un mechero Bunsen y echarle agua por el extremo abierto, había calentado el tubo para expulsar el aire y sellado inmediatamente el extremo abierto con la llama.

—El corazón de Demisse bombea la sangre a la aorta, que es la gran arteria que sale del corazón —me dijo, dibujándolo en un papel—. Una válvula que hay aquí a la salida debe cerrarse cuando se contrae el corazón, para que la sangre no pueda volver a entrar. Pero si no se cierra bien, el corazón se contrae y expulsa la sangre, mas la mitad de la sangre expulsada vuelve a él entre una contracción y otra. Eso es lo que le da ese carácter colapsante.

Era emocionante tocar a un ser humano con la yema de los dedos y enterarse de todas esas cosas sobre él. Cuando se lo comenté a Ghosh deduje por su expresión que había dicho algo profundo.

Durante aquellas vacaciones mandó a buscarme a menudo. Shiva también venía a veces, si no se lo impedía su clase de baile o si no estaba dibujando. Aprendí a identificar el pulso lento, pesado, como de meseta, de una válvula aórtica estrechada; lo contrario del pulso colapsante. La pequeña abertura valvular hacía que el pulso fuese débil y prolongado al mismo tiempo. Pulsusparvus et tardus, lo llamaba Ghosh.

Me encantaban aquellas palabras latinas por su dignidad, su extrañeza y por cómo mi lengua tenía que darles la vuelta. Tenía la sensación de que al aprender aquel lenguaje especial de carácter docto estaba acumulando una especie de fuerza. Era el aspecto puro y noble del mundo, no corrompido por secretos y falsedades. ¡Qué extraordinario que una palabra pudiese servir como taquigrafía de una historia compleja de enfermedad! Cuando intenté explicárselo a Ghosh se emocionó.

—¡Sí! ¡Un tesoro oculto de palabras! Eso es lo que hallas en la medicina. Piensa en las metáforas relativas a aumentos que empleamos para describir la enfermedad. Hígado de nuez moscada, bazo de sagú, esputo de salsa de anchoas o deposiciones de mermelada de grosella. Y sólo en el ámbito de las frutas, está la lengua de fresa de la escarlatina, que al día siguiente se convierte en lengua de frambuesa; o piensa en el angioma de fresa, el estómago de sandía, la lesión de corazón de manzana del cáncer, la apariencia de peau d'orange del cáncer de mama… ¡y eso sólo con las frutas! ¡Es mejor que no empiece con el asunto no vegetariano!

Un día le enseñé el cuaderno en que llevaba un catálogo escrito de cuanto me había enseñado, y de todos los pulsos que había visto e ido anotando como un ornitólogo: puhusparadoxus, pulsus alternans, pulsus bisferiens… que acompañaba con sencillos dibujos para describirlos. Él escribió en la guarda: Nam et ipsa scientia potestas est!

—Que significa «conocimiento es poder». Oh, sí, estoy convencido, Marión.

No nos quedamos en los pulsos. Pasaba con Ghosh todo el tiempo que podía. Enseguida mi cuaderno se llenó de dibujos y palabras nuevas: uñas de los pies, lenguas, caras… Por fin di utilidad a mi caligrafía: cada dibujo estaba cuidadosamente etiquetado.

Un viernes por la noche, el último fin de semana antes de que empezase el colegio, acompañé a Ghosh a ver a Farinachi, el fabricante de instrumentos. Le entregó un diseño de su idea de un estetoscopio didáctico. El otro, un siciliano encorvado y adusto que llevaba un chaleco debajo de la bata de cuero, estudió el esbozo con detenimiento entre una nube de humo del puro, recorriendo el contorno con un dedo índice muy largo. Había construido varios artilugios para Ghosh, incluidos el «retractor de Ghosh» y la «pinza de cuero cabelludo de Ghosh». Se encogió de hombros como si quisiera decir que si era lo que el médico deseaba, lo fabricaría.

Cuando volvíamos al Missing, Ghosh sacó un regalo para mí. Se trataba de mi auténtico primer estetoscopio nuevo.

—No hay por qué esperar a Farinachi. Ahora que conoces los pulsos, empezarás a escuchar los latidos cardíacos.

Quedé conmovido: era el primer regalo de mi vida que no formaba parte de una pareja. Aquél era sólo mío.

Visto en retrospectiva, me doy cuenta de que Ghosh me salvó el día que me llamó para mostrarme el pulso de Demisse. Mi madre había muerto y mi padre era un fantasma; me sentía cada vez más desconectado de Shiva y Genet, y culpable por ello. Al regalarme el estetoscopio, Ghosh me estaba diciendo: «Marión, puedes ser tú. No hay problema». Me introdujo en un mundo que no era secreto, pero sí estaba muy oculto, y necesitaba de un guía. Había que saber qué buscar, pero también cómo. Y hacer un gran esfuerzo para verlo. Pero si lo hacías, si tenías ese tipo de curiosidad, un interés innato por el bienestar de tus semejantes los seres humanos, y si cruzabas esa puerta, sucedía algo extraño: dejabas en el umbral todos tus pequeños problemas. Podía resultar adictivo.