El señor Loomis, el director del colegio, procuraba que nuestras vacaciones largas coincidiesen con las suyas, así podía pasar julio y agosto en Inglaterra relajándose y gastando el dinero de nuestras cuotas escolares, mientras nosotros permanecíamos empantanados en Adis Abeba. Los veteranos de la ciudad llamaban «invierno» a los meses del monzón, lo cual confundía a los recién llegados, para quienes julio sólo podía ser verano. Llovía tanto que hasta lo hacía en mis sueños. Despertaba contento porque no había colegio, pero aquel murmullo incesante sobre el tejado de zinc aguaba enseguida la euforia. Aquél era el invierno de mis once años, y al acostarme por las noches rezaba para que los cielos se abriesen sobre el señor Loomis, dondequiera que estuviese, en Brighton o Bournemouth. Tenía la esperanza de que una nube de tormenta personal lo siguiese cada minuto del día.
A Shiva no le afectaban el frío, la bruma o la lluvia, pero yo me volvía taciturno y pesimista. Al otro lado de nuestra ventana se veía ya un lago marrón salpicado de atolones de barro rojizo. Perdía la fe y creía que ya nunca reaparecerían el césped y el macizo de flores.
Los miércoles Hema nos llevaba a las bibliotecas del British Council y el USIS, donde devolvíamos libros, sacábamos otro montón, que cargábamos en el coche, y luego nos dejaba en el Empire Theater o el Cinema Adua para la primera sesión. Podíamos leer lo que quisiéramos, pero nos exigía una entrada de diario de media página, en que teníamos que anotar las palabras nuevas que habíamos aprendido y el número de páginas leído. También debíamos copiar una frase o idea memorable para compartirla en la cena.
Aunque aquel trabajo veraniego me fastidiaba, de esa forma se adentró navegando en mi vida el capitán Horatio Hornblower. La enfermera jefe, cuya habilidad para penetrar en mi alma yo aún no había sabido apreciar plenamente, me pidió que sacara de la biblioteca para ella Buque de línea. Cuando lo abrí por curiosidad, descubrí que me había metido en un mundo más húmedo y maltrecho que el mío y donde extrañamente me sentía feliz. Gracias a C. S. Forester, me encontraba en un barco chirriante al otro lado del planeta, en la cabeza de Horatio Hornblower, un individuo que era como Ghosh y Hema, heroico en su papel profesional, pero también se parecía a mí, «desdichado y solitario». En realidad yo no era desdichado y solitario, claro, pero en la estación del monzón casi resultaba inevitable considerarme de ese modo. La injusticia del Almirantazgo de Londres, la ironía de que Hornblower se marease, la tragedia de su regreso tras un largo viaje para encontrar a su hijo mortalmente enfermo de viruela… eran desgracias para las que tenía mis equivalentes, aunque fuesen triviales.
Después de horas de lectura, tenía muchas ganas de salir y sabía que a Genet le pasaba lo mismo. En cambio, Shiva dibujaba y escribía. Los ejercicios de caligrafía de Hema catalizaban en la pluma de mi hermano un flujo de tinta imparable, pero su medio aún seguían siendo las bolsas de papel, las servilletas y las últimas páginas de los libros. Le encantaba dibujar la BMW de Zemui, y lo había hecho en cada estación. Si ahora dibujaba a Verónica, era montada en una motocicleta.
Un viernes, después de que Ghosh y Hema se fueran a trabajar, llovía intensamente y había ya truenos y granizo. El sonido en el tejado resultaba ensordecedor. Al asomarme a la puerta de la cocina, me llegó el olor a cuero empapado y la visión de tres burros que se cobijaban debajo del alero junto a su capataz. Si la leña que cargaban esas bestias estaba tan mojada como ellas, no serviría de mucho para nuestra cocina. Los animales estaban quietos, resignados a su destino, medio dormidos, pero a veces agitaban el pelaje involuntariamente.
—¡Juguemos a la gallina ciega! —oí gritar a Genet por encima del estruendo cuando volví al cuarto de estar.
—Es un juego tonto. Un estúpido juego de niñas.
Pero ella ya estaba buscando un vendaje para los ojos.
No entendía por qué la gallina ciega era tan popular en el colegio, sobre todo en la clase de Genet. Había visto a la gente bailoteando justo fuera del alcance de la gallina y empujándola hasta que capturaba a uno de sus torturadores. Entonces, quien hacía de gallina ciega tenía que decir el nombre del cautivo o soltarlo.
Nosotros modificamos el juego para practicarlo en casa: no se empujaba al que fuera con los ojos vendados; en cambio, había que guardar silencio y quedarse quieto. Aunque con el estrépito del tejado uno podía hasta silbar, que no lo oirían. Podíamos escondernos en cualquier sitio menos en la cocina y nunca debajo o detrás de un obstáculo. La gracia del juego estaba en el tiempo, en lo rápido que quien tuviese los ojos vendados encontrara a los otros dos.
Aquella mañana le tocó primero a Genet. Tardó quince minutos en dar con Shiva y otros diez conmigo.
Podría pensarse que tras veinticinco minutos allí inmóvil yo estaría aburrido. Pero no, lo que estaba era intrigado. Hacía falta ser disciplinado para permanecer muy quieto en silencio. Me sentía como el Hombre Invisible, uno de mis personajes de cómic favoritos, que permanecía inmóvil mientras el mundo se movía alrededor y su archienemigo intentaba encontrarle.
Con los ojos vendados, leotardos blancos, los brazos estirados y adelantando primero un pie y luego el otro, Genet parecía tan desvalida como si caminara por el tablón en un barco pirata condenada a arrojarse al mar. Tenía el porte erguido y el equilibrio de quien podía dar volteretas sobre un solo brazo y caminar sobre las manos con más gracia que Ghosh sobre los pies. Peinada con raya al medio y dos rabitos, llevaba en el pelo broches de cuentas plateadas y amarillas. No era presumida con la ropa, pero sí muy especial en lo tocante a cintas del pelo, peinetas, alfileres y pinzas. Por supuesto, este rasgo podría ser más obra de Hema, Rosina o Almaz, que andaban siempre cepillándole el cabello y trenzándoselo en coletas. Hema le ponía a veces kohl en el párpado inferior. La línea negra resaltaba sus ojos, que entonces se encendían y brillaban como espejos.
Las chicas maduraban antes que los chicos, decían, y yo estaba de acuerdo pues Genet actuaba como si tuviese más de diez años. Desconfiaba del mundo y era más discutidora y siempre estaba preparada para el combate; mientras que yo estaba demasiado dispuesto a respetar a los adultos y a suponer que sabían lo que hacían, ella era justo lo contrario, siempre estaba predispuesta a considerarlos falibles. Pero entonces, con los ojos vendados, había en ella una vulnerabilidad que jamás había apreciado, lo que me hizo pensar que sus defensas residían en su mirada fogosa.
Estuvo dos veces a punto de chocar conmigo como el Hombre Invisible, pero se desvió en el último segundo. La tercera vez se hallaba a milímetros de distancia y el Hombre Invisible resopló para contener la risa. Entonces ella empezó a mover las manos como aspas de molino y me localizó, y casi me saca los ojos.
En ese instante, las cosas empezaron a volverse extrañas.
Cuando me tocó vendarme los ojos, localicé a Genet en treinta segundos y a Shiva en la mitad. ¿Cómo? Gracias al olfato. No tenía ni idea de que algo así fuera posible. «Veía» con la nariz. Hacía uso de un instinto que sólo se manifestaba cuando la visión desaparecía.
Cuando llegó el turno de Shiva, mi hermano nos encontró con idéntica rapidez.
Al poner de nuevo la venda a Genet, tardó todavía más que la primera vez en dar con nosotros. El olfato no le servía de nada. Durante media hora estuve observándola tantear a uno y otro lado.
Irritada, se despojó de la venda y nos acusó de movernos y habernos puesto de acuerdo, pero éramos inocentes de ambos cargos.
Cuando Ghosh llegó a casa a comer, Genet y yo nos apresuramos a contarle nuestro juego.
—¡Esperad! ¡Un momento! No puedo entenderos si habláis a la vez. Genet, tú primero. «Empieza por el principio y sigue hasta el final. Entonces para». ¿Quién dijo eso?
—Tú —contestó Genet.
—El rey de Alicia en el País de las Maravillas —terció Shiva—, página noventa y tres, capítulo doce, y te has saltado cuatro palabras y dos comas.
—De eso nada —repuso Ghosh, fingiéndose ofendido, pero sin poder ocultar la sorpresa.
—Te has saltado: «Dijo el rey, coma, con gravedad, coma».
—Tienes razón —admitió Ghosh—. Ahora, cuéntame lo que pasó, Genet.
Ella se lo refirió todo y le pidió que hiciera de arbitro. Ghosh colocó a Genet en un sitio y en otro y todas las veces, con los ojos vendados y sin ver nada, fui derecho a donde estaba. A petición de Ghosh, también le vendamos los ojos, pero no lo hizo mejor que mi amiga. Tendríamos que «investigar el fenómeno» con mayor detenimiento, determinó Ghosh; pero ahora debía volver al hospital.
Genet estuvo enfurruñada toda la tarde, con el ceño fruncido. Notaba el dardo envenenado de su mirada.
—¿Qué miras? —me preguntó.
—¿Es que está prohibido mirar?
—Sí.
Le saqué la lengua. Brincó de la silla y corrió hacia mí. Pero me lo esperaba. Rodamos por el suelo. Enseguida le sujeté los brazos por encima de la cabeza, a horcajadas sobre ella, aunque no era una tarea fácil ni mucho menos.
—¡Déjame!
—¿Por qué? ¿Para que lo intentes otra vez? —He dicho que me sueltes.
—Bien, pero si vuelves a hacerlo te haré esto. —Le hundí la rodilla en las costillas, debajo de la axila.
Su cólera dio paso a gritos y una risa histérica. Me rogó que parara. Conociéndola y sabiendo la rapidez con que podía avivarse el fuego cuando lo creías apagado, le apliqué otra dosis para asegurarme. Al levantarme no le di la espalda.
Genet podía correr más deprisa que Shiva, pero a mí no me ganaba en una distancia corta. Corría con tanta facilidad, casi sin rozar el suelo con los pies, que podía pasarse corriendo todo el día. Más allá de cincuenta metros, ella me superaba. Si se trataba de trepar a los árboles, jugar al fútbol, pelear o luchar con espadas, era nuestra igual. Sin embargo, en el juego de la gallina ciega se había revelado una diferencia.
Durante la cena con Hema y Ghosh, Genet apenas habló. Los broches amarillos y plateados habían sido sustituidos por una malévola pinza y una aguja de coser atravesada. Cuando Hema le preguntó, ella informó sobre su diario. Estaba sentada junto a Shiva y yo, esquivando a Almaz y Rosina, que merodeaban alrededor intentando servirnos más comida. Ellas cenaban siempre después, en la cocina. Acabada la cena, Genet dio las buenas noches y se retiró a casa de Rosina, que quedaba detrás de la nuestra. Descubrí a Ghosh consultando Alicia en el País de las Maravillas. Miré por encima de su hombro cuando encontró la página 93. Shiva tenía razón, hasta en las dos comas.
La lluvia cesó cuando me acosté, justo cuando era demasiado tarde para aprovechar la tregua. El silencio era un alivio y al mismo tiempo te ponía nervioso, porque en cualquier momento podía empezar a llover de nuevo.
Hema nos leyó en nuestro dormitorio, un ritual nocturno que no había interrumpido desde que lo iniciara como reacción al silencio de Shiva. El texto de los últimos días había sido El antropófago de Malgudi de R. K. Narayan. Ghosh se sentaba al otro lado de nuestra cama y escuchaba con la cabeza inclinada. Al inicio, la acción avanzaba despacio y aún tenía que adquirir cierto ritmo. Pero tal vez fuera ésa la cuestión. Cuando nos adaptamos al mundo lento y «aburrido» de la India rural, resultó interesante e incluso divertido. Malgudi estaba poblado por personajes que se parecían a gente que conocíamos; personas prisioneras de las costumbres, la profesión y una fe sumamente necia e irracional que las esclavizaba, pero no se daban cuenta.
El sonido del teléfono era impropio de Malgudi y cortó el hilo de la historia.
—Ahora mismo —contestó Ghosh, mirando a Hema. Cuando colgó, explicó—: La princesa Turunesh está de parto. Seis centímetros. Dolores cada cinco minutos. La enfermera jefe se encuentra con ella en la habitación privada.
—¿Qué significa eso? ¿Seis centímetros? —pregunté.
Ghosh estaba a punto de contestar, pero Hema, ya ante el tocador cepillándose el pelo, respondió rápidamente:
—Nada, cariño. La princesa tendrá un bebé pronto. He de ir.
—Te acompaño —propuso Ghosh, pues podía ayudar si Hema optaba por una cesárea.
No me gustaba que salieran de noche. No es que me dieran miedo los intrusos, sino que me angustiaba por Hema y Ghosh, temía que pese a sus buenos propósitos no volvieran. Por el día no me ocurría. Pero de noche, cuando iban a bailar al Juventus, o a jugar al bridge a casa de la señora Reddy y de Evangeline, los esperaba despierto, imaginando lo peor. En cuanto se marcharon, me levanté y fui al cuarto de estar descalzo y en pijama. Manipulé la banda de onda corta del Grundig; por encima de las interferencias, oí la motocicleta. El sargento Zemui siempre apagaba el motor cuando llegaba a medio camino para no despertarnos. Luego seguía en silencio, salvo por el crujido de muelles y el traqueteo de los guardabarros, hasta que entraba en la cochera. El colofón era el chasquido metálico al colocar la moto sobre el caballete central.
Me encantaba aquella BMW desproporcionada y cómo sobresalían los cilindros a ambos lados del motor. A Shiva también le gustaba. Todas las máquinas tienen género, y aquella BMW era una «ella» regia. Que yo recuerde, su débil vibración, un sonido de lub-dub, nos ha acompañado desde siempre, a primera hora de la mañana y al acostarnos, cuando Zemui iba a trabajar y cuando volvía. Al oír las pisadas de sus recias botas alejándose, lo lamentaba por él: imaginaba su caminata en solitario hasta casa, sobre todo en aquella estación de lluvia y barro. Era imposible que no se empapara, a pesar del largo impermeable y la capota de plástico que se ponía sobre el salacot.
Cinco minutos después oí abrirse la puerta de la cocina y entró Genet, con un pijama mío heredado. Su cólera de antes había desaparecido y dado paso a un sentimiento muy impropio de ella, la tristeza. Llevaba el pelo recogido atrás con un lazo azul. Estaba apática, retraída, como si desde la última vez que la había visto hubiesen transcurrido años en vez de minutos.
—¿Dónde está Shiva? —preguntó, sentándose enfrente de mí.
—En nuestra habitación. ¿Por qué?
—Por nada.
—Hema y Ghosh han tenido que irse al hospital.
—Ya lo sé. Los oí cuando se lo decían a mi madre.
—¿Te encuentras bien?
Se encogió de hombros. Sus ojos miraban a través del dial del Grundig hacia algún planeta lejano. En el iris derecho tenía una motita, un soplo de humo que lo rodeaba, allí donde había penetrado una chispa. Había sucedido cuando éramos mucho más pequeños y estábamos haciendo estallar tiras de fulminante en la acera, golpeándolas con una piedra grande. La herida sólo se veía de cerca y desde determinados ángulos. De lejos, el indicio de asimetría confería un aire soñador a su mirada.
Una crepitante emisora china surgió y desapareció confusamente, una voz femenina que emitía sonidos que ninguna garganta podría ser capaz de reproducir. Me pareció divertido, pero Genet no sonreía.
—¿Marión? ¿Jugarás conmigo a la gallina ciega? —me preguntó con suave dulzura—. ¿Sólo una vez más? —Solté un gruñido—. Por favor…
Me sorprendió su tono anhelante, como si su futuro dependiese de ello.
—¿Has vuelto sólo por esa razón? Shiva ya se ha acostado.
Guardó silencio, considerándolo, y luego dijo:
—¿Y si jugamos tú y yo solos? Por favor, Marión…
Nunca se me daba bien negarle algo a Genet. No creía que tuviese más suerte esta vez para encontrarme que antes. Lo único que pasaría sería que se deprimiría más, pero si eso era lo que quería…
La lluvia había limpiado las estrellas del cielo; la noche negra se filtraba por los postigos en la casa y por debajo de la venda que me cubría los ojos.
—He cambiado de idea —dije.
No me hizo caso y ató un segundo nudo a la venda. A fin de asegurarse aún más, me cubrió la cabeza con una bolsa de harina de arroz, enrollando hacia arriba los bordes para que no me taparan la boca.
—¿Me has oído? —pregunté—. No quiero hacerlo. —No me apetecía.
—¿Me engañaste? ¿Lo confiesas? —preguntó con una voz que no parecía la suya.
—No confesaré algo que no es verdad.
Una ráfaga de viento agitó las ventanas. Era la forma de carraspear de la casa, que nos avisaba de que nos preparáramos para más lluvia.
Genet desapareció de nuevo y cuando volvió sentí que me ataba las manos a los lados con una correa, ¡el cinturón de Ghosh! —Así no podrás quitarte la venda.
Luego me cogió por los hombros y me dio varias vueltas, mientras me golpeaba el pecho y los hombros, girándome como una peonza. Cuando le grité que parara, añadió unas vueltas más.
—Cuenta hasta veinte. Y no mires.
Pero yo estaba todavía girando en aquella oscuridad interior, preguntándome por qué la náusea tendría que acompañar siempre al vértigo. Tropecé con algo, un borde duro: el sofá. Aunque me di un golpe en las costillas, por lo menos me impidió caer. No era justo eso de atarme las manos, hacerme perder el equilibrio… me había engañado. Si quería desorientarme, lo había conseguido.
—¡Tramposa! —grité—. Si quieres ganar haciéndolo de esta manera, pues di que has ganado y ya está, ¿vale?
Un contundente ruido en el tejado de zinc me sobresaltó. ¿Una bellota? Aguardé, pero no resonó al bajar por el tejado. ¿Un ladrón que comprobaba si había alguien en la casa? Con las manos atadas, estaba doblemente indefenso. Estornudé. Esperé el segundo estornudo, siempre llegaban de dos en dos. Pero aquella noche no. Maldije aquella bolsa que olía a humedad.
—¡Asienta tu valor hasta la tenacidad! —grité, pues aunque no tenía la menor idea de lo que significaba, Ghosh lo decía a menudo. Parecía grosero y desafiante, algo eficaz para repetirlo cuando necesitabas valor. El corazón me latía con fuerza. Necesitaba valor.
El rastro oloroso que seguí no era tan claro como por la mañana. No poder tantear delante con las manos y tener la cabeza metida en una bolsa eran inconvenientes inmensos.
—¡Te encontraré! —chillé—. ¡Y luego se acabó!
En el comedor, sirviéndome de los pies, rodeé el aparador repitiendo «Asienta tu valor hasta la tenacidad» como un mantra. Seguí por el pasillo hacia los dormitorios.
Conocía los sitios donde crujían las estrechas tablas del suelo. Muchas noches me quedaba a la puerta de la habitación de Ghosh y Hema, escuchando, sobre todo cuando parecía que estaban discutiendo. Con ellos sucedía que lo que parecía una discusión podía ser exactamente lo contrario. Una vez oí a Hema referirse a mí como «Hijo de su padre. Terco hasta la exageración». Y luego rió. Me quedé muy sorprendido, pues ni me consideraba terco ni tenía ni idea de que me pareciese en algo al hombre con quien fantaseaba a veces, imaginando que podría aparecer a las puertas del Missing. Hema nunca lo mencionaba. El tono que empleó al compararme con él sugería una vaga alabanza. Otra noche la oí decir: «¿Dónde? ¿Exactamente dónde? ¿En qué circunstancias? ¿No crees que podríamos haber mirado a la cara a la hermana o a él y percatarnos de lo que pasaba? ¿Cómo no nos dimos cuenta? Tendrían que habérnoslo dicho. Di algo, Ghosh». Pero no oí nada. Ghosh estaba extrañamente silencioso.
Ahora, con los ojos vendados, podía recordar todas las palabras pronunciadas por ellos. Al taparme los ojos se me habían abierto canales nuevos en la memoria, lo mismo que se había activado el sentido del olfato. Pensé en preguntar a Hema y Ghosh sobre aquella conversación. ¿De qué estaban hablando? Pero ¿cómo iba a hacerlo, sin confesarles que había estado escuchando detrás de la puerta?
La nariz me condujo a nuestro dormitorio. Entré. Avancé centímetro a centímetro. Llegué al sitio donde el olor se intensificaba, pegado al tocador. Me incliné y mi cara rozó la franela. Genet había tirado allí su pijama. Hundí la nariz en la ropa como un sabueso, moví la cara en el tejido y desparramé las dos piezas, afinando mi instrumento.
—Muy lista —dije. Sabía que Shiva estaba en su cama. Debía de haberse puesto la ajorca grande de baile, porque sonó en aquel momento, con un sonido equivalente a un gruñido evasivo.
Volví sobre mis pasos. Se suponía que la cocina quedaba fuera del límite, pero el rastro me conducía ahí. Sin embargo, cuando llegué los olores del jengibre, las cebollas, el cardamomo y el clavo parecían cortinas que tenía que atravesar.
Siguiendo un impulso, me arrodillé y pegué la nariz al mosaico. ¿Qué posibilidad tenía un hombre bípedo, con la nariz allá arriba en el aire, comparado con un rastreador cuadrúpedo que la llevaba pegada al suelo? En efecto, Genet estaba allí. El rastro se desviaba hacia la derecha.
Mientras avanzaba centímetro a centímetro hasta la despensa, me di cuenta de que aquel juego, nacido del tedio del monzón, se había convertido en algo más. Ya no había reglas. Ya nada sería igual. Lo sabía. Debía de tener once años, pero mi conciencia parecía tan madura como lo sería luego de adulto. Mi cuerpo podría crecer y envejecer y pronto adquiriría más conocimiento y experiencia, pero cuanto era yo, cuanto era Marión, la parte que veía y registraba el mundo y hacía crónica de él en un libro contable interno para la posteridad estaba bien asentada en mi cuerpo y nunca con mayor firmeza que en aquel momento, despojado de ojos y manos.
—Sé que estás ahí —dije, incorporándome al entrar en la despensa, y el eco me dio una idea de aquella habitación larga y estrecha. Sabía exactamente dónde estaba y me acerqué a ella.
La tenía delante. Si hubiera podido usar las manos, las habría extendido para hacerle cosquillas o pellizcarla. Oí un leve sonido. Podría ser risa, pero no lo parecía. Genet estaba llorando.
Quise consolarla, anhelo que fué en aumento. Era un instinto animal, muy parecido al que me había conducido hasta ella.
Avancé.
Ella me apartó de un empujón vacilante. Un empujón que parecía pedirme que no me fuera.
Siempre había creído que Genet estaba contenta con su vida. Comía en nuestra mesa, iba al colegio con nosotros y formaba parte de la familia. No tenía padre, pero tampoco nosotros teníamos a nuestros padres reales y suponía que ella, igual que Shiva y yo, se sentía afortunada por contar con Hema y Ghosh. Pensaba que éramos iguales, pero tal vez pasara por alto cosas que Genet no podía dejar de considerar. Nuestro dormitorio era más grande que su estrecha y destartalada vivienda de una habitación. De noche, si necesitaba ir al váter, tenía que salir a la intemperie, más allá del cobertizo de la leña. Mientras Ghosh y Hema nos acostaban, nos transportaban al mundo mágico de Malgudi y luego apagaban las luces; Genet leía sola a la luz de la única bombilla desnuda que había en su casa, intentando desconectar la radio que Rosina escuchaba hasta muy tarde. Madre e hija dormían en la misma cama, pero a Genet seguramente le hubiese gustado tener una para ella sola. Les daba calor un brasero de carbón, y ella se avergonzaba del olor a humo e incienso que impregnaba su ropa. Aunque a nosotros su vivienda nos parecía acogedora, a ella le avergonzaba vivir allí. Años atrás habíamos pasado tanto tiempo allí como en nuestra casa, pero aunque Rosina seguía dándonos la bienvenida, Genet ya no nos animaba a que fuéramos.
De pronto lo vi todo claro con los ojos vendados. Comprendí como nunca la feroz competitividad de nuestra amiga. Di otro paso. Esperé, pero el empujón o el puñetazo no llegó. Incliné la cabeza a modo de sonda para localizarla. Su oreja y luego su mejilla se rozaron con las mías. Noté humedad y el calor de su aliento entrecortado en mi cuello, donde lentamente fue apoyando la barbilla.
Mi instinto animal permanecía alerta y protector. «Observa y aprende —me decía—. Defiende y conforta». Me sentí heroico.
Con los pies muy juntos, me había inclinado para contrarrestar su peso. Cuando reajustó su posición, caí sobre ella, emparedándola contra la estantería de la despensa. Nuestros cuerpos se tocaban en los muslos, las caderas y el pecho, nuestras mejillas seguían juntas. Esperé que me apartase de un empujón hacia la vertical, pero finalmente no lo hizo.
Ambos conocíamos muy bien el cuerpo del otro de pelearnos, ayudarnos a subir a la casa del árbol y de innumerables baños y chapoteos en la piscina. En las grandes cajas llenas de paja donde llegaba cristalería para el Missing jugábamos a casitas y médicos. Nunca nos habían dado reparo nuestras diferencias anatómicas. Pero entonces, con los ojos vendados, sin poder verle la cara y con la mía cubierta por la venda, todo fue nuevo y desconocido. Ya no era el Hombre Invisible, sino la gallina ciega que no podía ver, a la que se perdona su torpeza por las cualidades que afloran con la ceguera.
Aunque tenía los brazos atados, podía mover las manos hacia delante. Cuando le rocé las caderas, cuya piel note fría, no se apartó. Necesitaba mi caricia, mi calor. La atraje hacia mí.
Estaba temblando.
Y desnuda.
No sé cuánto seguí allí. Era precisamente el consuelo que parecía necesitar Genet aquella noche. Si hubiese sabido pedirlo, o yo darlo, podríamos haber prescindido de la venda… Gracias a Dios por la venda.
Introduciendo las manos en el espacio entre mis brazos y mi tronco, me abrazó. Era una postura dolorosa e incómoda, pero no me atreví a decir una palabra por miedo a interrumpirla.
La lluvia susurraba suavemente sobre el tejado de zinc.
Retiró los brazos al cabo de una eternidad. Luego me quitó la bolsa de arroz de la cabeza.
Me desató las manos y oí tintinear en el suelo la hebilla del cinturón. Pero no me quitó la venda de los ojos, que podría haberme quitado yo mismo de haber querido.
Eché de menos su abrazo, deseaba sentirlo otra vez ahora que tenía los brazos libres. La busqué. Desnuda se me antojaba más pequeña y delicada. Algo suave y carnoso acarició mis labios. Yo nunca había besado. En las películas, Genet y yo solíamos refunfuñar y reírnos cuando los actores se besaban. Sobre todo en el Cinema Adua, casi siempre proyectaban una película italiana en el programa triple, doblada o con subtítulos, que pasaban antes de las películas cómicas cortas (las de Chaplin y Laurel y Hardy) y en las que siempre se daban muchísimos besos. Shiva observaba aquellos besuqueos cinematográficos con mucha seriedad, ladeando la cabeza, pero Genet y yo no. Besar era una tontería. Los adultos no tenían ni idea de lo ridículos que parecían.
Teníamos los labios secos. Una gran nada, justo como pensaba. Tal vez el beso tuviera el mismo propósito que el abrazo: dar y recibir consuelo. Incliné la cabeza hacia un lado, como en las películas, preguntándome si la sensación sería mejor. Atrapé su labio inferior entre los míos. Fue todo un descubrimiento que la boca pudiese ser un instrumento táctil tan delicado, sobre todo en ausencia de la vista. Cuando noté el roce de su lengua en los labios, deseé echar la cabeza atrás bruscamente. Pensé en el caramelo de veinticinco centavos que duraba una hora y que nos turnábamos los tres. Entonces, lentamente, compartimos un caramelo sin caramelo. En realidad no era agradable, pero tampoco repugnante.
Genet me acariciaba la cara, como en las películas. Deslicé la mano derecha hasta sus hombros. Luego la bajé al pecho. Note los montículos en que se asentaban sus pezones, no diferentes de los míos. Sus dedos descendieron para tocarme el pecho, donde deberían haberme hecho cosquillas, pero no fue así. Apoyé la mano en su vientre y luego más abajo, entre las piernas, recorriendo una suave hendidura, la ausencia, el espacio vacío, más intrigante que algo que hubiera estado presente. Ella deslizó la mano vacilante igual que yo la mía por debajo de mi cintura, investigando. Cuando me asió, fue muy distinto a cuando era yo quien me tocaba.
La puerta de la cocina que daba al exterior se abrió. Unos pasos (de Rosina, o tal vez de Ghosh y Hema) fueron avanzando hasta el cuarto de estar.
Retrocedí, me quité la venda de los ojos y parpadeé en la despensa a oscuras, como un alienígena recién llegado a la Tierra.
A la luz que se filtraba de la cocina, vi que Genet tenía los ojos húmedos, la cara hinchada y los labios abultados. Eludía mi mirada; me prefería ciego. Tenía los ojos rasgados y la nariz con una breve elevación. La frente era aplanada hacia atrás, no se parecía nada a la redondeada de Rosina, sino más bien al busto de la reina Nefertiti de mi libro El amanecer de la historia.
Aunque me había quitado la venda de los ojos, conservaba tal extraordinaria agudeza sensorial que podía ver el futuro. La cara de Genet en aquella despensa era la que más la revelaba: transmitía indicios de la mujer en que se convertiría. Aquellos ojos se mantendrían serenos, bellos, y ocultarían el tipo de inquietud y temeridad que se había hecho evidente aquella noche. Los pómulos sobresalían, demostrando su fuerza de voluntad, haciendo la nariz aún más afilada, alargando todavía más sus preciosos ojos. El labio inferior abultaría más que el superior, los capullos de su pecho fructificarían, sus piernas crecerían como altas enredaderas. En una tierra de gente hermosa, ella sería la más hermosa y exótica. Los hombres (lo supe antes de lo que debería haberlo sabido) percibirían su desdén y la desearían, yo el que más. Pero ella interpondría obstáculos. Nunca podría ser tan fuerte para Genet ni estar tan cerca de ella como lo estuve aquella noche. A pesar de saberlo, seguiría intentándolo.
Fui consciente de todo ello. Lo sentí, lo vi. Entró en mi conciencia en un relampagueo, pero la prueba estaba por llegar.
Desde alguna parte de la casa Rosina llamó a Genet.
Recogí el cinturón. Nunca entenderé cómo pudimos estar los dos tan serenos.
Le acaricié los hombros, suave, cuidadosamente. El contacto anterior quedaba ya lejos. Me miró con lo que podía ser amor, o acaso su contrario.
—Siempre te encontraré —susurré.
—Quizá —me dijo al oído—. Pero tal vez aprenda a esconderme mejor.
Entró Rosina y se quedó paralizada al vernos.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó en amárico y sonriendo por costumbre, pero su ceño expresaba desconcierto—. He estado buscándote por todas partes. ¿Dónde está tu ropa? ¿Qué es esto?
—Un juego —contesté, mostrándole la venda y el cinturón como si eso contestara a sus preguntas. Pero tenía la garganta tan seca que no creo que llegara a emitir ningún sonido.
Mi amiga me dejó atrás, dirigiéndose de nuevo al cuarto de estar. Rosina la cogió por la mano.
—¿Dónde está tu ropa, hija?
—Suéltame la mano.
—Pero ¿por qué vas desnuda?
Genet no contestó, sino que la miró desafiante. Entonces su madre le dio un tirón en el brazo que le tenía cogido.
—¿Por qué te quitaste la ropa?
—¿Por qué te la quitas tú para Zemui? Cuando me mandas fuera, ¿no es para desnudarte? —contestó al fin Genet, en un tono cortante y provocador.
Rosina se quedó boquiabierta.
—Él es tu padre. Es mi marido —consiguió decir.
Genet no mostró la menor sorpresa, sino que se echó a reír de manera cruel, burlona, como si ya hubiese oído aquello antes.
—¿Tu marido? ¿Mi padre? Mientes. Mi padre se quedaría toda la noche. Viviría con nosotras en una casa de verdad —soltó Genet, furiosa, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Sentí vergüenza por mi niñera—. Tu marido no tendría otra esposa y tres hijos. Ni vendría a casa y me mandaría salir a jugar para él poder jugar contigo. —Zafándose de su madre, fue a buscar la ropa.
Rosina se había olvidado de mi presencia.
La inocencia, los días despreocupados, colgaban al borde de un abismo. Finalmente, se volvió hacia mí.
Nos observamos como dos desconocidos. Yo había llegado a la despensa sin ver, pero ya no llevaba los ojos vendados. ¡Zemui era el padre de Genet! ¿Acaso lo sabían todos menos yo? Qué estúpido era. ¿Por qué no se me habría ocurrido preguntarlo? ¿Se había enterado Shiva? El coronel pasaba largas horas con nosotros jugando al bridge… así que tenía sentido que Zemui estuviese allí tanto tiempo. En una sociedad matrilineal debían aceptarse aquellas cosas, no se preguntaba por el padre cuando no había ninguno presente. Pero tendría que haberme interesado. Lo comprendí entonces. Los indicios se hallaban delante. Había estado ciego, sordo y era un ingenuo. En las cartas que le había escrito para Darwin, Zemui le preguntaba por la familia y le enviaba recuerdos, pero no indicaba en ningún momento que Genet fuese su hija. Todas aquellas palabras escritas, habladas, eran sólo la superficie brillante de un río rápido y profundo. ¡Y pensar en las noches que acostado en mi cama oía aquella motocicleta y me apenaba que Zemui tuviera que volver a casa andando bajo la lluvia, a oscuras! Estaba claro que no era el único que se compadecía de él.
Rosina me conocía muy bien, podía leer mis pensamientos. Bajé la cabeza: había perdido parte de la estima de mi amada niñera. Con el rabillo del ojo vi que también agachaba la cabeza, como si me hubiese fallado, como si nunca hubiese querido que supiese aquello de ella. Deseé decirle: «Eso que viste era sólo un juego…».
Pero no dije nada.
Genet volvió vestida con el pijama de franela. Se marchó a su casa sin mirar atrás, seguida de Rosina.
Shiva estaba en el comedor, al otro lado de la puerta de la cocina.
Me quedé en la despensa después de que ellas cerraran la puerta, mirando los estantes, inmóvil. Persistía un aroma, un ozono generado por Genet y por mí, por nuestras dos voluntades.
Oí pasos que se acercaban y se detenían. Y supe que Shiva estaba al otro lado de la puerta, lo mismo que él sabía que yo me encontraba allí. ShivaMarion no podían ocultar mucho de Shiva ni de Marión. Pero apreté los párpados y me volví invisible y me trasladé a un lugar donde estaba completamente solo y nadie podía compartir mis pensamientos.