La semana antes de que Shiva prescindiese de su ajorca, íbamos todos en el coche camino de la ciudad cuando se nos cruzó una motocicleta con la sirena encendida. Nos indicó que nos apartásemos.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Ghosh, echándose a un lado—. Su majestad imperial Haile Selassie primero; el León de Judá necesita toda la calle.
Nos desviamos hacia la avenida Menelik II. Al fondo de la cuesta estaba el Africa Hall, que parecía una caja de acuarelas colocada de pie. Sus paneles color pastel pretendían remedar los dobladillos de vivos colores del shama tradicional. A la entrada de la sede central de la Organización para la Unidad Africana, todas las banderas de los países africanos ocupaban su lugar correspondiente. A pesar de su corta existencia ya habían honrado con su presencia el edificio personalidades como Nasser, Nkrumah, Obote y Tubman.
Al otro lado de la avenida se hallaba el Palacio del Jubileo del Emperador. Centinelas de la Guardia Imperial a caballo flaqueaban la entrada. La residencia imperial se alzaba detrás de unos espléndidos jardines como una pálida alucinación del Palacio de Buckingham. De noche, el edificio iluminado por los reflectores brillaba como marfil. Como era propio de aquella época del año, uno de los pinos del recinto estaba adornado con luces, convertido en un árbol de Navidad gigante.
Peatones, carros, coches, todo se había inmovilizado. Un hombre descalzo de ojos lechosos se quitó el maltrecho sombrero, dejando al descubierto un cerco de cabellos grises rizados. Tres mujeres vestidas de luto, paraguas sobre la cabeza, esperaban también a nuestro lado, sudadas por el esfuerzo de haber caminado cuesta arriba. Una de ellas se sentó en la acera y se quitó el calzado de plástico. Dos jóvenes que estaban de pie parecían enfadados por tener que pararse.
—A lo mejor nos lleva su majestad —comentó la mujer que se había sentado—. Dile que no podemos pagar el autobús. Los pies están matándome.
El viejo miró indignado, moviendo los labios como si estuviese acumulando saliva para castigarla por semejante blasfemia.
Pasó a gran velocidad un Volkswagen verde con sirena y altavoz. Nunca había pensado que un coche de ésos pudiese ir tan deprisa.
—Apuesto a que su majestad va en el Lincoln nuevo —le dije a Ghosh.
—Lo más probable es que no.
Era 1963, el año que asesinaron a Kennedy. Según un compañero de colegio cuyo padre era miembro del Parlamento, el Lincoln era el coche utilizado por el presidente Kennedy, pero no aquel en que le habían disparado. El Lincoln estaba cubierto y resultaba espectacular, no por sus curvas, sino por su longitud inverosímil. Por la ciudad circulaba un chiste según el cual el emperador, para llegar del Palacio Antiguo, que quedaba en la cima de la colina, donde despachaba sus asuntos, hasta el del Jubileo, que estaba abajo, sólo tenía que subir al asiento de atrás y salir por el de delante.
De los veintiséis vehículos que su majestad tenía a su disposición, veinte eran Rolls Royce. Uno, un regalo navideño de la reina de Inglaterra. Intenté imaginar qué más habría bajo el árbol de Navidad de un monarca.
Pasó lentamente un Land Rover (de la Guardia Imperial, no de la policía), con la puerta de atrás abierta, hombres con metralletas apoyadas en los muslos mirando hacia fuera. Oímos un estruendo que sonó a tambores de guerra y una falange de ocho motocicletas de dos en fondo surgió de la nada; el aire brillaba en torno a las aletas del motor. El sol resplandecía en el cromo de los faros y las defensas. Pese a sus uniformes negros, cascos blancos y guantes, los motoristas me recordaron a los guerreros de ojos desorbitados y melenas de mono que bajaban de las montañas a caballo en el aniversario de la caída de Mussolini, y que parecían malvados y ansiosos por volver a matar.
La tierra se estremeció cuando las Ducati pasaron deslizándose, inmensas reservas de caballos de potencia listas para liberarse con un giro de la muñeca.
El Rolls Royce verde de su majestad estaba tan bruñido que parecía un espejo. Desde un asiento elevado, el emperador miraba por las ventanillas especialmente diseñadas para que los monarcas viesen y fuesen vistos. En la estela de las motocicletas, aquel vehículo era casi silencioso, salvo por un levísimo resuello de las válvulas.
—Con lo que ha costado eso podríamos alimentar a todos los niños del Imperio durante un mes —murmuró Ghosh.
El anciano que estaba a nuestro lado se había arrodillado y cuando el Rolls llegó a nuestra altura besó el asfalto.
Vi al emperador con toda claridad, con su perrita Lulú en el regazo.
Su majestad nos miró directamente y sonrió cuando nos inclinamos. Juntó las palmas de las manos en un namaste y se alejó.
—¿Lo has visto? —preguntó Hema emocionada—. ¿Has visto lo que ha hecho?
—En tu honor —contestó Ghosh—. Sabe quién eres.
—No seas tonto, ha sido el sari. De todas formas, ¡qué amable!
—¿Basta con eso para influir en ti? ¿Un namaste?
—Déjalo ya, Ghosh. No me interesa nada la política. Me cae bien el viejo.
El Rolls giró hacia las puertas del palacio. Los motoristas y el Land Rover pararon al otro lado de la entrada. Los dos guardias a caballo, resplandecientes con sus pantalones verdes, sus chaquetas blancas y sus salacots blancos, presentaron armas.
Un solitario policía mantuvo a raya al grupo habitual de solicitantes que aguardaban a un lado de las puertas. Una anciana que agitaba su documento debió de llamar la atención del emperador, porque el Rolls se detuvo. Vi a la pequeña chihuahua cabeceando con las patas en la ventanilla y ladrando. La anciana hizo una reverencia y entregó su documento por la ventanilla asiéndolo con ambas manos.
Parecía hablar. Y era evidente que el emperador la escuchaba. La anciana se animó, gesticulando con las manos, balanceando el cuerpo, y entonces pudimos oírla con claridad.
El coche emprendió la marcha, pero la mujer no había terminado. Intentó correr con el Rolls, sin apartar los dedos de la ventanilla, pero como no pudo mantener el paso empezó a gritar: Leba, leba! (¡Ladrón, ladrón!). Miró alrededor buscando una piedra, en vano, así que se quitó un zapato y lo lanzó contra el maletero antes de que nadie pudiese intervenir. Luego, únicamente vi alzarse la porra del policía y acto seguido a la anciana en el suelo como un saco caído. Las puertas de palacio se cerraron. Los motoristas corrieron y empezaron a aporrear a quienes estaban junto a las verjas, sin hacer caso de sus gritos. La anciana, inmóvil, recibió una patada brutal en las costillas. Los centinelas a caballo miraban al frente; a las disciplinadas y tranquilas monturas sólo se les movía algún músculo por reflejo nervioso.
Estábamos asombrados. Los dos jóvenes que había detrás soltaron risitas y se alejaron rápidamente.
—¡¿Cómo han podido hacerle eso a una abuela?! —exclamó la mujer que estaba a nuestro lado llevándose las manos a la cabeza.
El anciano, con el sombrero en la mano, guardó silencio, aunque me di cuenta de su conmoción.
Cuando nos alejábamos vi que los motoristas estaban ocupándose del policía, dándole una paliza, pues había cometido el error de no atizar el porrazo a la anciana antes de que abriese la boca y provocara esa situación tan embarazosa para todos.
Ahora, tantos años después, a pesar de haber sido testigo de mucha más violencia, esa imagen sigue grabada en mi memoria con toda claridad. Los porrazos inesperados a aquella anciana, segundos después de que el emperador la hubiese saludado tan cordialmente, me parecieron una traición, y me conmocionó darme cuenta de que Hema y Ghosh se mostraban impotentes ante eso y no podían ayudar.
En mi mente, aquella chihuahua de ojos saltones también participaba en la crueldad. Era la única criatura a la que se permitía caminar delante de su majestad, y comía y dormía mejor que la mayoría de sus súbditos. A partir de aquel día, vi con nuevos ojos al emperador y a Lulú, perra presuntuosa a la que aborrecí definitivamente.
Si Lulú era la emperatriz canina de Etiopía, nuestra Kuchulu y los dos perros anónimos eran el campesinado. La había llamado Kuchulu un dentista persa que trabajó por un corto período en el hospital. En Etiopía, bautizar a un perro es salvarlo. Los dos perros sin nombre del Missing tenían un pelaje sarnoso tan manchado de barro y brea que era imposible saber a ciencia cierta cuál era su tono original. Durante las largas lluvias, cuando todos los perros buscaban cobijo, aquellos dos se quedaban fuera para no arriesgarse a una patada en la cabeza. Era muy posible que en realidad se tratara de una sucesión de perros callejeros que por casualidad llegaran de visita de dos en dos.
Cuando el dentista persa desapareció, la hermana Mary se encargó de alimentar a Kuchulu. Al morir ella, empezó a hacerlo Almaz. Los ojos de aquel animal eran oscuras perlas que traslucían un espíritu travieso y juguetón con el que las decepciones de la vida no habían podido. Ya se que, teóricamente, los perros no poseen cejas, pero juro que Kuchulu tenía unos pliegues que podían moverse de forma independiente. Transmitían temor, alegría e incluso una expresión aturdida que me recordaba la del Gordo y el Flaco, los famosos Laurel y Hardy, cuyas películas veíamos en el Cinema Adua. Ni siquiera se planteaba que aquella perra entrase en la casa, pues las vacas serían sagradas, pero los perros no.
No supimos que estaba preñada hasta la jornada siguiente a Año Nuevo, cuando, después de dos días sin verla, justo antes de salir para el colegio la encontramos detrás del montón de leña, en un pequeño hueco que había debajo. Nuestra linterna reveló su absoluto agotamiento, que apenas le permitía levantar la cabeza y que explicaba aquellos ovillos de piel que culebreaban en su vientre.
Corrimos a llamar a Hema y Ghosh, y luego a la enfermera jefe para comunicarles la emocionante noticia. Pensamos nombres. Retrospectivamente, creo que deberíamos habernos percatado del escaso entusiasmo mostrado por los adultos.
El taxi nos dejó en la entrada del Missing después de clase. Acabábamos de coronar la cuesta cuando los vimos, aunque al principio no supimos de qué se trataba. Los cachorros estaban en una bolsa grande de plástico, atada con una cuerda al tubo de escape de otro taxi. Después nos enteramos de que el taxista, al ver salir a Gebrew con la carnada, le había propuesto un medio más limpio para librarse de los cachorros que ahogarlos. El vigilante, que sentía un respeto reverencial por las máquinas, se dejó convencer fácilmente.
El taxista puso el motor en marcha, la bolsa se hinchó y en unos segundos el coche se caló. Kuchulu, que aquella mañana apenas podía caminar, se lanzó a las ruedas intentando morder la bolsa llena de humo. En su interior, sus cachorros, con los hocicos hinchados de apretarse contra el plástico, daban volteretas unos sobre otros buscando una salida. La expresión de la perra iba más allá del dolor: estaba enloquecida y desesperada. A algunos pacientes del hospital y transeúntes les resultaba entretenido el espectáculo, de modo que se había congregado una pequeña multitud. Yo estaba atónito, no daba crédito. ¿Se trataría de algún ritual necesario en la cría de cachorros del que no tenía noticia? Aunque cometí el error de seguir el ejemplo de los adultos que lo presenciaban, en el fondo me sentía igual que Kuchulu.
Pero Shiva no tomó ejemplo de nadie. Se precipitó hacia el coche para intentar desatar la bolsa de plástico del tubo de escape y se quemó las manos. Entonces se arrodilló y rompió la gruesa envoltura. Pese a sus pataleos y forcejeos, Gebrew consiguió apartarlo de allí. Sólo se dio por vencido cuando vio que los cachorros estaban completamente inmóviles, que eran un montículo de piel. Miré a Genet y su expresión sombría me informó que estaba conmocionada. Su semblante revelaba que conocía muy bien el trasfondo del mundo en que vivíamos y que se había dado cuenta de lo que ocurría mucho antes que nosotros. Nada la sorprendía.
Jamás comprendí cómo pudo perdonarnos Kuchulu y seguir en el Missing; el animal nada sabía de las cuotas y edictos de la enfermera jefe referentes a los perros del hospital, del mismo modo que nosotros ignorábamos que Gebrew, cumpliendo órdenes, había separado varias veces de las mamas de Kuchulu a sus crías con intención de ahogarlas.
Shiva se había hecho rasponazos en las rodillas y ampollas en las manos. Hema, Ghosh y la enfermera jefe acudieron enseguida a urgencias para vernos.
Ghosh aplicó Silvadene en las heridas de mi hermano y le vendó las rodillas. Los adultos no tenían ningún comentario que hacer sobre los cachorros.
—¿Por qué dejasteis que Gebrew lo hiciera? —pregunté. Ghosh miraba fijamente las vendas; aunque era incapaz de mentirnos, en aquel caso nos había ocultado el conocimiento de los hechos.
—No echéis la culpa a Gebrew —pidió la enfermera jefe—. Cumplía mis instrucciones. Lo siento. No podemos tener montones de perros vagabundos por el Missing.
No parecía una disculpa.
—Kuchulu lo olvidará —aseguró Hema con suavidad—. Los animales no tienen esa clase de memoria, cariño.
—¿Lo olvidaréis vosotros si alguien me mata a mí o a Marión?
Los adultos me miraron, pero no era yo quien había hablado. Además, estaba por lo menos a dos metros y medio de donde vendaban a Shiva. Sus iris habían pasado del castaño a un azul acerado y las pupilas se le habían reducido a cabezas de alfiler. Con la barbilla más alzada que nunca, dejando el cuello al descubierto, miraba nariz abajo a un mundo poblado de gente por la que parecía sentir un desdén absoluto.
«¿Lo olvidaréis vosotros si alguien me mata a mí o a Marión?».
Aquellas palabras estaban formadas en la laringe, moduladas con los labios y la lengua de mi hasta entonces silencioso hermano. Para ser las primeras que pronunciaba en años, había construido una frase que ninguno de nosotros dejaría de recordar.
Los adultos observaron a Shiva y luego a mí. Cabeceé señalando a mi hermano.
—Shiva… ¿qué has dicho? —susurró al fin Hema.
—¿Os olvidaréis de nosotros mañana si alguien nos mata hoy?
Hema se acercó con intención de abrazarlo, llorando de alegría. Pero él se apartó de ella, de todos, como si fuesen asesinos. Se inclinó, se bajó el calcetín y se soltó la ajorca, que colocó en la mesa, y de la que jamás se había separado salvo para repararla, agrandarla y en tres o cuatro ocasiones sustituirla por una nueva. Fue como si sobre la mesa hubiese puesto un dedo que se hubiera cortado.
—Shiva, si permitiésemos que Kuchulu se quedara con sus cachorros, tendríamos en este momento unos sesenta perros —dijo al fin la enfermera jefe.
—¿Qué pasó con las otras crías? —preguntó él, adelantándoseme.
La enfermera Hirst murmuró que Gebrew se había deshecho de ellas humanitariamente y que lo del tubo de escape había sido un error, pues no contaba con su aprobación, y que el vigilante debería haber acabado mucho antes de que volviésemos del colegio. Yo ya me había acercado a mi hermano, que me tocó en el hombro y me cuchicheó algo.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Hema.
—Que siendo como sois todos tan crueles, ¿por qué debería hablar? Dice que no cree que la hermana Praise o Stone hubiesen actuado así. Quizá si ellos estuviesen aquí nunca habría sucedido.
Hema suspiró, como si esperase que uno de los dos sacase a colación sus nombres justo de aquel modo.
—Cariño —dijo, con tono acre—. No tienes ni idea de lo que harían ellos.
Shiva se marchó. La expresión atónita de Ghosh y la enfermera jefe era propia de quien ha visto un fantasma, y ahora eran ellos los que estaban mudos. ¿Cómo podían aquellos adultos que tanto se preocupaban de si mi hermano hablaba o no, que se cuidaban de los pobres, los enfermos, los huérfanos, a quienes dolía tanto como a nosotros el ensañamiento con que habían tratado a la anciana del palacio; cómo podían mostrarse tan indiferentes ante la crueldad que habíamos presenciado?
Más tarde pregunté a la enfermera jefe si pensaba que la muerte de sus cachorros dejaba cicatrices internas en Kuchulu. Me dijo que lo ignoraba, pero que lo que sí sabía era que el hospital no podía permitirse criar perros, y que tres era el límite. Y no, no creía que hubiese un cielo para los perros. Y francamente, desconocía la opinión de Dios en cuanto al número de perros adecuado para el Missing, porque El le había dado a ella cierta libertad en ese asunto, que no era un tema que quisiera discutir conmigo.
Después del sacrificio de sus crías, leí en la mirada de Kuchulu lo decepcionada que estaba con nosotros como especie. Buscaba lugares donde acurrucarse lejos de los humanos. Le dejábamos la comida cerca, pero sólo se la comía cuando nosotros no andábamos por allí.
Durante varias semanas, solamente hubo una persona ante la cual intentaba mover la cola: Shiva.
Cuando mi hermano aprendió a bailar bharatnatyam (y se convirtió en el sishya, de modo que Hema andaba ya preparando su arangetram, su debut), empecé a verlo por primera vez como separado de mí. Como ya podía hablar y expresarse, ShivaMarion no siempre se desplazaba o hablaba como una sola persona. En los años anteriores, nuestras diferencias se complementaban, pero en los días siguientes a la muerte de los cachorros empecé a darme cuenta de que nuestras identidades iban apartándose poco a poco. Mi hermano, mi gemelo idéntico, estaba conectado con el sufrimiento de los animales. En cuanto a los asuntos humanos, de momento al menos, los delegaba en mí.