18
Los pecados del padre

En nuestro hogar, si querías hacerte oír tenías que zambullirte en el barullo y abrirte paso hasta primera línea. El vozarrón de Ghosh resonaba y se apagaba hasta convertirse en risa. Hema era el ave canora, pero cuando se irritaba tenía una voz tan afilada como la cimitarra de Saladino, que, según mi Ricardo Corazón de León y las Cruzadas, podía cortar un pañuelo de seda que cayera flotando sobre el filo de su hoja. Almaz, nuestra cocinera, tal vez fuese silenciosa externamente, pero movía los labios sin cesar, rezando o cantando, nadie sabía. Rosina consideraba el silencio una ofensa personal y hablaba a las habitaciones vacías y parloteaba con los armarios. Genet, que tenía ya casi seis años, mostraba indicios de parecerse a su madre y nos contaba historias sobre sí misma con un sonsonete, mientras creaba una mitología propia.

Si ShivaMarion hubiesen nacido vaginalmente (algo imposible, habida cuenta de que teníamos las cabezas unidas), Shiva habría sido el primogénito, el mayor. Pero al invertir la cesárea el orden natural del nacimiento, nací primero, fui el mayor por unos segundos y también me convertí en el portavoz de ShivaMarion.

Cuando seguíamos a Hema y Ghosh en la piazza, o nos abríamos paso entre coches y camiones hasta Motiláis Garments en el atestado Merkato de Adis Abeba, nunca oí decir a nuestra madre: «Esa camisa azul le quedaría muy bien a Shiva» o «Esas sandalias son perfectas para Marión». Al llegar el doctor Ghosh y la doctora Hema se sacaban las sillas, se les limpiaba el polvo y un muchacho salía a la carrera para volver con Fanta o Coca-Cola tibias y galletas, a pesar de las protestas. Nos tomaban las medidas con cintas métricas, nos pellizcaban las mejillas con manos ásperas y a nuestro alrededor se agrupaba una pequeña multitud a mirar, como si ShivaMarion fuese un león de las jaulas de Sidist Kilo. Como resultado, Hema y Ghosh compraban por partida doble la prenda que creyeran que necesitábamos. Y lo mismo ocurría con los bates de criquet, las estilográficas y las bicicletas. ¿Creería la gente, que exclamaba al vernos «¡Mira! ¡Qué monos!», que habíamos elegido nosotros la misma ropa? Confesaré que en la única ocasión que intenté vestir diferente de Shiva me sentí incómodo cuando nos miramos en el espejo. Como si llevase la bragueta abierta; simplemente no quedaba bien.

Nosotros «los Gemelos» éramos famosos no sólo porque vestíamos igual, sino porque corríamos de un sitio a otro a gran velocidad, pero siempre al mismo paso, un cuadrúpedo que sólo conocía una forma de llegar de un punto a otro. Cuando ShivaMarion se veían obligados a caminar, se pasaban mutuamente el brazo por el hombro y, unidos así, iban al trote más que andando, campeones de la carrera de tres pies antes de que supiésemos que tal cosa existía. Cuando nos sentábamos, compartíamos la silla, porque nos parecía que no tenía sentido ocupar dos. Hasta usábamos juntos el retrete, dirigiendo un doble chorro al vacío de porcelana. Considerándolo en retrospectiva, cabría decir que éramos bastante responsables de que nos tratasen como a un colectivo.

«Di a los Gemelos que vengan a cenar».

«Niños, ¿no es la hora de vuestro baño?».

«ShivaMarion, ¿queréis cenar espaguetis o inyera y wot?».

Siempre usaban un «vosotros» o «vuestro», nunca se trataba de uno de nosotros. Cuando contestábamos a una pregunta, nadie se fijaba en quién respondía; y la respuesta de uno era la respuesta de ambos.

Tal vez los adultos creyesen que mi diligente e industrioso hermano Shiva era por naturaleza parco en palabras. Si el sonido de la ajorca, que él insistía en seguir llevando, contase como charla, entonces era un charlatán que sólo se callaba cuando enfundaba las campanillas en el calcetín para ir al colegio. Tal vez los adultos creyeran que yo no daba a Shiva demasiadas oportunidades de hablar (lo cual era cierto), pero nadie quería decirme que me callase. De todas formas, con el barullo de nuestra casa, donde se reunía dos veces por semana el grupo del bridge, y en el Grundig giraba un disco de 78 rpm, y donde los platos vibraban con los torpes pasos de Ghosh en sus esfuerzos por aprender la rumba y el chachachá, los adultos tardaron dos años en darse cuenta de que Shiva había dejado de hablar.

Cuando éramos pequeños, lo consideraban el más delicado: Stone había intentado aplastarle el cráneo antes de que Hema nos salvase. Pero Shiva había coronado puntualmente todas las etapas del desarrollo: alzó la cabeza en el mismo instante que yo y gateó cuando llegó la época de hacerlo. Dijo «Amma» y «Ghosh» en su momento justo, y ambos decidimos caminar cuando nos faltaba un mes para cumplir el año. Hema y Ghosh se tranquilizaron. Según ella, olvidamos cómo se andaba pocos días después de dar los primeros pasos porque aprendimos a correr. Shiva habló cuanto necesitaba hasta bien entrado su cuarto año, pero por entonces empezó a reservarse tranquilamente sus palabras.

He de decir que mi hermano reía o lloraba en los momentos adecuados; a veces actuaba como si estuviese a punto de comentar algo justo cuando lo decía yo; interrumpía mis palabras con exclamaciones de su ajorca y cantaba vigorosamente la-la-la conmigo en el baño. Pero en lo tocante a palabras textuales, no las necesitaba en absoluto. Leía con fluidez, aunque se negase a hacerlo en voz alta. Podía sumar y restar grandes cifras sólo con una ojeada, garrapateando la solución mientras yo aún seguía llevando el uno y contando con los dedos. Tomaba notas continuamente para sí, o para otros, y las dejaba en cualquier sitio como boñigas. Dibujaba de maravilla, pero en los lugares más insospechados, como en cartones o el dorso de las bolsas de papel. Lo que más le gustaba dibujar en aquella etapa era a Verónica. Teníamos en casa un ejemplar del cómic de Archie, que yo había comprado en la librería Papadaki; las tres viñetas de la página 16 trataban sobre Verónica y Betty. Shiva podía reproducir la página, con bocadillos, textos y sombreado. Era como si tuviese una fotografía almacenada en la cabeza y fuese capaz de reproducirla en papel cuando quisiera. No se olvidaba de nada, ni siquiera del número de página ni de la mancha de la mosca que había hallado la muerte en el margen del tebeo. Me di cuenta de que siempre acentuaba la curva debajo del pecho de Verónica, sobre todo si se comparaba con la de Betty. Comprobé el original y, por supuesto, allí estaba la línea, pero la de Siva era más gruesa y oscura. A veces improvisaba y se apartaba de la imagen original, dibujando los pechos tan puntiagudos como misiles a punto de ser disparados o como globos pendulares que se cernían sobre las rótulas.

Genet y yo encubríamos el silencio de Shiva. Yo lo hacía de forma inconsciente; si era demasiado charlatán se debía a que me daba cuenta de que era necesario producir palabras por ShivaMarion. Por supuesto, no tenía ningún problema de comunicación con Shiva. A primera hora de la mañana, la sacudida de su ajorca (ching-ding) decía: «Marión, ¿estás despierto?» Dish-ching significaba «Hora de levantarse». Rozar su cráneo con el mío quería decir: «Levántate y enciende, dormilón». Bastaba que uno de nosotros pensase que había que hacer algo para que casi seguro el otro se levantase a hacerlo.

Fue la señora Garretty en el colegio quien descubrió que Shiva había renunciado a hablar. El Colegio Rural y Urbano Loomis gustaba a los comerciantes, diplomáticos, asesores militares, médicos, profesores, representantes de la Comisión Económica para África, la OMS, la UNESCO, la Cruz Roja, UNICEF y sobre todo de la recién creada OUA (Organización para la Unidad Africana). El emperador había regalado el Africa Hall, un edificio impresionante, a la OUA en ciernes, en una astuta iniciativa pensada para que el cuartel general de la organización se radicara en Adis Abeba, y ya estaba potenciando la actividad comercial de todos, desde las chicas de alterne a los importadores de Fiat, Peugeot y Mercedes. Los hijos de los de la OUA podrían haber ido al Lycée Gebremariam, un impresionante edificio que se alzaba en la parte más empinada de la calle Churchill. Pero los enviados de los países francófonos (Malí, Guinea, Camerún, Costa de Marfil, Senegal, Mauricio y Madagascar) tenían visión de futuro, así que los coches con matrícula diplomática llevaban a les enfants más allá del lycée, hasta el Colegio Rural y Urbano Loomis. Para completar la lista, he de mencionar el San José, donde, según la enfermera jefe, los jesuitas, soldados de infantería de Cristo, creían en Dios y la Férula. Pero el San José era sólo de chicos, lo que lo descartaba en nuestro caso por Genet.

¿Por qué no el mundo turbulento de las escuelas públicas? Si hubiésemos acudido a una de ellas, seguramente hubiéramos sido los únicos niños no nativos, y figurado entre una minoría con más de un par de zapatos y un hogar con agua corriente e instalaciones sanitarias. Hema y Ghosh creyeron que la mejor elección era enviarnos al Loomis, dirigido por expatriados británicos. Nuestros profesores disponían de sus títulos de bachillerato y algún que otro certificado de enseñanza. Es asombroso cómo una prenda de crepé negra sobre una chaqueta o una blusa confiere la gravitas de un profesor de Oxford a un apostador barriobajero o una florista de Covent Garden. El acento no tenía importancia en Africa, siempre que fueses extranjero y tuvieses el color de piel adecuado.

El ritual: ése era el bálsamo que suavizaba la actitud de los padres respecto a lo que recibían a cambio de lo que pagaban en Loomis. Gimnasio, día de la competición atlética, el carnaval del colegio, la función de Navidad, el teatro del colegio, la noche de Guy Hawkes, el día del fundador y el de la graduación. Llevábamos tantos avisos mimeografiados a casa que Hema se mareaba. Estábamos asignados a la Casa del Lunes o la del Martes o la del Miércoles, cada una con sus colores, equipos y directores. El día de la competición atlética luchábamos por la gloria de nuestra Casa y por la copa Loomis. El señor Loomis nos dirigía todas las mañanas en el salón de actos en la oración colectiva y luego leía la Biblia en una versión oficial revisada, y después cantábamos a grito pelado el himno correspondiente del himnario azul mientras algún profesor acometía los acordes aporreando el piano del salón.

Estoy convencido de que uno puede comprar en Harrods de Londres un equipo que permita a un inglés emprendedor crear un colegio británico en cualquier lugar del Tercer Mundo. Incluye togas negras, boletines de notas preimpresos para el trimestre de otoño, el de Cuaresma y Pascua, así como himnarios, insignias de prefecto y un programa de estudios. Sólo se trata de montar las piezas.

Por desgracia, el índice de alumnos del Loomis que aprobaban el Certificado de Enseñanza General Básica era terrible en comparación con los colegios públicos. En estos centros, los profesores indios eran todos licenciados a quienes el emperador contrataba en el estado cristiano de Kerala, tierra de la hermana Mary Joseph Praise. Si se le pregunta a un etíope en el extranjero si aprendió por casualidad matemáticas o física con un profesor llamado Kurien, Koshy, Thomas, George, Varugese, Ninan, Mathews, Jacob, Judas, Chandy, Eapen, Pathros o Paulos, lo más probable es que se le ilumine la cara. Esos profesores se habían formado en el ritual ortodoxo que santo Tomás llevara al sur de la India. Pero, en calidad de profesores, el único ritual que les preocupaba era grabar la tabla de multiplicar y la periódica, junto con las leyes de Newton, en los cerebros de sus alumnos etíopes, todos listos y con grandes aptitudes para la aritmética.

Mi tutora, la señora Garretti, llamó a Hema y Ghosh al final de un día que me quedé en casa porque tenía fiebre y no fui al colegio. Nos conocía como los adorables gemelos Stone, aquellos niños encantadores de cabello oscuro y ojos claros, que vestían igual, cantaban, corrían, dibujaban, saltaban, batían palmas y parloteaban en clase, felices y sin medida. El día que falté a clase, Shiva corrió, dibujó, saltó y batió palmas, pero no pronunció ni una sola palabra y, cuando le pidieron que hablase, no lo hizo porque no quería o no podía.

Hema pasó de no dar crédito a culpar a la señora Garretti, para a continuación culparse a sí misma. Anuló las clases de baile en el Juventus Club, justo cuando Ghosh había conseguido dominar el foxtrot y podía ya circunnavegar una habitación. La platina del tocadiscos disfrutó de su primer descanso en años. Los habituales del bridge se mudaron a la vieja casa de Ghosh, que él usaba como despacho y consultorio para pacientes privados.

Hema sacó a Kipling, Ruskin, C. S. Lewis, Poe, R. K. Narayany muchos otros de las bibliotecas del British Council y del USIS, el Servicio de Información de Estados Unidos. A última hora del día se turnaban ambos para leernos, convencidos de que la gran literatura estimularía la facultad de hablar en Shiva. En aquel mundo pretelevisivo resultaba entretenido, salvo en el caso de C. S. Lewis, cuyos armarios mágicos no me gustaban; y en el de Ruskin, al que ni Ghosh ni Hema eran capaces de entender ni leer durante mucho rato. Pero insistían, con la esperanza de que como mínimo Shiva les gritase que pararan, como hacía yo. Seguían leyendo incluso cuando nos dormíamos, porque Hema creía que se podía influir en el subconsciente. Lo mismo que les había preocupado la supervivencia de Shiva al nacer, les angustiaban ahora los posibles efectos de los anticuados instrumentos obstétricos que aplicaran a su cabeza. Lo intentaron todo para conseguir que hablase.

Pero Shiva continuó mudo.

* * *

Un día, poco después de que cumpliésemos ocho años, al llegar a casa después del colegio nos encontramos con que Hema había puesto un encerado en el comedor, junto al que estaba de pie con la tiza lista y un destello maníaco en la mirada, y ejemplares de Caligrafía de Bikham Simplificada (para Jóvenes Oficinistas) en el sitio que ocupábamos cada uno de nosotros. Encima de cada cartilla había una pluma Pelikan nueva, resplandeciente, la Pelícano, el sueño de todos los niños del colegio, y además con cargas… una auténtica novedad.

Años después me alegraría de ser un cirujano con buena caligrafía. Mis notas en el historial clínico tal vez diesen cierta idea de habilidades similares con el bisturí (aunque diré que no es una norma, y tampoco es cierto lo contrario: que la caligrafía torpe sea indicio de una mala técnica quirúrgica). Un día agradecería a regañadientes a Hema que nos obligara a escribir en los estilos redondos y pomposos:

El ejercicio frecuente estimula el conocimiento.

El arte pule y mejora el carácter.

La fortuna es una amante bella, pero veleidosa.

El ayer malgastado no puede recuperarse.

La vanidad vuelve despreciable la belleza.

Vale más la sabiduría que la riqueza.

Shiva ya estaba manipulando su Pelícano. Genet no decía nada; en cuestiones como éstas, su posición era delicada.

Me mantuve reacio, pues no confiaba en la motivación de Hema: el sentimiento de culpa conduce a la acción justiciera, pero raras veces a la justa. Además, había soñado con un desfile especial de mis piezas de Mecano por un camino sinuoso que había hecho en un terraplén bajo cerca de la casa. El cronometraje de Hema era horroroso.

—¿Por qué no podemos salir a jugar? No quiero hacer esto —protesté.

Hema frunció la boca, como si estuviera considerando no lo que había dicho sino a mí, mi obstinación. Al menos de forma inconsciente, me culpaba de lo que le ocurría a Shiva. Creía que yo e incluso Genet habíamos camuflado su silencio con un manto de cháchara.

—Habla por ti, Marión —repuso.

—Ya lo he hecho. ¿Por qué no podemos… por qué no puedo salir a jugar?

Shiva ya había cargado la pluma.

—¿Por qué? Ahora te lo explicaré: pues porque en el colegio no haces más que jugar. Tengo que comprobar qué aprendes en realidad. ¡Así que siéntate, Marión!

Genet se sentó en su sitio tranquilamente.

—No. No es justo. Además, no ayudará a Shiva.

—Marión, antes de que te retuerza la oreja…

—¡No hablará hasta que esté preparado! —grité, y salí de allí.

Doblé corriendo una esquina de la casa, cobrando velocidad en el giro. En la segunda esquina, fui a dar directamente contra el ancho pecho de Zemui, y se me ocurrió que Hema había enviado al militar a buscarme.

—¿Dónde es la guerra, primo? —preguntó él sonriendo y soltándome. Llevaba el uniforme verde oliva tan pulcro y ajustado como siempre. El cinturón, la pistolera y las botas marrones relucían. Como en un acto reflejo, dio un taconazo con el pie derecho y saludó con vigor suficiente para que le rebotasen los dedos.

El sargento Zemui era el chófer de un coronel de la Guardia Imperial: Mebratu, a quien Ghosh había salvado la vida en una operación años atrás. Había estado bajo sospecha en tiempos, pero ahora gozaba del favor del emperador. Era al mismo tiempo comandante en jefe de la Guardia Imperial y oficial de enlace con los agregados militares de Inglaterra, India, Bélgica y Estados Unidos, países todos ellos con presencia en Etiopía. Sus tareas lo obligaban a asistir a menudo a fiestas y recepciones diplomáticas, por no mencionar las noches habituales de bridge en nuestra casa. El pobre Zemui sólo podía iniciar su largo camino de vuelta a casa con su mujer y sus hijos cuando la cabeza de su jefe descansaba sobre la almohada y el coche oficial quedaba en la cochera. Mebratu había asignado a Zemui una motocicleta para facilitar sus idas y venidas. Como Zemui, que vivía cerca del Missing, no quería destrozar los neumáticos en la pista de piedras y guijarros que conducía a su casa, había pedido permiso a Ghosh para aparcar la moto en nuestra cochera, donde aquella valiosa máquina estaba a resguardo de los elementos y los vándalos.

—Justo la persona a quien quería ver —dijo Zemui—. ¿Qué pasa, mi pequeño amo?

—Nada —contesté, de pronto desconcertado, pues mis problemas parecían insignificantes ante un militar que acababa de cumplir el período destinado en la guerra civil del Congo con las fuerzas de pacificación de la ONU—. ¿Cómo es que vienes a buscar la moto tan tarde?

—El jefe estuvo en una fiesta hasta las cuatro de la mañana. Cuando lo dejé en casa amanecía. Me ha dicho que puedo volver a última hora del día. Escucha, ven, siéntate. Quiero que me leas otra vez esta carta.

Se acomodó en el borde del porche delantero, extrajo el aerograma azul y rojo del bolsillo del pecho y me lo tendió. Se quitó el salacot para sacar un cigarro a medio fumar que tenía cuidadosamente guardado debajo de una de las cintas exteriores. El salacot, como los de los exploradores blancos de antaño, era exclusivo de la Guardia Imperial, identificable de lejos.

—Zemui, ¿puedo leerlo más tarde? Es que me persigue Hema. Si me coge, me corta la lengua.

—Vaya, eso es grave. —Guardó la carta, pero me di cuenta de su decepción—. ¿Crees que Darwin habrá recibido ya mi carta?

—Estoy seguro de que su respuesta está al llegar. La recibirás un día de éstos.

Me saludó y siguió su camino hacia la parte trasera de la casa.

Darwin era un militar canadiense que había resultado herido en Katanga, cuya carta había leído a Zemui tantas veces que me la sabía de memoria. En ella le decía que en Toronto hacía frío y nevaba. A veces, estaba desanimado y no sabía si llegaría a acostumbrarse a su pierna de madera. «¿En Etiopía hay mujeres que se interesen por un hombre blanco con una sola pierna y la cara toda cicatrizada? ¡Ja, ja!». Decía que no tenía mucho, pero que si su camarada Zemui necesitaba algo alguna vez, él, Darwin, se lo daría, porque jamás olvidaría que le había salvado la vida. Le había contestado en inglés por Zemui, traduciendo lo mejor que podía, mientras me preguntaba cómo habrían conversado ambos en el Congo. Zemui me enseñó un colgante de oro con un molinillo que llevaba al cuello, una cruz de Santa Brígida, que el herido Darwin le había obligado a aceptar cuando se habían separado en el campo de batalla.

Al ver a Rosina, que me miraba mientras Zemui caminaba hacia ella, salí a la carrera de nuevo, sintiendo un vacío en el lugar donde mi hermano debería haber estado corriendo a mi lado.

* * *

La sepultura de mi madre, con su halo de rosas recién cortadas y la inscripción DEΓSANSA EN BRAθOS DE IEΣUΣ, no ejercía ninguna fascinación en mí. Pero percibía su presencia en la sala del autoclave, junto al Quirófano 3, un aroma, un sentimiento muy vinculado al mío. Fue allí adonde me llevaron mis pasos; no era la elección más inteligente como escondite.

Nunca entendí la resistencia de Shiva a visitar aquella estancia. Tal vez lo considerase una traición a Hema, que había estado pendiente de cada aliento suyo, que se había atado con una cuerda a la ajorca de su tobillo. Entrar allí era una de las pocas cosas que yo hacía solo.

Sentado en el asiento de mi madre, aspirando el olor a desinfectante de la rebeca, hablaba con ella, o quizá conmigo mismo. Me quejaba de la injusticia que se cometía en casa; confesaba mi mayor miedo: que Hema y Ghosh desapareciesen un día, lo mismo que Stone y la hermana Mary ya no estaban en nuestras vidas. Esa era una razón para que holgazanease en torno a la puerta de entrada del Missing… ¿quién podía asegurar que Thomas Stone no volvería? Me imaginaba una alegre mañana en que el aire fuese tan frío y vigorizante que se oyera crujir, en que Gebrew abriera las puertas y, en vez de la estampida de pacientes, allí estuviese Stone. El hecho de que no tuviese ni idea de su aspecto, ni del de mi madre, no obstaba para esta fantasía. Posaría la vista en mí. Tras unos segundos, sonreiría orgulloso.

Yo necesitaba creer en ello.

Regresé a casa dispuesto a afrontar la música, pues la había, por supuesto, y Hema estaba dirigiendo a Genet y Shiva en la danza. Los tres llevaban ajorcas de baile, no la normal de mi hermano, sino grandes correas de cuero con cuatro anillos concéntricos de campanillas de bronce. Habían arrimado la mesa del comedor a la pared. Se trataba de música tradicional india con un ritmo alegre de timbal para marcar el ritmo. Hema se había recogido el sari de forma que tenía un extremo entre las piernas, como si fuese un pantalón, y había enseñado a Shiva y Genet una compleja serie de pasos y poses mientras yo estaba fuera. Los brazos se movían hacia dentro, hacia fuera, se juntaban, señalaban, bajaban, tensaban un arco, disparaban una flecha imaginaria, mientras ellos miraban hacia este lado y hacia el otro, deslizaban los pies y se oía el campanilleo de las ajorcas cada vez que golpeaban el suelo con los talones. Me dolía verlo.

Shiva, Genet y yo habíamos llegado al mundo casi al mismo tiempo. (Genet estaba medio paso por detrás y en un útero situado enfrente de nosotros, pero nos había alcanzado). De pequeños intercambiábamos libremente biberones y chupetes, para gran disgusto de Hema. La tendencia de Shiva a meterse de un salto en cubos, charcos o zanjas llenos de agua aterraba a los adultos, que temían que se ahogase. Para mantenerle alejado de aguas más profundas, la enfermera jefe compró una piscina portátil Joy Baby, donde chapoteamos los tres desnudos y posamos para fotografías que algún día nos avergonzarían. Nuestro primer circo, nuestra primera matinée, nuestro primer cadáver: llegamos juntos a esos hitos. En nuestra casa arbórea, nos habíamos arrancado postillas hasta encontrar lo rojo y habíamos hecho un pacto de sangre según el cual los tres mosqueteros permaneceríamos unidos y no admitiríamos a nadie más.

Ahora habíamos llegado a otra primera experiencia: una separación. Yo estaba fuera, mirando al interior. Hema me indicó por señas que me incorporase; se le había pasado el enfado. El sudor le perlaba la frente y tenía mechones de pelo pegados a las mejillas. Si pensaba castigarme, tal vez se diera cuenta por mi expresión que ya lo había hecho.

Genet parecía más femenina con una ajorca, más bien una chica antes que el marimacho que yo conocía. Nunca había prestado demasiada atención a esas cosas. En nuestros juegos, era como cualquier chico. Pero ahora, mientras bailaba, se distanciaba un paso, esforzándose; pese a su gracilidad y elegancia naturales, en grado extraordinario además, parecía que la ajorca hubiese liberado en ella esas cualidades. Aunque se retrasase o hiciese mal un giro, era de pronto (y no pude evitar fijarme) una chica de pies a cabeza.

Mi hermano gemelo no se equivocaba. Me di cuenta de que había aprendido el baile enseguida. Tenía una forma especial de alzar la barbilla, como si temiese que de lo contrario los rizos que mantenía en equilibro en la cabeza se deslizasen, lo que le hacía parecer más alto, más erguido que yo. Aquel gesto suyo se exageraba en el baile. Cuando estaba excitado, sus iris pasaban del castaño al azul, como en aquellos momentos, mientras taconeaba al unísono con Hema y la seguía en cada inclinación y floreo. Parecía que la ajorca lo moviese imitando el sonido de las ajorcas de Hema, el movimiento preciso de su cuerpo. Observé a aquella criatura delgada y ágil como si la viera por primera vez.

Mi hermano, que podía dibujar cualquier cosa de memoria y calcular mentalmente cifras inmensas con facilidad, había encontrado ahora un vehículo nuevo de locomoción y otro lenguaje para expresar su voluntad. Al margen de mí. No quería sumarme a ello; estaba seguro de mi torpeza. Sentía envidia, casi como si fuese un niño impedido, por ser incapaz de participar más que por no desear hacerlo.

—Traidor —mascullé.

Pero desde luego me oyó; su oído era bueno y habría captado lo que yo dijese aunque sólo lo hubiera murmurado.

Mi hermano gemelo, mi compañero de cráneo, aquel diosecillo danzante desvió la vista y me eludió, alejándose.