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Tizita

Recuerdo las mañanas a primera hora en que entro majestuosamente en la cocina en brazos de Ghosh. El cuenta entre dientes: «Uno… dos… Undostres». Damos la vuelta, nos agachamos, nos lanzamos hacia delante. Durante muchísimo tiempo creeré que su trabajo es bailar.

Ejecutamos un giro delante del fogón y llegamos a la puerta de atrás, donde Ghosh abre la cerradura y corre el pestillo con un floreo.

Entran Almaz y Rosina, que cierra enseguida porque hace frío, y por Kuchulu, que mueve la cola esperando el desayuno. Ambas mamithus están envueltas como momias, sólo se les ven los ojos en un hueco en forma de media luna. Se van quitando capas, y brotan de ellas como vapor los aromas a hierba cortada y tierra removida, luego a berbere y fuego de carbón.

Me río descontroladamente de expectación, encojo la barbilla sobre el pecho porque sé que Rosina no tardará en acariciarme la mejilla con dedos como carámbanos. La primera vez que lo hizo me reí sobresaltado en vez de llorar, un error, porque ello ha fomentado este ritual que temo y preveo a diario.

Después del desayuno, Hema y Ghosh se despiden de Shiva y de mí con un beso. Lágrimas. Desesperación. Nos aferramos a ellos. Pero se van al hospital de todas formas.

Rosina nos coloca en el cochecito doble. Yo alzo enseguida las manos, pidiendo que me tome en brazos. Deseo estar mas arriba. Quiero la perspectiva del adulto. Ella accede. Shiva está contento donde sea, mientras nadie intente quitarle la ajorca.

La frente de Rosina es una bola de chocolate. Su cabello trenzado retrocede en hileras ordenadas, luego cae como en flecos hasta los hombros. Es un ser que salta, se balancea y tararea. Sus giros y vueltas son más rápidos que los de Ghosh. Desde mi altura vertiginosa, su vestido plisado forma florecillas espléndidas y sus zapatos de plástico rosa aparecen y desaparecen en un flash.

Rosina habla sin cesar. Nosotros guardamos silencio, sin palabras aún pero llenos de impresiones y pensamientos, todo ello tácito. Almaz y Gebrew se ríen del amárico de Rosina, porque sus sílabas guturales y ásperas no existen en realidad en esa lengua, pero eso no la disuade de hablarlo. A veces emplea el italiano, sobre todo cuando pretende ser contundente e intenta llamar la atención sobre algo. El italinya le sale con facilidad y, por extraño que parezca, su sentido es claro, aunque nadie más lo hable, tal es la característica de ese idioma. Cuando habla sola o canta, lo hace en tigriña, su lengua eritrea, y entonces su voz se libera, las palabras brotan a raudales.

Almaz, que antes servía a Ghosh, es ahora la cocinera de la casa que comparten Hema y él. Permanece inmóvil como un baobab en su puesto delante del fogón, es una giganta comparada con Rosina, y no suele emitir más sonidos que hondos y sonoros suspiros o algún que otro esporádico Ewunuth! («¡No me digas!») para mantener viva la cháchara de Rosina o Gebrew, que en realidad no necesitan estímulos. Almaz es más guapa que Rosina y lleva el pelo recogido en un shash de gasa anaranjada que forma un gorro frigio. Mientras que los dientes de Rosina brillan como faros, Almaz casi nunca los enseña.

A media mañana, cuando volvemos de nuestra primera excursión casa-urgencias-sala de mujeres-verja principal, con Kuchulu de guardaespaldas, la cocina ha entrado en acción. Cuando Almaz tapa y destapa las cazuelas se alzan penachos de vapor. El pitorro de la olla a presión se mueve y silba. Almaz trocea con mano firme cebollas, tomates y cilantro fresco, que forman montañitas enormes comparadas con los montoncitos de ajo y jengibre. Tiene al lado una paleta de especias: hojas de curry, cúrcuma, cilantro seco, clavo, cinamomo, semillas de mostaza, pimentón, todo en pequeños cuencos de acero inoxidable dentro de una fuente grande. Alquimista loca, mezcla una pizca de esto, un puñado de aquello, luego se moja los dedos y echa la mezcla en el mortero. Machaca con el mango del almirez, y el golpeteo húmedo y crujiente se convierte enseguida en el sonido de piedra contra piedra.

Las semillas de mostaza estallan en el aceite caliente, pero Almaz mantiene la tapadera sobre la cacerola para protegerse de los proyectiles. ¡Ratatá! Como el granizo contra un tejado de zinc. Añade las semillas de comino, que chisporrotean, se oscurecen, crepitan. Del humo seco y fragante emerge el aroma de la mostaza. Sólo entonces se añaden las cebollas, a puñados, y el sonido es ya el de la vida que brota de un fuego primordial.

Rosina me entrega bruscamente a Almaz y corre a la puerta de atrás, sus piernas moviéndose como hojas de tijera. No sabemos qué pasa, pero Rosina porta la semilla de la revolución. Está embarazada de una niña, Genet. Nosotros tres (Shiva, Genet y yo) estamos juntos desde el principio, ella en el útero mientras Shiva y yo observamos el mundo exterior.

La entrega a Almaz es inesperada. Gimoteo sobre su hombro, peligrosamente cerca de los calderos burbujeantes.

Almaz posa el cucharón y me apoya en su cadera. Hurga en la blusa, jadeando por el esfuerzo, y se saca un pecho.

—Toma —me dice, poniéndolo a buen recaudo en mis manos.

Soy receptor de muchos regalos, pero éste es el primero que recuerdo. Es una sorpresa cada vez que me lo da. Cuando me lo quita, resulta una especie de borrón y cuenta nueva. Pero aquí está, vivo y cálido, sacado de su lecho de tela, otorgado a mí como una medalla inmerecida. Almaz, que apenas habla, sigue revolviendo y tarareando una melodía. Es como si el pecho ya no le perteneciese más de lo que le pertenece el cucharón.

Shiva, en el cochecito, deja el camión de madera que su saliva ha convertido en pulpa empapada. A diferencia de la ajorca, puede separársele del camión en caso necesario. Al ver aquella espléndida teta de un solo ojo, tira el camión al suelo. Aunque yo la tenga, palpe y acaricie, soy también amanuense de mi hermano.

Shiva, embelesado, me espolea enviándome silenciosas instrucciones: «Tíramela». Y al ver que no puedo, dice: «Ábrela y mira a ver qué tiene dentro». Tampoco puedo. La moldeo, la aprieto y veo cómo recupera su forma.

«Métetela en la boca», me dice mi hermano, porque ése es el primer medio que él utiliza para conocer el mundo. Descarto la idea por absurda.

El pecho es cuanto no es Almaz: risueño, enérgico, un miembro extrovertido de nuestra familia.

Cuando intento alzarla para examinarla, la teta me empequeñece las manos y se me escapa entre los dedos. Deseo comprobar cómo llegan todas sus superficies a la cima, el pezón oscuro por el que respira y ve el mundo. El pecho baja hasta mis rodillas, o tal vez hasta las de Almaz, no estoy seguro. Tiembla como gelatina. El vapor se condensa en su superficie y lo vuelve mate. Porta el aroma a jengibre molido y comino en polvo de los dedos de Almaz. Años después, cuando besé por primera vez el seno de una mujer, me entró un hambre voraz.

Un destello de luz y una ráfaga de aire fresco anuncian el regreso de Rosina. Vuelvo a sus brazos, apartado de la teta, que se desvanece tan misteriosamente como había aparecido, engullida por la blusa de Almaz.

Al final de la mañana, cuando hace mucho que el frío ha desaparecido y la niebla se ha levantado, jugamos en el césped hasta que las mejillas se nos enrojecen. Rosina nos da de comer. El hambre y la somnolencia se combinan tan bien como el arroz y el curry, el yogur y los plátanos en nuestro estómago. Es una época de perfección, de apetitos sencillos.

Después de comer, Shiva y yo nos quedamos dormidos, abrazados, alentando cada uno en la cara del otro, las cabezas rozándose. En ese estado de fuga entre vigilia y sueño, la canción que oigo no es la de Rosina, sino Tizita, la que cantaba Almaz cuando yo tenía cogido su pecho.

Oiré esa canción durante los años que pase en Etiopía. Cuando me marche de Adis Abeba de joven, la llevaré conmigo en una cinta en que también estará grabado Aqualung. La partida o la muerte inminente te obligan a definir tus verdaderos gustos. Durante mis años de exilio, mientras la maltrecha casete vaya deteriorándose, encontraré a etíopes en el extranjero. Mi saludo en nuestro idioma compartido es una chispa, la conexión con una comunidad, una red: el número de teléfono de Woizero (señora). Menen, que por una módica cantidad prepara inyera y wotyte lo sirve en tu casa si la llamas el día antes; el taxista Ato (señor). Girma, cuyo primo trabaja para las Líneas Aéreas Etíopes y trae kib (mantequilla etíope), porque sin mantequilla de vacas que viven y pacen en prados de alta montaña el guiso sabrá a Kroger, FoodMart o Land O'Lakes. En la festividad del Meskel, si quieres que maten un cordero en Brooklyn, llama a Yohannes, y en Boston prueba en el Reina de Saba. En los años que pase lejos de mi tierra natal, en Estados Unidos, repararé en que los etíopes son invisibles para otros pero muy visibles para mí. Por medio de ellos, encontraré fácilmente otras grabaciones de Tizita.

Anhelan compartir, poner la canción en mis manos, como si sólo Tizita explicase la extraña inercia que se apodera de ellos; explicase lo brillantes que eran en casa, los Jackson Five, los Temptations y Tizita en los labios, un peinado afro perfecto, pantalones de campana balanceándose sobre botas Double-O-Seven, y cómo luego el primer punto de apoyo en Estados Unidos (detrás de la caja de un 7-Eleven, o respirando monóxido de carbono en un aparcamiento subterráneo de Kinney, o tras el mostrador de un quiosco de periódicos o de una tienda de regalos Marriott del aeropuerto) ha resultado ser una trampa, un refugio que temen dejar porque no quieren correr el riesgo de padecer un destino peor que la invisibilidad, es decir, la extinción.

La versión más famosa de Tizita es la lenta de Getachew Kassa, un lamento luminoso pero sobrio, inquietante y evocador sobre el telón de fondo de arpegios en acorde menor. Tiene también otra versión con un ritmo latino rápido. Mahmoud Ahmed, Aster Aweke, Teddy Afro… todos los artista etíopes graban un Tizita, en Adis Abeba y también en el exilio en Jartum (sí, Jartum, lo cual demuestra que hasta en el infierno hay un estudio de grabación). Y por supuesto en Roma, Washington D. C., Atlanta, Dallas, Boston y Nueva York. Tizita es el himno del corazón, el lamento de la diáspora, que reverbera arriba y abajo en la calle Dieciocho, en el barrio de Adams Morgan de Washington D. C., donde emana del Fasika's, el Addis Ababa, el Meskerem, el Red Sea y otros restaurantes etíopes, y apaga la salsa o los ragas provenientes de El Rincón y el Queen of India.

Hay un Tizita rápido, uno lento, uno instrumental (que popularizaron los Ashantis), uno corto y uno largo… Hay tantas versiones como artistas que graban.

Ese primer verso… me parece oírlo ahora.

Tizitash zeweter wode ene eye metah.

(No puedo dejar de pensar en ti).