16
Esposa por un año

Lo de la vaca lechera fue una locura de Hema, pero desde el momento en que el primer sorbo de sabrosa nata se deslizó por su garganta no hubo vuelta atrás, a pesar de que Ghosh hubiese asegurado que no la necesitaban.

—¿Estás de broma, Hema? No puedes dar leche de vaca a niños recién nacidos.

—¿Quién lo dice? —preguntó ella, nada convencida.

—Lo digo yo. Además, llevan semanas con el preparado para lactantes y les va muy bien. Tienen que seguir así.

Después de sus palabras ofensivas al pie de la tumba de la hermana Mary, Hema había experimentado la intensa premonición de que Ghosh se marcharía, pero durante los días siguientes él se había mostrado fiel a ella y regresado a dormir en el sofá. La forma tranquila y metódica con que había abordado el problema de Shiva era un aspecto de su amigo que ella nunca había apreciado. Ghosh había colocado en la pared, al lado de la puerta, un papel que registraba la disminución y la desaparición de aquellos aterradores episodios de apnea. Hema jamás habría tenido la seguridad suficiente para anunciar, como hizo él una noche, que la guardia nocturna había terminado.

Ghosh había dormido en el sofá desde el día que Hema lo llamara y ahora no quería que se fuese… Se había acostumbrado a sus ronquidos hasta depender de ellos. Pero no podía evitar discutir con él de vez en cuando. Se trataba de un reflejo. Lo consideraba su forma de mostrarse afectuosa.

A pesar de que ya no era necesaria, no desprendieron la ajorca del pie de Shiva. El sonido se había convertido en parte del niño, de modo que retirarlo era como quitarle la voz.

A primera hora de la mañana, una campana de piedra anunciaba el paso de la vaca, el ternero y Asrat, el lechero, camino arriba. El cencerro se relacionaba tonalmente con el campanilleo del tobillo de Shiva. Asrat cobraba más por llevar la fábrica de leche hasta la casa, pero si ordeñaba bajo la mirada vigilante de Rosina o de Almaz, no había posibilidad de que echara agua.

Cuando Hema se levantaba la casa estaba impregnada del olor a leche hervida, y poco a poco adquirió la costumbre de añadir más al café matutino. Pronto se le hacía la boca agua al oír el cencerro, lo mismo que si fuese uno de los chuchos del profesor Pavlov. Su «café» matutino aumentó a dos tazas, y tomaba otros dos durante el día, más leche que café, encantada con aquel aroma mantecoso que se le quedaba pegado a la lengua. A diferencia de la leche de búfala de su infancia, ésta tenía un sabor exquisito que le proporcionaba la hierba de las tierras altas donde la vaca pastaba.

Cuando Asrat, cuya ecuanimidad bovina según Hema procedía del hecho de que sus vacas dormían en la cabaña del hombre por las noches, dijo una mañana: «Si la señora comprase pienso de trigo, la leche sería tan espesa que si metiese en ella una cucharilla doblada se quedaría derecha», ella ni siquiera se lo pensó. Poco tiempo después llegó un culí con una carretilla cargada de diez sacos con el estampado FUNDACIÓN ROCKEFELLER y PROHIBIDA SU REVENTA.

—La mejor inversión que he hecho en mi vida —decía Hema unos días después, relamiéndose como una colegiala—. El trigo lo vuelve todo diferente.

—Difícilmente puede considerarse un experimento controlado, teniendo en cuenta la tendencia que introdujiste al pagar el grano —comentó Ghosh.

Asrat ataba los animales detrás de la cocina, el ternero justo fuera del alcance de las ubres de su madre, mientras entregaba la leche que quedaba en otras casas. La vaca y el ternero se llamaban entre ellos con unos mugidos tan suaves y auspiciosos que a Hema la asaltaba el recuerdo de su madre cuando decía: «Una vaca lleva el universo en el cuerpo, a Brahma en los cuernos, a Agni en la frente, a Indra en la cabeza…».

La llamada del ternero a la vaca no se parecía en nada al llanto de sus gemelos, pero la emoción era idéntica. En sus años de ginecóloga, nunca había pensado mucho en el llanto de los recién nacidos, jamás se había parado a considerar la frecuencia que hacía que la lengua y los labios de un bebé vibraran como un junco. Era un sonido anhelante y desvalido, y sin embargo su importancia residía ante todo en lo que indicaba: una tarea coronada por el éxito, un nacimiento vivo. Sólo era digno de atención cuando faltaba. Pero ahora, cuando «sus» recién nacidos, su Shiva y su Marión, lloraban, no había sonido terrenal alguno que se le pareciese. La sacaba de las catacumbas del sueño y hacía aflorar a su garganta ruidos acabadores mientras corría a la incubadora. Era una llamada personal… ¡sus niños la necesitaban!

Recordaba un fenómeno experimentado durante años cuando estaba a punto de quedarse dormida: la sensación de que alguien la llamaba por su nombre. Ahora se decía que habían sido sus gemelos nonatos, que le comunicaban que estaban llegando.

Hubo otros sonidos con que aprendió a conectarse en su condición de madre novicia. El plaf de ropa mojada contra la piedra de lavar; la cuerda del tendal combada con el peso de los pañales (estandartes de fecundidad) y que desencadenaba una batiente alarma ante la amenaza de chaparrón y hacía salir a la carrera a Rosina y Almaz; las notas de arpa de cristal de los biberones al entrechocar en el agua hirviendo; el canto de Rosina, su parloteo constante, o el estruendo que armaba Almaz con ollas y cacerolas: aquellos sonidos eran la coral de la satisfacción de Hema.

Un astrólogo maharastriano de gira por África oriental acudió a la casa a pesar de las objeciones de Ghosh, contratado por Hema para que adivinara el porvenir de los niños. Con gafas y estilográficas en el bolsillo de la camisa, parecía un joven empleado ferroviario. Tras registrar el momento exacto del nacimiento de los gemelos, quiso saber las fechas del de los padres. Hema le dio la suya y luego pidió a Ghosh la de él, lanzándole una mirada de advertencia. El astrólogo consultó sus tablas y sus cálculos llenaron un lado del pergamino.

—Imposible —dictaminó al final, mirando nervioso a Hema, pero evitando la mirada de Ghosh. Puso el capuchón a la pluma, recogió sus papeles y se encaminó a la puerta mientras Hema lo miraba atónita—. Sea cual sea el destino de los niños, no les quepa duda de que está vinculado con el padre.

Ghosh lo alcanzó en la puerta. El astrólogo no quiso aceptar el dinero que le ofrecía.

—Doctor saab, me temo que usted no puede ser el padre —le dijo con expresión melancólica.

Ghosh fingió sentirse atribulado por la noticia y se lo dijo a Hema, a quien no le hizo ni la mitad de gracia que a él. La dejó temerosa, como si el astrólogo hubiese predicho en realidad el regreso de Thomas Stone.

Al día siguiente encontró a Hema acuclillada con un puñado de harina de arroz en la mano, esbozando un rangoli (un complejo dibujo decorativo) en el suelo de madera justo a la entrada del dormitorio, esforzándose para que las líneas fuesen ininterrumpidas, a fin de que no pudiesen pasar los malos espíritus. Sobre el marco de la puerta que daba al dormitorio colgó una máscara de un diablo barbudo de ojos enrojecidos, con la lengua fuera… otra protección contra el mal de ojo. Se convirtió en parte de su ritual matutino junto con el Suprabhatam en el Grundig, una versión cantada por M. S. Subbulakshmi. El canto sincopado evocaba a Ghosh el rumor de mujeres que barrían el patio delantero alrededor de la higuera por las mañanas temprano en Madrás y al dhobi haciendo sonar el timbre de su bicicleta. El Suprabhatam era lo que las emisoras de radio ponían al inicio de su emisión diaria, y cuando era estudiante había oído fragmentos de la letra de labios de pacientes moribundos. Le pareció curioso que hubiese tenido que vivir en Etiopía para enterarse de lo que era exactamente: una invocación y una llamada de despertar dirigido al dios Venkateswara.

Se dio cuenta de que el armario del dormitorio de Hema se había convertido en un altar dominado por el símbolo de Shiva: un alto lingam. Además de las estatuillas de bronce de Ganesha, Lakshmi y Muruga, ahora había una taba de ébano de aspecto siniestro del indescifrable Venkateswara, así como un corazón de la Virgen Inmaculada de cerámica y un Cristo Crucificado también del mismo material, con la sangre empozada en los agujeros de los clavos. Ghosh se mordió la lengua.

De forma inesperada y sin anunciarlo a bombo y platillo, se había convertido en el cirujano del hospital. Aunque no era ningún Thomas Stone, se había hecho cargo de varias intervenciones de abdomen (con los mismos nervios en el estómago que la primera vez) y había tratado heridas de arma blanca y fracturas mayores. Incluso había efectuado una intubación torácica por trauma cuando en la sala de partos una mujer había experimentado súbitamente una obstrucción de las vías respiratorias. Ghosh acudió rápidamente e hizo un corte alto en el cuello, abriendo la membrana cricotiroidea. El sonido del aire al entrar fue su recompensa, y también ver los labios de la paciente pasar del morado al rosa. Aquel mismo día, más tarde, con mejor iluminación en el quirófano, practicó por primera vez una tiroidectomía. El Quirófano 3 era ya un sitio familiar, aunque siguiese todavía plagado de peligros. Nada era rutina para Ghosh.

El día que los gemelos cumplieron dos meses, estaba a mitad de una intervención cuando asomó la cabeza la enfermera en prácticas y le dijo que Hema lo necesitaba con urgencia. Estaba amputando un pie tan destrozado por una infección crónica que se había convertido en un muñón supurante. El muchacho había partido solo de su aldea, que quedaba cerca de Axum, y había viajado durante varios días para pedir a Ghosh que le amputara la parte afectada.

—Hace tres años que lo llevo pegado al cuerpo —le dijo, señalando el pie, informe y cuatro veces más grande que el otro, con los dedos apenas visibles.

El pie de Madura era frecuente en aquellos lugares en que la gente caminaba habitualmente descalza. La ciudad de Madura, no lejos de Madrás, tenía el dudoso honor de prestar su nombre a la afección. No había ningún lugar que saliese bien parado cuando daba nombre a una enfermedad: vientre de Delhi, depresión de Bagdad, diarrea de Turquía. El pie de Madura se desencadenaba cuando un trabajador agrícola pisaba un clavo o una espina grande. Como su estilo de vida no le dejaba más opción que seguir caminando, poco a poco, un hongo invadía el pie, penetraba en el hueso, el tendón y el músculo. El único remedio era la amputación.

Había decidido practicarla animado por el viejo dicho quirúrgico «Cualquier idiota puede amputar una pierna». Si vacilaba era porque el refrán continuaba así:«(…) pero hace falta un cirujano experto para salvarla». De todas formas, aquel pie no tenía salvación.

Aquel muchacho era el primer paciente al que había visto entrar en el quirófano cantando y batiendo palmas, entusiasmado porque iban a operarlo. Ghosh cortó la piel por encima del tobillo, dejando un colgajo atrás para cubrir el muñón. Ligó los vasos sanguíneos, cortó el hueso y oyó el golpe del pie al caer en el cubo. En ese preciso momento le había avisado la enfermera en prácticas.

Cubrió la herida con una toalla esterilizada húmeda, y se dirigió a la carrera a casa de Hema, quitándose la mascarilla y el gorro e imaginando lo peor.

—¿Qué pasa? —preguntó al irrumpir sin aliento en el dormitorio.

Hema vestía un sari de seda, había esparcido arroz por el suelo y escrito en sánscrito los nombres de los niños con los granos. Tenía en brazos a Shiva y Rosina a Marión. Había reunido además unas cuantas mujeres indias que miraban con reprobación a Ghosh, indignadas.

—Llegó el correo —dijo Hema—. Nos olvidamos de realizar el namakaranum, Ghosh, la ceremonia del nombre. Debe celebrarse a los once días, aunque también puede hacerse a los dieciséis. No lo hemos hecho en ninguno de los dos, pero mi madre asegura en su carta que siempre que lo haga en cuanto reciba su aerograma no hay ningún problema.

—¿Me has hecho dejar el quirófano para esto? —Estaba furioso, a punto de decir: «¿Cómo puedes creer en esa brujería?».

—Oye —susurró Hema, atribulada por el comportamiento de él—, el padre tiene que susurrar el nombre al oído al niño. Si no quieres hacerlo, llamaré a otro.

La palabra «padre» lo cambió todo. Ghosh se estremeció. Susurró rápidamente «Marión» y «Shiva» al oído de los dos pequeños, dio un beso a cada uno, besó a Hema en la mejilla sin que a ella le diese tiempo a evitarlo mientras decía «Adiós, mamá», lo que escandalizó a las invitadas, y volvió corriendo al quirófano a colocar el colgajo sobre el muñón.

No era fácil distinguir a los gemelos, salvo por la tobillera que Shiva conservaba como un talismán por decisión de Hema. Mientras aquél se mostraba tranquilo y pacífico, Marión solía fruncir el ceño en gesto de concentración cuando le cogía Ghosh, como si intentase conciliar a aquel desconocido con los curiosos sonidos que emitía. Shiva era un poco más pequeño y aún llevaba en la cabeza las señales de las tentativas de extracción de Stone. Sólo rebullía cuando oía llorar a Marión, como muestra de solidaridad.

A las doce semanas, los gemelos habían engordado, sus llantos eran fuertes y sus movimientos vigorosos. Apretaban los puños sobre el pecho, y de cuando en cuando estiraban los brazos y se concentraban en las manos con estrábico asombro.

Hema achacaba el que no mostrasen tener conciencia del otro a que pensaban que eran uno. Cuando tomaban el biberón, uno en brazos de Rosina y el otro en los de Hema o Ghosh, les ayudaba mucho estar a una distancia en que pudiesen oírse, con la cabeza o las extremidades tocándose; si llevaban a uno a otra habitación, ambos se ponían nerviosos.

A los cinco meses, lucían ya una profusión de cabello negro rizado. Tenían los ojos juntos de Stone, que les hacían parecer vigilantes, igual que si examinaran el entorno como clínicos. El iris era de un castaño muy claro o un azul oscuro, dependiendo de la luz. La frente, redondeada y generosa, y la boca en forma de corazón eran de la hermana Mary Joseph Praise. A Hema le parecían mucho más guapos que los bebés de la leche en polvo Glaxo, y además eran dos. ¡Y suyos!

Ghosh poseía, para su gozo, el toque mágico a la hora de dormirlos. Cogía a uno en cada brazo, la mejilla en su hombro y los pies apoyados en la plataforma del vientre, y recorría el cuarto de estar de Hema bailando. A falta de nanas, recurría a su repertorio de versos obscenos.

—Sus chascarrillos en verso anulan mis oraciones —le dijo una noche la enfermera jefe en un aparte.

Ghosh se la imaginó de rodillas, recitando:

Había en Madrás un hombre

que tenía los huevos de bronce

y cuando había tormenta

sonaban como una orquesta.

Como si en su culo hubiera una fiesta.

—Lo siento, enfermera jefe.

—No creo que sea bueno que oigan esas cosas a tan tierna edad.

Ghosh casi no se acordaba ya de cómo era su vida antes de la llegada de los gemelos. Cuando se acurrucaban en sus brazos, sonreían o apretaban la barbilla húmeda contra él, no cabía en sí de orgullo. Marión y Siva: ahora no podía imaginar mejores nombres. Últimamente le dolían los hombros y le hormigueaban las manos cuando las mamithus se llevaban a los niños dormidos de sus brazos.

Desde que había empezado a dormir en el sofá de Hema no sentía la menor molestia cuando ventoseaba.

Hema recuperó parte de su vieja actitud. A veces Ghosh echaba de menos sus peleas. ¿Había estado persiguiéndola tantos años precisamente porque era tan inasequible? ¿Y si hubiese accedido a casarse con él al llegar a Etiopía? ¿Habría sobrevivido la pasión? Todo el mundo necesitaba una obsesión, y en los últimos ocho años ella había sido la suya, así que tal vez debiera agradecérselo.

Más de una noche, después de acostar a los niños, había vuelto para terminar sus tareas en el hospital. Sus labios no habían probado ni una gota de cerveza desde la primera noche que pasara en el sofá de Hema. En aquel estrecho diván dormía plácidamente y despertaba renovado.

Al vivir bajo el mismo techo, Ghosh descubrió que Hema mascaba kat. Todo había empezado en las vigilias nocturnas de Shiva, pues la ayudaba a mantenerse despierta. Su marcador pronto adelantó al de él en Middlemarch, y no tardó en estar leyendo a Zola antes que Ghosh. Intentó esconder el kat para que él no lo viese, y cuando se lo mencionó le resultó conmovedor que se pusiese tan nerviosa.

—No sé de qué me hablas —le dijo.

De modo que él no volvió a sacar el tema a colación, aunque sabía, cuando la veía tejer por la noche tarde, o cuando lo esperaba y se ponía más locuaz que Rosina, que probablemente acababa de mascar un poquito. Le proporcionaba las hojas Adid, aquel risueño comerciante con quien se había encontrado en el avión al regresar de Aden y de cuya compañía disfrutaban ambos.

En cuanto a Ghosh, su droga era la proximidad de Hema.

Cuando se agachaba para depositar a los niños dormidos en la cuna que había sustituido a la incubadora y se rozaba con ella, lo estimulaba comprobar que ella no se volvía y le hablaba con aspereza. La observaba mientras tomaba el café matinal a sorbitos y le escribía listas de compra o consultaba con Almaz los planes de la jornada.

Una mañana se dio cuenta de que la miraba.

—¿Qué pasa? Estoy horrible a primera hora del día, ¿eh?

—No. Todo lo contrario.

Ella se ruborizó.

—Cierra el pico —le dijo, pero su expresión radiante no se apagó. Mientras cenaban una noche, él comentó, más para sí mismo que para ella:

—Me pregunto qué habrá sido de Thomas Stone. Hema retiró la silla y se levantó.

—Por favor, no quiero que vuelvas a mencionar ese nombre en esta casa.

Tenía los ojos humedecidos, y también miedo. Ghosh se acercó a ella. Podía soportar su cólera, lograba sobrellevarla, pero era incapaz de verla así. Le cogió las manos y la atrajo hacia sí. Ella se resistió, pero al final cedió, como si él murmurase: «De acuerdo. No pretendía molestarte. Está bien».

«Traicionaría a mi mejor amigo con tal de poder abrazarte así», pensó Ghosh.

—¿Y si viene y los reclama, qué? Ya oíste al astrólogo —le dijo temblando.

—No lo hará —repuso él con un tono inseguro que ella percibió.

—Bueno, si lo intenta, tendrá que pasar por encima de mi cadáver —dijo Hema, camino de su dormitorio—. ¿Me oyes? ¡Por encima de mi cadáver!

Una noche muy fría, cuando los gemelos tenían nueve meses, las mamithus dormían en sus casas y la enfermera jefe había vuelto a la suya, todo cambió. Aunque ya no había ninguna razón para que Ghosh durmiese en el sofá, ninguno de los dos había planteado la cuestión de que se marchara.

Ghosh llegó poco antes de medianoche y se encontró a Hema sentada a la mesa del comedor. Se acercó a ella para que pudiese inspeccionarle los ojos y ver si le olía el aliento a alcohol, como hacía siempre para fastidiarla cuando volvía a aquellas horas. Ella lo apartó.

Él fue a ver a los gemelos.

—Huelo a incienso —dijo al volver, pues en una ocasión la había reñido por dejar que los bebés respirasen humo.

—Es una alucinación. Tal vez los dioses intentan llegar hasta ti —repuso, fingiendo estar absorta en la tarea de servirle la cena—. Macarrones preparados por Rosina —anunció, destapando un cuenco—. Y Almaz ha dejado curry de pollo para ti. Compiten para alimentarte. Sabe Dios por qué.

Ghosh se embutió la servilleta en la camisa.

—¿Me llamas impío a mí? Si lees tus Vedas o tu Gita, recordarás que un hombre acudió al sabio Ramakrishna diciendo: «Oh, maestro, no sé como amar a Dios». —Ella frunció el ceño—. Y el sabio le preguntó si había alguna cosa que amase. Él dijo: «A mi hijo pequeño». Y Ramakrishna dijo: «Ahí está tu amor y tu servicio a Dios. En tu amor y tu servicio a ese niño».

—¿Y dónde has estado hasta ahora, señor Piadoso?

—Haciendo una cesárea; acabé hace quince minutos.

Hema había practicado tres cesáreas las semanas siguientes al nacimiento de los gemelos: una para enseñar a Ghosh, otra para ayudarlo a él y la tercera para estar vigilante a su lado. Ninguna mujer moriría en el Missing ni sería enviada a otro sitio por no poder practicársele una cesárea.

—El niño tenía el cordón enrollado en el cuello. Está bien. La madre ya está pidiendo su huevo hervido.

Ver comer a Ghosh se había convertido en el pasatiempo nocturno de Hema. A él sus apetitos lo absorbían; vivía en el centro de un vendaval de ideas y proyectos que se amontonaban en torno al sofá de su amiga.

—Que ahora estaría en pleno internado en el hospital del condado de Cook si me hubiese ido —repitió él, a petición de Hema, que se había distraído y no le había prestado atención—. Estaba dispuesto a marcharme de Etiopía, ¿sabes?

—¿Por qué? ¿Porque se fue Stone?

—No, mujer, antes de eso. Antes de que naciesen los niños y muriese la hermana. Estaba convencido de que volverías de la India casada.

A Hema le pareció tan absurdo e inesperado, un recordatorio de una época inocente que quedaba muy lejos, que se echó a reír a carcajadas. La consternación de Ghosh aún la divertía más. Y el imperdible que le sujetaba la parte de arriba de la blusa voló por el aire y aterrizó en el plato de él. Eso fue demasiado para Hema, que se cubrió el pecho y se levantó de la silla, partiéndose de risa.

Desde su vuelta de la India y la trágica muerte de la hermana Mary había habido pocas ocasiones de reírse de aquel modo.

—Eso es lo que me gusta de ti, Ghosh, lo había olvidado. Puedes hacerme reír como nadie en este mundo —dijo cuando por fin recuperó el aliento, y volvió a sentarse.

Él, que había dejado de comer, apartó el plato visiblemente ofendido, pero Hema no sabía por qué. Con toques de servilleta deliberados y precisos, se limpió los labios.

—¿Dónde está la gracia? —preguntó luego, con voz temblorosa—. ¿Que quisiese casarme contigo durante estos años es acaso un chiste?

A Hema le costó afrontar su mirada. Nunca le había explicado lo que le había pasado por la cabeza cuando había creído que el avión en que viajaba iba a estrellarse, y que su último pensamiento había sido para él. Su sonrisa le pareció falsa y no pudo mantenerla. Apartó la vista y la fijó en la amenazadora máscara situada sobre la puerta del dormitorio.

Ghosh apoyó la cabeza en las manos. Su estado de ánimo había pasado de la efervescencia a la desesperación. Ella lo había empujado y había rebasado el límite de lo soportable, ¿y todo porque se había reído? Se sintió de nuevo insegura a su lado, como aquel día ante la tumba de la hermana Mary.

—Es hora de que vuelva a mi casa.

—¡No! —exclamó ella, tan resueltamente que ambos se sobresaltaron.

Acercó su silla a la de él. Le retiró las manos de la cabeza y las apretó entre las suyas. Estudió el extraño perfil de su colega, su no guapo pero bebo amigo de tantos años que había permitido que su destino se enredase de forma tan inextricable con el suyo. Parecía decidido a marcharse. No buscaba el consejo de ella.

Le besó la mano. Ghosh se resistía. Se le acercó más. Le cogió la cabeza y la apoyó en su pecho, que sin el imperdible se hallaba más al descubierto de lo que había estado nunca delante de un hombre. Lo abrazó como él la había abrazado la noche que Shiva había dejado de respirar. Poco después volvió el rostro de él hacia el suyo. Y antes de que pudiese pensar en lo que hacía o por qué o cómo había sucedido, lo besó, sintiendo el placer de sus labios en los suyos. La avergonzaba el egoísmo con que lo había tratado, con que lo había utilizado a lo largo de aquellos años. No lo había hecho conscientemente, pero lo había tratado como si él sólo existiese para su gozo.

Ahora le tocaba a ella suspirar. Llevó al aturdido Ghosh al segundo dormitorio, que usaban como cuarto de la plancha y almacén, una habitación que debía haberle cedido hacía mucho en vez de permitir que durmiera en el sofá. Se desnudaron a oscuras, retiraron de la cama la montaña de pañales, toallas, saris y otras prendas, y reanudaron el abrazo debajo de las sábanas.

—Hema, ¿y si te quedas embarazada?

—Oh, no entiendes. Tengo treinta años. Es posible que ya sea demasiado tarde.

Para vergüenza de Ghosh, ahora que aquellas esferas majestuosas sobre las que había fantaseado estaban libres de trabas y en sus manos, ahora que ella era suya desde la almohadilla carnosa de la barbilla hasta los hoyuelos de las nalgas, no se producía la transformación de su miembro fláccido en rígido bambú. Cuando Hema se dio cuenta, no dijo nada, y ese silencio no hizo más que aumentar la desazón de él. No sabía que ella se culpaba, que creía que había sido en exceso entusiasta, que había interpretado erróneamente las señales y no lo había comprendido. La risa de una hiena a lo lejos pareció burlarse de ellos.

Hema se quedó inmóvil, como si estuviese echada sobre un campo minado, hasta que la venció el sueño. Despertó con la sensación de emerger del agua para ser resucitada y reclamada, lo que se debía a la boca de Ghosh, que le rodeaba el seno izquierdo, intentando tragárselo. Dirigía los movimientos de ella, empujándola a un lado y otro, lo que la hizo pensar que incluso cuando había sido más pasivo era él en realidad quien había estado al mando.

La visión de la cabeza enorme de Ghosh, y de sus labios posados donde no los había posado ningún otro, hizo afluir la sangre a sus mejillas, su pecho y el fondo de su pelvis. Él le acarició el otro seno y ella se estremeció sacudida por ondas de choque al sentir que la otra mano exploraba la parte interna de los muslos. Luego se dio cuenta de que le estaba pagando con la misma moneda, atrayendo su cabeza hacia ella y buscando su ancha espalda, queriendo que la tragara entera. Y entonces sintió algo inconfundible y prometedor entre los muslos.

En aquel momento, ante el testimonio de la avidez instintiva de él, comprendió que lo había perdido para siempre como juguete, como compañero. Ya no sería el Ghosh con quien jugaba, el Ghosh que sólo existía como reacción a su propia existencia. Se avergonzó por no haberle visto así antes, por dar por supuesto que conocía la naturaleza de aquel placer, negándoselo a sí misma y a él todos aquellos años. Lo atrajo hacia sí, le dio la bienvenida: colega, compañero de profesión, desconocido, amigo y amante. Jadeó, arrepentida por todas las veladas que habían pasado sentados uno frente a otro, acosándose y echándose pullas (aunque, ahora que lo pensaba, la mayor parte del acoso y la mayoría de los comentarios mordaces se debían a ella) cuando podrían haberse entregado a aquella asombrosa unión.

Despertó por la mañana temprano, agotada. Dio de comer a los niños y los cambió y, cuando se durmieron de nuevo, volvió con Ghosh. Empezaron otra vez, y fue como si se tratase de la primera, experimentó sensaciones únicas e inimaginables, mientras la cabecera de la cama golpeaba contra la pared y comunicaba su pasión a Rosina y Almaz, que acababan de llegar a la cocina. Pero no le importaba. Se durmieron y no se levantaron hasta que oyeron el cencerro y los mugidos del ternero.

—¿Aún sigue siendo cosa de risa lo de casarte conmigo? —le preguntó Ghosh, deteniéndola cuando ella se disponía a salir de la habitación.

—Pero ¿qué dices?

—Hema, ¿te casarás conmigo?

No estaba preparado para la respuesta. Más tarde se preguntaría cómo era posible que ella le hubiera dado una contestación tan rápida, una que a él nunca se le habría ocurrido.

—Sí, pero sólo por un año.

—¿Cómo?

—Afróntalo. Esta situación con los niños nos ha unido. No quiero que te sientas obligado. Me casaré contigo por un año. Y luego, se acabó.

—Pero es absurdo —balbuceó Ghosh.

—Tenemos la opción de renovarlo por otro, ¿o no?

—Sé lo que quiero, Hema. Lo quiero para siempre. Lo he querido así siempre. Sé que al final del año querré renovarlo.

—Bueno, tú puedes saberlo, cariño, pero ¿y si yo no lo sé? Tienes cirugía programada esta mañana, ¿no? Bueno, pues dile a la enfermera jefe que empezaré a practicar de nuevo histerectomías y otras operaciones de cirugía electiva. Y es hora de que aprendas un poco de cirugía ginecológica, además de la cesárea.

Lo miró por encima del hombro al marcharse y la timidez de su sonrisa, la picardía de su mirada, sus cejas enarcadas y la excesiva inclinación del cuello eran los de una bailarina que enviara una señal muda. Ese mensaje lo silenció. En vez de en un año o en toda una vida, de pronto sólo pudo pensar en que llegase la noche. Y aunque faltaban solamente doce horas, le pareció una eternidad.