A Ghosh los recién nacidos se le antojaban irreales, eran todo nariz y arrugas, como si hubiesen sido plantados en casa de Hema, un experimento de laboratorio fallido. Procuraba mostrarse solícito y aparentar interés, pero en el fondo le fastidiaba la atención que recibían.
Hacía cinco días que había muerto Mary Joseph Praise. Ghosh había pasado a ver a Hema a última hora de la tarde, antes de salir en busca de Stone, y allí había encontrado a Almaz, como si estuviera en su casa e inmersa en la tarea de cuidar a los bebés, sin advertir apenas su presencia. Últimamente se había visto obligado a prepararse él mismo el café y a calentarse el agua del baño. La enfermera jefe, la enfermera Asqual, Rosina y algunas estudiantes de enfermería estaban también allí, mimando a los niños. Rosina, ya sin ocupación debido a la ausencia de Stone, se había trasladado a casa de Hema. Cuando Ghosh se marchó nadie se dio cuenta.
Primero fue al hotel Ghion y al Ras. Luego al cuartel general de la policía, donde buscó a un sargento que conocía. Pero no tenía ninguna noticia. Recorrió la piazza en coche de un extremo a otro y después, tras tomar una cerveza en el St. George, decidió que era hora de volver a casa. Sus planes de marcharse se habían materializado. Tenía ya un billete de avión para Roma y otro para Chicago. Se iría dentro de cuatro semanas. Para entonces, tal vez se hubiesen arreglado las cosas en el Missing. No concebía seguir allí, ya no. Sin Stone y sin la hermana Mary. Pero aún no había reunido el valor necesario para comunicárselo a la enfermera jefe, a Almaz o a Hema. Había oscurecido ya cuando metió el coche en la cochera. Vio a Almaz acuclillada junto a la pared trasera, abrigada contra el frío, de forma que sólo se le veían los ojos. Estaba esperándole como la noche que había muerto la hermana.
—¡Santo cielo, ¿qué pasa ahora?! —exclamó. Ella se acercó al coche, abrió la puerta y subió—. ¿Es Stone? ¿Qué ha ocurrido?
—¿Dónde ha estado? No, no se trata de Stone. Uno de los bebés ha dejado de respirar. Vamos a casa de la doctora Hema.
La luz nocturna azulada daba un aspecto surrealista al dormitorio de la ginecóloga, parecía el decorado de una película. Hema estaba en camisón, con el cabello suelto desparramado sobre los hombros. A Ghosh le resultaba difícil dejar de mirarla.
Los dos recién nacidos se hallaban en la cama. El pecho de ambos subía y bajaba con regularidad, tenían los ojos cerrados y expresiones beatíficas.
Hema parecía muy agitada, le temblaban los labios. Él extendió los brazos con las palmas hacia arriba como inquiriendo por lo sucedido. A modo de respuesta, ella se arrojó en sus brazos.
Ghosh la abrazó.
En el tiempo transcurrido desde que se conocían, había visto a Hema contenta, enfadada, triste e incluso deprimida, pero en el fondo siempre batalladora, nunca asustada. Ahora no parecía ella. La rodeó con un brazo e intentó sacarla de la habitación, pero ella se resistió.
—No —susurró—. No podemos irnos.
—Pero ¿qué pasa?
—Pues que después de acostarlos me quedé observándolos y me di cuenta de que Marión respiraba regularmente, pero Shiva… —Sollozó, señalando al niño que llevaba la venda en la cabeza—. Vi que alzaba el estómago, lo bajaba al espirar, y luego nada. Lo miré fijamente durante mucho rato. Hema, son imaginaciones tuyas, me decía. Pero se puso amoratado, sobre todo bajo esta luz y comparando su color con el de Marión. Lo toqué y me tendió los brazos como si se estuviera cayendo, e hizo una inspiración profunda, apretándome el dedo con la manita. Estaba diciéndome: «No me dejes». Respiraba de nuevo. Ay, Shiva mío. Si no hubiese estado yo aquí… a estas horas habría muerto.
Se echó a llorar tapándose la cara con las manos, apoyada en el pecho de él. Al abrazarla, sus lágrimas le empaparon la camisa. Ghost no sabía qué decir. Esperaba que no notara el olor a cerveza. De pronto ella apartó la cara y se quedaron allí de pie, cogidos del brazo, con Almaz detrás, mirando a Shiva.
¿Por qué habría decidido poner nombre a los niños? Resultaba prematuro. Él no se sentía capaz de pronunciarlos. ¿Eran negociables? ¿Y si aparecía Stone? ¿Y por qué dar al hijo de una monja y de un inglés el nombre de un dios hindú? Y en cuanto al otro gemelo, ¿por qué Marión? Seguramente era provisional, hasta que el cirujano recobrase el juicio o la embajada británica o alguien tomara medidas. Hema se comportaba como si los niños fueran suyos.
—¿Ha ocurrido más de una vez? —le preguntó.
—¡Sí! Otra. Unos treinta minutos después. Justo cuando estaba a punto de marcharme. Espiró y dejó de respirar. Me obligué a esperar. «Tiene que respirar, seguro», me decía. Aguanté hasta que no pude soportarlo. Cuando lo toqué empezó a respirar como si hubiera estado esperando ese empujoncito, como si se le olvidase. Llevo aquí tres horas, estoy tan asustada que no puedo ni ir al váter. No confiaba en nadie más. Y no podía explicar bien las cosas… Gracias a Dios Almaz se quedó para ayudarme con las tomas nocturnas. La mandé a buscarte.
—Vamos, ve. Yo los vigilaré.
—¿Qué te parece? —le preguntó Hema, que volvió enseguida, inclinándose sobre su brazo mientras se enjugaba los ojos con un pañuelo—. ¿No deberías auscultarle? No tosía ni se agitaba.
Ghosh, con un dedo en la barbilla y los ojos entrecerrados, examinó detenidamente al niño.
—Le haré un examen minucioso cuando despierte —determinó—. Pero creo saber de qué se trata. —El corazón le dio un vuelco al ver cómo lo miraba. No era la Hema que reaccionaba con escepticismo a cualquier cosa que él dijese—. En realidad, estoy seguro —añadió—. Apnea de prematuro. Está bien descrita. Mira, el cerebro es todavía inmaduro y el centro respiratorio que activa cada respiración no se había plenamente desarrollado. De vez en cuando se «olvida» de respirar.
—¿Estás seguro de que no es otra cosa? —inquirió Hema, pero no con tono desafiante, en su deseo, como cualquier madre, de que el médico la tranquilizase.
—Estoy seguro. Tuvisteis suerte. La apnea suele ser mortal porque nadie se da cuenta.
—No digas eso, Dios mío. ¿Qué podemos hacer?
Estuvo a punto de decirle que no había nada que hacer. Nada en absoluto. Si el niño tenía suerte, podría superar las apneas en unas semanas. La única opción era enchufar los prematuros a máquinas que respirasen por ellos hasta que los pulmones les madurasen. Se hacía muy pocas veces, incluso en Inglaterra y Estados Unidos. En el Missing ni siquiera podían planteárselo.
Hema estaba esperando su diagnóstico, aguantando la respiración también ella.
—Esto es lo que haremos —dijo él, y suspiró. Estaba considerándolo. No sabía si funcionaría, pero le faltaba valor para comunicarle que no podían hacer nada—. Tráeme una silla, una de las de la sala de estar. Y dame una de tus ajorcas y unas pinzas. Y un trozo de hilo o cordel. Una tablilla sujetapapeles o un cuaderno si tienes. Y dile a Almaz que prepare café. Lo más cargado posible y la mayor cantidad que pueda, y dile que llene el termo.
Aquella nueva Hema, la madre adoptiva de los gemelos, se dispuso inmediatamente a obedecer sin preguntar por qué o cómo. La vio salir danzando.
—Si hubiese sabido que ibas a ser tan comprensiva te habría pedido un brandy y que me hicieses un masaje en los pies —masculló Ghosh—. Y si esto no funciona… al menos tendré el equipaje preparado.
Ghosh se sentó en la silla a tomar café; la casa estaba sumida en el silencio. Eran las dos de la madrugada. Un extremo del cordel estaba unido a una de las ajorcas de Hema que él había cortado por la mitad y colocado en el pie de Shiva. Las campánulas de plata que colgaban de la ajorca producían un sonido agradable de címbalo cuando el pie se movía.
Ghosh había apoyado su reloj de pulsera en el brazo de la silla. En la primera hoja de un cuaderno trazó columnas verticales marcadas con la fecha y la hora. Shiva se agitaba en sueños y la ajorca tintineaba tranquilizadoramente. Antes, al dar de comer a los gemelos, había añadido una gota de café al biberón de Shiva, en la esperanza de que la cafeína, irritante y estimulante del sistema nervioso, mantuviese tictaqueando el centro respiratorio. Eso había puesto al niño más inquieto que su gemelo.
Hema dormía en la sala de estar contigua a aquel dormitorio, en el sofá que había al otro lado, en el rincón. Una lámpara de pie con pantalla que habían trasladado a la habitación donde estaban los bebés le permitía ver la hoja de las anotaciones.
Examinó las paredes. Vio la foto de una niñita con coletas y medio sari de pie entre dos adultos. Frente a la silla en que estaba sentado había una imagen enmarcada del primer ministro Jawaharlal Nehru, guapo y meditabundo, con un dedo en la mejilla. Se había imaginado el dormitorio de Hema ordenado, con las cosas en su sitio, pero en cambio la ropa rebosaba al pie de la cama, había una maleta abierta en el suelo, más ropa apilada en un rincón y libros y papeles amontonados en una silla. Y justo al otro lado de la puerta reparó de repente en un cajón del tamaño de un aparador. «Lo hizo —pensó mientras se inclinaba para leer el letrero—. Un Grundig, nada menos. Lo mejor que se puede conseguir en el mercado». El gramófono y la radio del propio Ghosh se habían estropeado hacía meses.
Miraba periódicamente al niño para comprobar que el pechito se alzaba. Al cabo de lo que le pareció media hora, bostezó, consultó el reloj y se quedó atónito al comprobar que sólo habían pasado siete minutos. «Santo cielo, esto va a ser difícil», se dijo. Apuró la taza de café y se sirvió otra.
Se levantó y empezó a pasearse por la habitación. En una estantería vio una serie de libros encuadernados. COLECCIÓN GRANDES CLÁSICOS DEL MUNDO, tenían estampado en letras doradas. Cogió un ejemplar y se sentó. Estaba magníficamente encuadernado en piel y parecía que las páginas de cantos dorados no se hubiesen abierto nunca.
A las cuatro de la mañana fue a despertar a Hema. Dormida parecía una niña, con las manos unidas bajo la mejilla. La movió suavemente y ella abrió los ojos, lo vio y sonrió. Él le ofreció un café.
—¿Mi turno? —Él asintió y ella se incorporó—. ¿Ha dejado de respirar?
—Dos veces.
—Dios mío, oh Dios. ¿Ves como no eran imaginaciones mías? Tuvimos suerte de que me diera cuenta la primera vez.
—Bébete el café, lávate la cara y ven al dormitorio.
Cuando llegó, le tendió el hilo que estaba atado a la ajorca y el cuaderno con la pluma enganchada en él.
—Hagas lo que hagas, no te eches en la cama. Quédate en esa silla. Es la única manera de mantenerse despierto. He estado leyendo y ayuda realmente. Alzaba la vista al acabar cada página, pero si oía moverse la ajorca, no la levantaba y seguía leyendo. Cuando dejaba de respirar, entonces yo tiraba del cordel y él empezaba de nuevo. Al chiquitín se le olvida que hay que respirar.
—¿Y por qué iba a tener que acordarse? ¡Pobrecillo!
Apenas se había sentado en la silla, Hema empezó a oír un ruido extraño, que tardó un segundo en identificar como los ronquidos de Ghosh. Se acercó de puntillas al sofá donde dormía ya como un tronco, semejante a un oso de peluche grande. Lo tapó con la manta que se había caído al suelo y volvió a su puesto de guardia. Los ronquidos la tranquilizaban, le recordaban que no estaba sola. Cogió el libro que él había estado leyendo.
Había comprado los doce volúmenes de la colección a un empleado de la embajada británica que regresaba a Inglaterra. La avergonzaba no haber leído ni uno siquiera. Ghosh había puesto un marcador en la página 92. ¿Habría avanzado tanto? ¿Por qué habría elegido aquella obra? Retrocedió hasta la primera página:
Quien que de verdad se interese por conocer la historia del hombre y cómo se comporta la misteriosa mixtura bajo los variables experimentos del Tiempo, ¿no se habrá detenido, al menos brevemente, en la vida de santa Teresa, no habrá sonreído con cierta ternura ante la idea de la muchachita que, con su hermano menor de la mano, una mañana se pone en marcha para ir a buscar el martirio al país de los moros?
Leyó la frase inicial tres veces antes de comprender de qué trataba. Miró el título del libro: Middlemarch. ¿Por qué no podía ser claro el escritor? Siguió leyendo, sólo porque Ghosh había conseguido avanzar. Poco a poco fue viéndose inmersa en la historia.
A la mañana siguiente, mientras realizaba las visitas, Ghosh se preguntó si el coronel habría conseguido llegar a su guarnición de Gondar sin incidentes. Si lo detuviesen o ahorcasen, ¿negaría alguna vez la noticia al Missing? The Ethiopian Herald nunca hablaba de traición, como si informar sobre ella lo fuese también.
Después de reconocer a sus pacientes, se aprestó a desenterrar una incubadora de uno de los cobertizos de almacenaje que había detrás de la casa de la enfermera jefe. Ghosh era el pediatra de facto del hospital. En sus primeros años en el Missing había fabricado una incubadora para bebés prematuros, pero desde que el gobierno sueco había abierto un hospital pediátrico en Adis Abeba, se enviaban allí a todos los prematuros y la incubadora se había retirado.
A pesar de su delicada estructura de cristal en los cuatro lados y base metálica, estaba intacta. Mandó a Gebrew pasarle una manguera, limpiarla bien para eliminar los parásitos, dejarla unas horas al sol y volver a lavarla con agua caliente. Luego Ghosh la frotó con alcohol antes de instalarla en el dormitorio de Hema. En cuanto acabó la instalación y se distanció de ella para admirarla, Almaz dio tres vueltas a su alrededor emitiendo un sonido, ziu-ziu, y prácticamente escupiendo.
—Para proteger del mal de ojo —le explicó en amárico, limpiándose el labio con el antebrazo.
—Recuérdame que jamás te invite a entrar en el quirófano. Hema —añadió para pincharla un poco—, ¿y la antisepsia? ¿Y Lister? ¿Y Pasteur? ¿No crees ya en esas cosas?
—¿Olvidas que estoy de posparto? Proteger contra los malos espíritus es mucho más importante.
Los gemelos yacían envueltos como larvas uno al lado del otro, compartiendo la incubadora, las cabezas cubiertas con gorritos y sólo visibles las caras arrugadas de recién nacidos. Por mucho que Hema los separase, cuando volvía a verlos formaban una uve, las cabezas juntas y mirándose, igual que habían estado en el vientre materno.
Algunas noches cuando iniciaba su turno junto al niño dormido, agotado y luchando con el sueño, se decía: «¿Por qué estás aquí? ¿Haría lo mismo ella por ti?». Los antiguos resentimientos le tensaban la mandíbula. «Eres un imbécil, te dejas vencer otra vez por su hechizo». ¿Por qué no tenía la fuerza de voluntad necesaria para decir lo que debía?
Decidió que en cuanto el niño, aquel Shiva, superase el problema respiratorio, se marcharía. Conociendo a Hema sabía de sobra que, cuando no tuviese que depender de él, todo volvería a ser como siempre. Desde la visita de Harris no estaba claro si los baptistas de Houston seguirían prestando su apoyo. La enfermera jefe no decía lo que pensaba.
Durante dos semanas Hema y Ghosh montaron guardia al lado de Shiva, pidiendo ayuda durante el día, pero reservándose las noches. Habían terminado Middlemarch, lo que les había proporcionado abundante materia de discusión. Ghosh eligió luego Trilogía de tres ciudades: París, de Zola, que a ambos les resultó absorbente. Los episodios de apnea de Shiva se redujeron de más de veinte diarios a dos y luego cesaron. Siguieron vigilando otra semana, sólo por precaución.
El sofá de Hema era demasiado pequeño para un hombre de las dimensiones de Ghosh, y al verlo aquí encogido se sentía agradecida y se daba cuenta de su sacrificio. Le habría sorprendido saber lo mucho que disfrutaba él ocupando el espacio que acababa de dejar ella y tapándose con una manta aún perfumada por sus sueños. En cuanto a los de Ghosh, en ellos se filtraba el tintineo de la ajorca de Shiva y una noche soñó que Hema bailaba desnuda para él. Fue un sueño tan vivido, tan real, que a la mañana siguiente, antes incluso de tomar siquiera un café o de tener la oportunidad de pensárselo mejor, corrió a la agencia de viajes Cook, esperó a que abrieran y canceló el billete para América.
Tras la muerte de la hermana Praise, la enfermera jefe estaba cada vez más encorvada y ajada. Al final de la jornada acudía a la casa de Hema (como todos los demás), pero no protestaba cuando ella y Ghosh le pedían a las ocho que se retirase a sus habitaciones, acompañada por Kuchulu. Aquella perra se había convertido en su protectora, y como los otros dos perros sin nombre solían seguirla, la enfermera jefe llevaba un séquito tras ella.
Dos semanas después de enterrar a la hermana, Gebrew vio pasar a un culí descalzo con el brazo derecho escayolado y el codo recto al costado. Estaba tan soñoliento que se tambaleaba y corría peligro de romperse la cabeza, por no mencionar el otro brazo. A Gebrew le pareció terrible porque era él quien lo había enviado al hospital ruso cuando había aparecido en el Missing con una fractura. A los médicos rusos les encantaba inyectar barbitúricos a los pacientes, con independencia del mal que sufrieran. Y como a sus pacientes les gustaba mucho la aguja, del hospital ruso no salía ninguno sin estar sedado. Por su experiencia en el Missing, el vigilante sabía que las fracturas de antebrazo se enyesaban en una posición neutral y funcional: con el codo flexionado a noventa grados, el antebrazo a medio camino entre pronación y supinación, aunque él ignorase estos términos. Acompañó al tambaleante culí a urgencias, donde, después de que Ghosh lo examinara con los rayos X, los sanitarios volvieron a escayolarlo. En aquel momento, aunque ninguno de ellos se dio entera cuenta, el hospital Missing reanudó oficialmente sus actividades.
Hema se negó a abandonar a los niños. Proclamó que ya no era médico sino madre, un tipo de madre que temía por sus hijos, que quería estar con ellos y no estaba dispuesta a apartarse de su lado. Las dos mamithus (Rosina de Stone y Almaz de Ghosh) se turnaban para dormir sobre un colchón en la cocina de la ginecóloga, siempre listas para ayudar. Con Stone desaparecido o muerto y Hema convertida en madre a jornada completa, cuando las puertas del hospital se abrían la carga que pesaba sobre Ghosh era inmensa. La enfermera jefe contrató a Bachelli para que se ocupase por la mañana del ambulatorio, que era adonde acudían la gran mayoría de los pacientes, lo que daba a Ghosh libertad para operar cuando podía y para dedicarse a los pacientes ingresados.
Seis semanas después de la muerte de la hermana llegó la lápida en un carro tirado por un burro. Hema y Ghosh fueron a verla colocada. El albañil había grabado una cruz copta en la piedra y debajo las letras copiadas del papel que le pasara la enfermera jefe:
EPMANA MAPI JOΣEΠH PRAIΣE
NACIΔA 1928, MUEPTA1954
DESΡANSA EN BRAθ0S DE IEΣUΣ
La enfermera jefe llegó agitada, sin aliento. Los tres permanecieron allí, estudiando la extraña caligrafía, mientras el albañil aguardaba un elogio.
—No creo que ahora se pueda hacer mucho al respecto —dijo la enfermera jefe lanzando un suspiro exasperado y dirigiendo un cabeceo de asentimiento al hombre, que recogió sus palancas y sacos de arpillera y se fue con el animal.
—Estaba pensando —dijo Hema con tono acre— que la inscripción debía decir: «Muerta a manos de un cirujano. Ahora reposa en brazos de Jesús».
—¡Hema! —protestó la enfermera jefe—. Contén la lengua.
—Es que realmente los fabos de un rico los cubre el dinero, pero los de un cirujano los cubre la tierra.
—A la hermana Mary Joseph Praise la cubre la tierra del país que llegó a amar —sentenció la monja, con la esperanza de poner punto final a aquella charla.
—Y la puso allí un cirujano —añadió Hema, que siempre tenía que decir la última palabra.
—Que ha abandonado ya el país —puntualizó la otra. Los dos se volvieron a mirarla boquiabiertos—. Recibí una llamada del consulado británico —explicó la enfermera jefe, disculpándose—. Ése fue el motivo de mi retraso. Según me han dicho, Stone alcanzó la frontera de Kenia y luego llegó a Nairobi, no me pregunten cómo. Está mal. La bebida, me imagino. Está desquiciado.
—¿No está herido ni nada parecido? —preguntó Ghosh.
—Que yo sepa, está sano y salvo. Puse una conferencia al señor Elihu Harris hace un momento. Sí, conseguí que interviniera. Tienen una gran misión en Kenia. Harris opina que si Stone deja de beber podría trabajar ahí. Y si no, él podría arreglarlo para que se fuera a América.
—Pero ¿y sus libros y sus cosas? —preguntó Ghosh—. ¿No tendríamos que mandárselos?
—Supongo que escribirá pidiendo sus especímenes cuando se instale.
La noticia complació y enojó a Hema. Significaba que Stone había abandonado a los niños y renunciado a cualquier reclamación. Ella habría preferido que hubiese firmado un documento en ese sentido, pues aún se sentía inquieta. Un individuo que se había labrado una reputación en el Missing, cuyo amor se hallaba enterrado ahí y cuyos hijos estaban siendo criados allí también, tal vez no fuera capaz de cortar el cordón tan fácilmente.
—No es tan sinuosa la serpiente como para que no pueda enderezarse al entrar por el agujero de su nido —dijo Hema.
—No es ninguna serpiente —repuso con aspereza Ghosh, contradiciéndola, lo que la dejó tan atónita que fue incapaz de contestar—. Es mi amigo —continuó, en un tono que desafiaba a cualquiera que discrepara—. No olvidemos el gran colega que fue durante estos años, el gran servicio que prestó al hospital, las vidas que salvó. No es ninguna serpiente. —Giró sobre los talones y se marchó.
Las palabras de Ghosh removieron la conciencia de Hema. No podía dar por supuesto que él sintiese cuanto sentía ella. No si lo quería. Ghosh era su hombre, siempre lo había sido.
Al ver que se alejaba sintió miedo. Nunca se había preocupado mucho por los sentimientos de Ghosh, pero ahora, junto a la sepultura, se sintió como una muchachita que cuando está sacando agua del pozo conoce a un apuesto desconocido (una oportunidad de esas que ocurren una vez en la vida) y lo echa todo a perder por decir algo inapropiado.