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El conocimiento del Redentor

Ghosh se levantó temprano al día siguiente del entierro. Para variar, no fué en Hema en quien pensó primero, sino en Stone. En cuanto se vistió, fue directamente a sus habitaciones, pero no encontró ningún indicio de su regreso. Deprimido, acudió al despacho de la enfermera jefe, que alzó la vista expectante. Él negó con la cabeza.

Ghosh estaba deseando ver al paciente operado para verificar su obra. Había sido un cirujano renuente, pero la expectación que sentía ahora era toda una revelación. Se dijo que sería la misma sensación que disfrutaba habitualmente Stone.

—Podría resultar adictivo —comentó sin dirigirse a nadie en particular.

Encontró al coronel Mebratu sentado al borde de la cama, mientras su hermano lo ayudaba a vestirse.

—¡Doctor Ghosh! —exclamó el paciente, como un hombre libre de preocupaciones mundanas, aunque era evidente que con dolores—. Informe sobre mi estado: expulsé gas anoche, heces hoy. ¡Mañana será oro!

Era un individuo acostumbrado a gustar a la gente, y su carisma no había disminuido pese a su estado de debilidad. Tenía un aspecto excelente tratándose de alguien que hacía menos de veinticuatro horas había sufrido una intervención quirúrgica. Ghosh examinó la herida. Limpia e intacta.

—Doctor, hoy tengo que regresar a mi regimiento de Gondar. No puedo ausentarme por más tiempo. Sé que es demasiado pronto, pero no me queda elección. Si no aparezco por allí caeré bajo sospecha. No quiero salvar la vida sólo para que me ahorquen. Puedo pedir que me administren fluidos intravenosos en casa, lo que usted dictamine.

Ghosh estuvo a punto protestar, pero se contuvo.

—De acuerdo. Pero, escuche, existe el peligro real de que se abra la herida a consecuencia de un esfuerzo. Le proporcionaré morfina. Tiene que viajar tumbado. Le daremos fluidos intravenosos y mañana puede beber agua y al día siguiente dieta líquida. Se lo escribiré todo. Necesitará que le quiten los puntos dentro de unos diez días.

El coronel asintió.

El hermano barbudo estrechó la mano al médico con una reverencia, dándole las gracias en un murmullo.

—¿Viajará usted con él? —preguntó Ghosh.

—Sí, por supuesto. Va a venir una furgoneta. En cuanto lo deje instalado, volveré a mi nuevo puesto de Siberia. —Ghosh lo miró desconcertado—. Estoy desterrado —explicó.

—¿Pertenece usted también al ejército?

—No, de momento no. No soy nada, doctor. No soy nadie.

El coronel Mebratu puso una mano en el hombro de su hermano.

—Qué modesto es. ¿Sabe usted que tiene un máster en Sociología por Columbia? Sí, su majestad imperial lo envió a América, pero al viejo no le gustó que a mi hermano le atrajese el movimiento de Marcus Garvey. No lo dejó seguir y cursar el doctorado. Le mandó volver para convertirlo en funcionario provincial. Debería haberle permitido terminar.

—No, no. Vine voluntariamente. Quería ayudar a mi pueblo. Y por eso estoy desterrado en Siberia.

Ghosh aguardó, esperando que siguiera.

—Cuéntale por qué —propuso el coronel—. Se trata de un problema sanitario, al fin y al cabo. El hermano suspiró.

—El Ministerio de Sanidad construyó una clínica pública en nuestra antigua provincia. Su majestad imperial acudió a inaugurarla. La mitad del presupuesto de que disponía para la zona se gastó en que todo estuviese en las condiciones adecuadas a lo largo de la ruta que debía recorrer su majestad. Pintura, vallas, incluso un buldózer para echar cabañas abajo. En cuanto se fue, la clínica se cerró.

—¿Por qué?

—Se había gastado el presupuesto que se le había asignado.

—¿No protestó usted?

—¡Por supuesto! Pero no hubo respuesta a mis mensajes. Los interceptó el ministro de Sanidad. Así que reabrí el centro sanitario por mi cuenta, lo que me costó unos diez mil birrs. Conseguí que un médico misionero de una ciudad que queda a unos setenta kilómetros acudiese una vez a la semana. Puse a una enfermera militar retirada a hacer apositos y busqué una comadrona para que trabajara allí. Conseguí suministros. El contrabandista de licor local me regaló un generador. La gente me apreciaba. El ministro de Sanidad en cambio quería matarme. El emperador me hamo a Adis Abeba.

—¿Cómo consiguió usted el dinero? —preguntó Ghosh.

—Con sobornos. La gente traía un gran cesto de inyera con más dinero que pan. Al ver que empleaba los sobornos para un buen fin, me fueron dando más dinero porque temían que pudiese denunciarlos.

—¿Se lo explicó a su majestad?

—¡Aja! Es complicado. Todo el mundo le susurra cosas al oído. «Majestad», le dije en la audiencia. «El centro sanitario necesita presupuesto para funcionar». Fingió sorpresa.

—Él lo sabía —terció el coronel.

—Me escuchó con una mirada impasible. Cuando terminé, cuchicheó algo a Abba Hanna, el ministro del Tesoro, que tomó nota. Y los otros ministros, ¿los ha visto usted? Viven en un estado constante de terror. Nunca saben si cuentan con el favor del amo o no.

»Su majestad me dio las gracias por mis servicios en aquella provincia, etcétera. Y luego hice una reverencia, y otra, mientras retrocedía de espaldas hasta que me encontré al fondo con el ministro del Tesoro y me dio ¡trescientos birrs! Necesito treinta mil, podría necesitar hasta trescientos mil. Que yo sepa, el emperador dijo cien mil, pero Abba Hanna decidió que sólo merecía trescientos. ¿O fue idea del emperador? ¿Y a quién se lo preguntas? Para entonces, el solicitante siguiente estaba explicando su historia y el ministro del Tesoro ya había vuelto a ocupar su puesto al lado de su majestad. Intenté gritar desde el fondo: «¡Majestad, ¿se ha equivocado el ministro?!». Mis amigos me sacaron de allí a rastras…

—De lo contrario, no estaría aquí contándonoslo —aseguró el coronel—. Mi imprudente hermano… —El coronel se puso serio, mirando a Ghosh mientras le estrechaba la mano—. Doctor, es usted mejor cirujano que Stone. Un cirujano a mano vale por dos que se han ido. —No, sólo tuve suerte. Stone es el mejor.

—Le agradezco otra cosa más. Mire, sufrí unos dolores terribles durante el viaje desde Gondar hasta aquí. El trayecto de vuelta será fácil en comparación. El dolor era… sabía que fuese lo que fuese, lo peor no era eso. Sabía que me mataría. Pero tenía opciones. Acudí a usted. Cuando me dijo que mis compatriotas que padecen vólvulo simplemente mueren… —La expresión del coronel se endureció y Ghosh no supo si por la cólera o el esfuerzo de contener las lágrimas. Carraspeó antes de continuar—: Fue un crimen cerrar el centro de salud de mi hermano. Cuando vine a Adis Abeba para esta reunión con mis colegas estaba dispuesto a escuchar. Aunque no estaba seguro. Podría decirse que mis motivos eran sospechosos. Si quería participar en un cambio, ¿era por la mejor de las razones o sólo por obtener poder? Estoy diciéndole cosas que no puede repetir bajo ningún concepto, doctor. ¿Comprende? —Ghosh asintió—. Mi viaje, el dolor, la operación… Dios estaba mostrándome el sufrimiento de mi gente, era un mensaje. Cómo tratamos a los más humildes, cómo tratamos al campesino que padece vólvulo, ésa es la medida de un país. No nuestros cazas y tanques ni lo grande que pueda ser el palacio imperial. Creo que Dios le puso a usted en mi camino.

Más tarde, cuando ya se habían marchado, Ghosh se percató de lo predispuesto que había estado a aborrecer al coronel Mebratu y de que, sin embargo, había sucedido lo contrario. Y al revés: como expatriado era fácil proyectar en su majestad cualidades benevolentes, pero ya no estaba tan seguro.

Que el señor Elihu Harris vestía de forma inapropiada fue lo primero que constató la enfermera jefe cuando cerró la puerta y se acercó a su escritorio, presentándose. Tenía todo el derecho a estar enfadado, ya que había visitado el hospital los dos días anteriores y no había podido verla. Pero en cambio parecía agradecido de que lo recibiera, preocupado por robarle tiempo.

—No tenía ni idea de que iba usted a venir, señor Harris —empezó ella—. Habría sido un placer en cualquier otra circunstancia. Pero mire, ayer enterramos a la hermana Mary Joseph Praise.

—¿Se refiere…? —Harris tragó saliva. Abrió y cerró la boca. Se daba cuenta de que la enfermera jefe se hallaba muy afligida y le resultaba sumamente embarazoso no haberlo tenido en cuenta—. ¿Se refiere usted a… a la joven monja de la India? ¿La ayudante de Thomas Stone?

—La misma, sí. En cuanto a Stone, se ha marchado. Desaparecido. Estoy muy preocupada por él. Es un hombre angustiado.

Harris tenía un rostro agradable, pero el labio superior demasiado grande y los dientes irregulares le impedían ser guapo. Se revolvía inquieto en la silla y se veía que deseaba preguntar cómo había ocurrido todo aquello. La enfermera jefe se percató de que era el tipo de individuo que, incluso teniendo la sartén por el mango, no sabía cómo hacer valer sus derechos. Estaba ahí frente a ella, sus dulces ojos castaños reacios a enfrentar los suyos, así que la enterneció.

De modo que se lo contó todo. Una avalancha de frases sencillas a las que daba consistencia el mensaje que transmitían.

—Su visita se produce en la peor situación —concluyó, e hizo un alto para sonarse—. ¡Había tantas cosas aquí que dependían de Thomas Stone! Era el mejor cirujano de la ciudad. Nunca supo que la gente que operaba pertenecía a la familia real, al gobierno, y eso nos permitía seguir. El gobierno nos hace pagar una suma considerable al año por el privilegio de servir aquí. ¡Se imagina! Si quisieran podrían cerrar el hospital. Señor Harris, incluso ustedes nos dieron dinero por su libro… Esto podría ser el fin del Missing.

A medida que la monja hablaba, Harris se hundía cada vez más en la silla, como si alguien estuviera poniéndole un pie en el pecho. Tenía el hábito nervioso de darse palmaditas en el tupé, aunque no corría peligro de desmoronársele.

La enfermera jefe pensó que había gente sobre la que pesaba la maldición de no hallarse en sincronía con las cosas. Personas cuyos coches se averían cuando van a casarse, o cuyas vacaciones en Brighton siempre estropea la lluvia, o cuyo día supremo de gloria personal queda eclipsado y se recordará siempre como la jornada en que murió el rey Jorge VI. Esas personas perturbaban el espíritu y, sin embargo, inspiraban lástima porque no podían evitarlo. Harris no tenía la culpa de que hubiese muerto aquella hermana ni de que Stone hubiese desaparecido. Sin embargo, allí estaba.

Si quería un informe contable sobre el dinero, no podía enseñárselo. La enfermera jefe presentaba informes sobre la situación cuando la presionaban, y como lo que los donantes querían financiar no guardaba relación con las necesidades reales del Missing, los informes eran una especie de ficción. Siempre había sabido que llegaría un día como aquél.

Harris se atragantó y tosió. Cuando se recuperó, con muchos carraspeos y manejando el pañuelo, fue directamente al grano, pero no abordó el asunto que la monja imaginaba.

—Tiene usted razón en lo de nuestro plan para financiar una misión en el Oromo, enfermera jefe —dijo, y ella recordó vagamente una mención en una carta—. El médico de Wollo me envió un telegrama. La policía ha ocupado el edificio. El gobernador de la región no intervendrá para desalojarla. Han vendido los suministros. La iglesia local ha estado predicando contra nosotros, ¡diciendo que somos demonios! Tenía que venir a aclarar las cosas.

—Perdone mi brusquedad, señor Harris, pero ¿cómo pudieron ustedes financiarla sin verla? —preguntó, sintiendo una punzada de culpabilidad, porque Harris tampoco había visto el Missing hasta entonces—. Si no recuerdo mal, les avisé en una carta de que era una imprudencia.

—Es culpa mía —dijo él, retorciéndose las manos—. En el comité de dirección de mi iglesia prevaleció mi criterio… Aún no se lo he explicado —añadió casi en un susurro. Carraspeó y logró proseguir—: Mi intención… Supongo que el comité comprenderá que era buena. Nosotros… Esperaba llevar el conocimiento del Redentor a quienes no lo tenían.

La enfermera jefe suspiró exasperada.

—¿Creyó usted que eran todos devotos del fuego? ¿Que adoraban a los árboles? Señor Harris, son cristianos. No tienen más necesidad de redención que usted de una loción para alisar el cabello.

—Pero creo que no es auténtico cristianismo. Es un tipo pagano de…

—¿Pagano? Señor Harris, cuando nuestros antepasados paganos allá en Yorkshire y Sajonia usaban los cráneos de sus enemigos como cuencos para servir la comida, estos cristianos cantaban aquí los salmos. Creen que tienen el Arca de la Alianza guardada en una iglesia de Axum. ¡No el dedo de la mano de un santo o el del pie de un Papa, sino el Arca! Los creyentes etíopes se ponían las camisas de los hombres que acababan de morir de peste, pues veían en ella un medio seguro enviado por Dios para obtener la vida eterna, para hallar la salvación. Hasta ese punto —dijo golpeando la mesa— ansiaban la otra vida. —Y a continuación, sin poder contenerse, preguntó—: Dígame, ¿tienen sus feligreses en Dallas un ansia parecida de salvación?

Harris se había ruborizado y miraba alrededor como si buscara un sitio donde esconderse. Pero no estaba vencido del todo, ya que los hombres como él se volvían obstinados con la oposición, porque sus convicciones eran cuanto poseían.

—En realidad es Houston, no Dallas —matizó suavemente—. Pero, enfermera jefe, aquí los sacerdotes son casi analfabetos… Gebrew, su vigilante, no entiende la letanía que recita porque está en guez, que no habla nadie. Si sostienen la doctrina monofisita de que Cristo sólo tiene naturaleza divina, pero no humana, entonces…

—¡Alto! ¡Espere, señor Harris! ¡Oh, me saca usted de quicio!

Se levantó y rodeó la mesa mientras Harris retrocedía como si tuviese miedo de recibir un tirón de orejas. Pero la monja se dirigió a la ventana.

—Cuando contempla usted Adis Abeba y ve niños descalzos que tiemblan bajo la lluvia, cuando ve a los leprosos que mendigan su próximo bocado de comida, ¿acaso tiene alguna importancia ese estúpido asunto monofisita? —Apoyó la cabeza contra el cristal—. Dios nos juzgará, señor Harris —prosiguió con la voz quebrada al pensar en la hermana Praise—, por lo que hayamos aliviado el sufrimiento del prójimo. No creo que a Dios le preocupe mucho la doctrina que profesemos.

La imagen de aquel rostro curtido y franco apoyado en la ventana, con las mejillas húmedas y los dedos entrelazados, causó a Harris más impresión que todo lo que había oído. Ante él tenía a una mujer capaz de prescindir de las limitaciones de su orden si se interponían en su camino. De sus labios había llegado la verdad fundamental que, a causa de su sencillez, no se exponía en una iglesia como la de Harry, donde las luchas intestinas parecían la finalidad de la existencia del comité, así como una manifestación de fe. Era una pequeña bendición que un océano separase a quienes actuaban como la enfermera jefe de sus patrocinadores, porque si sus hombros se rozasen, todos se sentirían muy incómodos.

Se fijó en las Biblias amontonadas junto a la pared, en las que no había reparado al entrar.

—Tenemos más Biblias en inglés que personas que hablen ese idioma en todo el país —señaló ella, al volverse y ver que Harris las miraba—. Biblias en polaco, en checo, en italiano, en francés, en sueco. Creo que algunas son de los niños de su escuela dominical. Necesitamos medicamentos y alimentos, pero recibimos Biblias. —La monja sonrió—. Siempre me he preguntado si la buena gente que nos las envía cree realmente que el anquilostoma y el hambre se curan con las Sagradas Escrituras. Nuestros pacientes son analfabetos.

—Estoy avergonzado.

—No, no, no. ¡Por favor! A la gente de aquí le encantan esas biblias; son lo más valioso que puede poseer una familia. ¿Sabe lo que hizo el emperador Menelik, que reinó antes que Haile Selassie, cuando enfermó? Pues comió páginas de la Biblia. No creo que le sirviesen de gran cosa. Éste es un país en que se valora mucho el papel, el worketu. ¿Sabía que el matrimonio entre los pobres consiste simplemente en escribir los nombres de los contrayentes en una hoja de papel? Y para divorciarse, no hay más que romperlo. Los sacerdotes reparten papeles con versículos escritos. Esa hoja se dobla una y otra vez hasta formar un cuadradito pequeño que se envuelve en un trocito de cuero y se lleva colgada al cuello.

»Me gustaba mucho regalar biblias. Pero el ministro del Interior consideró que se trataba de proselitismo. ¿Cómo puede serlo si nadie sabe leer? Además, se trata de la misma fe que la de ustedes, le dije. Pero el ministro no estaba de acuerdo. Así que ahora las biblias se amontonan ahí, señor Harris. Se reproducen en la leñera como conejos; invaden las despensas y mi despacho. Las empleamos para hacer estanterías o para empapelar las paredes de las cabañas de chikka. ¡Para cualquier cosa, en realidad! —Se acercó a la puerta y le indicó que la siguiese—. Demos un paseo —propuso—. Mire —añadió ya en el pasillo, señalando un letrero que sobre una puerta rezaba QUIRÓFANO 1, pero que en realidad era un armario atestado de biblias. A continuación, indicó con un gesto otra habitación que había enfrente: Harris pudo ver que se trataba de un lugar de almacenaje de fregonas y cubos, aunque en el letrero se leyera QUIRÓFANO 2—. Sólo disponemos de un quirófano, al que llamamos Quirófano Tres. Puede juzgarme con dureza si lo desea, señor Harris, pero tomo lo que se me ofrece en nombre de Dios para servir a esta gente. Y si mis donantes insisten en proporcionarme otro quirófano para el famoso Thomas Stone, cuando lo que necesito son catéteres, jeringuillas, penicilina y dinero para botellas de oxígeno a fin de mantener en funcionamiento el único quirófano, lo que hago es darles un quirófano nominal.

En la escalera del dispensario la buganvilla estaba en flor y ocultaba las columnas de la cochera, de manera que el tejado parecía en voladizo.

Pasó un hombre a la carrera, envuelto en un grueso chal blanco sobre una raída casaca militar. Llamaba la atención por el turbante blanco y el espantamoscas de pelo de mono que llevaba.

—Ese es el mismo Gebrew del que hablábamos —explicó la enfermera Hirst cuando el hombre los vio y se detuvo para saludarlos con una reverencia—. Siervo de Dios y vigilante. Y uno de los afligidos por el fallecimiento de la hermana.

Harris estaba sorprendido por la relativa juventud de Gebrew. En sus cartas, la enfermera jefe le había comentado el caso de una chica hararí de doce o trece años a quien habían llevado al hospital moribunda con un cordón umbilical colgando entre las piernas. Había dado a luz unos días antes, pero no podía expulsar la placenta. La familia había viajado en mula y autobús durante dos días para llegar al Missing. Y cuando el vigilante, compadeciéndose de aquella pobre chica, la alzó para bajarla del carro, ella lanzó un grito. Gebrew, instrumento de Dios, había pisado sin darse cuenta el cordón umbilical y hecho que se desprendiese la placenta. La muchachita se había curado antes incluso de cruzar la puerta del servicio de urgencias.

Harris se estremeció; sin cesar de mover los ojos se estiró el cuello de la camisa de manga corta y se ajustó el salacot en que la enfermera jefe no se había fijado.

Lo guió por el pabellón infantil, que era una habitación pintada de un azul lavanda intenso, donde los niños se hallaban en altas camas con barandas metálicas, mientras sus madres acampaban en el suelo. Al ver a la enfermera jefe, se levantaron y la saludaron con reverencias.

—Ese niño tiene tétanos y morirá. Éste, meningitis, y es muy probable que se quede sordo o ciego si sobrevive. Y su madre —añadió, echándole el brazo por los hombros a una mujer de aspecto desvalido— permanece aquí noche y día, sin poder ocuparse de sus otros tres hijos. Dios mío, hemos tenido a un niño que se quedó en casa y se cayó a un pozo. Otro al que lo corneó un toro y otro al que raptaron mientras su madre se encontraba aquí. Lo más compasivo es decirle que vuelva a casa con su hijo enfermo.

—¿Por qué sigue aquí, entonces?

—¡Mire lo anémica que está! Estamos alimentándola. Le damos la ración del niño, que él no puede tomar, además de la suya. Y pedí que le dieran un huevo diario, le pusieran una inyección de hierro y un medicamento para el anquilostoma. Dentro de unos días le compraremos el billete de autobús y la mandaremos a casa con el niño, si es que sigue vivo. Pero al menos estará más sana, podrá cuidar mejor a sus otros hijos. Ahora este niño espera cirugía.

Continuó el discurso en el pabellón de los hombres, que era largo y estrecho y albergaba a cuarenta enfermos. Los que podían se incorporaban para saludarla. Había un hombre en estado comatoso, con la boca abierta y la mirada perdida. Otro estaba sentado en una especie de almohada echado hacia delante, esforzándose por respirar. Dos hombres tenían el vientre del tamaño de un embarazo muy adelantado.

—Lesión reumática de válvula cardiaca. No podemos hacer nada… Y estos dos tienen cirrosis —explicó la monja.

Harris estaba asombrado por lo poco que se necesitaba para nutrir y sostener la vida. Un gran trozo de pan, un recipiente desportillado y un maltrecho tazón de estaño con té azucarado: en eso consistía el desayuno y la comida. Como podía constatar, en muchos casos aquel banquete se compartía con los miembros de la familia acuclillados junto a la cama.

Cuando salieron del pabellón, la enfermera jefe se detuvo a tomar aliento.

—En este momento tenemos fondos sólo para tres días. Algunas noches me voy a dormir sin saber cómo abriremos por la mañana.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Harris, pero se dio cuenta de que ya conocía la respuesta.

Ella sonrió y, al alzarse las mejillas, los ojos casi desaparecieron, lo que le dio un aire infantil.

—Eso es, señor Harris. Rezar. Luego recurro al fondo de construcción o a cualquier otro fondo en que haya dinero. El Señor conoce mi problema, o eso me digo. No luchamos contra la impiedad, pues éste es el país más piadoso del mundo, ni siquiera contra la enfermedad, sino contra la pobreza. Dinero para comida, medicinas… eso ayuda. Cuando no podemos curar ni salvar una vida, nuestros pacientes al menos pueden sentirse atendidos. Debería ser un derecho humano fundamental.

La angustia del hombre respecto al comité de dirección se había esfumado casi por completo.

—Le confesaré, señor Harris, que a medida que voy envejeciendo, lo que pido en mis oraciones no es que Dios me perdone, sino dinero para hacer Su obra. —Buscó la mano de él y la tomó entre las suyas, acariciándola—. ¿Sabe usted, querido, que en mis momentos más sombríos ustedes han sido muchas veces la respuesta a mis rezos?

Estimó que ya había dicho suficiente. Era una apuesta. No tenía nada que poner encima de la mesa más que la verdad.