Los culíes descalzos eran hombres joviales. Cuando Ghosh les comunicó su tarea, emitieron chasquidos a modo de condolencia. El tipo grande de mandíbula prognata se quitó la chaqueta raída, al tiempo que su compañero más bajo se despojaba del jersey andrajoso. Se escupieron en las palmas, levantaron los picos y empezaron a trabajar; por lo que a ellos se refería, «lo pasado, pasado estaba» y «lo que ha de ser, será». Y aunque fuese una tumba lo que estuvieran cavando, garantizaba la botella de tej o talla de la noche, y tal vez una cama y una mujer servicial. El sudor les aceitaba frentes y hombros y empapaba sus camisas remendadas.
El cielo había empezado a marcarse un farol: aunque lo cruzasen entonces caravanas de nubes grises como corderos camino del mercado, por la tarde un impecable dosel azul se extendería por todo el horizonte.
Cuando, avisado por la enfermera jefe, Ghosh acudió a la sala de urgencias, vio a un hombre blanco, delgado y muy pálido, que esperaba junto a una columna. Agradeció que estuviese de espaldas y bajó la cabeza, pues seguro que se trataba de Eli Harris.
En el interior, Adam señaló una cortina. Ghosh oyó jadeos regulares que llegaban con cada respiración y a un ritmo de locomotora. Cuatro etíopes, tres con chaquetas deportivas y uno con una cazadora gruesa, rodeaban la camilla como si estuviesen rezando. Todos se habían limpiado con saliva los zapatos marrones. Cuando se apartaron para dejarle sitio, Ghosh vislumbró una pistolera granate debajo de una chaqueta.
—Doctor —dijo el individuo que estaba echado en la camilla, tendiendo la mano e intentando levantarse, pero estremeciéndose por el esfuerzo—. Me llamo Mebratu. Gracias por atenderme.
Tendría treinta y tantos años, su inglés era excelente. El fino bigote se arqueaba sobre una boca grande. Aunque estaba demacrado a causa del dolor, su rostro era extraordinario, bello, y la nariz rota potenciaba aún más su carácter. Pese a que no logró identificarlo, aquel hombre le resultaba familiar. A diferencia de sus compañeros, su actitud era estoica y no traslucía miedo, por más que era él quien sufría los dolores.
—Le aseguro que nunca he sentido tanto dolor.
Sonreía de oreja a oreja, como diciendo: «Un hombre va caminando y aparece de pronto una piel de plátano, un chiste universal que te deja fuera de combate agarrándote el vientre». Una acometida de dolor lo hizo estremecerse.
«No puedo atenderle hoy. Ha muerto una hermana querida y estoy esperando que llegue alguien para comunicarme que ha encontrado el cadáver del doctor Thomas Stone. Vaya al hospital militar, por amor de Dios». Eso era lo que hubiera querido decir Ghosh, pero ante tamaño sufrimiento esperó.
Estrechó la mano que le ofrecía y buscó la arteria radial. El pulso estaba disparado: 112 latidos por minuto. Para Ghosh el equivalente del oído absoluto era la capacidad de medir el ritmo cardíaco sin reloj.
—¿Cuándo empezó? —se oyó decir, fijándose en el abdomen hinchado, que resultaba fuera de lugar en aquel hombre delgado y musculoso—. Empiece por el principio…
—Ayer por la mañana. Estaba intentando… hacer de vientre —dijo, lo que pareció cohibirle—. De pronto, me dio un dolor aquí. —Y señaló el bajo vientre.
—¿Mientras estaba sentado en el váter?
—En cuclillas, sí. En cuestión de segundos, noté que estaba hinchándose… y tensándose. Llegó como un relámpago latigueando.
Ghosh captó la asonancia y se acordó del librito de sir Zachary Cope Diagnosis del abdomen agudo en verso, un tesoro que encontrara en la estantería polvorienta de una librería de segunda mano de Madrás. Fue una revelación. ¿Quién iba a imaginar que un texto médico estuviese repleto de ilustraciones de cómic, que fuese tan divertido y que aun así proporcionase instrucción seria? Recordó los versos de Cope sobre el bloqueo súbito del conducto normal en el intestino:
[…] una aparición súbita de hinchazón
ha de atraer tu aguda atención.
Formuló la pregunta siguiente, aunque conocía la respuesta. Algunas veces, como aquélla, el diagnóstico estaba escrito en la frente del enfermo. O lo revelaba en la primera frase que pronunciaba. O lo anunciaba un olor antes incluso de que uno visitase al paciente.
—Ayer por la mañana —contestó Mebratu—. Justo antes de que empezase el dolor. Desde entonces ni heces ni gases ni nada.
Puede que a veces una tripa se desplace
enroscándose sobre una estrecha base…
—¿Y cuántos enemas se ha puesto? Mebratu soltó una risita aguda.
—Lo ha adivinado, ¿eh? Dos. Pero no sirvieron de nada.
No estaba simplemente estreñido, era obstipación, pues ni siquiera podían pasar los gases. Tenía el intestino completamente obstruido.
Fuera del cubículo, los otros hombres parecían estar discutiendo. Mebratu tenía la lengua seca, marrón y arrugada. Estaba deshidratado, pero no anémico. Ghosh descubrió el abdomen grotescamente dilatado y ni se movió cuando el paciente efectuó una inspiración. En realidad no se movía en absoluto. «Ésta es mi tarea —pensó Ghosh, sacando el estetoscopio—. Éste es mi equivalente a excavar la tumba. Día tras día. Vientres, pechos, carne».
En lugar de los gorgoteos intestinales habituales oyó con el estetoscopio una cascada de notas agudas, como gotear de agua en una placa de zinc. Percibió claramente al fondo el firme tamborileo del corazón. Era asombroso lo bien que el intestino lleno de fluidos transmitía los latidos. Se trataba de una observación que nunca aparecía en los libros de texto.
—Tiene usted vólvulo —dijo, quitándose el estetoscopio; su voz llegaba de lejos y no parecía la suya—. Una parte del intestino grueso, el colon, se enrosca así sobre sí misma… —Empleó el tubo del estetoscopio para indicar primero la formación de un lazo, luego el nudo que se formaba en la base—. Es frecuente aquí, pues los etíopes tienen un colon largo y móvil, lo que sumado a algo relacionado con la dieta predisponen al vólvulo.
Mebratu intentó conciliar sus síntomas con la explicación del médico. Abrió la boca y las comisuras de los labios se desplazaron hacia arriba. Se reía.
—Se dio cuenta de lo que tenía en cuanto se lo expliqué, ¿verdad, doctor? Antes de hacer todas esas… otras cosas…
—Creo que sí.
—Y… ¿este nudo se deshará solo?
—No. Hay que deshacerlo. Quirúrgicamente.
—Dice que es frecuente. Y a mis compatriotas que sufren esto… ¿qué les pasa?
En ese momento Ghosh relacionó el rostro con una escena que deseaba poder olvidar.
—¿Sin intervención? Mueren. Mire, el suministro de sangre en la base de la pared del intestino también está retorcido. Es doblemente peligroso. No entra ni sale la sangre. El intestino se gangrena.
—Escuche, doctor. Es un momento terrible para algo así.
—¡Sí, desde luego! —exclamó Ghosh, mirando a Mebratu—. ¿Por qué ha venido aquí, si me permite preguntárselo? ¿Por qué al Missing y no a un hospital militar?
—¿Qué más ha adivinado usted sobre mí?
—Sé que es un oficial.
—Esos payasos —comentó irónicamente, señalando con el mentón a los amigos que estaban fuera—. No se nos da bien vestirnos de civiles. Si no se limpian los zapatos con saliva tienen la sensación de que van desnudos.
—Lo sé por algo más. Hace años, poco después de llegar aquí, le vi a usted realizar una ejecución. Jamás lo olvidaré.
—Hace ocho años y dos meses. El cinco de julio. También lo recuerdo. ¿Estaba usted aquí?
—No intencionadamente.
Una simple vuelta en coche por la ciudad se había transformado en algo más cuando una gran muchedumbre les había obligado a él y Hema a convertirse en espectadores.
—Compréndalo, por favor, fue la orden más dolorosa que he cumplido en mi vida. Eran amigos míos.
—Ya me di cuenta —dijo Ghosh, recordando la extraña dignidad, tanto del verdugo como de los condenados.
Otro espasmo de dolor recorrió el rostro de Mebratu y ambos esperaron a que remitiese.
—El de ahora es un tipo de dolor diferente —señaló, intentando sonreír.
—Debería usted saber que hoy llamaron de palacio y pidieron a la enfermera jefe que les informase si acudía para tratamiento algún militar.
—¿Qué? —Mebratu soltó un juramento e intentó incorporarse, aunque el movimiento le hizo aullar de dolor. Sus compañeros entraron a toda prisa—. ¿Y la enfermera jefe lo ha hecho? —consiguió preguntar.
—No. Me ha dicho que no lo delataría, porque sabe que no tiene usted otro lugar al que ir.
El paciente se relajó. Sus amigos mantuvieron una rápida discusión y luego se quedaron en la habitación.
—Se lo agradezco. Dígaselo de mi parte a la enfermera jefe. Soy el coronel Mebratu de la Guardia Imperial. Mire, algunos habíamos planeado reunimos en esta fecha en Adis Abeba. Vine de Gondar y me encontré con que la reunión se había desconvocado. Temimos habernos comprometido. Pero no recibí el mensaje hasta que llegué aquí. El dolor empezó antes de salir de Gondar, ayer, y ahí mismo vi a un médico. Debió de darse cuenta de lo que tenía, igual que usted, pero no me dijo nada. Me pidió que volviese a verlo por la mañana para examinarme de nuevo. Debe de haberlo comunicado a palacio, pues de lo contrario ¿por qué iban a llamar a los hospitales de Adis Abeba? Mi destino será la horca si me descubren en esta ciudad. Debe tratarme usted. No pueden verme en el hospital militar.
—Tenemos otro problema. Nuestro cirujano se ha… se ha ido.
—Ya nos enteramos de su pérdida. Lo siento. Si el doctor Stone no puede, tendrá que hacerlo usted.
—Pero no puedo…
—Doctor, no me queda opción. Si no me opera, moriré.
Uno de los hombres dio un paso adelante. Con su tenue barba parecía más un académico que un militar.
—¿Y si su vida dependiese de ello? ¿Lo haría usted entonces? —preguntó.
—Perdone a mi hermano —se disculpó el coronel Mebratu posando una mano en la manga de Ghosh. Luego le sonrió como diciendo: «¿Se da cuenta de lo que tengo que hacer para mantener la paz?». Y añadió—: Si sucede algo, puede decir sin problema que no sabía nada de mí, doctor. Y es verdad. Lo único que sabe son todas esas suposiciones que ha hecho.
Ghosh llamó por teléfono a las habitaciones de Hema. Pensaba que el coronel Mebratu y sus hombres debían de haber estado preparando algún golpe. ¿Para qué si no aquella reunión secreta en Adis Abeba? Se enfrentaba a un dilema: ¿cómo tratar a un militar, un verdugo, que ahora estaba involucrado en un acto de traición contra el emperador? Sin embargo, por supuesto que como médico su obligación era con el paciente. No sentía antipatía por el coronel, aunque su hermano no le gustase. Era difícil no simpatizar con un hombre que soportaba valerosamente el dolor físico y conseguía mantener las formas.
Por encima del rumor del teléfono oyó cómo se le aceleraba la sangre con cada latido.
El brusco «¿Diga?» de Hema le reveló que estaba ceñuda.
—Soy yo. ¿Sabes a quién tengo aquí ahora? —Y empezó a explicarle la historia.
—¿Por qué me lo cuentas? —lo interrumpió ella.
—Hema, ¿has oído lo que acabo de decirte? Tenemos que operar. Es nuestro deber. —Pero no la impresionó—. Están desesperados. No tienen adonde ir. Van armados.
—Si están tan desesperados, que le abran la barriga ellos mismos. Soy ginecóloga y obstetra. Diles que acabo de tener gemelos y que no estoy en condiciones de operar.
—¡Hema! —Estaba tan desquiciado que no le salían las palabras. Se suponía que ella tenía que estar de su parte, al menos en la cuestión del cuidado de un paciente.
—¿Estás minimizando lo que tengo entre manos? ¿Acaso olvidas todo lo que tuve que pasar ayer mismo? No estabas allí, Ghosh. Así que en este momento mi responsabilidad está con cada aliento de estos niños.
—Hema, no estoy diciéndote…
—Opera tú, hombre. Ayudaste a Stone con otros vólvulos, ¿no? Yo jamás he operado uno.
Hubo un silencio. «¿Es que le da igual que me peguen un tiro? ¿Por qué adopta esa actitud conmigo, como si fuese el enemigo? Como si fuese la causa del desastre en que se ha visto metida a su regreso. ¿Acaso invité al coronel a que viniese?».
—¿Y si tengo que cortar y anastomizar el intestino grueso, Hema? O practicar una colonostomía…
—Estoy de posparto. Indispuesta. Fuera de servicio. ¡Hoy no estoy aquí!
—Hema, tenemos una obligación con el paciente… el juramento hipocrático…
Ella se echó a reír con un sonido cortante.
—Lo del juramento hipocrático es para cuando estás sentado en Londres tomando el té. Aquí en la selva esos juramentos no existen. Conozco mis obligaciones. Lo único que puedo decirte es que el paciente es afortunado por contar contigo. Es mejor que nada.
Y colgó.
Ghosh era un gran especialista en medicina interna. Fallos cardíacos, neumonía, enfermedades neurológicas extrañas, fiebres exóticas, erupciones, síntomas inexplicables… ése era su métier. Podía diagnosticar afecciones quirúrgicas comunes, pero no estaba preparado para resolverlas en el quirófano.
En una época mejor del Missing, siempre que Ghosh asomaba la cabeza en el quirófano, Stone lo hacía limpiar y ayudar, lo que permitía relajarse a la hermana Praise y para Ghosh ser el primer ayudante de Stone era un cambio divertido en la rutina. Su presencia transformaba el silencio catedralicio del Quirófano 3 en un barullo carnavalesco, lo que a Stone por alguna razón no parecía importarle. Formulaba preguntas a diestro y siniestro, induciendo al cirujano a hablar, a instruir, incluso a recordar. Ghosh ayudaba a veces a Hema de noche, cuando practicaba una cesárea de urgencia, pero raras veces mandaba llamarlo cuando efectuaba una recesión importante por cáncer de útero u ovarios.
Pero ahora se encontraba solo, en el lugar de Stone, a la derecha del paciente, bisturí en mano, un puesto que no ocupaba hacía muchos años. La última vez que había estado a la derecha había sido como interno, cuando en recompensa por un buen servicio le habían permitido operar un hidrocele mientras el cirujano titular permanecía enfrente, guiándolo en cada paso.
Siguiendo sus instrucciones, una enfermera introdujo un tubo rectal por el ano del paciente, guiándolo hacia arriba todo lo posible.
—Será mejor que empecemos —dijo Ghosh a la enfermera en prácticas que estaba preparada, con bata y guantes, al otro lado de la mesa de operaciones, dispuesta a ayudarle. Sus leves marcas de viruela quedaban ocultas debajo de la mascarilla y el gorro. Tenía los párpados gruesos, pero unos ojos bonitos—. No podemos acabar si no empezamos, así que es mejor que empecemos si tenemos que terminar, ¿no?
Una grande incisión habrás de hacer
(las pequeñas en tales casos debes temer).
y el intestino habrás de sacar y hacer girar
(de izquierda a derecha lo harás).
y luego un tubo rectal introducirás
que salir una ráfaga de gas hará…
Con el colon hinchado hasta proporciones zepelinescas había demasiadas probabilidades de pinchar el intestino y derramar las heces en la cavidad abdominal. Practicó una incisión por la línea media, la profundizó con cuidado, como un zapador que desactivara una bomba. Justo cuando empezaba a dominarlo el pánico porque tenía la sensación de no estar yendo a ninguna parte, se hizo visible la superficie brillante del peritoneo, la delicada membrana que cubría la cavidad abdominal. Cuando lo abrió, brotó un fluido de color pajizo. Insertó el dedo en el agujero y, utilizándolo como malla protectora, cortó el peritoneo a lo largo de la incisión.
El colon se abrió paso de inmediato como un zepelín que saliera del hangar. Ghosh cubrió los lados de la incisión con compresas húmedas, insertó un gran retractor de Balfour para sostener los bordes abiertos y sacó el intestino completamente para colocarlo sobre las compresas. Era tan ancho como el tubo interior de un neumático, oscuro, cenagoso, tenso de fluido, muy diferente del resto del intestino, flaccido y sonrosado. Vio el punto en que se había producido el nudo, en las profundidades del vientre. Manipulando con suavidad sus dos extremos, lo deshizo siguiendo la dirección de las agujas del reloj, de izquierda a derecha, como indicaba Cope. Oyó un gorgoteo y enseguida empezó a desaparecer el color azulino del segmento hinchado, y los bordes comenzaron a ponerse rosáceos.
Tanteó la pared intestinal en busca del tubo rectal que había insertado la enfermera. Lo subió como la varilla de una cortina en una argolla. Cuando el tubo llegó al intestino distendido, se vieron recompensados con un largo suspiro y el rumor de fluido y gas en el cubo del suelo.
—«Y el intestino entonces se contraerá / y todo como debe quedar quedará» —dijo Ghosh.
—Sí, doctor —corroboró la enfermera en prácticas, que no sabía de qué hablaba.
Ghosh flexionó los dedos enguantados. Parecían competentes y poderosos… Manos de cirujano. «Sólo puedes sentirte así cuando eres el responsable final», se dijo.
Después de coser, cuando ya estaba quitándose los guantes, vio el rostro de Hema por el cristal de las puertas oscilantes, pero enseguida desapareció. Corrió tras ella, que también corría, y la alcanzó en el pasillo. Apoyada en la columna respiraba entrecortadamente.
—¿Y? —dijo cuando recuperó el aliento—. ¿Ha ido bien?
Ambos sonrieron.
—Sí… me limité a deshacer el nudo —contestó él, sin poder evitar que su voz trasluciese orgullo y emoción.
—Podría retorcerse otra vez.
—Bueno, la elección que tenía era o yo o nada, porque el otro médico que hay aquí no quería ayudar.
—Cierto. Lo has hecho muy bien. Has conseguido salir adelante. Almaz y Rosina están al cuidado de los bebés.
—Hema…
—¿Qué?
—¿Me habrías ayudado si hubiese tenido problemas?
—No; justo en ese momento necesitaba estirar las piernas… —No pudo evitar que le centellearan los ojos—. Idiota, ¿qué te creías?
Con Hema, hasta el sarcasmo parecía un regalo. Reprimió el deseo instintivo de dar un salto hacia delante, como un perrillo ansioso dispuesto a olvidar el bofetón que ha recibido minutos antes.
—Justo ayer pasé en coche por el sitio donde vimos aquel primer ahorcamiento, y pensé en ello… —dijo ella de repente, y añadió—: ¿Has comido algo hoy?
Entonces Ghosh cayó en la cuenta: su amada beldad recién llegada de Madrás todavía soltera estaba más «amplificada» que nunca. Había suculentos michelines visibles entre el sari y la blusa. Tenía la piel debajo de la barbilla suavemente hinchada como un segundo mons.
—No he comido nada desde que te fuiste a la India —dijo él, lo cual era casi verdad.
—Has adelgazado. No tiene buena pinta. Ven a comer. Hay comida, toneladas. La gente la trae sin parar.
Y se alejó. Él observó cómo balanceaba las nalgas a uno y otro lado. Había traído de la India más de sí misma que amar. Era el momento menos oportuno, pero se sintió excitado.
Mientras se vestía pensó de nuevo en la operación. «¿Debería haber colocado el colon sigmoideo en la pared abdominal para impedir que vuelva a enrollarse? ¿No se lo vi hacer a Stone? Colopexia, creo que lo llamó. ¿Me habló del peligro de la colopexia y me previno contra ella, o me lo había recomendado? Espero haber sacado todas las esponjas. Debería haber vuelto a contarlas. Debería haber echado un vistazo más. Haber comprobado posibles hemorragias».
Recordó a Stone diciendo: «Cuando el abdomen está abierto, lo controlas. Pero en cuanto lo cierras, te controla a ti».
—Ahora entiendo exactamente lo que querías decir, Thomas —murmuró al tiempo que salía del quirófano.
A última hora de la tarde el personal del hospital se congrego en torno a la fosa abierta en la tierra, apuntalada ya. No había tiempo que perder porque la tradición etíope exige que nadie coma antes de que se entierre el cuerpo, lo que significaba que enfermeras y estudiantes estaban muertas de hambre. El ataúd llegó a hombros de los camilleros, que bajaron por el mismo sendero por el que la hermana Mary Joseph Praise solía bajar a sentarse en aquel bosquecillo. Hema iba detrás del féretro, con la doncella de Stone, Rosina, y la de Ghosh, Almaz, las tres turnándose para llevar a los dos bebés envueltos en mantas.
Posaron el ataúd al borde de la sepultura y abrieron la tapa. Hubo sollozos y llantos apagados cuando se acercaron quienes aún no habían visto el cadáver.
Las enfermeras habían vestido a la hermana Praise con la misma ropa que la pobre monja había llevado cuando se entregara en cuerpo y alma a Cristo: su vestido de «novia». El velo arqueado como una capucha era para mostrar que su mente no se concentraba en asuntos terrenales sino en el reino celestial. Simbolizaba que había muerto para el mundo, pero en la niebla que iba adensándose ya no era un símbolo. El peto almidonado que le rodeaba el cuello parecía un babero. El hábito era blanco, ceñido por un cordón trenzado también blanco, de cuyas mangas emergían las manos de la hermana y se unían en el centro, los dedos sobre la Biblia y el rosario. Las carmelitas descalzas rechazaron en principio el calzado, de ahí el término «descalzas», pero la orden de la hermana había sido lo bastante práctica para usar sandalias. Sin embargo, la enfermera jefe le había dejado los pies desnudos, y asimismo había decidido no llamar al padre De la Rosa, de la iglesia de San José, por aquella actitud reprobatoria que adoptaba, incluso cuando no había nada que condenar. ¡Y con todo lo que había allí para reprobar! Estuvo a punto de llamar a Andy Macguire de la Iglesia anglicana, que sin duda se habría mostrado muy dispuesto a ayudar y consolar. Pero al final pensó que la hermana Praise no habría querido a nadie más que a su familia del Missing para despedirla. El mismo instinto la había impelido a pedir a Gebrew que se preparase para pronunciar una breve oración. La hermana siempre lo había respetado, aunque lo de que fuese sacerdote constituyese algo accidental respecto a sus deberes como vigilante y jardinero, y había tenido en cuenta lo muy honrado y consolado que se sentiría por el hecho de que se lo solicitaran.
La enfermera jefe alzó la mano en el aire fresco y silencioso.
—La hermana Mary Joseph Praise habría dicho: «No lloréis por mí. Cristo es mi salvación». Ese debe ser también nuestro consuelo.
Y a continuación perdió el hilo. ¿Qué podía añadir? Hizo un gesto a Gebrew, pulcramente ataviado con túnica blanca hasta las rodillas sobre los pantalones y un turbante muy ceñido a la cabeza, atuendo ceremonial que sólo se ponía en Timkat, el día de la Epifanía. La liturgia de Gebrew era en guez bíblico antiguo, el idioma oficial de la Iglesia ortodoxa etíope. Con gran esfuerzo acortó su recitación cantarína. Enfermeras y estudiantes en prácticas cantaron luego el himno favorito de la difunta, un himno que ella les había enseñado y que era el que preferían en el rezo matutino en la capilla de la residencia.
¡Jesús vive! Tus terrores
ya no pueden asustarnos, muerte;
¡Jesús vive! Por eso sabemos
que tú, oh tumba, no puedes engañarnos.
¡Aleluya!
Se acercaron todos, esforzándose por ver a la hermana por última vez antes de que clavaran la tapa del féretro. Gebrew diría después que el rostro de la joven monja resplandecía y tenía una expresión beatífica, porque sabía que su período de prueba terrenal había terminado. Almaz insistía en que cuando habían colocado la tapa del ataúd, había emanado de él un aroma a lilas.
Ghosh tuvo la impresión de que se le transmitía un mensaje. La hermana parecía decir: «Emplea bien tu tiempo. No desperdicies más años persiguiendo un amor que tal vez jamás te corresponda. Deja este país por mí».
Hema, que estaba a su lado, prometió en silencio a la hermana muerta que cuidaría de nosotros como si fuéramos sus hijos.
Los culíes bajaron el ataúd con las cuerdas que le habían colocado debajo. El más alto, que apoyaba un pie a cada lado del féretro, colocó luego las pesadas piedras que exigía la tradición etíope y que servían para mantener a las hienas a raya.
Finalmente, los dos hombres palearon de nuevo la tierra para llenar la sepultura, con lo que prácticamente concluyó el oficio, salvo por las ululaciones.
Shiva y yo, tan nuevos en la vida, nos sobresaltamos por aquel sonido ultraterreno. Abrimos los ojos para contemplar un mundo en que ya era tanto lo que faltaba.