La mañana siguiente a los nacimientos y la muerte, la enfermera jefe Hirst acudió a su despacho muy temprano, como cualquier otro día, aunque sólo había dormido unas horas. Ghosh y ella habían estado buscando a Thomas Stone en coche hasta bien entrada la noche. Rosina, la sirvienta de Stone, había montado guardia en su casa, pero él no había aparecido por allí.
Apartó los papeles amontonados en su escritorio. Por la ventana divisaba a los pacientes que hacían cola en el ambulatorio, o mejor dicho, sus sombrillas. La gente creía que el sol exacerbaba las enfermedades, así que había tantas sombrillas como pacientes. Descolgó el teléfono.
—¿Adam? —preguntó, cuando se puso el boticario—. Mande decir a Gebrew que cierre la verja y envíe los pacientes al hospital ruso. —Hablaba muy bien amárico, aunque con acento—. Y por favor, atienda lo mejor que pueda a los pacientes que ya están esperando. Pediré a las enfermeras que realicen las visitas de sus salas y que se las arreglen solas. Comunique a las estudiantes que se cancelan todas las clases de enfermería.
Menos mal que contaba con Adam. Había dejado de estudiar en tercer curso, una verdadera lástima, porque no le habría costado convertirse en médico. No sólo sabía preparar los quince remedios habituales, ungüentos y mezclas que proporcionaba el hospital a los pacientes externos, sino que poseía además una capacidad de diagnóstico asombrosa. Era capaz de localizar con su único ojo sano (el otro era de un blanco lechoso a causa de una infección infantil) a los enfermos graves entre los muchos que llegaban con los frascos graduados de color azul verdoso del hospital para que se los rellenasen. Lamentablemente la queja más común de los enfermos que acudían a la consulta era «Rasehn, libehn, hodehn», literalmente «la cabeza, el corazón y el estómago», mientras se llevaban la mano a cada una de las partes aludidas. Ghosh lo denominaba síndrome RLH, y solían sufrirlo las mujeres jóvenes o los ancianos. Si les presionaban para que concretasen, podían decir que la cabeza les daba vueltas (rasehn yazoregnat) o les ardía (yakatelegnal), que tenían el corazón cansado (lib dekam), molestias abdominales o retortijones (hodkurteth), síntomas que comunicaban de mala gana, porque rasehn-libehn-hodehn tenía que bastar para cualquier médico digno de tal nombre. La enfermera jefe había tardado un año en comprender que ése era el modo de expresar en Etiopía el estrés, la ansiedad, el conflicto conyugal y la depresión; Ghosh decía que los expertos denominaban el fenómeno «somatización». La desazón psíquica se proyectaba en el organismo porque culturalmente era la forma de declarar aquel tipo de sufrimiento. Era posible que las pacientes no vieran ninguna relación entre el marido grosero, la suegra entrometida o la muerte reciente de un hijo y su mareo o palpitaciones. Y todas sabían cuál era la cura para el mal que padecían: una inyección. Podían conformarse con mistura carminativa o con un preparado de trisibcato de magnesio y belladona o cualquier otro que se le ocurriese al médico, pero lo más eficaz era la marfey, la aguja. Ghosh se oponía a que el síndrome RLH se tratase con inyecciones de vitamina B, pero la enfermera Hirst lo había persuadido de que era mejor que las administrase el hospital que obligar a la paciente insatisfecha a recurrir a la aguja hipodérmica no esterilizada de un curandero del Merkato. La inyección de complejo B anaranjado era barata y su efecto, instantáneo. Las pacientes bajaban sonrientes y a saltitos la ladera.
Sonó el teléfono y, por una vez, la enfermera jefe se sintió agradecida. En general, aquel aparato le molestaba, porque siempre suponía una interrupción. La centralita del hospital aún era una novedad. Se había negado a poner una extensión en su casa, pero le parecía importante que hubiese teléfono en la del médico y en la sala de urgencias. Consideraba un lujo hasta el teléfono del despacho, pero entonces lo descolgó esperando buenas noticias, novedades sobre Stone.
—Un momento, por favor, va a hablarle su excelencia el ministro de la Pluma —dijo una voz femenina.
La enfermera jefe oyó leves chasquidos e imaginó a un perrito caminando por el parquet del palacio. Posó la mirada en las biblias que se amontonaban en la pared del fondo: había tantas que parecían una barricada de brillante piel sintética adoquinada.
Se puso el ministro, que le preguntó por su salud y luego dijo:
—Su majestad lamenta la pérdida que han sufrido. Por favor, acepte sus condolencias más sinceras.
Ella se imaginó al ministro de pie haciendo reverencias mientras hablaba por teléfono.
—Su majestad me ha pedido personalmente que llamase.
—Su majestad es muy amable por pensar en nosotros… en este momento —repuso la monja. Era parte de la mística del emperador, y una clave de su poder, que supiese cuanto sucedía en su imperio. Se preguntó cómo habría llegado la noticia a palacio tan pronto. El doctor Thomas Stone con la hermana Mary Joseph Praise de ayudante había extirpado un par de apéndices regios, y Hema había practicado una cesárea de emergencia a una nieta que no había conseguido llegar a Suiza. Desde entonces, varias mujeres de la familia real habían acudido a Hema en el momento del parto.
El ministro le aseguró que si había algo que pudiesen hacer en palacio sólo tenía que pedirlo. No sacó a colación cómo había muerto la hermana ni el destino de los dos bebés.
—Por cierto, enfermera jefe —añadió, y ella se puso alerta, pues supuso que aquélla era la verdadera razón de la llamada—. Si por casualidad un militar… un oficial de alta graduación, acude al hospital para tratamiento, para cirugía, tal vez mañana, al emperador le gustaría estar informado. Puede llamarme usted personalmente. —Y le dio un número.
—¿Qué clase de oficial? —preguntó la enfermera Hirst, que ante el silencio que siguió pensó que el ministro estaba meditando la respuesta.
—Un oficial de la Guardia Imperial, un oficial que no tiene, digamos, ninguna necesidad de acudir al Missing.
—¿Cirugía, dice usted? Oh, no, hemos cerrado el hospital. No tenemos cirujanos, ministro. Verá, el doctor Thomas Stone… está indispuesto. Formaban un equipo, ¿sabe…?
—Gracias, enfermera jefe. Comuníquenoslo, por favor.
Después de colgar estuvo reflexionando sobre la llamada. El emperador Haile Selassie había creado unas fuerzas militares sólidas y modernas, formadas por el Ejército de Tierra, la Marina, la Aviación y la Guardia Imperial, esta última un cuerpo tan grande como los otros, equivalente a la Guardia Real de Inglaterra que vigilaba la entrada del palacio de Buckingham. La Guardia Imperial etíope, lo mismo que la Guardia Real inglesa, no era una simple unidad ceremonial, sino que estaba integrada por militares profesionales, y sus unidades no se diferenciaban del resto de las fuerzas armadas pues recibían instrucción para el combate. Los cadetes etíopes prometedores de todos los cuerpos iban a Sandhurst, a West Point o a Puna. Sin embargo, aquellas estancias en el extranjero solían avivar la conciencia social y el emperador temía un golpe de estado de aquellos jóvenes oficiales. Contar con las segundas o terceras fuerzas armadas más grandes del continente era motivo de orgullo, pero también un peligro potencial para su reino. El emperador fomentaba de forma deliberada la rivalidad entre los cuatro cuerpos y mantenía los cuarteles muy separados, además de trasladar a los generales en cuanto se volvían demasiado poderosos. La enfermera jefe intuía alguna intriga de ese tipo… De lo contrario, ¿por qué telefonearía en persona el ministro de la Pluma, portavoz del emperador?
Se dijo que aquel político no tenía ni idea de lo que significaba para el hospital no contar con un cirujano. Antes de que llegara Thomas Stone, podían atender a la mayoría de los pacientes de pediatría y medicina interna gracias a Ghosh, y se las arreglaban con los trastornos ginecológicos y obstétricos complicados gracias a Hema. A lo largo de los años habían pasado por el hospital una serie de médicos, algunos capacitados para las intervenciones quirúrgicas. Pero nunca habían contado con un cirujano competente y bien preparado hasta la llegada de Stone. Su especialidad permitía al hospital curar fracturas complejas, hacer intervenciones por bocio y otros tumores, efectuar injertos de piel en quemaduras, reparar hernias estranguladas, extirpar próstatas inflamadas o pechos cancerosos, e incluso perforar el cráneo para extraer un coágulo de sangre que presionaba en el cerebro.
La presencia de Stone (con una ayudante como la hermana Praise) había mejorado el nivel del Missing. Su ausencia lo cambiaba todo.
El teléfono volvió a sonar pocos minutos después, pero esta vez el timbre le resultó amenazador. Descolgó de mala gana. «Dios mío, por favor, que Stone esté vivo».
—¿Oiga? Soy Eli Harris. De la congregación baptista de Houston. ¿Oiga?
Para ser una llamada desde América, la conexión era nítida. La enfermera jefe se sorprendió tanto que no contestó.
—¿Oiga? —repitió la voz.
—¿Sí?
—Llamo desde el hotel Ghion de Adis Abeba. ¿Puedo hablar con la enfermera jefe Hirst?
Apartó el auricular y tapó el micrófono. Se sintió aterrada. Y confusa. ¿Qué demonios hacía allí ese hombre? Estaba acostumbrada a tratar con los donantes y las organizaciones benéficas por correo. Necesitaba pensar rápido, pero su mente se negaba a cooperar. Finalmente quitó la mano.
—Le daré el mensaje, señor Harris. Le telefoneará…
—¿Puedo saber con quién hablo?
—Verá, ha fallecido uno de los miembros de nuestro equipo. Tal vez tarde un par de días en llamarle.
Harris dijo algo, pero la enfermera jefe colgó, para a continuación descolgar mirando furiosa el aparato, desafiándolo a que sonara.
La congregación baptista de Houston era últimamente la que mejor y con mayor constancia financiaba el hospital. La enfermera jefe enviaba cartas manuscritas todas las semanas a iglesias de América y Europa, y pedía a los destinatarios que remitieran su carta a otros miembros de la Iglesia si ellos no podían ayudar. Si llegaba una respuesta que expresaba algún interés, remitía enseguida el libro de Stone, El cirujano práctico: un compendio de medicina tropical. Resultaba costoso enviarlo por correo, pero era más convincente que cualquier folleto informativo. Había comprobado que los donantes siempre manifestaban un interés morboso por lo que podía funcionar mal en el cuerpo humano, y las fotografías e ilustraciones (de la hermana Praise) de la obra satisfacían ese gusto. En el capítulo sobre apendicitis figuraba la imagen de una criatura extraña con cara de cerdo, pelaje de perro y ojillos miopes, página donde la enfermera jefe metía siempre la carta a modo de marcador. «El wombat es un marsupial excavador nocturno que sólo se encuentra en Australia, y la única razón de mencionarlo aquí es que posee la dudosa distinción de compartir con el hombre y los monos la posesión de apéndice», rezaba el pie de foto. Más que a cualquier intercambio epistolar, el apoyo de los baptistas de Houston se debía a aquel libro.
Ghosh llegó media hora después, negando con la cabeza.
—He ido a la embajada británica. He dado vueltas en coche por la ciudad. He vuelto a su casa. Rosina está allí, pero él no ha aparecido. He recorrido todo el recinto del hospital…
—Vamos a dar una vuelta —propuso la enfermera jefe.
Cuando bajaban hacia las verjas vieron un taxi que subía la cuesta con un pasajero blanco.
—Debe de ser Harris —comentó la monja, agachándose en el asiento con una presteza que sorprendió a Ghosh. Ella le contó lo de la llamada—. Si no recuerdo mal, conseguí que Harris financiara un proyecto que era idea de usted. Una campaña ciudadana contra la gonorrea y la sífilis. Harris ha venido a ver cómo nos va.
—Pero ¡no hemos hecho nada de eso! —exclamó el médico, a punto de salirse de la carretera.
—Por supuesto que no —suspiró ella.
Ghosh nunca tenía muy buen aspecto por la mañana, ni siquiera después de bañarse y afeitarse, pero aquel día ni siquiera le había dado tiempo a hacer lo uno ni lo otro. La sombra oscura de la barba le subía desde el cuello, enmarcaba los labios y casi le llegaba a los ojos enrojecidos.
—¿Adonde vamos? —preguntó.
—A Guíele. Tenemos que hacer los preparativos para el entierro. Siguieron en silencio.
El cementerio de Guíele quedaba en los arrabales de la ciudad. El camino cruzaba un bosque en que, dada la frondosidad de los árboles, parecía que estuviese anocheciendo. De pronto, ante ellos se alzaron las imponentes verjas de hierro forjado, que destacaban contra los muros de piedra caliza. En el interior, un sendero de grava conducía a una meseta llena de eucaliptos y pinos. Los árboles de Guíele eran los más altos de Adis Abeba.
Caminaron entre las tumbas, aplastando y haciendo crujir a su paso el manto de hojarasca y ramitas. Allí, donde no llegaban las voces ni los ruidos urbanos, sólo se oían la quietud del bosque y el silencio de la muerte. Una llovizna fina empapaba hojas y ramas, agrupándose en grandes gotas que les caían en la cabeza y los brazos. La enfermera jefe se sentía una intrusa. Se detuvo junto a una sepultura no más grande que una Biblia de altar.
—Una niña, Ghosh —dijo, deseando oír una voz, aunque sólo fuese la propia—. Armenia, a juzgar por el nombre. Dios mío, murió el año pasado.
Las flores de la lápida estaban frescas. La enfermera Hirst musitó un avemaría. Más abajo se hallaban las tumbas de jóvenes soldados italianos: NATO Á ROMA o NATO Á NAPOLI, pero independientemente de dónde hubiesen nacido, habían DECEDUTO AD ADDIS ABEBA. Se le humedecieron los ojos al pensar en ellos, en que habían muerto muy lejos de sus hogares.
El rostro de John Melly se le apareció y oyó el Himno de Bunyan, el que habían interpretado en su funeral. A veces, la melodía la sorprendía; la letra afluía a sus labios de forma espontánea.
—¿Sabe usted que estuve una vez enamorada? —dijo, volviéndose hacia Ghosh.
El, que ya parecía atribulado, se quedó paralizado donde estaba.
—¿Quiere decir de un hombre? —preguntó cuando pudo hablar.
—¡Pues claro que de un hombre! —refunfuñó ella.
—Suponemos que sabemos cuanto hay que saber de nuestros colegas, pero ¡qué poco sabemos, en realidad! —comentó Ghosh por fin, tras un largo silencio.
—Creo que no fui consciente de que me había enamorado de Melly hasta que estaba muñéndose. Yo era tan joven… Amar a un agonizante es lo más fácil del mundo.
—¿La amaba él?
—Creo que sí. Murió intentando salvarme, ¿sabe? —Los ojos se le humedecieron—. Ocurrió en mil novecientos treinta y cinco. Yo acababa de llegar al país, no podría haber elegido momento peor. El emperador huyó de la ciudad cuando los italianos estaban a punto de entrar. Los saqueadores se dedicaron a robar y violar sin control.
John Melly requisó un camión de la legación británica para venir a buscarme. Yo prestaba mis servicios como voluntaria en lo que ahora es el Missing. El se detuvo a ayudar a una persona herida en la calle y un saqueador le pegó un tiro. Sin ningún motivo. —Se estremeció—. Lo cuidé diez días, hasta que murió. Ya se lo contaré todo alguna vez. —Incapaz de controlarse, se sentó y lloró con la cabeza entre las manos—. Estoy bien, Ghosh. Concédame sólo un minuto.
Más que por Melly, estaba llorando por el paso de los años. Había llegado a Adis Abeba desde Inglaterra tras haber recibido una enseñanza irregular en un colegio de monjas y de llevar la enfermería estudiantil; había aceptado un puesto en la Misión Interior de Sudán, para trabajar en Harar, Etiopía. En Adis Abeba se encontró con que las órdenes recibidas se habían cancelado por el ataque de los italianos, así que se incorporó a un pequeño hospital casi abandonado por los protestantes norteamericanos. El primer año fue testigo de la avalancha de soldados (algunos de los jóvenes enterrados allí) y civiles italianos que acudían a poblar la nueva colonia: carpinteros, albañiles, técnicos. El campesino Florino se convertía en don Florino al cruzar el canal de Suez; el conductor de ambulancias se reinventaba a sí mismo como médico. Siguió allí durante la ocupación, igual que los tenderos indios, los mercaderes armenios, los hoteleros griegos y los comerciantes levantinos. Y continuaba en el mismo sitio en 1941, cuando en el norte de Africa y en Europa cambió la suerte del Eje. Desde el balcón del hotel Bella Napoli presenció el regreso de Haile Selassie, que volvía al país tras seis años de exilio, escoltado por Wingate y sus tropas británicas. Nunca había visto al diminuto emperador. El hombrecillo parecía asombrado por la transformación de su capital, volvía la cabeza a uno y otro lado para ver los cines, los hoteles, las tiendas, las luces de neón, los altos edificios de apartamentos, las avenidas pavimentadas flanqueadas de árboles… La enfermera jefe había comentado al corresponsal de Reuters que estaba a su lado que tal vez Selassie habría deseado quedarse un poco más en el exilio, y la prensa extranjera había citado su comentario literalmente (aunque, por fortuna, como de una «observadora anónima»). Sonrió al recordarlo.
Se levantó, se enjugó las lágrimas y ambos siguieron caminando trabajosamente.
Bajaron el sendero entre una hilera de tumbas y luego subieron por otro.
—No —dijo ella de pronto—. Esto no puede ser. No me hago a la idea de dejar a nuestra querida hija en este lugar. —Sólo cuando salieron a la luz del sol tuvo la sensación de poder respirar—. Ghosh, si me entierran en Guíele, jamás se lo perdonaré —dijo, y su interlocutor decidió que lo más conveniente era guardar silencio—. Nosotros los cristianos creemos que, en el segundo advenimiento del Señor, los muertos resucitarán.
Ghosh había sido educado como cristiano, pero al parecer la enfermera Hirst nunca se acordaba.
—¿Duda usted a veces, enfermera jefe?
Ella advirtió entonces el tono ronco del médico y que tenía los párpados caídos. Recordó de nuevo que no era la única que sufría.
—La duda es prima hermana de la fe, Ghosh. Para tener fe hay que suspender la incredulidad. Nuestra querida Mary creía… Mucho me temo que en un lugar tan húmedo y desolado como Guíele hasta a ella le resultaría difícil levantarse cuando llegue el momento.
—¿Entonces qué propone? ¿Cremación? —preguntó Ghosh, pues uno de los barberos indios era también pujari y organizaba las cremaciones de los hindúes que morían en Adis Abeba.
—¡Por supuesto que no! —exclamó la monja, preguntándose si el doctor estaba mostrándose torpe deliberadamente, y añadió—: Entierro. Y me parece que conozco además el sitio justo.
Dejaron el coche en el aparcamiento de Ghosh y caminaron hasta la parte trasera del Missing, donde el calistemo estaba tan cargado de flores que parecía en llamas. Marcaban el límite de la propiedad las acacias, cuyas copas planas formaban una línea irregular en el cielo. La zona más occidental del hospital era un promontorio que dominaba un amplio valle. Aquella vasta extensión, hasta donde alcanzaba la vista, pertenecía a un ras (duque) pariente de su majestad Haile Selassie.
Borboteaba ahí un arroyo, oculto por las rocas; las ovejas pastaban bajo la mirada de un muchacho que se hallaba sentado limpiándose los dientes con una ramita, el cayado cerca. Miró con ojos entrecerrados a la enfermera jefe y a Ghosh, y los saludó con la mano. Llevaba una honda, como en los tiempos de David. Siglos atrás había sido un pastor como él quien se había fijado en lo retozones que se volvían sus animales cuando comían cierta baya roja. A partir de aquel descubrimiento casual, el hábito y el comercio del café se extendieron a Yemen, Amsterdam, el Caribe, América del Sur y al mundo en general, pero todo había empezado en Etiopía, en un campo como aquél.
Aquel rincón del Missing lo ocupaba un pozo artesiano en desuso. Cinco años antes, un perro se había caído dentro y Gebrew había acudido al oír los ladridos desesperados. Consiguió sacar a Kuchulu con un lazo, aunque casi lo ahoga. Tuvieron que cerrar el pozo. Mientras supervisaba dicha tarea, la enfermera jefe vio colillas de cigarrillos y profilácticos usados al pie del muro de piedra, y decidió que tenían que redimir la zona. Unos culíes despejaron la maleza y plantaron hierba nativa. Al cabo de dos meses, el pozo estaba rodeado de un hermoso manto verde. Gebrew se ocupaba del césped, en cuclillas, caminando como un cangrejo: asía un manojo de hierba con la mano izquierda y la segaba con la derecha.
Había sido la hermana Mary Joseph Praise quien había identificado el cafeto silvestre junto al pozo. De no haber sido porque Gebrew cortaba regularmente los brotes más altos, habría crecido tanto que habría quedado fuera de su alcance. Con unos cuantos bancos viejos del ambulatorio, aquel espacio de césped se convirtió en un lugar donde hasta Thomas Stone olvidaba temporalmente sus preocupaciones. Cigarrillo en mano y con la mente en blanco, fumaba y observaba mientras Mary Joseph Praise y la enfermera jefe trajinaban con sus plantas. Pero no tardaba en aplastar el cigarrillo contra la hierba (una costumbre vulgar, en opinión de Hirst) y marcharse como si acudiese a una cita urgente.
La enfermera jefe rezó en silencio. «Querido Dios, sólo Tú sabes lo que será del Missing ahora. Dos de los nuestros se han ido. Un niño es un milagro, y tenemos dos. Pero el señor Harris y los suyos no lo verán así, sino que lo considerarán vergonzoso, escandaloso, un motivo para retirar su apoyo». El hospital no contaba con ingresos dignos de mención por parte de los pacientes; dependía de las donaciones. Su modesta expansión en los últimos años se debía a Harris y otros benefactores. Hirst no disponía de fondos para épocas de necesidad. Iba contra su conciencia reservar dinero cuando éste le permitía curar el tracoma y atajar la ceguera o administrar penicilina y curar la sífilis. La lista era interminable. ¿Qué iba a hacer?
Examinó el paisaje en todas direcciones sin registrar lo que veía, concentrada en sus preocupaciones. Pero gradualmente el valle, la fragancia del laurel, los intensos verdes, la brisa suave, la forma en que la luz incidía en la otra ladera, el tajo que dejaba el arroyo y, por encima de todo, la extensión de cielo con nubes que pasaban hacia un lado, en suma, el conjunto, fue ejerciendo su efecto. Por primera vez desde la muerte de la hermana experimentó una sensación de paz, una sensación de certeza donde antes no había habido ninguna. Estaba segura de que aquél era el lugar donde debía concluir el largo viaje de la hermana Mary Joseph Praise. Además, recordó que en sus primeros tiempos en Adis Abeba, cuando las cosas parecían tan lúgubres, aterradoras y trágicas por la muerte de Melly, justo entonces, había llegado la gracia de Dios y se había revelado el plan divino, aunque se hubiese revelado en Su momento.
—Yo no puedo verlo, Señor, pero sé que Tú sí —dijo.