La mañana que nacieron los gemelos, el doctor Abhi Ghosh despertó en su habitación con el zureo de las palomas en el alféizar. Las aves habían figurado en su sueño interrumpido, cuando se columpiaba en la enorme higuera que había junto a su casa donde viviera de niño en la India. Había estado intentando atisbar algo de la boda que se celebraba en el interior, pero no lo había logrado, ni siquiera después de que las palomas limpiaran las ventanas con las alas.
Ahora que estaba despierto, sólo seguía vivida en su memoria la antigua higuera que se alzaba en el patio compartido. Sus ramas estaban sostenidas por raíces aéreas semejantes a columnas, que a los ojos de un niño parecían surgir de la tierra y no al revés. Aquel árbol, inamovible bajo los monzones de Madrás y la canícula estival, había sido su guía y protector. El acantonamiento próximo al monte de Santo Tomás, en los arrabales de Madrás, era un hervidero de mocosos, hijos de militares y ferroviarios, un lugar adecuado para un niño sin padre, sobre todo para uno cuya madre se sentía tan abatida por la muerte del marido que era incapaz de resultar demasiado útil a sus hijos. Anand Ghoshe, un bengalí de Calcuta, había sido destinado a Madrás por la Red de Ferrocarriles Indios y había conocido a su futura esposa, la hija angloindia del jefe de estación de Perambur, en un baile ferroviario al que fuera a divertirse. Las dos familias se opusieron al matrimonio. Tuvieron dos hijos, primero una niña y luego un niño. El pequeño Abhi Ghoshe contaba un mes cuando su padre murió de hepatitis. Se convirtió en un niño independiente y alegre, que miraba el mundo de frente. Al llegar a la mayoría de edad, eliminó la e final de su apellido, porque le parecía redundante, un apéndice cutáneo. Su madre murió cuando él cursaba primero de Medicina. Su hermana y su cuñado se marcharon, resentidos por el hecho de que la casa del acantonamiento la heredara él. Su hermana dejó claro que era como si Ghosh ya no existiera para ella, cosa que con el tiempo él comprobó que era cierta.
Cuando Ghosh más sentía la ausencia de Hema del Missing era por las mañanas. La casa de la ginecóloga, que quedaba muy cerca de la suya, oculta por setos, estaba entonces cerrada y silenciosa. Siempre que se marchaba de vacaciones a la India, a Ghosh la vida se le hacía insoportable, porque lo aterraba la posibilidad de que volviese casada.
En el aeropuerto, antes de que Hema se fuese, él había ardido en deseos de decir: «Hema, casémonos». Pero sabía que ella echaría la cabeza atrás y reiría. Le encantaba oírla reír, aunque no a su costa. Así que se había tragado su propuesta matrimonial.
—¡Tonto! —le había dicho poco antes de subir a bordo cuando él le había preguntado una vez más si se proponía ver a posibles maridos—. ¿Cuánto hace que me conoces? ¿Por qué sigues pensando que necesito un hombre en mi vida? Se me ocurre una idea: ¡te buscaré una esposa! Es a ti a quien obsesiona el matrimonio.
Consideraba los celos de él una broma compartida. Ghosh jugaba a cortejarla (o eso le parecía a ella) y Hema interpretaba su papel rechazándolo.
Si supiese cómo lo torturaban ciertas imágenes que lo asaltaban: Hema con sari nupcial agobiada por un collar con diez soberanos de oro; Hema sentada con un esposo feo, con guirnaldas amontonadas al cuello de ambos como el yugo de un búfalo…
—¡Adelante! ¡¿A mí qué me importa?! —exclamó en voz alta, como si su colega estuviese en la habitación—. Pero pregúntate si él puede amarte como yo te amo. ¿De qué sirve estudiar si luego permites que tu padre te lleve como una vaca al toro de Brahma?
Eso le hizo pensar en un pene bovino y soltó un gruñido.
Pero esta vez, Ghosh había hecho algo distinto cuando la marcha de Hema parecía inevitable: había mandado por correo discretamente solicitudes para un puesto de interno en Estados Unidos.
Tenía treinta y dos años, de acuerdo, pero no era demasiado tarde para empezar de nuevo. Al echar el sobre experimentó la sensación de que controlaba su destino, y volvió a sentir lo mismo pero con mayor intensidad aún cuando el hospital del condado de Cook de Chicago le comunicó por telegrama que le enviaban un vale para un billete de avión. Al recibir la carta y el contrato, no disminuyó la angustia que le provocaba Hema, pero se sintió menos desvalido.
De pronto oyó el fuerte ruido metálico que hacía Almaz en la cocina al sacar agua de Mussolini.
—¡Por amor de Dios, ten cuidado! —le gritó, como casi todos los días.
La cocina disponía de tres quemadores, pero era el horno que sobresalía abajo el que recordaba la barriga del dictador caído al que debía su nombre. A un lado había una cavidad metálica en que se calentaba agua cuando se encendía la cocina. Almaz refunfuñaba por tener que partir leña para llenar a Mussolini y encender el fuego. ¿Total para qué? Para preparar una taza de aquel café en polvo asqueroso para el getta, pues Ghosh prefería por la mañana café instantáneo al brebaje semisólido etíope. Pero no era el café lo que más apreciaba, sino el agua caliente del baño.
Se tapó la cabeza con la manta mientras Almaz se dirigía con paso inseguro al cuarto de baño cargada con el balde humeante.
—¡Piel banya!—refunfuñó en amárico, lengua que hablaba siempre, aunque Ghosh sospechaba que sabía más inglés de lo que aseguraba. Echó el liquido en la bañera y acabó de formular el pensamiento—: Tiene que estar asquerosa para que haya que lavarla todos los días. Qué desgracia que el getta no tenga piel habesha, pues estaría limpia sin necesidad de restregarla tanto.
Seguro que Almaz había acudido a la iglesia aquella mañana. Cuando Ghosh acababa de llegar a Etiopía, bajaba un día por la calle Menelik y una mujer en la acera de enfrente se detuvo y lo saludó con una venia, a la que él respondió agitando la mano. No se dio cuenta hasta después de que ese saludo iba dirigido a la iglesia que había delante. Los transeúntes inclinaban la cabeza ante las iglesias, besaban la pared tres veces y se santiguaban antes de continuar. Si habían sido castos, podían entrar. Si no, se quedaban al otro lado de la calle.
Almaz era alta, con la piel color roble y un rostro escudiforme. Los ojos almendrados y rasgados hacia el puente de la nariz le conferían una mirada sensual y seductora, mensaje que contradecía la mandíbula cuadrada, pero ese indicio andrógeno despertaba miradas de admiración. Tenía las manos grandes, aunque bien torneadas, las caderas anchas y unas nalgas que formaban un amplio saliente en que Ghosh creía que podría colocarse sin problema una taza con su platillo. Había llegado al Missing con dolores de parto a los veintiséis años, embarazada de nueve meses y ruborosa de orgullo porque aquel bebé nacería a término, a diferencia de todos los demás, que no habían arraigado en su vientre. En las visitas a la consulta prenatal, las estudiantes de enfermería habían anotado dos veces en la historia clínica haber oído latidos cardíacos fetales. Pero el día de su supuesto parto, Hema no oyó más que silencio. El examen reveló que el «bebé» era un fibroma uterino enorme y los latidos del feto sólo un tamborileo en el cerebro de una de las estudiantes.
Almaz se negó a aceptar el diagnóstico.
—Mira —dijo, sacando un pecho hinchado para apretarlo y soltar así un chorro de leche—. ¿Haría esto una teta si no hubiese un niño que alimentar?
Sí, una teta podía hacer aquello y más si su poseedora lo creía. Fueron precisos tres meses más sin ningún verdadero indicio de parto y una radiografía, en que no se veía ni la espina dorsal ni el cráneo de ningún bebé, para que lo aceptase. En la operación, a la que accedió por fin, Hema tuvo que extirparle el fibroma y el útero que aquél se había tragado. En la ciudad de Sabatha aún esperaban el regreso de Almaz con el bebé. Pero ella no podía soportar la idea de volver, así que se había quedado y convertido en un miembro más del Missing.
Ghosh oyó que volvía y el tintineo de la taza y el platillo. El aroma del café le hizo atisbar por debajo de la tienda de campaña en que estaba metido.
—¿Algo más? —preguntó ella, observándole.
«Sí, tengo que decirte que me marcho del Missing. ¡De verdad! Me voy. No puedo permitir que Hema juegue conmigo como si fuese una marioneta». Pero no lo dijo, limitándose a negar con un gesto. Tenía la sensación de que Almaz comprendía intuitivamente lo que significaba para él la ausencia de su colega.
—Yesus Cristos, por favor, perdona a este pecador, que estuvo bebiendo anoche —entonó ella, agachándose para recoger una botella de cerveza que había bajo la cama.
Ay, Almaz estaba de talante proselitista. A Ghosh le pareció oír furtivamente la conversación privada que sostenía con Dios. Había sido un error dar la Biblia a todo el mundo, en vez de sólo a los sacerdotes, se dijo el médico. Todos se habían vuelto predicadores.
—Benditos sean san Gabriel, san Miguel y todos los santos —continuó Almaz en amárico, segura de que él entendería—. Porque recé para que el amo fuese un hombre nuevo y abandonase un día sus costumbres de dooriye, pero me equivoqué, venerables santidades.
La palabra dooriye era un cebo para provocar a Ghosh. Significaba «patán», «libidinoso», «réprobo», y lo aguijoneó.
—¿Quién te ha dado derecho a llamarme así? —preguntó con fingida cólera. «¿Acaso eres mi mujer?», estuvo a punto de añadir, pero se contuvo. Para su eterna vergüenza, Almaz y él habían mantenido relaciones íntimas en dos ocasiones a lo largo de los años, en ambas estando él borracho. Ella se había tumbado, alzado las faldas y abierto las piernas, rezongando incluso mientras seguía con sus caderas el ritmo de las de él, pero no más de lo que protestaba por el café y el agua caliente. Ghosh había decidido que para aquella mujer rezongar era al mismo tiempo el lenguaje del placer y el dolor. Cuando acabaron, ella había suspirado, se había bajado la falda y le había preguntado antes de marcharse, dejándolo con su culpabilidad: «¿Algo más?».
La quería por no haberle echado nunca en cara aquellos dos episodios. Pero le habían dado licencia para fastidiarlo, para elevar su rezongar a un tono firme; era su prerrogativa. Mas que los santos protegiesen a cualquier otra persona que se dirigiese a él en aquel mismo tono: ella lo defendía, protegía sus pertenencias y reputación con la lengua y los puños y los pies si era preciso. A veces, él tenía la sensación de que pertenecía a aquella mujer.
—¿Por qué me acosas así? —preguntó, más calmado. Sabía que nunca reuniría valor suficiente para darle la noticia de su marcha.
—¿Quién ha dicho que hablaba contigo? —replicó Almaz.
Sin embargo, cuando ella salió y vio las dos aspirinas en el platillo con el café, a él se le ablandó el corazón. «Mi mayor consuelo —se dijo por enésima vez desde que llegara a Etiopía— han sido las mujeres de este país». Un lugar que lo había sorprendido, pues a pesar de las imágenes que había visto en National Geographic, no estaba preparado para aquel imperio montañoso cubierto de niebla, ni para el frío, la altitud, las rosas silvestres. Los árboles inmensos le recordaban a Coonoor, una estación de montaña de la India que había visitado de niño. Su majestad imperial el emperador etíope podría ser excepcional en el porte y la dignidad, pero Ghosh descubrió que sus súbditos compartían aquellos rasgos físicos. La nariz afilada y esculpida y unos ojos conmovedores los asemejaban a los persas y los africanos, con el cabello rizado de los últimos y la piel más clara de los primeros. Reservados, excesivamente formalistas y a menudo taciturnos, se enfadaban enseguida, eran muy susceptibles. En cuanto a teorías de la conspiración y al pesimismo más terrible, se llevaban la palma mundial. Pero una vez superados todos esos atributos superficiales, eran gente sumamente inteligente, encantadora, hospitalaria y generosa.
—Gracias, Almaz —dijo, pero ella fingió no oírle.
En el lavabo, sintió un dolor agudo cuando una ventosidad lo obligó a interrumpir el chorro.
—Es como ir parando sobre el filo de una navaja de afeitar con los huevos como frenos —murmuró con lágrimas en los ojos.
¿Cómo le llamaban los franceses? Chaude-pisse, expresión que ni siquiera se acercaba a describir los síntomas.
¿Aquella misteriosa irritación era debida a una falta de uso? ¿O se trataba de una piedra en el riñón? ¿O, como sospechaba, de una leve inflamación endémica del conducto de la orina? La penicilina no serviría de nada, pues era una condición que no se mantenía constante. Se había consagrado a investigar aquel asunto de la causalidad, pasándose horas al microscopio con su orina y con la de otros con síntomas similares, estudiándolas como los profetas de orinal de los viejos tiempos.
Después de su primera relación carnal en Etiopía (y la única vez que no había usado condón) había recurrido al Método de Campo del Ejército Aliado para «profilaxis poscontacto», como se denominaba en los libros: lavar con jabón y cloruro de mercurio, luego introducir ungüento de proteinato de plata en la uretra y apretar para que descendiese por el conducto. Parecía una penitencia propia de los jesuitas. Estaba convencido de que la «profilaxis» era en parte la causa de aquellas sensaciones ardientes que aparecían y desaparecían, para alcanzar el punto culminante algunas mañanas. ¿Cuántos otros métodos consagrados por el tiempo habría tan inútiles como aquél? Y pensar en los millones que los ejércitos del mundo habían gastado en «botiquines» como aquél, o que antes de que Pasteur descubriese los microbios los médicos se batían en duelo en defensa de los méritos del bálsamo del Perú frente a los del aceite de alquitrán para las heridas infectadas. La ignorancia era tan dinámica como el conocimiento, y crecía en la misma proporción, a pesar de que cada generación de médicos supusiera que la ignorancia era la característica que definía a sus antecesores.
Nada como una experiencia personal para inclinar a un hombre hacia una especialidad. Y así, Ghosh se había convertido en experto en sífilis de facto, en el venereólogo, en aquel que tenía la última palabra respecto a enfermedades venéreas. Desde el palacio a las embajadas, todas las personas importantes con problemas venéreos acudían a consultarle. Tal vez en el condado estadounidense de Cook estuviesen interesados en su experiencia.
Después de bañarse y vestirse recorrió los trescientos metros que lo separaban del edificio del ambulatorio. Buscó a Adam, el boticario tuerto que, bajo la tutela de Ghosh, se había convertido en un diagnosticador nato y dotado. Pero no andaba por allí, así que fue a ver a W. W. Gónada, un hombre de muchos títulos (técnico de laboratorio, técnico del banco de sangre, administrador auxiliar), los cuales podían leerse al completo en la placa de identificación que llevaba en la chaqueta blanca, que le quedaba grande. El nombre completo era Wonde Wossen Gonafer, que había occidentalizado como W. W. Gónada. Ghosh y la enfermera jefe le habían avisado rápidamente sobre el significado de su nuevo apodo, pero resultó que W. W. no necesitaba que se le instruyese.
—Los ingleses tienen nombres como señor Strong, que significa «fuerte», señor Head, que significa «cabeza», señor Carpenter, que significa «carpintero», señor Masón, que significa «albañil», señor Rich, que significa «rico». ¡Yo seré el señor W. W. Gónada!
Era uno de los primeros etíopes a quienes Ghosh había llegado a conocer bien. Bajo su aparente melancolía se ocultaba un carácter ambicioso y amigo de la diversión. La urbanidad y la educación habían introducido en él una gravitas, una cortesía exagerada; el cuello y el cuerpo se flexionaban, dispuestos para la venia, y su conversación estaba llena de suspiros propios de alguien que tiene el corazón roto. El alcohol podía exagerar esa condición o suprimirla por entero.
Ghosh pidió a W. W. que le inyectara B-12. Merecía la pena intentarlo… hasta los placebos tienen algún efecto.
W. W. emitía chasquidos de desaprobación mientras preparaba la jeringa.
—Debe usar siempre profilácticos, doctor Ghosh —lo sermoneó, pero se avergonzó enseguida, porque no era precisamente el más adecuado para dar tal consejo.
—Pero si lo hago. Después de aquella primera vez, nunca he mantenido relaciones sin condón. ¿No me cree? Por eso no entiendo este ardor que siento algunas mañanas. ¿Y usted? ¿Por qué no usa condón, W. W.?
Los tacones que usaba Gónada le hacían caminar con una inclinación pélvica propia de avestruz. Se cardaba el pelo con un halo alto que un día se denominaría afro. Ante aquella pregunta, se irguió a lo largo de su uno cincuenta de estatura y dijo con altivez:
—Si quisiese hacer el amor con un guante de goma, jamás necesitaría salir del hospital.
Si Ghosh hubiese sabido que en aquel mismo instante la hermana Mary Joseph Praise estaba enferma en su habitación, habría corrido a ayudarla, lo que podría haberle salvado la vida. Pero en aquel momento nadie estaba enterado. La enfermera en prácticas aún no había comunicado el mensaje de Stone, y cuando lo hizo no le explicó el grave estado de la monja a ningún miembro del hospital.
Ghosh efectuó despreocupadamente su visita con la enfermera de sala y las estudiantes. Indicó una alergia a la sulfa a las estudiantes más novatas y extrajo fluido ascítico del vientre de un hombre con cirrosis. Luego la clínica del ambulatorio lo mantuvo ocupado la mayor parte de la jornada, salvo por una conferencia que dio a las estudiantes de enfermería sobre la tuberculosis. Estar ocupado lo ayudaba a olvidarse de Hema, que debería haber vuelto ya hacía dos días. La única explicación que se le ocurría para el retraso lo deprimía.
Al final de la tarde, salió del hospital en coche. Justo por unos minutos no presenció el revuelo que se armó cuando Thomas Stone sacó a Mary Joseph Praise del pabellón de las enfermeras.
Aparcó cerca del colosal León de Judá, un punto de referencia de la zona próxima a la estación de ferrocarril. Tallado en bloques de piedra de un negro grisáceo, con una corona cuadrada a la cabeza, aquel león cubista parecía una pieza de ajedrez. Bajo la corta frente, las ranuras de los ojos miraban fijo al otro lado de la plaza; la escultura confería un aire vanguardista a aquella parte de la ciudad. Ghosh entró en el mundo lacado y cromado de Ferraros, donde un corte de pelo costaba diez veces más que en Jai Hind, la peluquería india. Pero Ferraros, con su ventana de vidrio esmerilado y su poste de barbero a franjas rojas y blancas, resultaba rejuvenecedor. Las paredes de espejo, el collar de luces de globo, el sillón de cuero morado con más pomos y palancas cromadas que la mesa de operaciones del Missing eran cosas que sólo existían en aquel establecimiento italiano.
Ferraro, deslumbrante con su bata blanca sin cuello, estaba en todas partes: detrás de Ghosh para quitarle la chaqueta, a su lado para indicarle el sillón, luego ante él para ponerle el guardapolvo. Charlaba en italiano y no importaba que Ghosh sólo conociese unas pocas palabras de esa lengua, pues la conversación se ofrecía como música de fondo sin requerir respuesta. Se sentía a gusto con aquel hombre mayor. «Cuídate de un médico joven y un barbero viejo», decía el refrán, pero Ghosh pensaba que tanto él como Ferraro se hallaban en buenas manos.
Aquel hombre había sido soldado en Eritrea antes de convertirse en barbero en Adis Abeba. Si hubiesen hablado la misma lengua, Ghosh le habría preguntado muchas cosas, por ejemplo, sobre la epidemia de tifus de los años cuarenta, durante la cual algún brillante oficial italiano había decidido rociar toda la ciudad con DDT, eliminando los parásitos y el tifus. ¿Cómo habían afrontado los italianos el problema de las enfermedades venéreas entre los soldados que sin duda no podían haberse limitado a las seis damas italianas de Asmara, las puttanas oficiales de la guarnición?
Sentía un gran deseo de confiar en Ferraro, de contarle cómo lo torturaban los celos que sufría, cómo estaba a punto de abandonar el país a causa de una mujer que no se tomaba en serio su amor. El barbero emitió un leve sonido chasqueante, como si intuyese el problema y de qué clase era; colocar el sillón en posición reclinada era el primer paso del italiano para hallar una solución. Ninguno de los dos podría haber sospechado que en aquel instante el corazón de la hermana Mary Joseph Praise había dejado de latir.
Ferraro colocó con cuidado la primera toalla caliente alrededor del cuello de su cliente. Cuando puso la última, bloqueando toda la luz, guardó un prudente silencio. Ghosh oyó sus pasos suaves hasta donde tenía apoyado el cigarrillo, y luego el rumor al exhalar el humo.
«Si pudiese tener un criado, éste habría sido mi hombre», pensó Ghosh. Nadie había dudado nunca ni por un momento que el destino de Ferraro era ser barbero. Su instinto era infalible. El que estuviese calvo carecía de importancia.
Salió de allí envuelto en los efluvios de la loción para después del afeitado. Mientras conducía, contemplaba el panorama como si fuese por última vez: la empinada subida de la calle Churchill y luego Jai Hind hasta el semáforo, donde tuvo que hacer malabarismos con el acelerador y el embrague antes de que se encendiese el verde. Giró a la izquierda y pasó por delante de la tienda de especias de Vanilal, luego por Telas Vartanian y se detuvo en correos.
La niña leprosa que controlaba aquel territorio donde abundaban los extranjeros al parecer se había convertido en una adolescente de la noche a la mañana. Sus pechos respingones resultaban visibles a través del shama, mientras que el cartílago nasal se había colapsado, conformando una nariz de silla de montar. Puso un billete de un birr en su mano en garra.
El rumor de castañuelas le hizo volverse: eran las tapas de botella ensartadas en un clavo en la caja de zapatos de un listiro, que alzó la vista hacia él. Ghosh se apoyó en la pared de correos junto a media docena de individuos que fumaban o leían el periódico mientras los listiros trabajaban como abejas con sus pies. Los responsables de ello también eran italianos, se dijo: de que la gente se lustrase los zapatos más a menudo de lo que se bañaba.
Empezó a lloviznar y los codos de los listiros volaban como pistones. Ghosh advirtió en la nuca del muchacho una mancha de un blanco albino. ¿No sería el collar de Venus? ¿Tan joven y ya con cicatrices de sífilis curada? Venereum insontium (sífilis «inocentemente contraída»), según la denominación todavía al uso en los libros de texto, aunque él no creía en semejante cosa. Aparte de la congénita, en que la madre infectaba al nonato, opinaba que todas las sífilis se contraían por vía sexual. Había visto niños de cinco años jugar remedando entre ellos el acto de la copulación, y haciendo un buen trabajo al respecto.
Ante el aguacero súbito, Ghosh se precipitó hacia el coche. La lluvia lavó la capa de melancolía que había envuelto la piazza. Al encenderse las farolas, su luz se reflejó en el cromo de los vehículos que circulaban; los autobuses Ambassa se volvieron de un rojo encendido. En el tejado del edificio de tres plantas (que también albergaba Pan Am, el Ristorante Venezia e Importaciones-Exportaciones Motila) la jarra de cerveza de neón se llenó de líquido amarillento, se desbordó con espuma blanca y volvió a oscurecerse antes de que se iniciase el ciclo de nuevo. El anuncio había despertado gran asombro cuando lo instalaron: los hombres descalzos que conducían sus corderos a la ciudad para la fiesta del Meskel se habían parado a contemplar el espectáculo, el rebaño se había dispersado y el tráfico había quedado bloqueado.
En el bar St. George la lluvia goteaba de las sombrillas Campari del patio. El interior estaba atestado de extranjeros y locales que consideraban el ambiente digno de los precios. Las puertas de cristal retenían un rico aroma a cannoli, biscotti, casatta de chocolate, café molido y perfume. La música de un gramófono se mezclaba con las voces, el tintineo de tazas y platos, y los sonidos agudos del arrastre de sillas y de cristal al posarse en mesas de fórmica.
Acababa de sentarse en la barra cuando advirtió el reflejo de Helen en el espejo. Estaba sentada a una mesa de un rincón alejado. Como era miope, probablemente no le viese. Sus bellos rasgos destacaban con el negrísimo cabello. No prestaba atención a su acompañante, nada menos que el doctor Bachelli. El instinto le dijo que tenía que irse enseguida de allí, pero el camarero aguardaba, así que pidió una cerveza.
—Dios mío, Helen, qué guapa eres —masculló, observando su imagen en el espejo.
En el St. George no disponían de chicas de alterne propias, pero no ponían objeciones a que entrasen las de más clase. Helen tenía las piernas cruzadas, la piel de los muslos blanca como nata. Ghosh recordó aquellos glúteos generosos ante los que podía prescindirse de almohada de apoyo. Un lunar en la mejilla aumentaba su distinción. Pero ¿por qué las chicas mestizas más guapas (las killis, como solían llamarlas, aunque el término fuese despectivo) adoptaban aquel aire aburrido y miraban por encima del hombro?
Bachelh, con un pañuelo de seda que flotaba sobre la chaqueta color crema y a juego con la corbata, parecía mucho más viejo aquella noche de los aproximadamente cincuenta años que debía de tener. Su fino bigote esculpido con esmero y la expresión de ecuanimidad, cigarrillo en mano, lo irritaron, porque vio en ellos su propia inercia, lo que le había retenido tanto tiempo en África. Bachelh le resultaba simpático; no era un gran médico, pero era consciente de sus límites en medicina, aunque no podía decirse lo mismo cuando se trataba del alcohol.
Una semana antes le había impresionado mucho verlo borracho cantando la Giovinezza mientras desfilaba a paso de ganso por el centro de la piazza. Era casi medianoche; Ghosh había parado el coche e intentado llevárselo de allí. Entonces Bachelli se había vuelto escandaloso y vociferante, y había empezado a gritar a propósito de Adua, lo cual habría bastado para que le diesen una paliza si insistía. Aquel hombre estaba perdido en el recuerdo de cuando en 1934 había embarcado en un transporte de tropas en Nápoles. Volvía a ser un joven oficial de la Legión 230 de la Milicia Nacional Fascista, e iba a luchar por II Duce, a conquistar Abisinia, a borrar la vergüenza de la derrota en la batalla de Adua a manos del emperador Menelik en 1896. En Adua, diez mil soldados italianos y un número igual de sus áscaris eritreos salieron de su colonia para invadir y conquistar Etiopía, pero fueron derrotados por los guerreros etíopes descalzos del emperador Menelik armados con lanzas y Remingtons (que les había vendido nada menos que Rimbaud). Ningún ejército europeo había recibido semejante paliza en África. Aquello sacaba de quicio a los italianos, así que incluso hombres que no habían nacido en la época de Adua, como Bachelli, habían crecido con deseos de venganza.
Ghosh no entendió nada de esto hasta que llegó a África; no había comprendido que la victoria de Menelik había inspirado el movimiento de retorno a África de Marcus Garvey y despertado la conciencia panafricana en Kenia, Sudán y el Congo. Para entender esas cosas había que vivir en África.
Los italianos no habían olvidado la humillación sufrida; y así, en la tentativa siguiente, unos cuarenta años después, Mussolini no corrió ningún riesgo. Su lema fue Qualsiasi mezzo!, ¡por los medios que sea! La caballería etíope, con melenas de mono, escudos de cuero y lanzas y rifles de un solo disparo, se encontró con un enemigo que era una nube de gas fosgeno en que morían asfixiados, sin que importara nada el Protocolo de Ginebra. Bachelli había participado en aquello, y contemplando esa noche su rostro, tan encendido por la bebida y el orgullo, cuando desfilaba por la victoria en la piazza, Ghosh se percataba de lo que debía de haber supuesto para él aquel momento de máxima satisfacción.
Intentaba pasar inadvertido acodado en la barra, pero observaba a la pareja en el espejo. Cuando había conocido a Helen se había enamorado locamente de ella, un amor que había durado unos días. «Dame dinero, por favor», le pedía ella cada vez que se veían. Cuando le preguntaba para qué, ella pestañeaba, esbozaba un mohín, como si la pregunta fuese absurda, y decía: «Ha muerto mi madre» o «Tengo que abortar»… Lo primero que se le ocurriese. La mayoría de las chicas de alterne tenían un corazón de oro y acababan casándose bien, pero el de Helen era de un metal menos noble.
A pesar de que tenía una concubina eritrea, el pobre Bachelh estaba loco por Helen desde hacía años. Le daba dinero; esperaba y aceptaba su egoísmo. La llamaba su donna delincuente, y presentaba el lunar de la mejilla como prueba. Ghosh quería preguntar a su colega si creía realmente en el abominable libro de Lombroso, La mujer delincuente: los «estudios» de este autor italiano acerca de prostitutas y mujeres criminales revelaban «características degenerativas», rasgos como distribución «primitiva» de vello púbico, una apariencia facial «atávica» y exceso de lunares. Era seudociencia, auténticos disparates.
Ghosh se levantó de repente y se alejó con sigilo, sin apurar la cerveza, porque de pronto le pareció insoportable la idea de sostener una breve charla con cualquiera de los dos.
Los Avakian estaban cerrando el almacén de bombonas de gas y más allá terminaban las luces de la piazza, la ilusión transitoria de Roma, y todo era ya oscuridad. La carretera continuaba después del largo y sombrío muro de piedra tipo fortaleza que contenía la ladera. Un tajo en las piedras cubiertas de musgo era Sába Dereja (Setenta Escalones), un atajo peatonal hasta la rotonda de Sidist Kilo, aunque los peldaños estaban tan gastados que era más rampa que escalera, y traicionera cuando novia. Pasó la iglesia armenia, luego rodeó el obelisco de Arat Kilo (otro monumento bélico en una rotonda), después las agujas y cúpulas góticas de la catedral de la Trinidad y a continuación el edificio del Parlamento, inspirado en el de la ribera del Támesis. Aún no le apetecía dirigirse a casa, de modo que en el Palacio Antiguo dobló y bajó hacia Casa INCES, un barrio de suntuosas villas.
No estaba de humor para el Ibis ni para uno de los grandes bares de la piazza que empleaban a treinta chicas de alterne. Delante vio un edificio sencillo de bloques de hormigón ligero, que parecía dividido en cuatro bares; un local más de los cientos que había de ese tipo en todo Adis Abeba. Dos entradas despedían un leve destello de neón. Una tabla permitía vadear el vertedero. Eligió la puerta de la derecha y cruzó la cortina de cuentas. Como había supuesto, dado el tamaño, se trataba del negocio de una mujer. El tubo fluorescente estaba pintado de naranja, lo cual creaba un interior estilo matricial, subrayado por el incienso que humeaba en el brasero de carbón. Había dos taburetes almohadillados en la corta barra de madera. Las botellas de la estantería de la pared de atrás impresionaban (Pinch, Johnny Walker, ginebra Bombay), aunque estuviesen rellenas de tej de fabricación casera. Su majestad Haile Selassie I, con uniforme de la Guardia Imperial, miraba hacia abajo desde un cartel de la pared. En un calendario, una mujer de bonitas piernas en traje de baño correspondía a la sonrisa de su majestad con otra.
En el escaso espacio que quedaba había una mesa y dos sillas, donde estaba sentada la camarera con un cliente que la cogía de la mano y que parecía concentrado en retener la atención de la chica. Justo cuando Ghosh decidió que no tenía sentido quedarse, ella se soltó, echó la silla atrás, se levantó y le hizo una venia. Los tacones altos resaltaban sus pantorrillas. Llevaba pintadas las uñas de los pies con esmalte oscuro. Ghosh pensó que era muy bella. La sonrisa parecía genuina y sugería mejor disposición que la de Helen. El otro hombre pasó hoscamente al lado del médico y salió del local sin decir palabra.
«La tierra de la leche y la miel —pensó Ghosh—. Leche, miel y amor por el dinero».
La mujer y Ghosh intercambiaron saludos («¿Qué tal?», «Bien, bien»), con reverencias que fueron decreciendo hasta convertirse en meros cabeceos. Ghosh se sentó en el taburete de la barra y ella pasó detrás. Tendría unos veinte años, pero era de constitución grande y la opulencia de la blusa indicaba que había tenido al menos un hijo.
—Min the tétale? —le preguntó ella, llevándose un dedo a la boca, por si no entendía amárico.
—Lamento mucho haber ahuyentado a tu admirador. Si hubiese sabido que estaba aquí o que le interesabas tanto, no me habría entrometido en vuestra cita.
La mujer abrió la boca sorprendida.
—¡Ese! Quería seguir con una sola cerveza hasta el amanecer sin invitarme a mí a una. Es de Tigre. Tu amárico es mejor que el suyo —repuso efusiva, pero aliviada porque no sería una noche de lenguaje de señas.
Su vaporosa falda de algodón blanco le llegaba justo a las rodillas. El vistoso borde se repetía en el ribete de la blusa y en el volante del shama que llevaba echado por los hombros. Tenía el pelo estirado y permanentado al estilo occidental. Un collar de tatuajes en forma de líneas onduladas muy próximas hacía que el cuello pareciese más largo. «Bonitos ojos», pensó Ghosh.
Se llamaba Turunesh, pero él decidió llamarla, como a todas las mujeres de Adis Abeba, Konjit, que significaba «hermosa».
—Tomaré del bendito St. George. Y, por favor, sírvete una para ti. Tenemos que celebrarlo.
Ella se lo agradeció con una reverencia.
—¿Es tu cumpleaños, entonces?
—No, no, Konjit. Mejor aún. —Y estuvo a punto de añadir: «Es el día en que me he liberado de las cadenas de una mujer que llevaba una década fastidiándome. El día que he decidido que terminó mi etapa africana y que me espera América»—. Es el día en que he conocido a la mujer más bella de Adis Abeba.
Tenía una dentadura fuerte y regular. Cuando rió asomó el borde de la encía superior, lo que la avergonzaba, porque se llevó la mano a la boca.
Ante el sonido de aquella risa feliz algo se ablandó dentro de él y, por primera vez desde que había despertado aquella mañana, se sintió casi normal.
Cuando había llegado a Adis Abeba se había hundido en una depresión profunda y pensó en marcharse de inmediato, pues descubrió que había malinterpretado por completo las intenciones de Hema al pedirle que fuese. Lo que creía que era la conclusión triunfal de un cortejo que se había iniciado como internos en la India, resultó que sólo habían sido imaginaciones suyas, pues ella simplemente había pensado que le hacía un favor a Ghosh (y al Missing). El ocultó su vergüenza y humillación. Estaban en el período de las largas lluvias, lo que ya bastaba de por sí para que un hombre quisiera suicidarse. Le salvó el Ibis de la piazza. Un día, mientras buscaba un lugar donde tomar una copa, lo atrajo una entrada con un arco de marfil festoneado de luces navideñas. Le llegó de dentro la música y el rumor de risas femeninas. Cuando entró, creyó que había muerto y resucitado convertido en Nabucodonosor. En aquellas mujeres del Ibis (Lulú, Marta, Sara, Tsahai, Meskel, Sheba, Mebrat) y en el bar y restaurante disperso que ocupaba dos plantas y tres galerías cerradas halló una familia. Las chicas le dieron la bienvenida como a un amigo perdido hacía mucho, le devolvieron el buen humor, estimularon al bromista que había en él, siempre felices de sentarse a su lado. Las muchachas guapas eran tan abundantes como la lluvia fuera. Sus tonos de piel iban desde el café con leche al carbón. Las pocas mujeres mestizas del Ibis tenían la piel blanca o aceitunada y los ojos castaños, azules e incluso verdes. La mezcla de razas producía generalmente el fruto más exótico y bello, aunque la pulpa fuese impredecible y con frecuencia amarga.
Pero de todas las cualidades de las mujeres que había conocido en Adis Abeba, la más importante era su aquiescencia, su disponibilidad. Durante meses, tras su llegada a la ciudad, bastante más tarde de que descubriese el Ibis y otros bares similares, se mantuvo célibe. Lo irónico de aquel período era que la única mujer a quien quería lo rechazaba y al mismo tiempo estaba rodeado de mujeres que nunca le decían que no. Tenía veinticuatro años y aunque no era inexperto cuando llegó a Etiopía, sólo había mantenido una relación íntima en la India con una joven enfermera en prácticas llamada Virgen Magdalena Kumar. Poco después de que concluyera aquella relación de tres meses, ella dejó la orden y se casó con un tipo al que él conocía; y es de suponer que se cambiaría el nombre por Magdalena Kumar.
—Hema, soy sólo humano —murmuró ahora, como hacía cada vez que pensaba que le era infiel. Alargó la mano y palpó la carne bajo las costillas de Konjit, apretando un pliegue de piel—. ¡Ay!, querida, ¿no deberíamos pedir algo de comer? Necesitas engordar un poco —dijo—. Y nos hará falta sustento para lo que haremos esta noche. Te confesaré que es mi primera, mi primerísima vez.
Si ella hubiese sido mayor (y muchos bares de aquéllos los regentaban mujeres mayores que habían ahorrado dinero para instalarse por su cuenta después de trabajar en algún local grande como el Ibis), él habría empleado otro tono, menos directo, más cortés… una forma más gentil de halago. Pero había adoptado la actitud del colegial travieso.
Cuando ella le tocó el pelo y le acarició la cabeza, Ghosh ronroneó satisfecho. En la radio el tañido apagado de un krar repetía un riff de seis notas de una escala pentatónica que parecía compartir toda la música etíope, rápida o lenta. Reconoció la canción, que era muy popular; se titulaba Tizita, palabra para la que no había equivalente en inglés, pues significaba «recuerdo teñido de pesar». Ghosh se preguntó si lo había de otro género.
—Tienes una piel preciosa. ¿Qué eres? ¿Banya?—le preguntó ella.
—Sí, cariño, soy indio. Y considerando que no hay nada en mí aparte de la piel que sea bello, eres muy amable por decírmelo.
—Oh no, no, ¿por qué dices eso? Te juro por los santos que ojalá tuviese yo tu pelo. Tu amárico es increíble. ¿Estás seguro de que tu madre no es habesha?
—Me halagas —admitió él.
Había aprendido un poco de amárico en el hospital, pero sólo mediante relaciones tete á tete como aquélla había adquirido fluidez. Opinaba que el amárico de cama y el que usaba un médico de cabecera eran en realidad lo mismo: «Échate, por favor», «Quítate la camisa», «Abre la boca», «Respira hondo…». El lenguaje amoroso era el mismo que el médico.
—La verdad es que sólo conozco el amárico del amor. Si me mandases a comprar un lápiz no lo conseguiría, porque ignoro esas palabras.
Ella se echó a reír e intentó de nuevo taparse los labios, pero él le cogió la mano para impedírselo, y entonces la joven estiró el labio inferior hacia arriba, como si quisiera ocultar los dientes, en un gesto que a Ghosh se le antojó nubil y conmovedor.
—Pero ¿por qué ocultas la sonrisa?… Así. ¡Qué bonita!
Mucho, mucho después, se retiraron a la habitación trasera. Él cerró los ojos e imaginó (como siempre) que estaba con Hema. Con una Hema mejor dispuesta.
La niebla, que había traído consigo un silencio fúnebre y un frío que helaba los huesos, se hallaba a centímetros del suelo cuando salió. Ghosh se puso a orinar a un lado de la carretera, y entonces oyó la risa de una hiena, no supo si por lo que él estaba haciendo o por su equipamiento. Se volvió y divisó retinas lobunas que brillaban entre los árboles, más allá de la primera agrupación de casas. Salió a la carrera, subiéndose la cremallera al mismo tiempo, abrió el coche y montó rápidamente, para arrancar a toda prisa y alejarse. Un hombre tenía que preocuparse por algo más que por las hienas mientras orinaba. Shiftas, lebas, madjiratmachi y toda clase de truhanes constituían una amenaza después de medianoche, incluso en el centro de la ciudad y cerca de las vías pavimentadas. El mes anterior, sin ir más lejos, dos individuos habían asaltado, violado y cortado la lengua a una inglesa, pensando que así no podría denunciarlos. A otra víctima de robo le habían cortado los testículos, una práctica bastante común, pues se creía que así no le quedaría valor para vengarse. Y ésos eran los afortunados, pues al resto simplemente los asesinaban.
Las puertas del Missing estaban abiertas de par en par cuando llegó, lo que le pareció extraño. Subió hasta su casa y metió el coche en el cobertizo. Cuando las luces brillaron en el muro de piedra frenó aterrado por lo que vio: una fantasmal figura blanca acuclillada se puso de pie delante de los faros, con un reflejo en los ojos de un rojo brillante, igual que una hiena. Pero no se trataba de una hiena, sino de Almaz, que llorosa y descalza estaba esperándolo.
—Hema, Hema, ¿qué has hecho? —masculló, suponiendo que había sucedido lo peor y que su colega había regresado casada. ¿Por qué si no iba a estar allí Almaz tan tarde? Tanto ella como los demás sabían lo que sentía por Hema, la única que lo ignoraba era la propia ginecóloga.
La figura fantasmal corrió hacia el asiento del pasajero, abrió la portezuela y subió al coche.
—Lamento tener que darte malas noticias —dijo inclinando la cabeza, en un tono muy formal y sin mirarlo a los ojos.
—Te refieres a Hema, ¿verdad?
—¿A Hema? No. A la hermana Praise.
—¿A la hermana? ¿Qué le ha pasado?
—Está con el Señor, que Él bendiga su alma.
—¿Cómo?
—Que Dios nos asista a todos. Ha muerto. —Almaz sollozaba—. Ha muerto al dar a luz gemelos. La doctora Hema llegó, pero no pudo salvarla, aunque sí ha salvado a los gemelos.
Ghosh dejó de oír tras la primera mención de la hermana y la muerte. Tuvo que pedirle que repitiera lo dicho y luego que le repitiera una vez más cuanto sabía. Pero todo se reducía a que la hermana había muerto y algo sobre unos gemelos.
—Y ahora no encontramos al doctor Stone —explicó finalmente Almaz—. Se ha marchado. Hemos de… encontrarlo. La enfermera jefe dice que tenemos que hacerlo.
—¿Por qué? —consiguió articular Ghosh cuando pudo mover la lengua, pero incluso mientras preguntaba sabía por qué, pues compartía con Stone el vínculo de ser los dos únicos médicos varones del Missing. Lo conocía todo lo bien que alguien podía conocerlo, salvo quizá Mary Joseph Praise.
—¿Por qué? Porque es quien más está sufriendo, según dice la enfermera jefe. Tenemos que encontrarlo antes de que cometa algún disparate.
«Es un poco tarde para eso», pensó Ghosh.