10
La danza de Shiva

Nosotros, dos niños recién nacidos sin nombre, no respirábamos. Mientras la mayoría de los recién nacidos reciben la vida fuera del útero con un gemido penetrante y agudo, la nuestra fue la más triste de todas las canciones: el canto silencioso del aborto. No teníamos los brazos pegados al pecho ni los puños apretados, sino que estábamos desmadejados e inertes como dos platijas heridas.

La leyenda de nuestro nacimiento es ésta: gemelos idénticos, nacidos de una monja que murió en el parto, padre desconocido, posible e inconcebiblemente Thomas Stone. Una leyenda que fue ampliándose maduró con el tiempo, y con su repetición salieron a la luz nuevos datos. Pero al mirar atrás cincuenta años después, me doy cuenta de que aún faltan detalles concretos.

Cuando el parto se interrumpió, volví a arrastrar a mi hermano hacia el útero fuera del alcance del punto de peligro en que caían sobre él lanzas y dardos a través de nuestra única salida natural. El ataque cesó. Entonces recuerdo voces apagadas, tirones y cortes fuera. Cuando nuestros salvadores se acercaban a nosotros recuerdo el brillo cegador y los dedos fuertes que tiraban de mí. La destrucción de la oscuridad y el silencio, el estruendo ensordecedor en el exterior… Casi me perdí el instante en que nos separaron físicamente, cuando se rompió el cordón que unía nuestras cabezas. Aún persiste la conmoción de aquella separación. Todavía ahora, en lo que más pienso no es en que estaba tendido inerte e inmóvil en una bandeja de cobre, nacido pero sin vivir; sólo recuerdo la separación de Shiva. Pero volvamos a la leyenda.

La enfermera en prácticas depositó los dos abortos en la bandeja de cobre que usaban para las placentas y la trasladó a la ventana. En el gráfico del parto anotó: «Gemelos japoneses unidos por la cabeza, pero ya separados». En su afán de ser útil, olvidó lo más elemental: vías respiratorias, respiración y circulación. Pensó en lo que leyera la noche anterior sobre la ictericia del recién nacido y en el beneficio de la luz del sol, pasaje que había memorizado. Lamentó no haber echado una ojeada al tema de los gemelos japoneses (no recordaba el término «siameses») o niños asfixiados, pero el hecho es que no había leído nada sobre eso, sino sobre la ictericia. Pero luego, cuando depositó el recipiente, se dio cuenta de que para que actuase la luz del sol, los niños tenían que estar vivos, y aquellos no lo estaban. El pesar y la vergüenza agravaron su confusión. Se volvió.

Los gemelos yacían uno frente al otro, la piel en contacto con la superficie galvánica. La enfermera en prácticas empleó los términos «asfixia blanca» para describir su palidez mortal en el gráfico.

El sol, que había iluminado escénicamente el quirófano momentos antes, se concentró entonces en la bandeja.

El cobre brillaba con un tono anaranjado. Sus moléculas se agitaron. Su prana penetró en la piel traslúcida de los niños y pasó a su pálida carne.

Hemlatha diseccionó los ligamentos anchos, luego aplicó las pinzas a las arterias uterinas, rezando para no cerrar accidentalmente los uréteres y bloquear los riñones en aquella confusión ensangrentada.

—¡Rápido, rápido, rápido! —Ahora le dieron ganas de pegarle a Stone en la frente en vez de en los nudillos—. ¡Repliega bien, hombre!

Siguió la mirada de él hasta la cabeza de la hermana Praise, que se ladeó como la de una muñeca de trapo cuando la anestesista le tiró del brazo para localizar otra vena. La enfermera jefe, llorosa y sumida en su dolor, acariciaba la otra mano de la paciente.

Cuando Hema depositó finalmente el útero en una bandeja con pinzas y todo, no apreció ninguna pulsación en la aorta abdominal. Le temblaron las manos, firmes hasta entonces, mientras preparaba la jeringuilla con adrenalina y le colocaba una aguja de nueve centímetros. Alzó el seno izquierdo de la hermana, vaciló un instante, invocó de nuevo el nombre de Dios y clavó la aguja entre las costillas y en el corazón. Echó atrás el émbolo y en la jeringuilla apareció un hongo de sangre cardiaca. «Ninguna de las veces que he tenido que recurrir a inyectar adrenalina en el corazón ha funcionado —se dijo—, nunca. Tal vez lo haga para convencerme de que el paciente ha muerto. Pero tiene que haber funcionado con alguien, pues de lo contrario, ¿por qué iban a enseñárnoslo?».

Ella, que se enorgullecía de ser metódica y conservar la calma en las situaciones de emergencia, ahogó entonces un gemido mientras aguardaba, la palma derecha en el abdomen de la hermana, justo sobre la espina dorsal, esperando un latido en la aorta, un golpecito al tacto. No podía olvidar que era el corazón de la querida hermana lo que intentaba poner en marcha, cuya vida se estaba escapando. Habían compartido el vínculo de ser dos mujeres indias en un país extranjero, lazo que se remontaba hasta el Hospital General Público de Madrás, aunque allí no se hubiesen conocido. Compartir un territorio y un paisaje del recuerdo las convertía en hermanas, en una familia.

Hema reparó entonces en que las manos de su hermana se amorataban y los lechos ungueales se oscurecían, mientras la piel iba apagándose. Era la mano de un cadáver, y la sostenía la enfermera jefe, con la cabeza inclinada como si estuviese dormida.

Esperó más de lo que habría hecho en circunstancias normales. Cuando consiguió sobreponerse se obligó a decir, con voz quebrada:

—Se acabó. La hemos perdido.

Durante esa pausa de la actividad en el quirófano, el primogénito, el que se había librado de una incisión en el cráneo, manifestó su presencia golpeando con las manos la bandeja de cobre y bajando el talón izquierdo para producir un sonido apagado. Después de haber salido de un vientre agonizante, tendió ambos brazos al cielo y luego hacia su derecha, hacia su hermano. «Aquí estoy —proclamó—. Olvidad los debería, los podría, los tendría que, los cómo y los porqué. Comprendo la situación, la circunstancia y, a su debido tiempo investigaremos los detalles. De todas formas, nacimiento y cópula y muerte, eso es lo que importa si vamos a lo básico. He nacido y con una vez es suficiente. Ayudad a mi hermano. ¡Mirad! ¡Aquí! ¡Venid enseguida! Ayudadle».

Hemlatha acudió a la llamada, diciendo «Shiva, Shiva», invocando el nombre de su deidad personal, el dios al que otros concebían como el Destructor, pero que ella creía que era también el Transformador, el único que podía hacer que de algo terrible surgiese lo bueno. Más tarde admitiría que había dado por supuesto lo peor respecto a los gemelos: uno de ellos tenía la cabeza ensangrentada, y luego estaba el asunto de aquel corte del tubo carnoso que los unía, por no hablar del peligro que habrían corrido antes de que los sacase del útero. Pero también había supuesto que la enfermera jefe o la de prácticas o ambas reanimarían a los bebés mientras ella se ocupaba de la madre, aunque recordaba la inmovilidad de la enfermera jefe, allí sentada.

A la enfermera en prácticas la desazonó el ruido de un niño que cobraba vida justo a su espalda, desbaratando sus suposiciones clínicas fundamentales. Aquel niño ya no estaba pálido ni ictérico, sino sonrosado, mientras que la piel del otro era de un azul verdoso y seguía callado e inmóvil, como la crisálida desechada de la que hubiese emergido el que lloraba. La enfermera jefe oyó el llanto del recién nacido, y se levantó de un brinco del taburete mirando a la enfermera en prácticas dándola por un caso perdido. Hemlatha acudió a ocuparse del gemelo inmóvil mientras la directora del hospital se apresuraba a limpiar al vivo.

El gemelo que respiraba miraba desde la bandeja de cobre: sus ojos hinchados de recién nacido examinaban el recinto, intentando dar sentido al entorno. Allí estaba el hombre a quien todos consideraban el padre, un individuo alto, blanco, nervudo, que parecía extraviado en su propio quirófano. Tenía las manos muy blancas por el talco que se le había quedado adherido al quitarse los guantes. Unía los dedos en esa posición propia de cirujanos, sacerdotes y penitentes. Y sus ojos azules estaban hundidos en las cuencas bajo el saliente de un ceño que podía hacerle parecer apasionado, pero que aquel día aparecía como un rasgo de abatimiento. De las sombras surgía la gran hoja de hacha de la nariz, una nariz afilada, acorde con su profesión. Tenía los labios finos y rectos, como dibujados con regla. De hecho, su rostro entero era líneas rectas y ángulos agudos terminados en un punto de la barbilla en forma de lanceta, como si hubiese sido tallado en un solo bloque de granito. Se peinaba con la raya a la derecha, un surco originado en la niñez y en el que todos los folículos estaban domesticados por el peine para que supiesen exactamente en qué dirección debían inclinarse. La parte superior estaba cortada de manera irregular, como si después de pedir «corto atrás y a los lados» se hubiese levantado del asiento ya con ese corte, a pesar de las protestas del peluquero. Era el tipo de rostro obstinado y decidido que con un catalejo en el ojo y una coleta en la nuca no habría estado fuera de lugar en la cubierta de un buque de guerra inglés. Salvo, claro está, por las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.

Y de aquel rostro lloroso surgió una voz que sorprendió a los presentes porque hacía mucho rato que Stone guardaba silencio:

—¿Y Mary?

Aquellas sílabas cortas y medidas recordaban una espoleta retardada.

—Lo siento, Thomas, es demasiado tarde —contestó Hemlatha, mientras succionaba la faringe del niño e introducía aire en los pulmones con movimientos rápidos, casi frenéticos. Ya no estaba irritada con Stone, el enfado había cedido ante la compasión. Le dirigió una mirada furtiva por encima del hombro.

Él emitió un sonido desgarrador, el grito de una mente perturbada. Desde que había llegado Hema había sido un observador pasivo y un ayudante indigno; sin embargo, ahora se precipitó hacia delante, cogió un bisturí de la bandeja de instrumentos y colocó una mano en el pecho de la hermana Mary Joseph Praise. Hema pensó en detenerlo, pero decidió que no era prudente acercarse a un individuo que blandía un bisturí.

Stone alzó el pecho de la hermana mientras en sus oídos resonaba la divisa de los pioneros de la reanimación, la Real Sociedad Humanitaria: Lateat scintillula forsan, tal vez pueda haber una chispa oculta.

Alzó y apartó el seno y bajo el bisturí apareció un corte rojo entre la cuarta y la quinta costilla. Aplicó de nuevo el instrumento a la herida y luego una vez más hasta atravesar el músculo. Si antes se había mostrado torpe, ahora sus movimientos eran los de un hombre incapaz de vacilación. Cortó los cartílagos que unían ambas costillas al esternón; luego abrió las costillas y observó incrédulo su mano sin guante al deslizarse y desaparecer en la cavidad torácica aún cálida de la hermana. Apartó el esponjoso pulmón y allí, bajo sus dedos, como un pez muerto en un cesto de mimbre, topó con el corazón de la hermana. Al apretar, le sorprendió su tamaño, pues casi no podía abarcarlo. Exhortó entretanto a la anestesista a que siguiera bombeando aire sin parar en los pulmones.

Tenía la mano derecha hundida en el tórax de ella, pero miraba el pecho izquierdo hinchado, que mantenía apartado con la izquierda; el seno resultaba firme al tacto, a diferencia del corazón, blando y resbaladizo. Vio cómo invadían el rostro las sombras de un azul borroso, tono que su piel morena no debería adoptar. Tenía el abdomen hundido, su superficie arrugada como un globo sin aire, las dos mitades abiertas como un libro sin lomo.

—¿Dios? ¿Dios? ¿Dios? —gritaba Stone cada vez que apretaba, invocando a un Dios al que había renunciado en tiempos y en el que no creía.

Pero la hermana Mary sí creía, se levantaba a rezar antes del amanecer y de noche se ponía a orar antes de acostarse. Cada latido de su existencia y cada día de su calendario habían estado llenos de acontecimientos de Dios, y su boca no había probado ni una sola porción de comida sin la bendición de El. «Haz tu vida algo bello para Dios». Aunque nunca lo había entendido, Stone lo había respetado, porque aquélla era precisamente la misma cualidad que aportaba ella al quirófano y al libro en que le había ayudado. Ése era el motivo de que invocase entonces el nombre de Dios, porque si existía, le debía con creces un milagro a su devota sierva, la hermana Mary Joseph Praise. Si no, Dios era el fraude desvergonzado que él siempre había creído que era. «Si quieres que crea, Dios, te daré otra oportunidad».

Las puertas del quirófano se abrieron de golpe y todas las miradas se volvieron para ver quién llegaba.

Pero sólo se trataba del inocente Gebrew, sacerdote, siervo de Dios y vigilante, con un cuenco tapado que contenía la inyera y el wot, cuyo aroma se mezcló con los de la placenta, la sangre, el líquido amniótico y el meconio. El hombre había dudado antes de entrar en aquel sanctasanctórum; no estaba muy seguro de si aquel cuenco de comida se trataba del ingrediente que podría resolver el problema. Miró con ojos desorbitados el altar de aquel terrible lugar donde la hermana Praise estaba abierta como un cordero sacrificial con la mano de Stone metida en el pecho y empezó a temblar. Dejó el cuenco en el suelo, se acuclilló junto a la pared, sacó el rosario y se puso a rezar.

—Pido un milagro y lo necesito inmediatamente —dijo Stone, redoblando sus esfuerzos y balanceándose. Así continuó incluso cuando el corazón de la hermana se había convertido en una masa blanda—: ¡Los malditos panes y peces… Lázaro… los leprosos… Moisés y el Mar Rojo…! —empezó a gritar, y sus palabras se coordinaban con el sonsonete de Gebrew en guez, a modo de pregunta y respuesta, como si el vigilante tradujese porque en aquel hemisferio Dios no sabía inglés.

Stone alzó la vista esperando que los azulejos se abriesen e interviniese un ángel donde cirujanos y sacerdotes habían fracasado, pero sólo vio una araña negra que colgaba de su tela y contemplaba con sus ojos compuestos la escena de la desdicha humana. Con la mano inmovilizada en el tórax de la monja, ya sólo le acariciaba el corazón, sin apretar. Stone se desmoronó: gimió y las lágrimas mojaron el cuerpo de la hermana. Bajó la cabeza y la apoyó en los brazos, recostados a su vez en el pecho de ella. Nadie se atrevía a acercarse. Estaban todos paralizados ante el espectáculo de su cirujano tan absolutamente vencido y destrozado.

Un buen rato después alzó la vista y miró, como si lo viese todo por vez primera, el azulejo verde de la parte superior de la pared, la puerta de batiente también verde que daba al cuarto del autoclave, la vitrina del instrumental, el útero ensangrentado con el collar de hemostatos depositado sobre el paño verde, la placenta negroazulada en la mesa de muestras y las ventanas de vidrio esmerilado color jade por las que se filtraba el sol. ¿Cómo se atrevían a existir todas aquellas cosas si Mary no existía?

Entonces posó la mirada en los gemelos, que no seguían ya en su trono de cobre; reparó en el halo anaranjado que los rodeaba. Los dos estaban vivos, pese a todo, les brillaban los ojos, uno parecía observarle y el otro estaba ya tan sonrosado como el primero.

—¡Oh no, no, no! —exclamó quejumbroso—. No. ¡Este no era el milagro que pedía! —Sacó la mano del cuerpo de Mary, con un gorgoteo, y a continuación salió del quirófano.

Volvió al momento con una escoba larga. Echó abajo la araña del techo y la aplastó con el tacón contra el suelo de mosaico.

La enfermera jefe comprendió que estaba entregado a la blasfemia; en caso de que el arácnido fuese Dios, estaba matándolo.

—Thomas —le dijo Hemlatha, llamándole por el nombre, lo cual resultaba extraño en ella en el Quirófano 3, porque allí siempre se atenían al protocolo. Pero ahora tenía en brazos a los dos niños, limpios y envueltos en paños de recién nacido. Aquel cuyo cráneo Stone había intentado agujerear había aspirado un poco de líquido amniótico, pero parecía ya recuperado. Tenía un gran apósito de presión colocado sobre la herida de la cabeza. El otro sólo mostraba el muñón del puente de carne que lo uniera a su hermano, un muñón ligado con sutura de cordón umbilical.

Hemlatha había comprobado que los niños podían mover las extremidades, que ninguna de ellas estaba torcida y que parecían oír y ver.

—Thomas —repitió, acercándose, pero él retrocedió. Se volvió. No miraría.

Aquel hombre al que creía conocer bien, que había sido un colega durante siete años, estaba ahora encogido como si lo hubiesen vaciado por dentro.

«Es dolor visceral», se dijo Hema. A pesar de lo indignada que estaba con él, se sentía conmovida por la profundidad de su dolor y su vergüenza. «Todos estos años —se dijo— tendríamos que haber visto claramente que él y la hermana formaban un equipo perfecto. Tal vez si los hubiésemos animado podrían haber llegado a convertirse en algo más». Cuántas veces había visto a la monja ayudándole en las operaciones, trabajando en sus manuscritos, tomando notas para él en el consultorio. ¿Por qué habría supuesto que no había nada más entre ellos? «Debería haberme acercado a él, haberlo invitado a comer en mi casa y haberle hablado claro. Tendría que haberle gritado: ¡¿es que estás ciego?! ¿Es que no ves lo que tienes en esta mujer? ¿No ves cómo te ama? ¡Proponle matrimonio! ¡Cásate con ella! Consigue que cuelgue el hábito y renuncie a los votos. Es evidente que su primer voto es para ti. Pero no, Thomas, no lo hice porque todos suponíamos que eras incapaz de ello. ¿Quién podía saber que tu corazón albergaba tan fuertes sentimientos? Ahora lo veo. Sí, ahora tenemos a estos dos niños como prueba de lo que había en el interior de vuestros corazones».

Los recién nacidos que llevaba en brazos la empujaban hacia delante, porque al fin y al cabo eran de él, e incluso mientras pensaba esto, Hema seguía luchando contra su propia incredulidad. El no negaría el hecho, por supuesto. Ella no podía evitar aquel momento; tenía que presionar… ¿Quién hablaría en favor de los niños si no lo hacía ella? Stone era un imbécil que había perdido a la única mujer del mundo predestinada para él. Pero ahora había ganado dos hijos. Y el hospital los apoyaría. Stone contaría con muchísima ayuda.

—¿Qué nombres les pondremos? —preguntó, percatándose de su tono vacilante al tiempo que se acercaba.

El parecía no haber oído.

Tras una pausa, repitió la pregunta. Stone le hizo un gesto con el mentón, como diciendo que les pusiera los que quisiese, y en voz baja pidió:

—Apártalos de mi vista, por favor.

Siguió dando la espalda a los niños para mirar una vez más a Mary. Por eso no se dio cuenta del efecto de sus palabras sobre Hema, que cayeron como aceite hirviendo, y tampoco vio la cólera ardiente de sus ojos. Ambos interpretaron erróneamente las intenciones del otro.

Stone quería escapar corriendo, pero no de los niños ni de la responsabilidad. Era el misterio, la imposibilidad de que existiesen, lo que le impelía a darles la espalda. Sólo podía pensar en Mary Joseph Praise, en cómo le había ocultado aquel embarazo, esperando quién sabe qué. Le habría resultado muy fácil responder a Hema: «¿Por qué me preguntas a mí? No sé más que tú de todo esto». Salvo por la certeza que se afirmaba como un gancho en su vientre de que de algún modo era algo que había hecho él, aunque no recordara en absoluto cómo ni dónde ni cuándo.

La hermana yacía inerte y descargada de las dos vidas que había portado, como si hubiese sido su único propósito terrenal. La enfermera jefe le bajó los párpados, pero no se quedaron cerrados sino entornados, con la mirada perdida, ratificando así la realidad de la muerte.

Stone la miró por última vez. No quería recordarla como monja ni como su ayudante, sino como la mujer a quien debería haber declarado su amor, a quien debería haber cuidado, con quien debería haberse casado. Quería tener la imagen macabra de su cadáver grabada a fuego en el cerebro. Él se había abierto paso en la vida gracias a trabajar y trabajar. Era el único ámbito en que se sentía completo y lo único que podía ofrecer a Mary. Pero en aquel momento, el trabajo, su trabajo, le había fallado.

La visión de sus heridas lo avergonzaba. No habría curación, ninguna cicatriz que formarse, endurecerse y desaparecer en su cuerpo.

La cicatriz se la portaría consigo, se la llevaría de aquel quirófano. Sólo había sabido comportarse de un modo, y aunque le habría costado, habría estado dispuesto a cambiar si ella se lo hubiese pedido. Lo habría hecho. Sólo con haberlo sabido. Pero ¿qué importaba ahora?

Se volvió por última vez dispuesto ya a irse, mirando alrededor como si pretendiese sellar en la memoria aquel lugar donde había pulido y depurado su arte, aquel sitio que había equipado para que se adaptase a sus necesidades y que consideraba su verdadero hogar. Procuró retenerlo todo porque sabía que jamás volvería. Le sorprendió que Hema aún estuviera de pie detrás de él, y la visión de aquellos bultos que llevaba lo hizo retroceder de nuevo.

—Stone, piensa en ellos —le dijo Hema—. Dame la espalda a mí si quieres, porque no te serviré de nada. Pero no se la des a estos niños. No voy a pedírtelo de nuevo.

Hema sostenía su carga viva, en espera de la reacción de él, que estuvo a punto de hablarle sinceramente, de explicárselo todo. Vio dolor y desconcierto en su mirada, pero ningún indicio de que reconociera que los niños estaban relacionados con él. Luego habló como un hombre que acaba de darse un golpe en la cabeza.

—Hema, no entiendo quién… por qué están aquí… por qué ha muerto Mary…

Ella esperó. El estaba eludiendo una verdad que afloraría si Hema aguardaba. Deseaba darle un fuerte tirón de orejas, arrancárselas. La miró por fin a los ojos, negándose a bajar la vista y fijarla en los niños.

—No quiero verlos nunca —sentenció al fin.

No era lo que Hema esperaba oír. Perdió la poca compostura que le quedaba, indignada por los niños e incapaz de soportar que Stone creyera que era el único que había perdido algo.

—¿Qué dices, Thomas?

Él debió de darse cuenta de que acababa de trazarse una línea de combate.

—Ellos la han matado. No quiero verlos.

«De modo que así van a ser las cosas —pensó Hema—. Éste es el desenlace de nuestras vidas». Los gemelos lloriquearon en sus brazos.

—¿De quién son, entonces? ¿No son tuyos? ¿No la has matado tú también? —Él abrió la boca, acongojado. Sin saber qué contestar, se volvió y encaminó hacia la puerta—. ¿No me has oído, Stone? La has matado tú —le soltó Hema, alzando la voz para ahogar cualquier otro sonido. El se estremeció cuando las palabras le golpearon, lo que la complació. No sintió ninguna lástima. Era incapaz de compadecer a un hombre que no reconocía a sus hijos. Stone empujó la puerta de batiente tan fuerte que chirrió como si protestara—. ¡Stone, la has matado tú! —gritó Hema—. ¡Éstos son tus hijos!

Fue la enfermera en prácticas quien rompió el silencio que siguió. Intentaba anticiparse, así que abrió una bandeja de circuncisión y se puso los guantes. Lo único que la enfermera jefe le permitía hacer sin supervisión era usar la guillotina para cortar el prepucio.

—Santo cielo, muchacha, ¿no crees que estos niños ya han tenido bastante? —la reprendió Hema, en lugar de alabarla—. ¡Son prematuros! Aún no están fuera de peligro. ¿Quieres que encima de todo vayan a tener una pirula de muñeco? ¿Y tú, qué? ¿Qué estuviste haciendo todo el tiempo, eh? Deberías preocuparte de sus tragaderas, no de sus regaderas.

Hema mecía a los gemelos, emocionada con sus yoes respirantes, con sus pacíficas sonrisas, lo contrario de la expresión de pánico y angustia habitual en un recién nacido. Su madre yacía muerta en la misma habitación, su padre había huido, pero ellos no lo sabían.

La enfermera jefe, Gebrew, la anestesista y los demás que se habían congregado allí lloraban alrededor del cadáver de la hermana. La noticia se había propagado y las doncellas y limpiadoras ya se habían enterado. El plañido fúnebre, un lululululululu penetrante, desgarraba el corazón del Missing. Los plañidos continuarían durante las horas siguientes.

Hasta la joven en prácticas empezó a apreciar indicios de Sólida Sensibilidad de Enfermera. En vez de esforzarse por parecer lo que no era, lloraba por la hermana, que era la única enfermera que realmente la entendía. Vio por primera vez a los niños no como «fetos» o «neonatos», sino como huérfanos de madre dignos de compasión, igual que ella. Los ojos se le humedecieron. Su cuerpo se desplomó como si el almidón se hubiese esfumado no sólo de su ropa sino de sus huesos. Para su asombro, la enfermera jefe se acercó y la rodeó con un brazo. Y reparó en su expresión no sólo de tristeza sino de miedo. ¿Cómo iba a poder seguir funcionando el hospital sin la hermana? Y sin Stone… Porque el cirujano no volvería, estaba segura. Hemlatha acalló los sollozos alrededor mientras mecía a los niños y luego empezó a canturrear, las ajorcas de los tobillos repiqueteando levemente como castañuelas, mientras se balanceaba, cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro. Lamentaba la pérdida de la joven monja tanto como el que más, pero en aquel momento se sentía impulsada (tal vez fuese cosa de la hermana Praise) a entregarse a los bebés. Los gemelos respiraban tranquilamente, con los dedos abiertos en abanico sobre las mejillas. Su lugar estaba en los brazos de ella. Se dijo que la vida era muy hermosa y horrible a la vez. Demasiado pavorosa para considerarla simplemente trágica. Era más que trágica. La hermana Mary, esposa de Cristo, ausente ahora del mundo al que acababa de traer dos niños.

Hema pensó en Shiva, su deidad personal, y en que la única reacción razonable a la locura de la existencia en aquel su treinta aniversario era cultivar una especie de locura interior, interpretar la danza loca de Shiva, remedar la rígida sonrisa encubridora del dios, balancearse y mover los seis brazos y las seis piernas al ritmo de una melodía interior, un ritmo de atabales. Tim-taga-taga, tim-taga-tim, tim-taga… Hema se movía suavemente, flexionando las rodillas, taconeando y tocando el suelo con la punta de los pies al compás de la música que sonaba en su cabeza.

Los actores secundarios del Quirófano 3 la miraban como si estuviese ida, pero ella siguió bailando incluso mientras ellos adecentaban el cadáver, danzando igual que si sus gestos minimalistas fuesen la taquigrafía de un baile mucho más grande, más pleno e incontenible, una danza que mantuviese el mundo unido e impidiese su extinción.

Los pensamientos que se le ocurrían mientras bailaba eran absurdos: su Grundig nuevo, los labios de Adid, sus largos dedos, el sonido de la enfermera jefe al desplomarse. La sensación desagradable de los testículos del francés y la satisfacción de verlo palidecer, Gebrew con las plumas de gallina pegadas. ¡Qué viaje! ¡Qué día… qué locura, mucho, muchísimo más que trágica! ¡Qué hacer más que bailar, bailar, sólo bailar…!

Sorprendentemente grácil y ligera, ejecutaba los movimientos del cuello, la cabeza y los hombros propios del Bharatnatyam de forma instintiva, las cejas subían y bajaban, los globos oculares circulaban hacia el borde de las cuencas, los pies se movían y sonreía hierática, con los dos recién nacidos en brazos.

Fuera del hospital, mientras el día declinaba, los leones de las jaulas cerca del monumento de Sidist Kilo, que esperaban los trozos de carne que el guardián les echaría entre los barrotes, rugieron de hambre e impaciencia; al pie de los montes Entoto, las hienas los oyeron y se detuvieron, cuando ya se acercaban a las lindes de la ciudad dieron dos pasos adelante y uno atrás, cobardes y oportunistas. El emperador en su palacio planeaba una visita oficial a Bulgaria y tal vez a Jamaica, donde tenía seguidores (los rastas) que habían adoptado como nombre propio el suyo de antes de la coronación, Ras Tafari, y que pensaban que era Dios (algo que no le importaba que creyera su pueblo, pero que cuando llegaba de tan lejos y por razones que no entendía, le provocaba desconfianza).

Las últimas cuarenta y ocho horas habían alterado irrevocablemente la vida de Hema. Tenía dos bebés que la miraban estrábicos de cuando en cuando, como para confirmar su llegada, su buena suerte.

Se sentía mareada, aturdida. «Me tocó la lotería sin haber jugado, me tocó la lotería sin haber jugado —pensó—. Estos dos niños han llenado un hueco en mi corazón que nunca había sabido que existiese».

Pero lo de la lotería era una analogía peligrosa: había oído hablar de un porteador de la estación central de ferrocarril de Madrás que había ganado miles y miles de rupias sólo para ver cómo se desmoronaba su vida, por lo que no había tardado en volver a los andenes. «A menudo cuando ganas, pierdes; es un simple hecho. No hay dinero capaz de enderezar un espíritu torcido, ni de abrir un corazón cerrado, un corazón egoísta…», se dijo, pensando en Stone.

El cirujano había rezado pidiendo un milagro. El muy imbécil no se había dado cuenta de que aquellos recién nacidos lo eran: milagros obstétricos, ya que lograron sobrevivir a su ataque. Hema decidió llamar al primer gemelo que había respirado Marión. Años después me contaría que Marión Sims había sido un humilde médico de Alabama que revolucionara la cirugía femenina y a quien se consideraba el padre de la obstetricia y la ginecología, su santo patrón. Poniéndome su nombre, lo honraba y le daba las gracias.

—Y Shiva, por Shiva —dijo, nombrando al niño que tenía el agujero circular en el cuero cabelludo, el último que había respirado, el bebé que ella había atendido, un niño casi muerto hasta que Hema había invocado el nombre del dios Shiva, y en ese mismo instante había emitido el primer jadeo—. Sí, Marión y Shiva.

Añadió Praise a ambos nombres, por su madre.

Y finalmente, con renuencia, casi como si se le hubiese ocurrido en el último momento, pero porque uno no puede escapar a su destino y para que él no quedase impune, le sumó nuestro apellido, el del hombre que había abandonado el quirófano: Stone.