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Donde reside el deber

Hema empuñó el bisturí con vehemencia. No había tiempo de ligar los vasos subcutáneos y, en cualquier caso, muy poco derrame, lo que no era buena señal. Abrió el brillante peritoneo y colocó enseguida los retractores para sujetar los bordes de la herida. El útero asomó y pareció hincharse e iluminarse ante sus ojos. Se quedó paralizada hasta que comprendió que era efecto del sol, que había incidido de pronto en la ventana de cristal esmerilado e iluminaba la mesa de operaciones. En todos los años que llevaba operando en el Missing, no recordaba que hubiese ocurrido ni una sola vez.

Como temía, había un desgarro lateral en el útero. La sangre había llenado el ligamento ancho a un lado, lo que significaba que tendría que practicar una histerectomía de urgencia en cuanto sacara a los bebés, tarea nada fácil en un embarazo en que las arterias uterinas se volvían tortuosas, más gruesas, y transportaban medio litro de sangre por minuto, por no mencionar el enorme coágulo que brillaba a la luz y crecía ante sus ojos y se regodeaba a su costa igual que un Buda risueño, como si dijera: «Hema, he distorsionado completamente la anatomía, la disección va a ser muy difícil y tus puntos de referencia desaparecerán. Pero adelante, vamos, ¿por qué no empiezas?».

Creía en la numerología; lo más importante después del nombre propio eran los números. «¿Qué se puede decir de hoy? —se preguntó—. Es el vigésimo día del noveno mes. No hay cuatros ni sietes… El avión casi se estrella, un niño se rompe una pierna, le estrujo los huevos a un francés… ¿qué más? ¿Qué más?».

—¡Para! —exclamó, golpeando a Stone en los nudillos con unas tijeras, pues estaba manipulando torpemente un vaso que sangraba cuando lo que ella necesitaba era que replegara.

Practicó una incisión en la matriz e intentó sacar al gemelo situado más arriba, aunque estaba cabeza abajo, al revés. Aquel bebé habría salido el segundo si el nacimiento se hubiese producido por el canal del parto, pero ahora sería el primogénito. Sin embargo, extrañamente, aquel gemelo, con la mano pegada a la mejilla, ni se movía.

Entonces amplió la incisión uterina.

Al darse cuenta del problema, respiro tan hondo que la mascarilla se le quedó pegada a los labios: los niños estaban unidos en la cabeza por un corto tubo carnoso, más estrecho y oscuro que los cordones umbilicales. Estaban unidos, pero había un fatídico desgarrón en aquel tallo, una abertura irregular causada sin duda por las manipulaciones de Stone con el basiotribo. Y por aquella rasgadura salía la poca sangre que tenían ambos niños.

«Dios santo, por favor —pensó Hema—, que se trate sólo de un vaso sanguíneo de poca importancia. Que no sea ninguna arteria cerebral, ni de las meninges, el ventrículo o el fluido cerebroespinal ni nada que haya allí». Se dirigió en voz alta a Stone, al quirófano, a Dios y a los gemelos cuyas vidas, si sobrevivían, podrían verse irrevocablemente afectadas por aquella decisión:

—Podrían sufrir ataques en cuanto lo corte. Podría sangrar uno y el otro quedar anegado en sangre. Podrían contraer una meningitis…

Lo de pensar en voz alta dirigiéndose al auxiliar era una técnica que usaban los cirujanos cuando había que tomar decisiones difíciles, porque podría ayudarles a aclararse. Y teóricamente daba tiempo al ayudante para indicarle el fallo en que pudiese incurrir, aunque Hema no estaba dispuesta a aceptar la opinión del responsable de aquel error garrafal. Había que tomar una decisión cuidadosa a fin de no equivocarse de nuevo. Solía ser el segundo error, que se cometía por intentar paliar con premura el primero, el que acababa con el paciente.

—No hay alternativa —aseguró—. Tengo que cortar.

Colocó pinzas en el punto donde el tallo salía del cuero cabelludo de cada niño. Invocó al dios Shiva, contuvo el aliento y cortó por encima de cada pinza, preparándose para algo terrible.

No ocurrió nada.

Cerró los cortes. Cortó el cordón umbilical y sacó al primero sin problema: era varón. Se lo entregó a la enfermera en prácticas, que estaba a su lado con bata y guantes. Luego extrajo al otro, que también era varón, un gemelo idéntico, y tenía el cuero cabelludo ensangrentado por el bisturí de Stone, que le habría aplastado el cráneo de no haber llegado Hema a tiempo.

Ambos eran muy pequeños, un kilo doscientos gramos como máximo cada uno. Era evidente que no habían completado el ciclo. Prematuros de ocho meses, tal vez de menos. Ninguno lloraba.

Distraída luego por la densa supuración del útero de la hermana, saturado y frágil, desvió la atención de los niños y se concentró en la madre.

—¿Tensión arterial? —preguntó, mirando por encima de los paños quirúrgicos, primero a la enfermera Asqual y luego la cara de la hermana Praise.

La anestesista cabeceó con los ojos desmesuradamente abiertos. El hermoso rostro de Mary Joseph Praise parecía ya abotargado y sin vida.

—¡Más sangre! ¡Por amor de Dios! ¡Que entre más! —gritó.

Mientras trabajaba en la ya deshinchada cavidad del vientre, Hemlatha recordó que cuando había entregado el segundo niño a la estudiante de enfermería, le había extrañado que siguiese allí petrificada con el primero en brazos y expresión ausente. Pero no tenía tiempo para ocuparse de aquello. Una vez fuera los bebés, su deber de obstetra era concentrarse en la parturienta; su deber era atender a la madre.