«Cuidado del cuerpo» fue lo primero que dijo la enfermera jefe cuando volvió en sí. Probablemente había estado desmayada menos de cinco segundos; todos seguían en la misma posición, pero ahora la miraban a ella. La estudiante de enfermería se precipitó a ayudarla. A pesar de las protestas de Hema, la enfermera Hirst se valió de manos y rodillas para abrirse paso hasta el taburete de la anestesista, mientras gritaba: «¡No pienso irme!». Todos estaban demasiado ocupados para discutir.
Se sentó cerca de la tabla que sujetaba el brazo de la hermana; la sangre fluía ya de una botella a una vena. Le cogió la mano y se concentró en ella, observando los dedos. No quería ver lo que hacían los médicos con aquellos guantes ensangrentados en el vientre de la monja. Todavía se sentía mareada.
Mientras masajeaba los dedos de la hermana para calmar el temblor de los suyos, de repente le vinieron a la cabeza las palabras «instrumentos de Dios». Mary Joseph Praise tenía unos dedos preciosos, delgados y tersos; cada uno era una delicada escultura. Hasta en reposo revelaban su excelente destreza motriz. Los de la enfermera jefe, en cambio, eran de un blanco mortecino, con nudillos grandes y enrojecidos, como si alguien los hubiese golpeado con una regla. Las excrecencias nudosas no eran más que las huellas del trabajo y los años; y de los cepillos y jabones cáusticos, los primeros instrumentos de su profesión. La profusión de rugosidades de las palmas era un reflejo de su amor al suelo etíope y su afán de plantar, escardar y cavar al lado de Gebrew. Él era guardia, jardinero, factótum y sacerdote, y pensaba que la directora del hospital no tenía por qué ensuciarse las manos.
Notó que le temblaba el cuerpo. «Señor, puedes llevarme —pensó—. Pero espera a que hayan acabado porque no quiero volver a distraerlos». Cuánto le apetecía una taza de café de una planta que había cultivado ella misma. Le encantaba la sensación arenosa en los dientes de los granos molidos de la forma tradicional y cómo bajaban por la garganta igual que perdigones. Etiopía había heredado de los italianos aquella pasión por el macchiato y el exprés, que servían en todos los cafés de Adis Abeba. Pero a ella le bastaba con el café Missing, preparado de la forma tradicional, que la sostenía a lo largo del día y era lo que necesitaba en aquel momento.
Las lágrimas rodaban hasta las comisuras de los labios. «Uno de mis seres queridos —se dijo—; la hija que no pude tener, ahora con un hijo…». Muchas veces la enfermera jefe había tenido conocimiento de un secreto atroz revelado por una enfermedad catastrófica. Una muerte inminente solía desenterrar de pronto el pasado, uniéndolo al presente en un emparejamiento impío. «Pero, Señor —exclamó para sus adentros—, Tú podrías habernos ahorrado esto. ¡Ahorrárselo a ella!».
Mientras acariciaba la piel de la paciente, pensaba en el impulso que había llevado a Mary Joseph Praise a elegir ocultar el cuerpo bajo el hábito de monja o la bata y la mascarilla. De nada había servido, porque la cobertura resaltaba lo poco que quedaba al descubierto. Cuando el rostro es tan encantador y los labios tan plenos, ni siquiera un velo puede encubrir su sensualidad.
Pocos años después de la llegada de la joven monja, la enfermera jefe había barajado la posibilidad de que ambas prescindieran del hábito blanco. El gobierno etíope había clausurado una escuela misional americana en Debre Zeit por proselitismo. Dado que su cometido en calidad de directora del hospital no era convertir almas, decidió que sería políticamente acertado renunciar a la toga. Pero cuando vio salir del Quirófano 3 a la hermana Mary Joseph Praise con falda y blusa le dieron ganas de correr a taparla con una sábana. W. W. Gonafer, el técnico de laboratorio del hospital, que estaba cerca y vio pasar a la joven monja con ropa de seglar, se había quedado parado como un perro de caza que divisa una codorniz, ruborizándose desde el cuello hasta la raíz del cabello, como si la lujuria fuese un fluido sanguíneo. Entonces la enfermera jefe había decidido que las monjas de su hospital seguirían vistiendo el hábito.
Una exclamación súbita de Hema o de Stone la devolvió al presente con un sobresalto. De forma maquinal alzó la cabeza y miró, sin poder evitarlo. Estremecida, creyó que iba a desmayarse otra vez. Encogió la cabeza entre los hombros, cerró los ojos y procuró concentrarse en otra cosa.
No tenía ningún santo que le sirviese de modelo, ninguno al que pudiese invocar en aquellos momentos. Pensar en santa Catalina de Siena bebiendo el pus de los enfermos… ¡oh, cómo le repugnaba! Consideraba esas exhibiciones una flaqueza propia de la Europa continental, y no soportaba «las caricias y arrullos celestiales», las palmas sangrantes y los estigmas. Y en cuanto a santa Teresa de Jesús… bueno, no tenía nada en su contra ni reprochaba a la hermana Praise la devoción que sentía por la santa. Pero en el fondo, estaba de acuerdo con el doctor Ghosh en que los célebres éxtasis y visiones de Teresa tal vez sólo fuesen formas de histeria. Ghosh le había mostrado las fotografías que hiciera el famoso neurólogo francés Charcot a sus pacientes que sufrían histeria en el hospital Salpétriére de París. En opinión del francés, las ideas delirantes provenían de la matriz (hystera en griego). Sus pacientes, todas mujeres, aparecían en poses risueñas (provocativas, según la enfermera jefe) que el neurólogo había etiquetado como Crucifixión y Beatitud. ¿Cómo podía sonreír alguien ante la parálisis o la ceguera? Charcot había denominado el fenómeno La belle indifférence.
Si Mary Joseph Praise tenía visiones, desde luego no hablaba de ellas. Algunas mañanas parecía no haber dormido, aparecía con las mejillas radiantes, andaba como flotando, igual que si le costase afianzar los pies en la tierra. Tal vez eso explicase la serenidad con que trabajaba al lado de Stone, un individuo que pese a sus dotes alentaba muy poco a sus colaboradores.
La fe de la enfermera jefe era más pragmática. Había descubierto que tenía vocación de ayudar, y ¿quién la necesitaba más que los enfermos y afligidos, y mucho más allí que en Yorkshire? Por eso había acudido a Etiopía hacía una eternidad. Los pocos documentos, fotografías, recuerdos y libros que llevara consigo se habían extraviado o se los habían robado en el transcurso de los años. Pero eso nunca la había preocupado; al fin y al cabo, una Biblia servía igual que otra. Y también podía reemplazarse sin problema lo esencial: su costurero, sus acuarelas, su ropa.
Sin embargo, había llegado a apreciar los imponderables: la situación que había alcanzado en una ciudad donde era la Enfermera Jefe para todo el mundo, hasta para sí misma. La capacidad de iniciativa que había descubierto en sí misma le había permitido convertir un batiburrillo de edificios rudimentarios en un hospital acogedor (lo consideraba un paraíso de Africa oriental); y el grupo de médicos reclutados, que a través de una prolongada relación, se habían convertido en sus seres queridos. El cordón umbilical que la había unido a la Sociedad de la Orden del Niño Jesús, a la Misión Interior del Sudán, se había secado y desprendido. Sus seres queridos y ella eran ya prisioneros autoexiliados en el Missing.
El hospital no se llamaba Missing, por supuesto, y de vez en cuando intentaba corregir a la gente, enseñarles a pronunciar bien Mission. Pero en realidad aquel año ni siquiera llevaba ese nombre, sino el de Basilea o Badén (tenía que consultar el documento de su escritorio para asegurase), es decir, se llamaba como una generosa iglesia suiza o alemana. Los baptistas de Houston realizaban cuantiosas aportaciones, pero no tenían el menor interés en poner su nombre al hospital. Al doctor Ghosh le gustaba decir que el Missing poseía tantas formas como un dios hindú. «Sólo la enfermera jefe sabe un día determinado en qué hospital trabajamos y si entramos en el ambulatorio baptista de Tennessee o en el metodista de Texas, así que no sé cómo pueden reñirme por llegar tarde… Cuando me levanto de la cama, ¡he de encontrar mi lugar de trabajo! ¡Ah!, enfermera jefe, así son las cosas». Unos prisioneros, eso es lo que eran todos ellos, pensó, sonriendo a su pesar; gente del Missing que difícilmente podía elegir a sus compañeros de celda. Pero incluso por Ghosh, sin duda, una de las más extrañas criaturas de Dios, sentía un afecto maternal, al que se añadía la angustia por tener un hijo tan pícaro.
La enfermera jefe suspiró y se sorprendió al oír las palabras que salían de su boca, momento en que advirtió que los demás la miraban. Sólo entonces comprendió que sus labios habían estado ocupados formulando oraciones. Desde que cumpliera los cincuenta, había detectado aquellas disonancias y desconexiones entre pensamiento y acción; estaban volviéndose habituales. Por ejemplo, en los instantes más inoportunos su pensamiento se entretenía pegando imágenes en un álbum de recortes mentales. ¿Por qué? ¿Cuándo tendría ocasión de evocar todos aquellos recuerdos? ¿En una comida de homenaje? ¿En su lecho de muerte? ¿A las puertas del Paraíso?
Hacía mucho que había dejado de pensar literalmente en tales cosas como las «puertas del Paraíso», palabras que le encantaban a su padre, un minero que se había extraviado en el alcohol y la oscuridad de las galerías de la mina. Pronunciadas por él en inglés, Pearly Gates, parecían el nombre de una mujerzuela, una de las muchas que se habían interpuesto entre su progenitor y sus deberes conyugales.
Aun así, estaba segura de una cosa: jamás olvidaría la imagen que había visto al levantar la vista distraídamente un momento antes. Había sucedido lo siguiente: el sol había salido de pronto por detrás de una nube y, por alguna casualidad de la altitud y la estación, había incidido justo en la ventana de vidrio esmerilado del Quirófano 3. Tras rebotar los rayos con un brillo blanco y tenue en las paredes, habían acabado reflejándose en cristal, metal y mosaico y, precisamente entonces, Hema, Stone o quien fuese, había lanzado la exclamación que la había impulsado a mirar. Y los había visto inclinados como hienas sobre la carroña, examinando el abdomen abierto de la hermana Mary Joseph Praise y su escandaloso contenido. Había visto que la luz se abría paso entre codo y cadera. Luego el rayo dio directamente sobre el útero grávido de la hermana, que sobresalía de la herida ensangrentada como una obscenidad en la boca de un santo. Una acumulación de sangre muy oscura (un hematoma) alargaba el ancho ligamento del útero y destellaba a la luz como una hostia.
La enfermera jefe creyó que aquél había sido el propósito del sol desde el principio: encontrar al nonato. «Nos hemos visto de nuevo. Estamos desenmascarados». Sí, ése era el tipo de acontecimiento que podría considerarse un «milagro». Salvo que no había sucedido nada; no habían quedado en suspenso las leyes naturales (algo que ella consideraba el sine qua non de lo milagroso). Sin embargo, fue como si el lugar de los gemelos en el firmamento, así como en el orden terrenal de las cosas, hubiese quedado garantizado antes incluso de que nacieran. Supo que nada (ni siquiera el olor a eucalipto, ni la visión de sus hojas introducidas en un orificio nasal ni el tamborileo de la lluvia sobre los tejados de zinc ni el olor visceral de un abdomen recién abierto) volvería a ser igual.