Las puertas del quirófano se abrieron de golpe. La estudiante en prácticas dio un grito y la enfermera jefe se llevó las manos al pecho al ver a una mujer con sari, en jarras y con la respiración agitada.
Todos se quedaron paralizados. ¡Cómo iban a saber si se trataba de su Hema o de una aparición! Parecía más alta y más llena, y tenía ojos enrojecidos de dragón. Sólo se desvanecieron sus dudas cuando abrió la boca y dijo:
—¿Qué disparates anda diciendo Gebrew? ¿Qué pasa, santo cielo?
—Es un milagro —dijo la enfermera jefe, refiriéndose a su llegada, comentario que aún desconcertó más a la doctora.
—Amén —añadió la estudiante en prácticas, ruborizada y con las marcas de viruela brillándole como cabezas de clavo hundidas.
Stone se incorporó y pareció tranquilizarse al ver a Hema. No abrió la boca, pero su cara era la del que se ha caído en una grieta y de repente ve la cuerda que le echan desde el cielo. Recordando esa escena muchos años después, Hema me dijo:
—La saliva se me secó como cemento, hijo, el sudor empezó a chorrearme por la cara y el cuello, a pesar de que allí dentro hacía mucho frío. Porque antes incluso de asimilar los hechos médicos, había captado ya el olor.
—¿Qué olor?
—No lo encontrarás descrito en ningún libro de texto, Marión, así que no te molestes en buscarlo. Pero está grabado aquí —dijo, dándose una palmada en la cabeza—. Si decidiera escribir un manual, y no es que tenga el menor interés en esas cosas, dedicaría un capítulo sólo a los olores obstétricos.
Era un olor dulzón y acre a la vez. Y esas dos características contrarias es lo que acabaría denominando fetor terribilis. «Significa siempre una catástrofe en el paritorio. Madres muertas o bebés muertos o maridos homicidas. O todo junto».
Incapaz de asimilar la cantidad de sangre que había en el suelo, la visión del instrumental en desorden (sobre y junto a la paciente, en la mesa de operaciones) hirió sus sentidos. Pero, sobre todo (y había estado resistiéndose a ello), no podía aceptar el hecho de que la hermana Mary Joseph Praise, la dulce monja, que debería haber estado allí de pie, con la bata y la mascarilla, limpia y aseada, un dechado de calma en medio de aquella calamidad, yaciese moribunda en la mesa de operaciones, la piel blanca como la porcelana, los labios incoloros.
Los pensamientos de Hema se disociaron como si ya no le pertenecieran y fueran ahora una elegante caligrafía que se desplegaba ante ella en sueños. La mano izquierda de la hermana Praise en posición supina sobre la mesa de operaciones atrajo su mirada. Tenía los dedos encogidos, el índice menos, como si hubiese estado señalando cuando la había embargado el sueño o el coma. Era una posición de reposo que raras veces asociaba con la hermana. La mirada de Hema se sintió arrastrada insistentemente hacia aquella mano mientras el tiempo transcurría.
La visión de Thomas Stone le hizo recuperar cierto control y la sacó de su abstracción. Verlo en el lugar sagrado, entre las piernas de una mujer, un sitio reservado para la ginecóloga, resultaba ofensivo. Aquél era su lugar, su territorio. Lo apartó de allí y él, en su precipitación, derribó el taburete. Intentó explicarle lo ocurrido: cómo había ido a buscar a la hermana y descubierto su embarazo y luego el parto bloqueado, la conmoción, aquella hemorragia que no cesaba.
—Pero ¿qué es esto? —preguntó Hema, interrumpiéndole, con ojos desorbitados por el sobresalto, las cejas enarcadas y la boca en una perfecta O, indicando el trépano ensangrentado y el libro abierto apoyado en el vientre de la hermana—. ¿Cómo que libros y trastos? —Los barrió a un lado y resonaron en el suelo, y ese mismo sonido reverberó en las paredes.
A la enfermera en prácticas el corazón le golpeteaba en el pecho como una polilla contra una lámpara. No sabía dónde poner las manos, así que se las metió en los bolsillos. Se tranquilizó diciéndose que no tenía nada que ver ni con los libros ni con los trastos. En lo que había fallado (y empezaba a darse cuenta entonces) había sido en la Sólida Sensibilidad de Enfermera: no había apreciado la gravedad del estado de la hermana Praise cuando le había transmitido el mensaje de Stone. Había supuesto que otros se ocuparían de ella. Nadie se había dado cuenta de que estaba tan mal y nadie se lo había comunicado a la enfermera jefe.
Mary Joseph Praise movió la cabeza, y la enfermera jefe creyó que se daba cuenta, al menos fugazmente, de que le tenía cogida la mano. Pero el dolor era tan atroz que ni siquiera era capaz de reconocer ese gesto bondadoso.
—Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego…
Por lo que pudo entender, la enfermera jefe supuso que las palabras que murmuraba la joven monja eran las de santa Teresa, que ambas conocían tan bien.
«Éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios».
Pero a diferencia de santa Teresa de Ávila, la hermana Praise sin duda quería que el dolor cesara y parece ser que, justo entonces, según la enfermera jefe, el dolor aflojó su presa en el vientre y la hermana suspiró y dijo con claridad:
—Me asombro, Señor, de tu misericordia. No es algo que merezca.
Siguió un breve período de lucidez, con movimientos circulares de los ojos y nuevas tentativas de hablar, pero los resultados fueron ininteligibles. La luz inundó el quirófano y la enfermera jefe explicaba que había sido como si el sudario que se había formado delante de su cara se esfumase. En aquel momento, mientras la enferma miraba alrededor (su quirófano todos aquellos años), la enfermera jefe pensó que la joven monja se daba cuenta de que ahora ella era la paciente a quien había que operar y que todo estaba en su contra.
—Tal vez creyese que merecía morir —me dijo la enfermera jefe, imaginando los pensamientos de mi madre—. Si la fe y la gracia deben ser contrapeso de la naturaleza pecaminosa de los humanos, las suyas habían sido insuficientes, y se avergonzaba. Aun así, debió de creer que Dios la amaba incluso con sus imperfecciones y que la esperaba el perdón en Su morada, ya que no en la tierra.
Se preguntaba si a mi madre le daría miedo el hecho de morir en Africa, un continente alejado de su patria. Tal vez en su fuero interno (tal vez en el de todos) perviva el deseo de cerrar el círculo de la vida en el punto de partida, que en su caso era Cochin.
Luego oyó que mi madre cuchicheaba claramente Miserere mei, Deus antes de que la voz la abandonase. Entonces la guió durante el resto del salmo en latín sirviéndole de faringe mientras los labios de la paciente se movían: «Mirad que fui concebida en iniquidad, y que mi madre me concibió en pecado […] Me rociaréis con el hisopo y quedaré purificada; me lavaréis y quedaré más blanca que la nieve […].»
Cuando acabó, según la enfermera jefe, volvió a formarse el sudario. La luz estaba desapareciendo de su mundo.
—¡Recoge el taburete, Stone! —gritó Hema. Y a la enfermera en prácticas, chasqueando los dedos—: Y tú saca las manos de los bolsillos.
Stone alzó el taburete y Hemlatha se aposentó en él. El manojo de llaves que había sacado para abrir su casa estaba ahora en la cintura del sari, y repiqueteó al sentarse. El brillante chispeó en su nariz bajo las luces del quirófano. Mechones de pelo cayeron sobre las orejas y delante de los ojos. Frunció los labios y sopló para apartarlos. Alzó los hombros, los alzó frente al horror y el desamor que vio. Con aquel gesto se desprendió de la capa de viajera y se colocó la de ginecóloga. La tarea que tenía ante sí, aunque difícil, peligrosa o desagradable, era suya y sólo suya.
Le costaba respirar. Necesitaría una semana para aclimatarse, pues llegaba del nivel del mar, de Madrás, a un quirófano situado casi a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Bufaba con cada inhalación, como un purasangre después de correr cuarenta kilómetros.
Pero su ahogo también se debía a lo que tenía delante. Gebrew no había perdido el juicio ni bebido demasiada talla; le había contado la verdad. El milagro cotidiano de la concepción había tenido lugar en el único sitio en que no debería haber sucedido: en el útero de la hermana Mary Joseph Praise. Sí, la hermana estaba embarazada, lo estaba meses antes de que Hema se fuese a la India; y no sólo embarazada, sino que ahora se encontraba in extremis. ¿Y el padre?
¿Quién iba a ser? Echó una ojeada al pálido rostro de Stone.
«¿Por qué no? ¿Por qué tiene que sorprenderme?». Recordó lo que decía su profesor: «La incidencia de cáncer de cuello de útero es más elevada en las prostitutas y casi nula en las monjas». ¿Por qué casi nula y no nula? ¡Porque las monjas no lo son de nacimiento! ¡Porque no todas las monjas eran castas antes de ingresar en una orden! ¡Porque no todas las monjas son célibes! No lo eran ni aquí ni allí, se dijo mientras introducía las manos en los guantes que le tendía la enfermera jefe.
La estudiante en prácticas anotó la llegada de la doctora Hemlatha en el gráfico y se reconvino por no haber pensado en los guantes.
Hema estiró las piernas. Tenía los pies hinchados a consecuencia del largo vuelo. Flexionó los dedos entre las tiras de las sandalias y golpeó el suelo con los pies para afianzarlos bien aunque estuviese ensangrentado. Abrió los dedos de la mano izquierda. Luego, con un movimiento que las innumerables repeticiones habían convertido en algo simple, la mano derecha dejó al descubierto el canal del parto.
—¡Rama, Rama, éste es un instrumento asqueroso de la edad de piedra! —gritó, mientras desenganchaba con cuidado primero una mitad y luego la otra del aplastacráneos, deslizándolas después por encima de las orejas del bebé. Libre ya de aquel instrumento asqueroso, lo contempló con disgusto y lo arrojó a un lado.
La enfermera jefe sintió alivio. Pasara lo que pasase, al menos se había hecho cargo de la situación una ginecóloga de verdad. Reparó en cómo se habían invertido los papeles: ahora ya no era Stone, sino Hema, quien gritaba y lanzaba objetos.
Le explicó que la hermana Mary Joseph Praise había experimentado graves dolores, fuertes espasmos dolorosos, y luego los dolores habían remitido bruscamente y había parecido casi lúcida, hablando… pero ahora había vuelto a empeorar.
—Santo cielo, parece ruptura uterina —afirmó Hema, sabiendo que los dolores no cesan hasta que el niño está fuera. Esa posibilidad explicaría la sangre del suelo. Otra era la placenta previa (una placenta sobre la salida del útero). Ambas posibilidades eran graves—. ¿Cuándo han dejado de oírse los latidos cardíacos fetales? —Nadie contestó—. ¿Tensión?
—Sesenta por pulso —respondió la anestesista tras una pausa, como si hubiese esperado que algún otro pronunciase la cifra que debía decir ella.
Hema se asomó a un lado del vientre hinchado de la hermana para lanzar una mirada fulminante a la enfermera Asqual.
—¿Acaso espera que llegue a cero para respirar por ella? Póngale un tubo traqueal. Conéctelo a los fuelles manuales. Si despierta, suminístrele un poco de petidina intravenosa. Avíseme cuando acabe. ¿Dónde está Ghosh? ¿Le han avisado?
La enfermera Asqual se puso en marcha agradeciendo que le diesen instrucciones detalladas paso a paso, porque su mente estaba paralizada.
—¿Y quién ha ido a buscar sangre? ¡Cómo! ¿Nadie? ¿Es que estoy rodeada de idiotas? ¡Vamos, rápido! ¡Rápido! —Dos personas se precipitaron hacia la puerta—. Buscad a cualquiera, a quien sea, para que done sangre. Necesitamos mucha.
Hema introdujo los dedos de la mano derecha y los dispuso alrededor del cráneo del feto, mientras con la otra mano apretaba el vientre de la hermana. Atisbo por encima de la elevación abdominal para verle la cara. Estaba más pálida que Stone.
La enfermera Asqual consiguió insertar con manos temblorosas el tubo traqueal. Cada vez que se comprimía la bolsa de aire se elevaban los pechos hinchados de la hermana.
Las manos de Hema parecían prolongaciones de sus ojos cuando exploraba el espacio que consideraba la puerta de acceso a su trabajo; los dedos introducidos allí captaban los sonidos, ayudados por la otra mano desde fuera. Cerró los ojos para percibir mejor lo que le transmitía la yema de los dedos sobre la anchura pélvica y la posición del bebé.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó. En realidad el niño estaba cabeza abajo, pero ¿qué era aquello? ¿Otro cráneo?—. ¡Santo cielo, Stone! —exclamó, sacando la mano como si hubiese tocado una brasa ardiendo.
Aunque Stone la miró sin comprender, no se atrevió a preguntar. Hema lo observó con expresión tensa, esperando una respuesta.
—¿Mejor fuera que dentro? —susurró él, creyendo que se refería a los intentos de aplastar el cráneo.
—¡Maldita sea, Thomas Stone, no me cites tu estúpido libro! ¿Crees que se trata de una broma?
Stone, que no lo consideraba en absoluto una broma y que en realidad se había percatado de que cuanto estaba haciendo Hema era algo que podría y debería haber hecho él, se ruborizó. La ginecóloga volvió a explorar aquel espacio devastado del cuerpo de la hermana, en que había dos vidas en peligro. Sus palabras parecían golpes contundentes dirigidos a su colega.
—Una visita prenatal. ¿No podrías haberme dejado verla al menos en un reconocimiento prenatal? Habría cancelado el viaje. ¡Mira en que aprieto estamos! Milagro, ¡y un cuerno! Completamente evitable… —y repitió las dos últimas palabras como si fueran pullas.
Stone parecía un niño delante de la directora del colegio. Como Hema parecía aguardar una explicación, balbució al fin:
—¡No lo sabía!
Se quedó boquiabierta, mirándolo fijamente. Una parte de ella no podía creer que Stone hubiera dejado embarazada a la hermana Praise… ¿quién podría imaginárselo? Pero volvió a imponerse en ella el cinismo de la ginecóloga que lo ha visto todo.
—¿Estás pensando en un nacimiento virginal, doctor Stone? ¿En una concepción inmaculada? —Rodeó la mesa de operaciones—. En ese caso, ¿sabes qué, señor Cirujano Práctico? Esto es mejor que el portal de Belén. ¡Esta virgen tiene gemelos! —Hizo una pausa para que lo asimilase, y añadió—: ¡Por amor de Dios! ¿No podías haber practicado una cesárea? —Lo dijo en un tono de sonsonete que se elevó al final, dejando el término «cesárea» colgando sobre la cabeza de Stone—. ¡Guantes y bata, rápido! —gritó—. Bandeja de cesárea aquí. ¡Espabilen todos! ¿No queréis salvarla? ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Deprisa! —Y por si no lo entendían en inglés lo repitió en amárico—: Tolo, tolo, tolo!
La autoridad de sus palabras les impedía refugiarse de nuevo en el estado de conmoción que los había mantenido paralizados.
—Y vosotras, enfermeras, ahí esperando como pasmarotes —dijo Hemlatha mientras se ponía una bata esterilizada y otros guantes, pues no había tiempo para lavar—, ¿no podían haberle dicho algo a Stone? ¿Usted, enfermera jefe? —La aludida bajó la vista—. ¿Cuánto hace que cesaron los latidos fetales? ¿Cuál era el ritmo de palpitaciones cardíacas del feto?
—Es que ocurrió todo demasiado rápido y…
—Por favor, cállate, Stone. Que alguien me dé una respuesta clara. De lo contrario, no contestéis. ¿Cómo va la tensión?
—Apenas sesenta.
—¿Dónde está la sangre? ¿Es que estoy rodeada de sordos además de mudos? ¡Responded!
El hospital no disponía de banco de sangre, sólo de medio litro, a lo sumo uno, que se guardaba en una nevera. Los familiares de los enfermos eran reacios a las donaciones. Hema había presionado una vez a un individuo a fin de que donase sangre para su mujer, pero él se había negado en redondo. Cuando le indicó que su esposa no habría dudado en darle su sangre si la situación fuese la inversa, él repuso: «No conoce usted a mi mujer. Está esperando que me muera para quedarse con mis vacas y mi propiedad». Ghosh, Stone, la enfermera jefe y ella donaban sangre una y otra vez y convencían a algunas enfermeras para que los imitasen. Al menos una vez al año, Ghosh se subía al coche y traía a los jugadores de su equipo de criquet para que les sacaran sangre.
—¿Es que nadie pensó en ello? —volvió a preguntar Hema—. Los que no hacéis falta aquí, id ahora mismo a donar sangre. Es de los nuestros, por amor de Dios. ¡Andando! ¡No, tú no, Stone! ¡Ponte los guantes, hombre, por lo que más quieras! ¡Haz algo útil! ¿Cuál era el ritmo cardíaco del feto?
La estudiante en prácticas mantenía la vista clavada en el gráfico, la aterraba la idea de que le sacaran sangre y no se atrevía a mirar. Y sabía que nadie había prestado atención a un corazón fetal, pues habían estado demasiado ocupados con la madre. Tachó la anotación «Cesárea indicada», al darse cuenta de que desacreditaba a la enfermera jefe. No era nada reconfortante ver al doctor Stone paralizado y cabizbajo como un perro que ha desobedecido a su amo, cuando su instinto le dicta escapar, pero sabiendo al mismo tiempo que el más leve movimiento recrudecerá el castigo.
Hema reparó en que la cara de Mary Joseph Praise estaba perdiendo todo color, que tenía los párpados entornados y la mirada perdida, un aspecto que solía preludiar la muerte.
—¿Tensión?
—No se aprecia…
—No importa, aplica sangre, pon un poco de yodo aquí, vamos.
Abrió la bandeja esterilizada, cogió el bisturí y cortó la piel (no había tiempo para esterilizar) practicando una incisión vertical bajo el ombligo. Aún no podía creer que estuviese haciendo lo que estaba haciendo ni operando a quien estaba operando.
Casi esperaba que la hermana se incorporase y protestara.
En cambio, oyó el golpe de un cuerpo al desplomarse y al volverse vio a la enfermera jefe en el suelo.