6
Mi Abisinia

Hema clavó la mirada en la tierra, atenta a la transición del desierto y el matorral pardo en la empinada escarpadura que anunciaba la exuberante y montañosa meseta de Etiopía. «Sí, éste es mi hogar ahora —pensó—. Mi Abisinia», que le sonaba mucho más romántico que «Etiopía».

El país era básicamente un macizo montañoso que se elevaba desde los tres desiertos de Somalilandia, Danakil y Sudán. Se sentía ahora un poco como un David Livingstone o un Evelyn Waugh explorando aquella antigua civilización, aquel baluarte del cristianismo y única nación africana no colonizada hasta la invasión de Mussolini en 1935. En sus despachos al Times de Londres y en su libro, Waugh llamaba en inglés a su majestad Haile Selassie «Highly Salacious», es decir, «sumamente salaz», y consideraba una muestra de cobardía que el emperador hubiese abandonado el país ante el avance del dictador italiano. En opinión de Hema, Waugh no podía aceptar la idea de una realeza africana. No podía admitir que los Windsor y los Romanov pareciesen advenedizos comparados con la estirpe del emperador Haile Selassie, que se remontaba a la reina de Saba y el rey Salomón. No tenía en mucho ni al autor ni al libro.

Los nuevos pasajeros que subieron al avión en Yibuti eran somalíes y yibutíes (en realidad, ¿qué diferencia había entre unos y otros, aparte de una línea trazada en un mapa por algún cartógrafo occidental?, pensó Hema). Mascaban kat y fumaban cigarrillos 555 y, a pesar de sus ojos tristes y turbios, estaban contentos. Amontonados en el aparato, que a ella le resultaba ya hasta demasiado familiar, había grandes fardos de kat, de vuelta a Adis Abeba. Era todo muy extraño, porque el kat solía viajar en dirección contraria: se cultivaba en Etiopía, en los alrededores de Harar, de donde se exportaba por ferrocarril a Yibuti y de allí por vía aérea a Aden. A esa lucrativa ruta comercial del kat se debía precisamente la creación de las Líneas Aéreas Etíopes. Hema había oído por casualidad comentar que algún problema con el transporte ferroviario y por carretera, así como la necesidad apremiante de una gran cantidad de kat para una boda, habían sido la causa de aquella exportación inversa y de la parada imprevista. El kat tenía que mascarse más o menos un día después de la recolección, porque de lo contrario perdía potencia. Imaginó a los comerciantes somalíes, yemeníes y sudaneses de los mercadillos de cada calle y calleja, así como a los propietarios de las tiendas más grandes del Merkato de Adis Abeba, consultando sus relojes Tissot e increpando a sus recaderos mientras esperaban la remesa. Imaginó a los invitados de la boda con la boca demasiado seca para escupir, pero aun así escupiendo y maldiciendo y comentando que la novia era más fea de lo que recordaban y que el lunar grande del cuello debía significar que había heredado también la tacañería de su padre.

Se imaginó contándole a su madre el incidente del piloto. No pudo evitar reírse, ante lo cual, el somalí que se sentaba enfrente de ella, uno de los recién llegados, sonrió.

El tiempo había sido caluroso y húmedo en Madrás durante las tres semanas de vacaciones de Hema, pero comparado con Aden era maravilloso. Aunque la casa paterna de tres habitaciones en el barrio de Milapore, muy cerca del templo, siempre le había parecido espaciosa, en esta visita se le había antojado claustrofóbica. Enviaba con regularidad cheques a sus padres, y la había decepcionado comprobar que no habían emprendido ninguna mejora en la casa desde la última vez que fuera a verlos. La pintura del interior tenía desconchones que formaban dibujos abstractos, y la cocina, ennegrecida por el humo, parecía un cuarto oscuro. La calle estrecha en que raras veces se veía un coche ahora era una vía pública estruendosa, y el muro del recinto lucía el mismo color que la tierra en la que se alzaba, sin el menor rastro de yeso. Sólo el jardín había mejorado con el tiempo, y la buganvilla impedía que la casa se viera desde la calle. Los dos mangos eran inmensos y estaban cargados de frutos. Uno era de la variedad alfonso y el otro un híbrido cuya pulpa parecía fibrosa al primer mordisco pero luego se deshacía en la boca como un helado.

En la sala de estar seguía el único y mismo adorno de siempre: el calendario de leche en polvo Glaxo que colgaba de una punta. El niñito blanco de ojos azules no había crecido. El pie de la foto rezaba: «Niños sanos con Glaxo», lo que bastaba para que cualquier madre lactante se sintiese culpable de matar de hambre a su hijo. De pequeña, Hema apenas se había fijado en aquel bebé Glaxo. Ahora el calendario atraía su mirada y la enfurecía. Qué insidiosa había sido la presencia de aquel mocoso en su vida. Un intruso con un mensaje falso. Quitó el calendario, pero el pálido rectángulo de la pared llamaba la atención como nunca lo había hecho el pequeño. Seguro que cuando se marchase volvería a ocupar su lugar otro niño Glaxo.

Durante sus breves vacaciones, Hema había mandado pintar la casa e instalar ventiladores de techo. Sathyamurphy, el padre de Velu, su antiguo enemigo de la infancia, atisbaba por encima del muro mientras los trabajadores transportaban un inodoro estilo occidental para colocarlo en el retrete indio. Se reía entre dientes y cabeceaba.

—No es para mí, viejo estúpido —le dijo Hema en inglés—. Mi madre tiene mal las caderas.

Sathyamurphy contestó con las únicas palabras en inglés que sabía:

—¡Maldita China, bésame, Eisenhower! —Y había sonreído y esbozado un gesto de despedida con la mano, al que ella había respondido del mismo modo.

El somalí que se sentaba enfrente de Hema vestía una camisa de poliéster de un azul luminoso y llevaba un reloj de oro que colgaba balanceante de su delgada muñeca. Las sandalias le sobresalían de los dedos, que brillaban como ébano pulido. Tenía la impresión de conocerlo. De pronto, el hombre hizo una inclinación, sonrió y enumeró con los dedos como si pujara en una subasta mientras decía:

—¡Tres niños, dos disparos, una noche!

Entonces ella recordó. Se llamaba Adid.

—¡Vaya! ¿Aún sigue haciendo turno doble?

La dentadura de marfil de él iluminó el oscuro interior del avión. Dijo algo a sus amigos, que también sonrieron y asintieron indicando que sabían del asunto. ¡Qué espléndidas dentaduras! Hema admiró el negror de su piel, tan puro que tenía un tinte azulado. La directora de su colegio, la señora Hood, era de una blancura de porcelana, y las colegiales creían que si la tocaban se les quedarían los dedos blancos; imaginó que en el caso de Adid se les quedarían negros. El majestuoso porte de aquel hombre, el lento juego de expresiones de su rostro, cada pensamiento acompañado de un movimiento combinado de labio y ceja, la hicieron germinar la extraña idea de que le gustaría chuparle el índice.

La última vez que había visto a Adid, con turbante a la cabeza y ropaje largo y suelto, había sido en la sala de urgencias del hospital, imperturbable, aunque su esposa embarazada sufriese convulsiones. Cuando Hemlatha retiró las capas de tela de algodón se encontró con una muchachita pálida y anémica, con la tensión arterial por las nubes. Aquello era eclampsia. Mientras ella trabajaba en el Quirófano 3 a fin de librar a su esposa del primogénito con una cesárea, Adid desapareció para volver con una esposa mayor, también de parto, que procedió a dar a luz en el gharry tirado por un caballo junto a la escalera del ambulatorio. Hemlatha llegó corriendo a tiempo de cortar el cordón umbilical. Presionó el vientre de la mujer, pero en vez de la placenta salió un gemelo. Adid sonrió de oreja a oreja al ver al segundo niño, el tercero en total. Hema le sugirió que se pusiese una banda en el pecho con el letrero: UNA NOCHE, DOS DISPAROS, TRES NIÑOS. El se había reído como un hombre que no conociera la palabra «preocupación».

—Sí, sí —contestó ahora, alzando la voz para hacerse oír sobre el estruendo de los motores; tenía acento francés y la dicción sincopada de los yibutíes—. La riqueza de un hombre se mide por el número de hijos que tiene. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa dejamos en este mundo, doctora?

Hema, que había estado pensando algo parecido unos minutos antes, decidió que era muy pobre de acuerdo con aquel criterio.

—Amén —contestó—. Entonces usted debe de ser multimillonario.

Al rostro de él asomó una expresión picara, y, moviendo las cejas y usando sólo los ojos, señaló a una mujer con velo y envuelta en capas de tela de algodón rojas y anaranjadas. Solamente se le veía un pie muy pálido pintado con aleña. Hemlatha supuso que era yemení. O musulmana de Pakistán o la India.

—¿Y ella es…? —le preguntó, esperando que no fuese incorrecto preguntar por su nacionalidad. Adid asintió enérgicamente.

—Tres meses más por lo menos. ¡Y otro esperando en casa!

—Le diré lo que vamos a hacer —dijo Hema, mirando significativamente la entrepierna del hombre—. Pediré al doctor Ghosh que le haga una tarifa especial para una vasectomía. La mitad. Será más barato que practicar una ligadura de trompas a todas las begums.

La pareja gujaratí que se sentaba enfrente alzó la vista, ceñuda ante la risa y las palmadas que se daba Adid en el muslo.

—¿Por qué no trae a las esposas embarazadas a la consulta? —preguntó Hema—. Un hombre listo como usted no debería esperar hasta el último momento. Usted no desea que sufran.

—No depende de mí. Ya sabe cómo son esas mujeres. No quieren ir hasta que están inconscientes —se limitó a responder.

Hemlatha pensó que tenía razón. Años antes, una mujer árabe del Merkato llevaba varios días de parto y el marido, un comerciante rico, había llevado al doctor Bachelli a verla. Pero antes de permitir que la visitase un médico varón, había bloqueado la puerta del dormitorio con el cuerpo, de forma que cualquier intento de abrirla la aplastase.

Murió sola, detrás de la puerta, un acto muy admirado por sus pares.

Hema tenía hambre y, para fastidiar más a los gujaratíes, aceptó unas hojas de kat de Adid y se las metió en la boca. Nunca antes lo había hecho, pero los acontecimientos de las últimas horas habían cambiado las cosas.

El kat era amargo al principio, pero después la masa pastosa adquiría un sabor casi dulce nada desagradable.

—¡Maravilla de maravillas! —exclamó, mientras su carrillo se abultaba como el de una ardilla y la mandíbula iniciaba el ritmo lánguido y cambiante de los miles de mascadores de kat que había visto a lo largo de su vida. Usó el bolso a modo de cojín para apoyar el codo y subió los pies al banco, con una pierna estirada y la otra doblada, la barbilla apoyada en la rodilla. Se inclinó luego hacia Adid, que estaba sorprendentemente parlanchín.

—… y pasamos la mayor parte de la estación de las lluvias lejos de Adis, en Aweyde, que queda cerca de Harar.

—Conozco muy bien Aweyde —dijo Hema, lo cual no era cierto. Había ido en coche hacía años durante unas vacaciones para ver la antigua ciudad amurallada de Harar. Lo que recordaba era que la población entera parecía un mercado de kat. Las casas eran de una sencillez espantosa, sin rastro de cal—. Conozco muy bien Aweyde —repitió, y el kat le hizo creer que era verdad—. Allí la gente es tan rica como para que todo el mundo pueda tener un Mercedes, pero no se gastan un céntimo en pintar la fachada. ¿Tengo razón o no?

—Doctora, ¿cómo puede usted saber esas cosas? —preguntó Adid atónito.

Hema sonrió, como si dijera: «Hay muy poco que se me escape, mi querido amigo». Y luego pensó en las pelotas del francés, en los pliegues arrugados, en el rafe medio que separaba un testículo de otro, en el músculo dartos, las células de Sertoli. Su mente galopaba, extremadamente lúcida.

Ya no hacía calor en la cabina y resultaba agradable volver al hogar. Sintió deseos de contarle a Adid lo siguiente: «Cuando era estudiante de medicina teníamos que hacer esa prueba a los pacientes para comprobar el dolor visceral, que es distinto al de un golpe en la rodilla, por ejemplo, pues viene de dentro, de los órganos internos. Es un dolor difícil de describir y se localiza mal, pero es dolor en cualquier caso. Pues bien, de estudiantes debíamos apretar los testículos para comprobar si el paciente aún sentía o no dolor visceral, porque algunas enfermedades como la sífilis pueden causar una pérdida de la percepción de ese dolor. Un día, estábamos al lado de la cama de un enfermo de sífilis y el profesor me eligió para realizar la prueba. Los hombres del grupo soltaban risitas. Fui valiente, no vacilé. Puse al descubierto los huevos… perdón, los testículos. El enfermo sufría sífilis avanzada. Cuando apreté, me sonrió. Nada. Ningún dolor, ninguna reacción. Así que apreté más fuerte… fuerte de verdad. El hombre siguió impasible, pero ¡un compañero se desmayó!».

Adid estaba sonriendo como si ella le hubiese contado la historia a viva voz.

El avión descendió entre las nubes dispersas que cubrían Adis Abeba. Al principio, los densos bosques de eucaliptos ocultaban la ciudad. El emperador Menelik los había importado de Madagascar hacía años, no por el aceite sino como leña, cuya escasez casi le había obligado a abandonar la capital. Los eucaliptos habían prosperado en suelo etíope y crecían rápidamente: doce metros en un lustro y veinte en doce años. Menelik había ordenado plantar hectáreas de eucaliptos. Eran indestructibles, siempre retoñaban con fuerza cuando los talaban y su madera resultaba ideal para la fabricación de casas.

Entre la arboleda se veían claros con tukuls circulares de techumbre de paja y un cercado de espinos para mantener encerrados a los animales. Luego, al borde ya de la ciudad, Hema divisó las casas de tejado de zinc, numerosas y más próximas unas a otras. A continuación vio una iglesia con una corta aguja y enseguida la ciudad propiamente dicha. Distinguió unos cuantos coches y autobuses que recorrían la calle Churchill, la cual nacía en la estación de ferrocarril y continuaba en una empinada cuesta hasta la piazza. Al contemplar así el centro de la ciudad, que parecía tan moderno, pensó en el emperador Haile Selassie. Había introducido más cambios en su reinado de los que el país experimentara en tres siglos. Abajo, al nivel de la calle, su retrato (nariz aguileña, labios finos, frente despejada) estaba en todas las casas. El padre de Hema era un gran admirador de Selassie porque poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando Mussolini se disponía a invadir, había advertido al mundo del precio que habría que pagar por mantenerse al margen y permitir que Italia sometiera a un país soberano como Etiopía; la no intervención, había dicho, alimentaría las ambiciones territoriales no sólo de Italia sino de Alemania: «Dios y la historia recordarán vuestra decisión», había sentenciado en su célebre discurso ante la Sociedad de Naciones. Y así fue. Se convirtió en el símbolo del tipo bajito que se enfrentaba al bravucón (y perdía).

—¿Ve el hospital Missing, madame?—preguntó Adid, atisbando por encima de su hombro.

—No, no se ve.

Cerca del aeropuerto, una ladera completa se había teñido de un naranja llameante por la floración del meskel, lo cual indicaba la finalización de la estación de las lluvias. Otra ladera estaba cubierta de cobertizos y casuchas de chapa de zinc de un castaño rojizo o un tono herrumbroso más oscuro. Cada casa compartía una pared con la de al lado, de forma que en conjunto parecían largos vagones de tren irregulares que se deslizaban por la colina proyectando brotes y retoños en todas direcciones.

* * *

Cuando el piloto francés sobrevoló la pista de aterrizaje, el agente de aduanas subió a su bicicleta y se puso a ahuyentar a las vacas descarriadas. Luego el aparato describió un círculo y aterrizó.

Coches y furgones de la policía etíope de un verde bilioso se acercaron a gran velocidad al avión, acompañados de funcionarios de las Líneas Aéreas Etíopes. La compuerta de carga se abrió de golpe y manos frenéticas se apresuraron a descargar el kat. Echaron los fardos en un Volkswagen Kombi, luego en un motocarro y, una vez llenos ambos vehículos, cargaron los restantes en los coches de la policía y salieron disparados con las sirenas encendidas. Sólo entonces se permitió el desembarco de los pasajeros.

El Fiat 600 azul y blanco gemía mientras el motor de 600 ce al que debía su nombre se esforzaba por transportar a Hemlatha y su Grundig. La doctora supervisó personalmente el proceso de carga de la enorme caja en la baca del coche.

Lucía una espléndida tarde soleada en Adis Abeba y Hema olvidó que llegaba al hospital con más de dos días de retraso. A aquella altitud la luz era muy distinta de la de Madrás y bañaba cuanto se dignaba iluminar, en vez de reflejarse deslumbrante en todas las superficies. No había el menor indicio de lluvia en la brisa, aunque la situación podía cambiar en cualquier momento. Le llegó el olor leñoso y medicinal a eucalipto, un aroma que nunca serviría para un perfume pero resultaba tonificante en el aire. Captó también el olor a incienso, que todas las casas echaban en la cocina de carbón. Se alegró de estar viva y de vuelta en Adis Abeba, pero la embargó una desconcertante añoranza, un anhelo insatisfecho e indefinible.

Con el final de las lluvias habían proliferado los puestos improvisados en que se vendían pimientos rojos y verdes, limones y maíz tostado. Un hombre llevaba un cordero que balaba a modo de capa al cuello, lo que le hacía esforzarse por divisar el camino. Una mujer vendía hojas de eucalipto, que se empleaban como combustible para preparar inyera, alimento parecido a una hojuela o torta de tef, el cereal tradicional. Más adelante, Hema vio a una niña que echaba la masa en una enorme plancha apoyada en tres ladrillos sobre el fuego. Cuando la torta estaba hecha, se retiraba como un mantel, se doblaba tres veces y se guardaba en un cesto.

Una anciana vestida de negro se paró para ayudar a una madre a colgarse el niño a la espalda en un aullo hecho con el shama, el manto de algodón blanco que usaban hombres y mujeres.

Un individuo con las piernas atrofiadas avanzaba a duras penas por la sucia acera balanceando los brazos. Con sendos tacos de madera provistos de asa, se apoyaba en el suelo para impulsarse. Se desplazaba sorprendentemente bien calle abajo y recordaba a una letra eme. Todo parecía novedoso a Hema después de su breve ausencia.

Una reata de mulas sobrecargadas de leña pasaron trotando con expresión dócil y beatífica, teniendo en cuenta los palos que iba propinándoles el descalzo propietario que corría con ellas. El taxista hacía sonar la bocina, pero el coche sólo conseguía arrastrarse como otro animal sobrecargado.

Los adelantó un camión cargado de corderos, tan apretujados que los pobres animales apenas podían pestañear. Eran criaturas afortunadas, pues por lo menos se las transportaba al matadero, dado que en vísperas del Meskel, la fiesta que celebra el hallazgo de la cruz de Cristo, llegaban a la capital enormes rebaños de bestias que se tambaleaban agotadas y apenas si sobrevivían a aquella marcha hacia la mesa del festín. Después de la celebración, no se oían ni se veían corderos, pero entonces aparecían los comerciantes en pieles, que recorrían calles y callejas gritando «Ye beg koda alie!». («¡Pieles de cordero, quién tiene!»). La gente los llamaba desde sus casas y, después de cierto regateo, los comerciantes acababan echándose otra piel sobre las que llevaban al hombro y reanudaban su pregón.

A Hemlatha le sorprendió ver niños por todas partes, como si durante todos aquellos años hubiesen sido invisibles. Dos corrían con aros de metal rudimentarios, que guiaban y empujaban con un palo, zigzagueando e imitando sonidos de automóvil, mientras un tercero más pequeño con mocos entre la nariz y los labios los miraba con envidia. Tenía la cabeza afeitada con un mechón delante como una isla peatonal. Aquel extraño corte de pelo, según le habían contado a ella cuando llegó a Etiopía, era para que si Dios decidía llevarse al niño (y la verdad era que se llevaba a muchos) pudiera agarrarlo por aquel mechón y subirlo al cielo.

A través de la cortina de abalorios de un buna-bet, un café, se perfilaba la madre del niño, aunque en realidad se trataba de un bar que expendía cosas más fuertes que café. De noche, el interior pintado de verde, amarillo y rojo brillaría con las luces fluorescentes, y la mujer, transformada a aquella hora, ofrecería bebidas y compañía. Una cafetera exprés sobre una barra de zinc determinaba la categoría de un establecimiento, un rasgo heredado de la ocupación italiana. Los ojos apagados de la mujer se posaron en el taxi y luego en Hema, y su expresión se endureció como si viera en ella a una competidora. Luego alzó la vista hacia la extraña caja en la baca del taxi y la desvió despectivamente, como si dijera: «No me impresiona lo más mínimo». Hema pensó que tal vez fuera amhara, con aquella piel color nogal y los pómulos altos. Y era muy guapa. Probablemente fuese amiga de Ghosh. Llevaba un peine en el pelo como si hubiese hecho una pausa mientras se lo atusaba. Las piernas le brillaban de Nivea. Incluso puede que tomase un bocadito o dos de esa crema de vez en cuando, creyendo que le aclararía la piel. «Que yo sepa, funciona», se dijo Hema, aunque se estremeció al pensarlo.

Entre los edificios de bloques de hormigón más recientes había casuchas de paredes de cañizo sin pintar en que se distinguían ramitas, paja y barro. Sólo faltaba un palo clavado en el suelo con una lata vacía invertida en el extremo para indicar que también aquello era un buna-bet y, aunque no tuvieran cafetera exprés y vendieran tej y talla de fabricación casera en vez de cerveza del St. George embotellada, ofrecían los mismos servicios que los otros.

El oficio más antiguo del mundo no extrañaba a nadie, ni siquiera a Hema. Había comprendido que era inútil poner objeciones… sería como ofenderse por respirar oxígeno. Pero las consecuencias de aquella tolerancia eran evidentes: abscesos en ovarios y trompas, esterilidad por gonorrea, abortos y niños con sífilis congénita.

En la calle principal había una cuadrilla de sonrientes obreros gurages huesudos y de piel oscura al mando de un sonriente capataz italiano. Los gurages eran sureños con una fama bien merecida de trabajadores y de estar dispuestos a realizar tareas que los locales rechazaban. Cuando Gebrew necesitaba ayuda en el hospital se limitaba a salir a la verja y gritar «¡Gurage!», pese a que últimamente podía considerarse ofensivo y era preferible gritar «¡Culi!». Iban todos descalzos, menos el capataz y uno que llevaba los pies embutidos en unos zapatos que le quedaban pequeños y a los que había cortado las punteras para sacar los dedos. En realidad, Hema debería haberse indignado al ver a los trabajadores negros y al capataz blanco, y se preguntó por qué no era así; tal vez porque los italianos que se habían quedado en Etiopía después de la liberación eran de trato fácil y estaban muy dispuestos a reírse de sí mismos, de modo que resultaba difícil mirarlos mal. Se tomaban la vida como lo que era, ni más ni menos, un intervalo entre comidas. O tal vez se tratase sólo de la conducta que más les convenía, dadas sus circunstancias. Se dio cuenta de que los trabajadores dejaban de trabajar en cuanto el capataz apartaba la vista. Aunque todo iba a ritmo de caracol, sin embargo escuelas, oficinas, un gran edificio de correos, un banco nacional, iban surgiendo para igualar la grandeza de la catedral, el edificio del Parlamento y el palacio del Jubileo. Tomaba forma así la visión del emperador de su capital africana estilo europeo.

Tal vez se debiese a que seguía pensando en el emperador y porque el taxi estaba en la intersección en que se alzaba en otros tiempos una horca (en vez de la actual hilera de tiendas), pero el hecho es que recordó de pronto una escena que la había obsesionado.

Había sido precisamente aquí, en 1946, cuando Ghosh y ella llevaban pocos meses en Adis Abeba, donde se habían tropezado con una multitud que obstruía el tráfico. Hema, de pie en el estribo del Volkswagen de Ghosh, había visto una estructura rudimentaria con tres sogas. Luego había llegado un Trenta Quattro modificado con distintivos militares, en cuya plataforma trasera iban tres prisioneros etíopes esposados, a los que pusieron de pie. No llevaban chaqueta, pero por lo demás, al verlos con camisa, zapatos y pantalones, parecía que los hubiesen interrumpido en plena comida.

Un oficial etíope con uniforme de la Guardia Imperial leyó un papel y luego lo tiró. Hema observó fascinada cómo les pasaba la soga por la cabeza a cada uno y colocaba el nudo a un lado tras la oreja. Los condenados parecían resignados a su suerte, lo cual era en sí mismo una forma de valor extraordinaria. El porte de un hombre alto ya de edad la convenció de que se trataba de presos militares. Aquel individuo canoso pero erguido habló con el oficial, que agachó la cabeza para escuchar, asintió y le quitó la soga. El prisionero se inclinó entonces por el borde del camión y tendió las muñecas esposadas a una mujer que lloraba. La mujer le quitó un anillo y le besó la mano. El preso retrocedió, bajó la vista como un actor que busca su lugar en la escena, luego hizo una venia al verdugo, que se la devolvió para a continuación volver a colocarle la soga con la delicadeza del marido que adorna con guirnaldas a su desposada.

Hema no comprendió aquello, al menos no entonces. Creía que se trataba de una representación teatral. La violencia de lo que siguió (la arrancada del camión, la sacudida de los cuerpos, el ángulo atroz e inverosímil de la cabeza sobre el pecho, la demencial carrera de los espectadores para quitar los zapatos a los muertos) fue menos perturbadora que la idea de que vivía en un país en que podían suceder aquellas cosas. Había asistido a episodios de brutalidad y crueldad en Madrás, desde luego, pero adoptaban la forma de negligencia e indiferencia ante el sufrimiento, o de mera corrupción.

A raíz de aquel suceso estuvo varios días enferma, e incluso consideró la posibilidad de marcharse de Etiopía. En el Ethiopian Herald no se hizo ninguna mención de lo ocurrido ni el gobierno realizó la menor declaración. Aquellos hombres habían estado planeando la revolución, decía la gente, y ésa era la respuesta del emperador, que gobernaba un país frágil. Hema nunca había olvidado al renuente verdugo, un hombre apuesto cuyas sienes formaban un ángulo recto con la frente, lo que confería a la cabeza forma de hacha. Tenía la nariz achatada en la base, como por una antigua fractura. Recordaba la majestuosa reverencia que le había hecho al condenado antes de ejecutar las órdenes. Había sentido piedad por él, incluso respeto. Aquel gesto revelaba su conflicto entre el deber y la compasión. Si se hubiese negado a obedecer, le habrían colgado a él también. Estaba segura de que había obrado contra su conciencia.

«Tal vez sea eso lo que me ha mantenido en Adis Abeba todos estos años, esta yuxtaposición de cultura y barbarie, este moldear lo nuevo a partir del crisol del barro primigenio. La ciudad está evolucionando y me siento parte de esa evolución, a diferencia de Madrás, ciudad que parece acabada ya siglos antes de que yo naciese. ¿Se ha dado cuenta alguien salvo mis padres de que me marché de allí?».

—¿Por qué no te quedas en la India? Hay tantas mujeres pobres que mueren inútilmente en Madrás… —le había preguntado su padre sin mucho entusiasmo durante la última visita.

—¿Acaso quieres que ofrezca servicios gratuitos a los pobres en esta casa? —había replicado ella—. Si no, consígueme entonces un trabajo, que me contrate el municipio o la sanidad pública. Si mi país me necesita, ¿por qué no me contrata?

Ambos sabían la respuesta: los puestos de trabajo eran para quienes estaban dispuestos a sobornar.

Hema suspiró, lo que hizo que el taxista la mirara. Una vez más estaba reviviendo el dolor de despedirse de sus progenitores.

El espectáculo de los campesinos descalzos con cargas disparatadas sobre la cabeza y los carros tirados por caballos que surcaban las calles mantenía el aura y la mística de aquel reino antiguo que casi justificaba las fabulosas historias del preste Juan, escritas en tiempos medievales, un mágico reino cristiano rodeado por países musulmanes. Sí, podía ser la era del trasplante de riñón en Estados Unidos, y pronto llegaría una vacuna contra la polio incluso a la India; pero allí, Hema tenía la impresión de estar engañando al tiempo. Con sus conocimientos del siglo XX se había remontado a otra época. El poder se filtraba desde su majestad hasta los rases, los dejaz-maches y la nobleza menor, los vasallos y peones. Los conocimientos de Hema eran tan raros, tan necesarios para los más pobres de los pobres, e incluso a veces en el palacio real, que se sentía apreciada. ¿No era ésa la definición de hogar? No de donde eres, sino donde te necesitan.

Hacia las dos de la tarde, el taxi se detuvo ante las verjas marrón claro de Missing, un micromundo.

Sobre el muro de piedra que rodeaba el recinto del hospital y ocultaba los edificios se elevaban eucaliptos y algunos abetos, Jacarandas y acacias. Los fragmentos de cristal de botella hincados en el mortero resaltaban en lo alto del muro para disuadir a los intrusos (los robos y raterías eran endémicos en Adis Abeba), aunque las rosas que asomaban suavizaban el efecto de aquel elemento disuasorio. El portón de hierro forjado estaba cubierto con una plancha metálica y normalmente permanecía cerrado; los peatones entraban por la puerta de goznes más pequeña que había en él. Pero ahora tanto la verja como la puertecilla estaban abiertas de par en par. Vio en el interior que la puerta de la garita de vigilancia de Gebrew y el postigo también lo estaban, y cuando coronaron la cuesta reparó en que lo mismo sucedía con todas las puertas y ventanas visibles del ambulatorio. De hecho, pudo vislumbrar a Gebrew el vigilante, que era sacerdote, mientras abría la puerta de la leñera.

Al ver el taxi, acudió a la carrera, con el capote de los excedentes del ejército aleteando, el turbante blanco de sacerdote que empequeñecía su cara, el espantamoscas, la cruz y el rosario en una mano, como si se propusiera ahuyentar al taxi. Gebrew era un individuo nervioso que solía hablar deprisa, con movimientos espasmódicos, pero estaba mucho más agitado de lo habitual. Le dio la impresión de que se asombraba de verla, como si hubiese creído que ella jamás volvería.

—¡Alabado sea Dios por traerla sana y salva! Bienvenida, señora. ¿Cómo está? Dios escuchó nuestras plegarias —dijo en amárico.

Hema correspondió a sus reverencias lo mejor que pudo, pero él no paró hasta que le gritó:

—¡Gebrew! —Y le tendió un billete de cinco birrs—. Coge un cuenco, ve al bar Sheba y tráeme doro-wot, por favor.

Se trataba del delicioso curry de pollo con berbere (pimiento rojo). Hema hablaba un amárico torpe y sólo en presente, pero el término doro-wot lo había dominado enseguida. Y con doro-wot había soñado las últimas noches en Madrás, después de tantos días de dieta estrictamente vegetariana. El wot se servía sobre la inyera, la blanda tortita tipo crepé, acompañado por otros rollos de inyera que usaría a modo de cuchara para coger la carne. El curry habría impregnado el pan que cubría el fondo del cuenco cuando Gebrew lo llevase. A Hema se le hacía la boca agua al pensar en aquel plato.

—Sí, claro que lo haré, señora, Sheba es el mejor, bendito sea su cocinero, Sheba es…

—Dime, Gebrew, ¿por qué están abiertas las puertas y ventanas?

Entonces se dio cuenta de que tenía manchas de sangre en las uñas y los dedos, y plumas pegadas en las mangas y también enganchadas en el espantamoscas.

—¡Ay, señora! Es lo que intentaba explicarle. ¡El niño está atascado! ¡El bebé! ¡Y la hermana! ¡Y el bebé! —exclamó Gebrew al fin.

Hema no entendía nada. Nunca lo había visto tan desquiciado. Sonrió y esperó.

—¡Señora! ¡La hermana está de parto! ¡No va bien!

—¿Cómo? ¡Repítelo! —lo apremió ella, pensando que después de haber estado ausente sin oír amárico tal vez ya no lo comprendía.

—¡La hermana, señora! —gritó Gebrew, asustado porque parecía que no conseguía explicarse y creyendo que el volumen y el timbre ayudarían, aunque lo que emitió fue un chillido.

El término «hermana» en Missing siempre se refería a la monja Mary Joseph Praise, ya que la única que había en el hospital además de ella era la enfermera jefe Hirst, a quien se llamaba enfermera jefe, mientras que a las otras enfermeras se las denominaba enfermera Almaz o enfermera Esther, no hermana.

Para asombro de Hema, Gebrew gritaba cada vez con mayor estridencia.

—Está cerrado el paso. Lo he intentado todo. Abrí cada una de las puertas y ventanas. ¡Hasta he abierto una gallina en canal! —Se apretó el vientre, empujando en una extraña imitación del parto. Lo intentó en inglés—: ¡Bebé! ¿Bebé? ¿Bebé, señora?

Lo que intentaba transmitir estaba bastante claro, no había error posible. Sin embargo, habría sido difícil que Hema lo creyese, hablase el idioma que hablase.