5
Los últimos momentos

Justo en el último instante, cuando se preparaba para que el avión se hundiera en el agua, la doctora Hemlatha vio que el mar dejaba paso a una zona de maleza seca.

Y antes de que pudiera asimilarlo, el aparato tocó tierra sobre el asfalto resplandeciente con un chirrido de neumáticos y moviendo la cola, para aminorar la marcha y avanzar por la pista como un perro sin correa.

El alivio de los pasajeros se convirtió en desconcierto y turbación, porque hasta los más incrédulos habían rezado suplicando la intervención divina.

El avión se detuvo, pero el piloto siguió discutiendo con la torre de control mientras apuraba un cigarrillo, aunque había encendido la luz de PROHIBIDO FUMAR después del aterrizaje.

El niño gemía y Hema lo meció con una habilidad de la que no se sabía capaz.

—Voy a ponerte una venda pequeñita, pequeñita, en la pierna, ¿de acuerdo? Así ya no te dolerá.

El joven armenio se las ingenió para encontrar una caña y entre ambos hicieron un entablillado.

Cuando se apagó el motor, Hema notó en los tímpanos la presión del silencio de la cabina. El piloto miró alrededor con una sonrisita, como si sintiera curiosidad por ver cómo habían aguantado los pasajeros.

—Paramos para recoger un poco de equipaje y a unas personas muy importantes —dijo, como si se le acabara de ocurrir—. ¡Estamos en Yibuti! —Y sonrió, enseñando su horrible dentadura—. No me daban permiso para aterrizar si no se trataba de una emergencia, así que simulé un fallo del motor —confesó, encogiéndose de hombros, como si la modestia le impidiese aceptar los elogios de los pasajeros.

Hemlatha se sorprendió al oír que su propia voz rompía el silencio.

—¿Equipaje? ¡Mercenario asqueroso! ¿Qué te crees que somos? ¿Un rebaño? ¿Has apagado un motor por las buenas para hacer escala en Yibuti? ¡Sin avisar! ¡Sin decir nada!

Tal vez tuviera que mostrarse agradecida, alegrarse de estar viva. Pero en la jerarquía de sus emociones siempre ganaba la cólera.

—¡¿Asqueroso?! —exclamó el piloto enrojeciendo—. ¿Asqueroso? —repitió, saliendo de la cabina con dificultad, las blancas rodillas temblando por el forcejeo bajo los pantalones cortos de safari.

Se plantó delante de ella, jadeando a causa del esfuerzo. Al parecer, le ofendía más lo de «asqueroso» que lo de «mercenario». Aunque su desprecio por aquella mujer india era mayor que su ira, alzó la mano.

—Si no te gusta, te dejaré aquí en tierra, mujer insolente.

Más tarde alegaría que había levantado la mano sólo como un ademán, sin intención de pegarle. ¿Cómo iba a pegar a una mujer un caballero, un francés como él, santo cielo?

Sin embargo, ya era demasiado tarde, porque Hemlatha sintió que las piernas se le movían como por voluntad propia, impulsadas por la cólera y la indignación. Tenía la impresión de estar observando actuar a una desconocida, a una Hemlatha que antes no existía. La nueva, cuyo permiso para seguir en la vida acababa de renovarse —y de definirse el propósito de esa existencia—, se levantó. Era tan alta como el piloto. Distinguió el minúsculo vaso sanguíneo principal en la mejilla izquierda del hombre. Se alzó las gafas y lo miró cara a cara. El piloto se encogió al reparar en que era muy guapa. Como se creía un donjuán, se preguntó si habría perdido la oportunidad de tomar unas copas con ella en el hotel Ghion aquella noche. Sólo entonces se fijó en la gente que rodeaba al niño lloriqueante. Sólo entonces notó la rabia del padre y los puños apretados de otros pasajeros que cerraban filas tras ella.

«Menudo ejemplar —pensó Hema, observándolo—. Angiomas reticulares en la piel. Ojos ictéricos. Seguro que tiene los pechos agrandados, las axilas sin vello y unos testículos arrugados del tamaño de nueces, debido a que el hígado ya no elimina las toxinas del estrógeno que produce normalmente un varón. Y el aliento rancio de enebrina. Sí, claro —se dijo, añadiendo un diagnóstico más a la cirrosis—: un colono saturado de ginebra que no soporta la realidad del Africa poscolonial. Aunque en la India siguen acobardados por todos vosotros, sólo se debe a la costumbre. Pero en un avión etíope no rigen esas normas».

Se sintió dominada por la ira, no sólo contra él, sino contra todos los hombres, contra quienes en el Hospital General de la India la atropellaban y ninguneaban, castigándola por ser mujer, y que jugaban con su horario y su programa, llevándola de aquí para allá sin solicitar su permiso ni molestarse en pedirlo por favor.

La proximidad de ella, su invasión del sagrado espacio bawana de respeto, desconcertó al individuo, lo aturdió. Pero siguió con la mano alzada, y luego, como si acabase de caer en la cuenta, la movió, no para pegarle, aseguraría después, sino como para determinar si realmente era su mano y comprobar si respondía a sus órdenes.

La mano alzada era ya suficiente ofensa, pero cuando Hema vio que empezaba a moverse, reaccionó de un modo que la ruborizaría cuando lo recordase más tarde: sus dedos se dispararon por la pernera de los pantalones cortos del piloto hacia arriba y le atenazaron los testículos, sin más obstáculo interpuesto que los calzoncillos. La desenvoltura de sus movimientos la sorprendió, así como el vacío entre el pulgar y el índice que dejaba paso a los cordones espermáticos que conectaban los testículos con el cuerpo. Años más tarde, pensaría que su reacción había estado condicionada por el entorno, por la tendencia de los shiftas y otros delincuentes de África oriental a cortar los testículos a sus víctimas. «Allá donde fueres…».

Los ojos le ardían como los de un mártir. El sudor convirtió el pottu de la frente en un signo de interrogación. Por el calor, llevaba un sari de algodón y antes, cuando estaba sentada, se lo había subido hasta las rodillas (al cuerno el recato), de modo que ahora, de pie, seguía igual, perfilándole los muslos. El sudor le perlaba el labio superior mientras apretaba para producir tanto sufrimiento y miedo como el francés le había causado a ella.

—Escucha, encanto —le dijo (decidiendo que tenía realmente atrofia testicular y procurando acordarse también de túnica albugineae y túnica algo más y vas deferens, por supuesto, y aquel chisme arrugado de atrás, ¿cómo se llamaba?… ¡epidídimo!). Vio que el piloto bajaba los hombros, que el color se le iba de la cara como si ella hubiese abierto un grifo allí abajo. Una humedad muy diferente al sudor le cubría la frente—. Al menos la sífilis no está muy avanzada, porque aún sientes dolor testicular, ¿eh? —La mano alzada del piloto bajó indecisa y se posó vacilante, casi afectuosamente, en el antebrazo de Hemlatha, suplicándole que no aumentase la presión. En el avión se hizo un silencio sepulcral—. ¿Me escuchas ahora? —preguntó ella, pensando que en realidad no deseaba conocer de aquel modo la anatomía masculina—. ¿Hablamos como iguales?… Antes mi vida estaba en tus manos y ahora tus joyas de la familia están en las mías. ¿Crees que puedes aterrorizar a la gente de ese modo? Ese niño se ha roto la pierna por tu proeza. —Hemlatha se volvió hacia los otros pasajeros y sin dejar de mirar con el rabillo del ojo al francés, preguntó—: ¿Alguien tiene un cuchillo bien afilado? ¿O una cuchilla de afeitar?

Oyó un rumor, que tal vez sólo se debiese a los reflejos del músculo cremáster de los varones presentes al retraer involuntariamente sus fábricas de esperma colgantes para ponerlas a salvo.

—No estábamos autorizados… Tuve que… —jadeó el hombre.

—Saca la cartera ahora mismo y paga por lo de este niño —exigió Hema, porque no se fiaba de los pagarés.

El francés se puso a manipular torpemente los billetes, pero el joven armenio le quitó la cartera y se la entregó al padre del niño.

Un yemení recuperó la voz y soltó un torrente de blasfemias, agitando el índice en la cara del piloto.

—Ahora —dijo Hema— devuelve el dinero de los billetes del avión al niño y a sus padres. Y despega rápidamente… De lo contrario, no sólo te convertirás en eunuco, sino que yo en persona haré una petición al emperador para garantizar que hasta el trabajo de camellero sea demasiado bueno para ti, no digamos ya el de transportar kat.

Oyeron abrirse la puerta de carga y las agudas exclamaciones de los culíes que se aglomeraban fuera.

El francés asintió mudo, los globos oculares hundidos en las cuencas. Francia había colonizado Yibuti y zonas de Somalia, e incluso rivalizado con los ingleses en la India antes de conformarse con una base en Pondicherry. Pero aquella tarde calurosa, un alma morena que nunca volvería a ser la misma y que contaba con el respaldo de malayalis, armenios, griegos y yemeníes, había demostrado que era libre.

—En fin, ¿cómo puede uno mantenerse cuerdo con tanto calor? —dijo Hemlatha a nadie en particular, y soltó al francés para encaminarse al lavabo y lavarse las manos conteniendo la risa.