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La Regla de las Cinco Efes

—Su paciente, doctor Stone —repitió la enfermera jefe, dejando libre el taburete entre las piernas de la hermana Mary Joseph Praise. Al ver la expresión del médico, temió que fuese a arrojarle algún objeto.

Stone era un lanzador esporádico de instrumentos, aunque nunca lo hiciera delante de la enfermera jefe. Era raro que Mary Joseph Praise le entregase el instrumento incorrecto, pero de vez en cuando un hemostato no se soltaba con una leve contrapresión o la punta de una tijera no cortaba. Stone tenía buena puntería. La diana solía ser un punto de la pared del Quirófano 3 situado justo encima del interruptor y peligrosamente cerca de la vitrina del instrumental.

Sólo Mary Joseph Praise se lo tomaba como algo personal y se entristecía, aunque siempre repasaba los instrumentos antes de ponerlos en el autoclave. La enfermera jefe insistía en que lo de lanzar los instrumentos era bueno. «Equivóquese de vez en cuando —aconsejaba a la hermana—. Si no, se reprimirá hasta que le supure por los oídos, y entonces sí nos veremos en un buen lío».

La pared sobre el interruptor lucía rayas y marcas en forma de estrena, como si contra el enyesado hubiese estallado un petardo. El impacto se producía después de que hubiese gritado las palabras «¡Completamente!» e «¡Inútil!». Muy de cuando en cuando, Stone explotaba también con la anestesista, la enfermera Asqual, si el paciente no estaba lo bastante anestesiado o se le había administrado muy poco curare, de forma que los músculos abdominales le atenazaban las muñecas como un torno mientras buscaba en el vientre. Más de un paciente anestesiado había vuelto en sí aterrorizado al oír gritar al cirujano: «¡Necesitaré una piqueta si no puede proporcionar más relajación!».

Pero en aquel momento, ante una hermana Praise de labios lívidos, respiración superficial, mirada perdida y hemorragia continua, y habiendo recibido la batuta de la enfermera jefe, Stone no sabía qué decir. Experimentaba el desvalimiento propio de los familiares de los enfermos, cosa que no le gustaba lo más mínimo. Le temblaban los labios y lo avergonzaba que su rostro sudoroso revelara sus emociones. Pero sentía sobre todo miedo, y una asombrosa parálisis de pensamientos que aún lo abochornaba más.

—¿Dónde está Hemlatha? ¿Por qué no ha vuelto? —preguntó al fin, con voz entrecortada—. La necesitamos —añadió, en un arrebato de humildad inusitado.

Se limpió los ojos con el dorso del antebrazo, en un gesto infantil. La enfermera jefe lo observaba incrédula. En vez de sentarse en el taburete, Stone retrocedió. Se acercó a la pared que mostraba las marcas de su cólera y dio un cabezazo en la superficie enyesada, digno de una cabra montes. Las piernas le temblaban. Se apoyó en la vitrina. La enfermera jefe se vio obligada a murmurar «Completamente inútil» por la remota posibilidad de que si la violencia de él tenía algún sentido, no quisiese Dios que fallase por falta del mantra correspondiente.

Stone podría haber practicado una cesárea, aunque, por extraño que parezca en un cirujano tropical, era una de las pocas operaciones que no había realizado. «Presencia una, haz una, enseña una», se titulaba un capítulo de su libro de texto El cirujano práctico: un compendio de cirugía tropical. Pero lo que sus lectores no sabían, y de lo que no llegué a enterarme hasta muchos años después, es que su autor sentía una profunda aversión a todo lo ginecológico (por no mencionar lo relacionado con la obstetricia), aversión que se remontaba al último curso de medicina, en el que había hecho algo inaudito: comprar un cadáver para dominar los conocimientos de anatomía adquiridos en primer curso. El espécimen masculino de asilo del primer curso era antiguo y apergaminado, y tenía unos tendones y unos músculos espectrales, algo habitual en las aulas de anatomía de Edimburgo. Stone lo compartía con otros cinco estudiantes. Sin embargo, fue más afortunado con el que compró en el último curso: se trataba del cadáver de una mujer madura bien alimentada, de un tipo que él asociaba con las fábricas de linóleo de Fife. Practicó una disección de la mano tan elegante (sólo con la vaina tendinosa expuesta en el dedo medio, mientras en el anular profundizó más abriendo la vaina y dejando al descubierto los tendones del flexor sublimis como alambres de un puente colgante, con el tendón profundus entre ellos) que el profesor de anatomía la conservó para mostrarla a los alumnos de primero. Thomas Stone trabajó semanas en el cadáver, pasando más tiempo con aquella mujer que el que pasara con cualquier otra, a excepción de su madre. Sentía la seguridad y desenvoltura que proporciona el conocimiento íntimo. Había cortado una mejilla hasta la oreja, fijando el colgajo con suturas para dejar al descubierto la glándula parótida y el nervio facial que pasaba a través de ella, sus ramas abiertas como el pie de un pato, de ahí el nombre depes anserinus. En la otra mejilla había retirado todo el tejido subcutáneo y la grasa para poner a la vista los miles de músculos de la expresión, cuyos movimientos concertados habían transmitido en vida la tristeza, la alegría y las emociones intermedias de aquella mujer. No pensaba en ella como persona; era simplemente conocimiento encarnado, embalsamado y personificado. Cada noche recolocaba los músculos y luego los colgajos de piel, para después cubrirla de paños impregnados en formalina. A veces, cuando la tapaba con el manto de caucho, que remetía por los bordes, recordaba el ritual de su madre al acostarlo. Su soledad y aislamiento siempre eran más intensos cuando volvía a su habitación.

El día que retiró los intestinos para dejar al descubierto los riñones, vio el útero. No era la bolsita arrugada que esperaba encontrar, hundida en el cuenco de la pelvis, sino que asomaba sobre el borde pélvico. Unos días más tarde acometió la tarea, con el manual de disección de Cunningham abierto para la nueva disección. Procedió paso a paso, maravillándose de la genialidad del libro a medida que descubría, destapaba y exponía sobre la marcha. Según el texto, había que practicar un corte vertical en la parte delantera del útero y luego el cirujano debía abrirlo con cuidado. Cuando procedió de este modo, cayó de él un feto, con la cabeza poco mayor que un grano de uva, los ojos apretados y las extremidades encogidas como un insecto. Se balanceó en el cordón umbilical como un talismán obsceno en el cinto de un cazador de cabezas. Vio el cuello del útero de la madre destrozado y ennegrecido por infección o gangrena. La tragedia de aquella mujer estaba preservada en formalina.

A duras penas consiguió llegar al lavabo antes de vomitar la cena. Se sentía traicionado, como si alguien hubiese estado espiándole. Hasta entonces había supuesto que ella y él se hallaban a solas. No pudo continuar. Ni siquiera fue capaz de mirarla, cerrarla o cubrirla. Al día siguiente, pidió al desconcertado ayudante que se deshiciese del cadáver, aunque la disección de la pelvis no se había completado y las extremidades inferiores estaban intactas. Pero Thomas Stone había terminado.

Gracias a Hema, en el Missing nunca había tenido que aventurarse en el territorio de los órganos reproductores femeninos. Reconocía que aquel sector era competencia de ella, en un gesto de concesión atípico en Stone.

Stone y Hemlatha mantenían una relación de colegas cordial e incluso amistosa fuera del quirófano. Al fin y al cabo, el hospital sólo contaba con tres médicos (Hema, Stone y Ghosh) y habría resultado embarazoso que se llevaran mal. Pero en el Quirófano 3 Hema y Stone siempre estaban provocándose. Ella tenía un estilo preciso y meticuloso, según la enfermera jefe era un ejemplo vivo de por qué debería haber más cirujanas. A veces tenía la sensación de ver a Hemlatha escuchar y sólo luego pensar cuando atendía a una paciente en la consulta externa, en lugar de intentar hacer ambas cosas de manera silmultánea. Era una cirujana que aseguraba cuatro veces los nudos cuando otros se darían por satisfechos con tres. Nunca salía del quirófano hasta que la paciente despertaba de la anestesia. Su campo quirúrgico estaba tan limpio y ordenado como en una demostración anatómica, con las zonas vulnerables minuciosamente identificadas y preservadas, y la hemorragia controlada con total meticulosidad. A la enfermera jefe el campo le parecía estático pero vivo, como un cuadro de Tiziano o Leonardo. «¿Cómo puede saber una cirujana dónde está —le gustaba repetir a Hema— si no sabe dónde ha estado?».

Stone consideraba prioritario un manejo mínimo de tejido, y no se paraba a considerar la estética del campo quirúrgico. «Hema, si quieres que quede bonito, disecciona cadáveres», le había dicho en una ocasión. A lo que ella había respondido: «Stone, si quieres sangre, hazte carnicero». Stone tenía tanta experiencia y destreza en la práctica del oficio que sus nueve dedos podían abrirse camino en un campo ensangrentado donde no hubiese ningún hito visible para otros. Sus movimientos eran sobrios y precisos, y excelentes los resultados.

En las raras ocasiones en que ingresaba una mujer con el barro del campo aun fresco en los pies y una cornada en la pelvis, o cuando llegaba una chica de alterne con una herida de cuchillo o bala cerca del útero, Hemlatha y Stone operaban juntos y entraban en el abdomen a dúo, rozándose, con las cabezas unidas y a veces los nudillos de uno chocando contra los del otro en el mango del hemostato. La enfermera jefe aseguraba que llevaba un registro de qué cirujano había estado en el lado derecho en la última exploración conjunta, así que procuraba que se turnasen. Mientras Hemlatha volvía a colocar el útero o reparaba un desgarrón de la vejiga, Stone, que era incapaz de entonar una melodía, silbaba Dios salve a la reina, lo cual irritaba a su colega. Si le tocaba primero a Stone, Hemlatha hablaba de los cirujanos célebres del pasado —Cooper, Halsted, Cushin— y de lo vergonzoso que era que los cirujanos tropicales no diesen ninguna muestra de tan extraordinario legado quirúrgico.

Stone no era partidario de ensalzar ni a los cirujanos ni las operaciones. «Cirugía es sólo cirugía», le gustaba decir, y por principio no consideraba más a un neurólogo ni menos a un podólogo. «Un buen cirujano necesita valor, para lo que es imprescindible un buen par de huevos», había llegado a escribir en el manuscrito de su manual, muy consciente de que su editor en Inglaterra lo eliminaría, pero disfrutando de la experiencia de plasmar aquellas palabras en papel. Escribiendo era capaz de una locuacidad, combatividad y contundencia que no mostraba al hablar. «¿Valor? ¿Qué puedes escribir acerca del valor? —preguntó Hema—. ¿Acaso es tu vida lo que arriesgas?».

Stone estaba técnicamente capacitado para practicar una cesárea, pero aquel día fatídico lo aterró la sola idea de aplicar el bisturí a la hermana Praise, su auxiliar quirúrgica, su confidente más íntima, su mecanógrafa, su musa y la mujer a la que, según se había dado cuenta, amaba. La enferma se encontraba ya en un estado atroz, pálida y sudorosa, con el pulso tan débil que Stone creía que cualquier intervención por su parte precipitaría el final. No habría dudado en realizar una cesárea a una extraña. «El médico que se trata a sí mismo tiene a un necio por paciente», era una sentencia que conocía bien. Pero ¿qué decir del que practicaba una operación en la que no tenía experiencia a un ser querido? ¿Había un adagio apropiado?

Desde que publicara el manual, le había dado por citarlo, como si su palabra escrita tuviese mayor legitimidad que sus pensamientos inéditos (y hasta entonces no expresados). Había escrito: «El médico que se trata a sí mismo tiene a un necio por paciente. Pero hay circunstancias en que no le queda más remedio». Luego había pasado a relatar la historia de su propia amputación radicular, cómo había efectuado un bloqueo neurálgico en el codo derecho y cómo después, con Mary Joseph Praise en calidad de «ayudante», había realizado la incisión en su propia carne, realizando parte del trabajo con la mano izquierda, mientras la hermana sustituía la derecha. Al verla efectuar los cortes óseos se percató de que ella podía hacer mucho más que ayudar si así lo decidiese. La anécdota de la amputación, junto con su imagen en el frontispicio, con los dedos (los nueve) en forma de un chapitel delante de la barbilla, había hecho que el libro obtuviera gran éxito. Había tantos textos de cirugía que resultaba sorprendente la popularidad alcanzada por El cirujano práctico (o el Compendio, como se conocía en algunos países). A pesar de ser un libro de cirugía tropical, se vendía mayoritariamente en países no tropicales. Tal vez se debiese a su originalidad, al tono sarcástico y a un humor a menudo incisivo e involuntario. Únicamente se basaba en la experiencia personal y en una cuidadosa interpretación de las vivencias ajenas. Los lectores lo imaginaban como un revolucionario, pero de los que operaba a los pobres en vez de predicar la reforma agraria. Los estudiantes le escribían cartas reverentes, y hacían un mohín cuando las diligentes respuestas de Stone (escritas por la hermana Praise) no correspondían al tono efusivo y confesional de las suyas.

Las ilustraciones del manual (dibujadas y anotadas por la hermana) tenían un estilo sencillo, como esbozadas en una servilleta de papel. No reflejaban el menor intento de conseguir que la proporción o la perspectiva fuesen correctas, pero eran modelos de calidad. La obra se había traducido al portugués, el español y el francés. «Audaces operaciones realizadas en el África más profunda», escribía el editor en la contraportada. El lector, que no sabía nada del «continente negro», rellenaba los espacios en blanco, imaginaba a Stone en una tienda de campaña, sin más luz que la de una lámpara de queroseno sostenida por un hotentote, con una estampida de elefantes por allí cerca mientras el buen doctor recitaba a Cicerón y se extirpaba una parte de sí mismo con la misma tranquilidad que si extrajese un cálculo a otra persona. Lo que nunca podrían aceptar ni el lector ni Stone era que aquella autoamputación hubiese sido un acto de presunción tanto como de heroísmo.

—Su paciente, doctor —repitió la enfermera jefe por tercera vez.

Stone ocupó el puesto que la mujer había dejado vacante entre las piernas de la hermana Praise, aunque en realidad hubiese parecido reacia, como si los deseos de que él se sentara allí fueran aún menores que los del propio Stone. No era una posición estratégica que estuviese acostumbrado a ocupar, al menos no frente a una mujer. Con los hombres se sentaba allí para reparar una fístula urinaria, y podía hacerlo en ambos casos para drenar abscesos rectales o para ligar y extirpar hemorroides o por fístula in ano. Por lo demás, era un cirujano que raras veces trabajaba sentado.

Separó los labios mayores con torpeza y la sangre manó. Ajustó la lámpara de cuello de cisne y luego su propio cuello para ver el canal del parto.

Intentó recordar la regla del cítrico de sus tiempos de estudiante. ¿Cómo era? Lima, limón, naranja y pomelo correspondían a cuatro, seis, ocho y diez centímetros de dilatación del cuello del útero. ¿O era dos, cuatro, seis y ocho? ¿No se incluía una uva o una ciruela?

Lo que vio lo hizo palidecer. El cuello del útero había pasado ya de pomelo e iba camino de melón. Y allí, como en el fondo de un pozo sangriento, divisó la cabeza de un bebé, con los tejidos alrededor aplanados. El cabello negro húmedo y delicado del cráneo reflejaba las luces del quirófano.

En aquel momento fue como si alguien que había estado dormido dentro de Stone tomase las riendas.

Si existía alguna relación entre él y el pobre niño que había allí metido, no reparó en ella. En su lugar, la visión de aquel cráneo lo alteró por completo. La cólera ahuyentó el miedo, una cólera que tenía su propio razonamiento perverso: ¿cómo se atrevía aquel invasor a poner en peligro la vida de Mary? Era como si hubiese localizado el cadáver de un topo excavador que atacara el cuerpo de ella, y el único medio de curarla fuese extraerlo. La visión de aquel cuero cabelludo brillante no inspiró ninguna ternura a Stone, sólo aversión. Y le dio una idea.

«Localiza al enemigo y liquídalo a tiros»: era un dicho suyo.

Había localizado al enemigo.

—Flato, Muido, materia Fecal, cuerpo Foráneo y Feto mejor fuera que dentro —dijo en voz alta, como si acabase de inventar la frase. En el libro lo llamaba Regla de las Cinco Efes. Entonces, se dispuso a ejecutar su terrible decisión. Era mucho mejor, decidió, practicar un agujero en el cráneo del topo (había dejado de considerarlo un niño), que experimentar con la hermana en la práctica de una cesárea, operación con que no estaba familiarizado y que temía que acabara con ella, dado el estado de debilidad en que se hallaba. El enemigo era más un cuerpo extraño, un cáncer, que un feto. Era indudable que aquella criatura estaba muerta. Sí, agujerearía el cráneo, vaciaría su contenido, lo aplastaría como si fuese un cálculo de la vejiga y luego extraería la cabeza vacía, que era la parte que colgaba entre la pelvis. En caso necesario, usaría tijeras para las clavículas, bisturí para las costillas; sujetaría, cortaría, tajaría, destruiría cualquier parte del feto que obstruyese la salida, porque sólo sacándolo libraría a Mary del sufrimiento y cortaría la hemorragia.

Sí, sí… mejor fuera que dentro.

Era una decisión racional, dentro de los límites de su lógica irracional. «Hacer el mal para hacer el bien», como habría dicho Mary Joseph Praise.

La enfermera jefe, asombrada y horrorizada, pensó que el hombre que se sentaba entre las piernas de la enferma en nada se parecía a su fiero, tímido y extremadamente competente Thomas Stone. Aquel individuo no tenía nada en común con el médico miembro del Real Colegio de Cirujanos y autor de El cirujano práctico. Aquel hombre desesperado y agitado que había ocupado su lugar no parecía un Médico del Real Colegio de Cirujanos, sino más bien alguien para el que las siglas MRC podrían significar (como solía decir el doctor Ghosh). «Mierda Revuelta con Caquita».

Stone, recuperado ya el ánimo y presa de un sentimiento misional, colocó abierto Obstetricia quirúrgica de Munro Kerr como si fuese un libro de cocina en la ladera del protuberante vientre de la hermana Praise.

—Maldita sea, Hemlatha, sí que elegiste un puñetero momento para estar fuera —dijo en voz alta, sintiendo que recuperaba el valor.

Dos blasfemias, anotó la enfermera jefe. «Contén la lengua», murmuró entre dientes. Se tomó el pulso porque, a pesar de su fe en el Señor, la preocupaba aquella palpitación que había aparecido el último año como una visita inesperada. Su corazón se estaba saltando latidos y se sentía mareada.

Los extraños instrumentos que había pedido Stone, y que ella estaba sacando de un viejo armario de instrumental, se resistían a dejarse controlar por sus manos.

—¿Dónde demonios se ha metido Ghosh? —gritó, porque éste solía ayudar a Hema en los abortos y las ligaduras de trompas y, como hombre orquesta, tenía más experiencia que Stone en la anatomía reproductora femenina.

La enfermera Hirst envió de nuevo un mensajero a casa de Ghosh, más para aplacar a Stone que porque creyera que hubiese regresado. Tal vez habría hecho mejor mandando a la muchacha a preguntar por el doctor banya al bar Nilo Azul o alrededores. Pero incluso borracho, Ghosh podría aconsejar a Stone y decirle que lo que estaba a punto de hacer no era propio de un buen cirujano sino de uno idiota, que su decisión era errónea y su razonamiento irracional. La monja creía que la culpa de aquel embarazo, de aquel parto, recaía en parte en ella, que era consecuencia de no haber estado todo lo atenta que habría debido. De cualquier modo, en vista de aquella hemorragia torrencial también suponía que el niño había muerto hacía mucho. Si hubiese creído que estaba vivo (ni siquiera sabía que eran gemelos), habría intervenido.

Stone inclinó la cabeza a uno y otro lado, intentando determinar las ilustraciones de instrumentos del Munro Kerr (tijeras de Smellie, cranioclasto de Braun, cefalotribo de Jardine) que se correspondían con los objetos que manipulaba. Aunque aquel instrumental era sólo pariente lejano del que figuraba en el manual, estaba claramente diseñado para el mismo propósito siniestro.

A continuación asió el óvalo del cuero cabelludo de mi hermano con unas pinzas de Jacobs.

—¡Te veo en las profundidades, criatura excavadora! Maldito seas por torturar a Mary —masculló y pasó a cortar la piel entre las pinzas con las tijeras, instante en que inició al intruso en el dolor.

El paso siguiente fue intentar colocar el cefalotribo (el rompe-cráneo) en la cabeza. Este espantoso instrumento medieval constaba de tres piezas: la del centro era una lanza destinada a clavarse en el cerebro y practicar así una gran abertura en el cráneo, que estaba flanqueada por dos estructuras tipo fórceps para sujetar el cráneo. Una vez colocadas en su sitio las tres piezas, sus extremos se engranaban formando un solo mango con las correspondientes hendiduras para los dedos. Stone podría apretar y sujetar el cráneo de modo que no se soltase. ¡Y fuera con el intruso!

Aunque en el quirófano hacía fresco, el sudor le caía de la frente a los ojos y le mojaba la mascarilla.

Intentó clavar la lanza.

(El niño, mi hermano Shiva, a salvo durante ocho meses pero sufriendo ya el corte de las tijeras en el cuero cabelludo, gritó en el útero. Tiré de él hacia lugar seguro mientras la lanza resbalaba en el cráneo).

Stone decidió entonces que sería más fácil aplicar primero las piezas externas del cefalotribo, estirar después la cabeza e insertar a continuación la lanza. Le sudaban las manos en aquel espacio agobiante. La enfermera jefe se estremeció al pensar en el daño que podría causar en los tejidos de la parturienta y en el niño al encajar aquella pieza por detrás de las orejas para tener el cráneo bien sujeto, como creía él. La mujer estaba a punto de desmayarse. «El deber de la enfermera es ayudar al médico y anticiparse a todas sus necesidades», pensó. ¿Acaso no era eso lo que ella misma enseñaba a las estudiantes en prácticas? Pero era un error absoluto, completo, y no sabía cómo empezar a dar la vuelta al asunto. Lamentaba haber desempolvado aquellos instrumentos. Un ginecólogo humanitario los había inventado pensando en madres que se hallaban en las situaciones más desesperadas, no en médicos enloquecidos. Un necio con un instrumento sigue siendo un necio. Los instrumentos en manos de Stone se habían apoderado de él y pensaban por él. La enfermera jefe sabía que de aquello no podía resultar nada bueno.