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La Puerta de las Lágrimas

Cuando la hermana Mary Joseph Praise sintió los primeros dolores del parto, la doctora Kalpana Hemlatha, la mujer a quien yo acabaría llamando «madre», estaba a dos mil kilómetros de distancia y a tres mil metros de altura. Por el ala de estribor del avión, Hema tenía una hermosa vista de Bab el-Mandeb, la Puerta de las Lágrimas, llamada así por los innumerables barcos que habían naufragado en el angosto estrecho que separa Yemen y el resto de Arabia de Africa. En aquella latitud, África era sólo el Cuerno: Etiopía, Yibuti y Somalia. Hema siguió la pequeña fisura de la Puerta de las Lágrimas, que se ensanchaba hasta convertirse en el Mar Rojo, perdiéndose hacia el norte en el horizonte.

Cuando era una colegiala que estudiaba geografía en Madrás tenía que señalar dónde se producía carbón y lana en un mapa de las islas Británicas. África figuraba en el programa como patio de recreo de Portugal, Inglaterra y Francia, y lugar para que Livingstone descubriese las espectaculares cataratas a las que puso el nombre de la reina Victoria, así como para que Stanley encontrase a Livingstone. Muchos años después, cuando mi hermano Shiva y yo emprendimos el viaje con Hema, nos enseñó la geografía práctica que había aprendido por su cuenta. «Imaginad esa cinta de agua como la abertura de una falda que separa Arabia Saudí de Sudán y sitúa más arriba a Jordania alejada de Egipto. Creo que Dios se propuso mantener a la península Arábiga libre de África. Y ¡por qué no! ¿Qué tiene en común la gente de este lado con la del otro?», nos dijo, señalando el Mar Rojo.

En la punta más alta de la abertura, el estrecho istmo del Sinaí frustraba la intención divina y mantenía unidos Egipto e Israel. El canal de Suez, obra del hombre, terminaba el corte y permitía que el Mar Rojo se uniese al Mediterráneo, ahorrando a los barcos la larga travesía para rodear El Cabo. Hema siempre nos contaba que justo sobre la Puerta de las Lágrimas había experimentado el despertar que cambiaría su vida. «Oí una llamada en aquel avión. Al recordarlo, sé que erais vosotros». Aquella traqueteante lata de sardinas voladora siempre parecía un lugar inverosímil para su epifanía.

Hema iba sentada en los bancos de madera que se disponían a ambos lados del nervado fuselaje del DC-3. No imaginaba lo necesarios que eran sus servicios en aquel momento en el Missing, donde trabajaba desde hacía ocho años. El estruendo de los motores gemelos era tan fuerte y constante que a la media hora de vuelo tenía la sensación de que el sonido habitase en su cuerpo. A consecuencia de los saltos y vaivenes del aparato y de la dureza del banco, estaban saliéndole ampollas en el trasero. Cuando cerraba los ojos, tenía la impresión de ir montada en una carreta de bueyes por un terreno lleno de surcos.

Sus compañeros de vuelo de Aden a Adis Abeba eran gujaratíes, malayalis, franceses, armenios, griegos, yemeníes y otros cuyo atuendo e idioma no indicaban tan claramente su origen. En cuanto a ella, lucía sari blanco de algodón, blusa color hueso desmangada y un diamante en la aleta izquierda de la nariz. Llevaba el cabello peinado con raya al medio, recogido atrás con un prendedor y trenzado.

Sentada de lado, miraba por la ventanilla. Abajo veía un dardo gris: la sombra que el avión proyectaba en el mar. Imaginó que un pez gigante avanzaba nadando justo bajo la superficie marina al mismo ritmo que el avión. El agua parecía fresca y tentadora, a diferencia del interior del DC-3, donde ya no había tanta humedad, pero seguía cargado por la mezcla de olores humanos. Los árabes despedían un olor seco y mohoso a granero; los asiáticos aportaban el jengibre y el ajo, y los blancos olían a babero empapado de leche.

Divisaba el perfil del piloto por la cortina medio descorrida de la cabina. Siempre que se volvía para mirar el cargamento, parecía que las gafas de sol verde botella engulleran su rostro, del que sólo asomaba la nariz. Ella se había fijado en que tenía los ojos rojizos como un roedor porque cuando había subido a bordo llevaba las gafas sobre la frente. Y su aliento a enebrina delataba la afición a la ginebra. Le había resultado antipático ya antes de que abriese la boca para ordenar a los pasajeros que entrasen en el avión, gritándoles «Allez!» como si fuesen ganado. Pero entonces se había mordido la lengua, pues se trataba del individuo en cuyas manos pondrías sus vidas.

Aquel rostro con orejas de soplillo le recordaba a un dibujo infantil realizado con lápices de colores en papel de estraza. Pero un niño no habría perfilado los detalles: el fino entramado de capilares en las mejillas; las patillas teñidas de negro betún; el aro blanco de aráis seniles alrededor de las pupilas o las cejas grises, que desmentían su pretensión de juventud. Hema se preguntó cómo podría mirarse en el espejo un hombre como aquél y no darse cuenta de su ridículo aspecto.

Observó su propio reflejo en el cristal. Su cara también era redonda, y tenía los ojos muy separados y una nariz respingona de muñeca. Destacaba úpottu rojo del centro de la frente. El mar azul cobalto confería a sus mejillas un tono marciano y acentuaba el toque verde de los ojos, insólito en una india. «Tus ojos provocan a todos los hombres, hacen que tus miradas más normales parezcan íntimas, carnales —le había dicho el doctor Ghosh—. ¡Es como si estuvieras violándome con los ojos!». Ghosh era un guasón y olvidaba lo que decía en cuanto salía de su boca. Pero ella recordaba aquel comentario. Pensó en las extremidades de Ghost cubiertas de vello y se estremeció. El vello corporal era una de las cosas que le inspiraban más aversión, o al menos eso creía. Sabía que era un prejuicio fatal en una mujer india. Pero el de Ghosh parecía el pelaje de un gorila, los zarcillos del pecho le asomaban por la camiseta y el cuello de la camisa. «¿Violarte, eh? Eso es lo que te gustaría, lujurioso», dijo ella ahora, sonriendo como si tuviese al doctor sentado enfrente.

Aunque tenía que darle la razón: si miraba ligeramente más de lo debido a un hombre provocaba en él una atención mayor de la pretendida. Tal vez se debiera a que usaba gafas con montura metálica grande, pues creía que así sus ojos parecían más juntos. Le gustaba la exagerada forma de corazón de su boca, pero no sus mejillas, que se le antojaban demasiado rechonchas. ¡Qué podía hacer! Era una mujer corpulenta, no gorda pero sí grande… Bueno, tal vez estuviese un poco gruesa, y desde luego había engordado dos o tres kilos en la India, pero ¡cómo evitarlo dada la asombrosa pericia culinaria de su madre! «No se nota porque soy alta —se dijo—. Además, el sari ayuda, claro».

Gruñó al recordar el término especial que le dedicara el doctor Ghosh: «Ampliada». Años más tarde, cuando en África hacían furor las películas en hindi con sus bailes y canciones, los camilleros de Adis Abeba la llamaban Madre India, pero no en tono de burla, sino con respeto, por el dramón del mismo nombre cuya estrella era Nargis. Madre India estuvo en cartelera tres meses seguidos en el Empire Theater, y luego pasó al Cinema Adua; y no requería de subtítulos. Los camilleros cantaban Duniya Mein Hum Aaye Hain («Hemos llegado a este mundo»), aunque no entendiesen una palabra de indostaní.

«Y si yo estoy "ampliada", ¿qué término deberíamos aplicarte a ti? —dijo Hema, siguiendo la conversación imaginaria, examinando a su viejo amigo de pies a cabeza, que no era un hombre apuesto en el sentido convencional—. ¿Tal vez "ajeno"? Lo digo como un cumplido, Ghosh, por lo poco consciente que eres de ti mismo, de tu aspecto. Eso puede resultar seductor para otros. Lo ajeno se convierte en belleza. Te lo digo porque no estás aquí. Estar con alguien cuya seguridad en sí mismo es mayor de lo que en una primera ojeada hemos supuesto resulta seductor».

Curiosamente, el nombre de Ghosh había surgido muchas veces en las conversaciones con su madre durante las vacaciones. A pesar de la falta de interés de Hema por el matrimonio, a su madre la aterraba que acabara con alguien como Ghosh, que no era brahmán. Sin embargo, al acercarse su hija a los treinta, su madre había empezado a pensar que cualquier marido era mejor que ninguno.

—¿Dices que no es guapo? ¿Tiene buen color?

—Maa, es blanco, más blanco que yo, y con ojos castaños, en los que hay influencias bengalíes, parsis y Dios sabe cuáles más.

—¿Y qué es?

—Él asegura que es un mestizo de Madrás de casta alta —respondió ella, riendo. El ceño de su madre amenazaba con devorarle la nariz, así que su hija decidió cambiar de tema.

Además, era imposible describir a Ghosh a quien no lo conociera. Podía decir que llevaba el pelo lacio con raya al medio, que parecía pulcro, culto y acicalado unos diez minutos por la mañana, pero después los cabellos se liberaban como niños revoltosos. Podía decir cómo a cualquier hora del día, incluso recién afeitado, la sombra de la barba le oscurecía el mentón. O tal vez que su cuello era inexistente, aplastado por una cabeza en forma de yaca. O que parecía bajo debido a una leve barriga, exagerada por su forma de inclinarse atrás y balancearse de un lado a otro al caminar, lo que desviaba la vista de la vertical. Luego estaba su voz, sin modulación y sorprendente, como si el botón del volumen se hubiese atascado en el máximo. Cómo podía explicarle a su madre que la suma total de aquellos rasgos no lo afeaba, sino que lo hacía resultar extrañamente bello.

A pesar del sarpullido del dorso de las manos (una quemadura, en realidad), sus dedos eran sensuales. La quemadura se la había producido el antiguo aparato de rayos X, una Kelley-Koett, máquina que hacía que a Hema le hirviera la sangre sólo de pensar en ella. En 1909, el emperador Menelik había importado una silla eléctrica, tras enterarse de que serviría para eliminar con eficacia a sus enemigos. Cuando descubrió que necesitaba electricidad, se limitó a utilizarla como trono. Asimismo, la gran Kelley-Koett había llegado en los años treinta de la mano de un entusiasta grupo misionero estadounidense que comprendió enseguida que, aunque la electricidad ya se usaba en Adis Abeba, era intermitente y el voltaje insuficiente para una bestia tan temperamental. Cuando la misión se marchó, dejó atrás la valiosa máquina aún sin desempaquetar. Missing no disponía de aparato de rayos X, así que Ghosh montó la unidad y le añadió un transformador.

Sólo él se atrevía a manejarla. Los cables corrían de su transformador gigante al tubo de Coolidge, instalado en un riel y que podía desplazarse a uno y otro lado. Él movía los diales y las palancas de voltaje hasta que, con un estruendo, saltaba una chispa entre los dos conductores metálicos. Un paciente aterrado por el feroz despliegue de sonido había bajado de un brinco de la camilla y salido a la carrera como alma que lleva el diablo, cura que Ghosh bautizó como Sturm und Drang. Era el encargado de la unidad; la reparaba y la cuidaba tan bien que seguía funcionando treinta años después de que la empresa se fuera a pique. Valiéndose del fluoroscopio, estudiaba el corazón bailarín, o también definía exactamente en qué parte del pulmón estaba emplazada una cavidad. Apretando el vientre podía determinar si un tumor se hallaba adherido al intestino o al lado del bazo. Los primeros años no se había molestado en ponerse ni los guantes forrados de plomo ni la bata del mismo material. La piel de sus palpantes e inteligentes manos había pagado un precio que saltaba a la vista.

* * *

Hema intentó imaginar a Ghosh hablando a su familia de ella: «Tiene veintinueve años. Sí. Fuimos compañeros de clase en la Facultad de Medicina de Madrás, pero es unos años más joven que yo. No sé por qué no se casó. No nos conocimos bien hasta que hicimos las prácticas en la sala séptica. Es ginecóloga. Brahamana. Sí, de Madrás. Expatriada, vive y trabaja en Etiopía desde hace ocho años». Esas eran las etiquetas que la definían, aunque revelaban poco, no explicaban nada. El pasado se aleja del viajero, pensó.

Sentada allí, en el avión, cerró los ojos y se imaginó de escolar, con sendas coletas, la larga falda blanca y la blusa también blanca debajo del medio sari morado. Todas las alumnas de la escuela de secundaria de la señora Hood de Milarope tenían que llevar aquel medio sari, que en realidad sólo era un rectángulo de tela enrollado en la falda y prendido en el hombro. Hema lo odiaba, porque así vestida no era niña ni adulta, sino mujer a medias. Las profesoras usaban saris completos, mientras que la venerable directora, la señora Hood, se ponía falda. Las protestas de Hema habían provocado un sermón paterno: «¿Sabes la suerte que tienes de estudiar en un colegio con una directora británica? ¿Sabes cuántos centenares de chicas han intentado ingresar en ese colegio, ofreciendo diez veces más dinero, y han sido rechazadas por la señora Is-Ud? Ella sólo valora el mérito. ¿Preferirías la escuela municipal de Madrás?». De modo que no tenía más remedio que ponerse a diario el odiado uniforme, sintiéndose medio vestida y con la sensación de estar vendiendo una parte de su alma.

Velu, el hijo del vecino que fuera en tiempos su mejor amigo, se había vuelto insoportable a los diez años. Encaramado en el muro medianero, disfrutaba burlándose de ella:

Las niñas de la señora Is-Ud, parlez-vous?

Las niñas de la señora Is-Ud, parlez-vous?

Las niñas de la señora Is-Ud,

nunca se hacen mujercitas,

¡Mica rica parlez-vous!

Hema no le hacía caso. Velu, que tenía la piel tan oscura como clara ella, le decía: «Estás muy orgullosa de ser tan blanca. Los monos se comerán tu dulce carne creyendo que es el fruto de una yaca, ¡ya verás!». Y allí estaba ella a los once años, a punto de salir para el colegio, diminuta al lado de su bici Raleigh, intercambiando pullas con aquel niño. Llevaba los libros en una sanji con borlas puesto en bandolera, con la correa entre los pechos. Instalada ya en la bici y pedaleando firme notaba cierta inmutabilidad.

Pero la bicicleta, tan alta y peligrosa en una época, no tardó en encogerse bajo ella. A ambos lados de la correa de la sanji despuntaron los senos y entre las piernas le salió vello. (Si aquello era a lo que se refería Velu con lo de no hacerse mujer, le había demostrado que se equivocaba). Era buena estudiante, capitana del equipo de baloncesto femenino, monitora jefe y una promesa en danza Bharatnatyam, ya que había descubierto en sí misma una habilidad especial para repetir a la primera una secuencia de baile muy compleja.

No se sentía ni obligada a seguir al rebaño ni deseosa de mantenerse al margen. Cuando una amiga íntima le comentó que siempre parecía enfadada, la sorprendió y estremeció un poco que pudiese dar aquella falsa impresión. En la Facultad de Medicina (con sari completo y ya en autobús) se afirmó aquella característica: no lo de que estuviese siempre enfadada, sino la independencia y la falsa impresión. Algunos compañeros de clase la consideraban arrogante. Atrajo como acólitos a otros que descubrieron que ella no se dedicaba a reclutar. Los hombres necesitaban flexibilidad en sus amigas, y ella no podía obligarse a actuar de forma tímida, remilgada o coqueta para complacerles. Las parejas que se arrullaban en la biblioteca detrás de los enormes atlas de anatomía y se entregaban entre cuchicheos a los caprichos amorosos la hacían reír.

«No tenía tiempo para esas tonterías». No obstante, sí lo tenía para las novelas baratas de castillos y mansiones rurales con heroínas llamadas Bernadette. Fantaseaba sobre los hombres apuestos de Chillingforest, Lockingwood y Knottypine. Ese era su problema entonces: soñaba con un amor mayor que el que se desplegaba en la biblioteca. Pero la embargaba también una ambición indescriptible que nada tenía que ver con el amor. ¿Qué quería exactamente? Esa ambición no le permitía competir por las mismas cosas que buscaban otras, ni siquiera buscarlas.

Cuando estudiaba Medicina en Madrás se había dado cuenta de que admiraba a su profesor de terapéutica (el único indio en una facultad donde la mayoría de los profesores titulares eran británicos, incluso ya en los albores de la independencia); al darse cuenta de que la conmovía su humanidad, su dominio de la asignatura («Reconócelo, Hema, estabas enamorada»), al percatarse de que deseaba ser su suplente y de que él la estimulaba, eligió de forma deliberada otro camino. Le costaba otorgar a alguien aquella clase de poder. Escogió obstetricia y ginecología en vez de la especialidad de aquel profesor, medicina interna. El campo de él era ilimitado, exigía una amplitud de conocimientos que abarcaban desde los ataques al corazón a la poliomielitis, pasando por infinidad de enfermedades intermedias, pero Hema eligió un ámbito que tenía ciertas fronteras y un componente mecánico: las operaciones. El repertorio era limitado: cesáreas, histerectomías, reparación de prolapso.

Al descubrir en sí talento para la obstetricia manipulativa, se había convertido en una experta en adivinar cómo colgaba exactamente el bebé en la pelvis. Le gustaba lo que otros ginecólogos tal vez temiesen. Sabía distinguir con los ojos vendados el fórceps izquierdo del derecho, y aplicar cada uno de ellos aún dormida. Era capaz de ver mentalmente la geometría de la curva pélvica de cada paciente y adaptar el fórceps a la curvatura del cráneo del bebé cuando lo introducía, articulando las dos asas y sacando a la criatura con seguridad.

Se había marchado al extranjero sin pensarlo mucho, aunque le resultó doloroso dejar Madrás. Todavía lloraba algunas noches, imaginando a sus padres sentados a la puerta al oscurecer, en espera de la brisa marina incluso en los días más calurosos y en que no había ni un soplo del viento. Se había ido porque la ginecología, al menos en su ciudad, seguía siendo terreno reservado a los hombres, e incluso en vísperas de la independencia, monopolio británico, de modo que no tenía ninguna posibilidad de conseguir una plaza de funcionaria en el hospital universitario. Resultaba extraño y, sin embargo, la complacía pensar que ella, Ghosh, Stone y la hermana Mary Joseph Praise hubiesen estudiado o trabajado en algún momento en el hospital universitario de Madrás. Mil quinientas camas y el doble de pacientes debajo de éstas, o entre ellas… era como una ciudad. Mary Joseph Praise había sido novicia en ciernes y estudiante de enfermería en prácticas allí. Tal vez hasta se hubieran visto alguna vez. E increíblemente también Thomas Stone había ocupado durante un corto período un puesto en el hospital general, aunque como la sección de maternidad estaba muy separada era de todo punto improbable que sus caminos se hubieran cruzado.

Había dejado atrás Madrás, las etiquetas de casta, se había alejado mucho, tanto que la palabra «brahmán» nada significaba. Desde que trabajaba en Etiopía procuraba volver a su casa cada tres o cuatro años. Ahora estaba regresando de una de esas visitas. Sentada en el estruendoso avión, reconsideró sus opciones. En los últimos años casi había logrado definir aquella aspiración indescriptible que la había llevado tan lejos: «Evitar a toda costa una vida de oveja».

El Missing le había resultado familiar desde el principio. No era diferente del Hospital General Público de la India, aunque a escala mucho menor: los enfermos guardaban cola, las familias esperaban fuera, a la sombra de los árboles, con la paciencia infinita de quienes no tienen más remedio que aguardar. Desde el primer día se había mantenido ocupada. La verdad es que en el fondo le encantaban las urgencias, las situaciones angustiosas en que cada segundo contaba, en que estaba en juego la vida de la madre o el niño que llevaba en su vientre, sin oxígeno, necesitada de un rescate heroico. En aquellos momentos no se planteaba dudas existenciales. La vida se centraba firmemente, volviéndose significativa sólo cuando Hema no pensaba en un significado. Una madre, una esposa, una hija, dejaba de pronto de serlo para convertirse en un ser humano cuya vida peligraba. Ella misma quedaba reducida al instrumental necesario para salvarlas.

Sin embargo, en los últimos tiempos sentía la inmensa distancia entre su práctica en África y la de la medicina científica, de la cual Inglaterra y Estados Unidos eran ejemplo. Precisamente aquel año, C. Walton Lillehei de Mineápolis había inaugurado una nueva era en la cardiocirugía al descubrir un medio de bombear sangre mientras el corazón estaba parado. Se había obtenido una vacuna contra la polio, aunque todavía no había llegado a África. En Harvard (Massachusetts), el doctor Joseph Murray había realizado el primer trasplante humano de hígado con éxito de un gemelo a otro. Su foto en el Time, en que se veía a un individuo normal y corriente, nada pretencioso, la había sorprendido y hecho pensar que aquellos descubrimientos estaban al alcance de cualquier médico, también de ella.

Siempre la había fascinado la historia del descubrimiento de los microbios por Pasteur y los experimentos de antisepsia de Lister. Todos los estudiantes indios soñaban con parecerse a sir C. V. Raman, cuyos sencillos experimentos con la luz le hicieran merecedor del Premio Nobel. Pero ella vivía ahora en un país que pocas personas sabían localizar en el mapa. «En el Cuerno de Africa, en la mitad superior, en la costa oriental… la parte que parece la cabeza de un rinoceronte y mira hacia la India», solía explicar. Y aún sabían menos quién era el emperador Haile Selassie, o si lo recordaban por haber sido el Hombre del Año según la revista Time en 1935, no les sonaba el país cuya causa había defendido en la Sociedad de Naciones.

Si le hubiesen preguntado, Hema habría contestado: «Sí, estoy haciendo lo que quería. Estoy satisfecha». Pero ¿qué otra cosa podía decir uno? Cuando leía la revista Cirugía, Ginecología y Obstetricia (que le llegaba todos los meses por mar semanas después de su publicación, golpeada y manchada en su envoltorio marrón), las innovaciones le parecían ficción. Resultaba emocionante pero deprimente, porque se trataba de noticias atrasadas. Aunque se repetía que su trabajo, su libre aportación en África, se relacionaba en cierto modo con los avances descritos en la revista, en el fondo sabía que no era así.

Se oyó un sonido nuevo: el chirrido y el repiqueteo de madera sobre metal. En la cola del avión se amontonaban dos cajas de madera enormes y muchas de té de menor tamaño, apiladas unas sobre otras, precintadas con tiras de estaño en las que se leía LONGLEITH ESTATES, S. INDIA. Una red enganchada en los montantes de la estructura impedía que la carga se precipitara sobre los pasajeros, pero no que se moviese de un lado a otro. Hema y el resto del pasaje apoyaban los pies en voluminosos sacos de yute. En el suelo y el fuselaje plateado había grabados desvaídos logotipos militares. Allí sentados, los soldados estadounidenses destinados al norte de África habían considerado su destino. Tal vez hubiese viajado en aquel avión el mismísimo Patton. O quizá el aparato fuese una reliquia de las colonias francesas de Somalia y Yibuti. El transporte de pasajeros parecía un asunto improvisado en aquella nueva aerolínea de aviones heredados y pilotos vetustos. Veía a aquel que vociferaba al micrófono, gesticulaba, esperaba la respuesta y volvía a gritar. Los pasajeros que estaban más cerca de la cabina hicieron muecas.

Hema alargó el cuello una vez más para localizar la caja del Grundig, pero no la vio. Cada vez que pensaba en aquella compra disparatada se sentía culpable. Pero adquirir aquel aparato, tocadiscos y radio, la había ayudado a soportar la noche pasada en Aden. Una ciudad construida en lo alto del cráter de un volcán inactivo, un infierno en la tierra, eso era Aden; pero al menos era un lugar Ubre de impuestos. Ah, sí, y Rimbaud había vivido allí, y no había vuelto a escribir ni un verso.

Ya había decidido en qué parte de la sala de estar colocaría el Grundig. Era indudable que tenía que ser debajo del grabado en blanco y negro enmarcado de Gandhi en que se lo veía hilando algodón. Tendría que buscar un lugar más tranquilo para el Mahatma.

Se imaginó a Ghosh con una copa de brandy en la mano y a la enfermera jefe, a Thomas Stone y a la hermana Mary Joseph Praise tomando jerez o café. Imaginó a Ghosh levantándose de un salto al oír en el Grundig los asombrosos acordes iniciales de Take the «A». Train. Luego venía la atrevida melodía… la última del mundo que se le habría ocurrido seguir. Sin embargo, aquellos coros iniciales… ¡cómo se le habían quedado grabados! ¡Y cómo se había resistido! Le fastidiaba la patriotería de los indios, que sólo podían admirar lo extranjero. Y aun así, oía aquellos acordes en sueños, se sorprendía tarareándolos mientras realizaba sus abluciones. Los oía ahora en el avión. Extrañas notas disonantes amontonadas sin resolución y que simbolizaban de algún modo América y la ciencia y cuanto era atrevido, audaz, llamativo y emocionante de América (o, al menos, de lo que ella imaginaba que era aquel país). Notas que brotaban del cráneo de un negro que se llamaba Billy Strayhorn.

Ghosh la había iniciado en el jazz y en Take the «A». Train. «Espera… ¡Escucha! ¿Ves? —le había dicho la primera vez que oyó la melodía tras los acordes iniciales—. Te hace sonreír… ¡Es inevitable!». Tenía razón. La melodía resultaba tan pegadiza y alegre… Había sido una suerte que su iniciación a la música occidental seria comenzase justo con aquella melodía. Así que había llegado a considerarla propia, una invención suya, e incluso le molestaba que se la hubiese regalado él. Sonrió, pensando lo extraño que se le antojaba que Ghosh le cayese tan bien, cuando deseaba tanto que no le gustara.

Pero justo cuando estaba pensando en esto, preparándose para su llegada a Adis Abeba, se vio de pronto invocando el nombre del dios Shiva: el avión, el DC-3, el camello fiel y seguro del cielo de la frontera, se estremecía como herido de muerte.

Miró por la ventanilla. La hélice de su lado se paró con un balanceo al tiempo que la cubierta del recio motor exhalaba una bocanada de humo.

El avión se inclinó a estribor y Hema se vio aplastada contra el cristal. Los pasajeros gritaban alrededor, y un termo empezó a batir contra la pared de la cabina, derramando en su traqueteo el té que contenía. Buscó a tientas un asidero, pero el avión se enderezó, pareció detenerse en el aire e inició luego un descenso brusco. No, aquello no era un descenso, la corrigió su estómago: era una caída. La gravedad extendió sus tentáculos y apresó el cilindro plateado con sus alas desplegadas. Una gravedad que prometía un aterrizaje acuático. O puesto que el aparato no tenía flotadores sino ruedas, un hundimiento en el agua.

Oyó los gritos del piloto, que no eran de pánico sino de cólera, pero no le dio tiempo a pensar en lo extraño que eso resultaba.

Al considerar años después aquel momento de cambio y analizarlo clínicamente («¡Exprime la historia! ¿Cuándo y dónde empezó exactamente? ¡El comienzo es lo más importante! ¡El diagnóstico está en la anamnesis!», como decía su profesor), se daría cuenta de que su transformación se había producido, en realidad, a lo largo de muchos meses. Sin embargo, sólo mientras caía del cielo sobre Bab el-Mandeb comprendió que había llegado el cambio.

Un niño indio se precipitó sobre su pecho. Era el hijo de la única pareja malayali que iba a bordo; sin duda, pues saltaba a la vista: profesores en Etiopía. Aquel pequeño patizambo, de unos cinco o seis años, con pantalones cortos demasiado grandes, llevaba en la mano un avión de madera desde que había subido y lo protegía como si fuese un tesoro. Un pie se le había quedado atascado entre dos sacos de yute y, al enderezarse el avión, había caído encima de Hema.

Ella lo sujetó. Su expresión de desconcierto dio paso a la de miedo y dolor. Hema localizó la curva de la espinilla: se le había doblado como una rama verde, pues el hueso estaba aún demasiado tierno para romperse limpiamente. Hizo todas esas consideraciones al tiempo que experimentaba la percepción física de que perdían altura, que caían en picado.

Un joven armenio, bendito fuera su sentido práctico, acudió a liberar la pierna del pequeño. Parecía increíble, pero sonreía. Intentaba decirle algo, transmitirle cierta tranquilidad. Le impresionó ver a alguien más tranquilo que ella mientras los gritos de los demás pasajeros agravaban la situación.

Alzó al niño y lo sentó en su regazo. Sus pensamientos eran claros e inconexos al mismo tiempo. «La pierna ya está enderezándose, pero no hay duda de que se ha fracturado y el avión está cayendo». Extendió la palma en un gesto que contuvo a los aturdidos padres y tapó luego con la mano la boca de la llorosa madre. Sentía la calma conocida de una situación de emergencia, pero comprendió la falsedad del sentimiento, pues ahora era su vida la que estaba en juego.

—Déjenlo conmigo —dijo, retirando la mano de la cara de la mujer—. Confíen en mí, soy médico.

—Sí, ya lo sabemos —dijo el padre.

Se apretaron a su lado en el banco. El niño no lloraba, sólo gemía. Estaba pálido, conmocionado; se aferró a ella y apoyó la mejilla en su pecho.

«Confíen en mí, soy médico». Le pareció irónico que fuesen aquellas sus últimas palabras.

Hema veía por la ventanilla cómo iban acercándose las blancas crestas de las olas, que parecían cada vez menos encaje sobre un tapete azul. Siempre había dado por supuesto que tendría años para descifrar el sentido de la vida. Entonces le pareció que sólo dispondría de unos segundos, y al darse cuenta de ello experimentó una epifanía.

Al inclinarse sobre el niño comprendió que la tragedia de la muerte estaba relacionada en exclusiva con lo que quedaba por hacer, y se avergonzó de no haber comprendido algo tan simple en todos aquellos años. «Haz de tu vida algo bello». ¿No era ese el adagio al que se atenía la hermana Mary Joseph Praise? El segundo pensamiento de Hema fue que ella, que había traído al mundo innumerables bebés, ella, que había rechazado el tipo de matrimonio que sus padres deseaban, ella, que creía que había demasiados niños en el mundo y no sentía ninguna necesidad de aumentar su número, comprendió entonces por primera vez que tener un hijo era burlar la muerte. Los niños eran el pie colocado en la puerta que se cierra, el rayo de esperanza de que en la reencarnación hubiera alguna casa a la que acudir, aunque uno volviese en calidad de perro, ratón o pulga parásita de los cuerpos humanos. Si, como creían la enfermera jefe y la hermana Mary Joseph Praise, existía una resurrección de los muertos, entonces un niño tendría la seguridad de ver que sus padres resucitarían. Siempre, claro está, que ese niño no muriese contigo en un accidente aéreo.

«Haz de tu vida algo bello». Aquel niñito gemebundo con ojos brillantes y largas pestañas, con la cabeza demasiado grande y aquel olor a cachorrillo de su pelo revuelto… era casi lo más bello que podía hacerse.

Sus compañeros de viaje parecían tan aterrados como ella. Sólo el armenio la miraba moviendo la cabeza y sonreía como diciendo: «Esto no es lo parece».

«Valiente idiota», pensó Hema.

Un armenio de mayor edad (tal vez el padre del otro) miraba al frente, impasible. Tenía un aire taciturno al subir al avión, estado de ánimo que no se había alterado. A Hema la sorprendió que pudiera fijarse en aquellos detalles triviales en un momento como aquél, en que, en lugar de analizar rostros, debería prepararse para el instante del impacto.

Mientras el mar ascendía a encontrarse con el avión, pensó en Ghosh. Y le impresionó la marea de sentimientos tiernos que la embargó, como si fuese él quien estuviera a punto de morir en un accidente aéreo, como si su gran aventura con la medicina y sus días despreocupados fuesen a tocar a su fin y, con ellos, cualquier posibilidad de conseguir lo que más deseaba: casarse con Hema.