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El dedo perdido

Thomas Stone tenía fama en el Missing de persona tranquila en apariencia, pero apasionada e incluso misteriosa en realidad, aunque el doctor Ghosh, internista y factótum del hospital, discutía esta última etiqueta argumentando: «Mal puede llamarse misterioso a un individuo que es un misterio para sí mismo». Sus colegas habían aprendido a no dar demasiada importancia al comportamiento de Stone, al cual un desconocido podría tomar por huraño cuando en realidad era alguien profundamente tímido. Perdido y torpe fuera del Quirófano 3, en la sala de operaciones se mostraba centrado y desenvuelto, como si sólo allí se uniesen cuerpo y alma, y su actividad mental se ajustara al territorio exterior.

Stone era famoso como cirujano por su rapidez, valor, audacia, inventiva, economía de movimientos y calma en situaciones tensas, técnicas que había perfeccionado con una población confiada y sumisa, por poco tiempo en la India y después en Etiopía. Pero cuando la hermana Mary Joseph Praise, su ayudante durante siete años, se puso de parto, todas esas cualidades se esfumaron.

El día de nuestro nacimiento, Thomas Stone había estado examinando a un muchacho cuyo vientre se disponía a abrir. Con la palma extendida y los dedos abiertos, gesto atemporal que como cirujano siempre marcaría el ritmo de sus días, estaba preparado para recibir el bisturí. Pero por primera vez en siete años, el acero no tocó su mano en el mismo instante que abría los dedos; de hecho, el golpecito inseguro le reveló que la persona que tenía enfrente no era la hermana Mary Joseph Praise. «¡Imposible!», exclamó cuando una voz contrita explicó que la monja estaba indispuesta.

En los últimos siete años, no había estado allí sin ella ni una sola vez. Su ausencia le resultaba tan exasperante como una gota de sudor a punto de resbalar hasta el ojo en plena operación.

Stone no alzó la vista al realizar la incisión clave. Piel. Grasa. Fascia. Abrió el músculo. Luego, con una disección roma, puso al descubierto el brillante peritoneo y practicó una incisión. Deslizó el dedo en la cavidad abdominal a través de ese acceso y buscó el apéndice. De todas formas, tenía que esperar una fracción de segundo a cada paso, o rechazar el instrumento ofrecido en favor de otro. Le preocupaba la hermana Mary Joseph Praise, aunque ni se diese cuenta ni estuviese dispuesto a admitirlo.

Llamó a la estudiante de enfermería en prácticas, una joven eritrea muy nerviosa, y le pidió que fuese a buscar a la hermana Praise y le recordase que los médicos y las enfermeras no podían permitirse el lujo de estar malos.

—Pregúntele —la aterrada enfermera movía los labios intentando memorizar el mensaje—, pregúntele amablemente si… —prosiguió, ahora mirándola, mientras con el dedo sondeaba las entrañas del muchacho mejor que cualquier par de ojos— si recuerda que yo volví al quirófano al día siguiente de hacerme la amputación radial de un dedo.

Ese suceso había tenido lugar cinco años antes y era un hito importante en la vida de Stone. Cuando trabajaba en un vientre lleno de pus, se había clavado la aguja curva de un portaagujas en la yema del índice derecho. Se quitó el guante y se inyectó acriflavina con una aguja hipodérmica, justo un mililitro de solución diluida al 1:500, en la minúscula vía que había recorrido la aguja errante. Luego había infiltrado también el líquido en el tejido de alrededor. El tinte anaranjado transformó el dedo en un pirulí descomunal; pero a pesar de estas medidas, una sigilosa oleada roja se extendió en unas horas desde la yema del dedo hasta la vaina tendinosa de la palma. Ni las tabletas de sulfatriada oral ni después, por insistencia de Ghosh, la inyección de valiosa penicilina en el trasero habían conseguido evitar la aparición en la muñeca de las vetas escarlata (indicio de infección estreptocócica) ni que el nódulo linfático epitroclear del codo adquiriera el tamaño de una pelota de golf. Le castañeteaban los dientes y la cama temblaba por los rigores. (Lo último se convirtió en aforismo de su célebre manual, un sionismo, como lo llamaban los lectores: «Si castañetean los dientes, es enfriamiento. Pero si tiembla la cama, es rigor auténtico.»). Entonces había tomado una decisión rápida: amputarse el dedo para atajar la infección, y hacerlo él mismo.

La estudiante en prácticas esperó el resto del mensaje mientras Stone extraía de la incisión el apéndice vermiforme y se enderezaba como el pescador que iza a cubierta el pez que ha capturado. Luego aplicó hemostatos a los pocos vasos que sangraban como el tirador que dispara contra patos mecánicos, y soltó también los vasos del apéndice. Los ató a continuación con catgut, sus manos apenas un borrón, hasta que quedaron eliminados todos los oscilantes hemostatos.

Stone alzó la mano derecha para que la estudiante en prácticas la inspeccionara. Cinco años después de la amputación, la mano parecía engañosamente normal, aunque un examen más detenido mostrase que le faltaba el índice. La clave de este resultado de estética agradable radicaba en que se había cortado también la cabeza metacarpiana (el nudillo del dedo ausente), de forma que no se veía ningún muñón en la V que se forma entre los dedos pulgar y medio, como si los dedos se hubiesen desplazado un poquito. Guantes a la medida aumentaban la sensación de normalidad. Lejos de ser una desventaja, Stone era capaz de introducir la mano en hendiduras y planos tisulares vedados a otros, y el dedo medio había adquirido la destreza de un índice. Eso, sumado al hecho de que era más largo que el índice amputado, le permitía extraer un apéndice de su lugar oculto detrás del ciego (el inicio del intestino grueso) mejor que cualquier otro cirujano. Podía afianzar un nudo en el rincón más profundo de un lecho hepático con los dedos, mientras que otros cirujanos tenían que recurrir a un portaagujas. En años posteriores, en Boston, se hizo célebre su forma de subrayar a los internos la advertencia: «Semperper rectum, per anum sáfate; si no metes el dedo, meterás la pata», alzando el antiguo dedo medio ascendido a la condición de índice.

Los que se formaban con Stone nunca pasaban por alto el examen rectal de los pacientes, y no sólo porque les hubiese metido en la cabeza que la mayoría de los cánceres de colon se hallan en el recto o sigmoide, muchos al alcance del dedo examinador, sino también porque sabían que no hacerlo supondría su expulsión. Años más tarde, en América, se contaba una anécdota sobre uno de los auxiliares en prácticas de Stone, apellidado Blessing (en inglés, «bendición»), que tras examinar a un borracho en la sala de urgencias y ocuparse del problema que tenía, volvió a la sala de guardia. Cuando estaba a punto de dormirse, recordó que había olvidado el tacto rectal. El sentimiento de culpa y el temor a que su jefe se enterase lo obligaron a levantarse y salir en plena noche. Blessing encontró al paciente en un bar y consiguió, a cambio de una cerveza, que accediera a bajarse los pantalones para dejarse examinar digitalmente (hecho que pasó a describirse como ser bendecido), y sólo entonces la conciencia del joven médico quedó en paz.

El día del parto de la hermana Mary Joseph Praise y de nuestro nacimiento, la estudiante de enfermería en prácticas del Quirófano 3 era una guapa (no, bella) muchacha eritrea. Su empeño desangelado, la dedicación con que se entregaba a sus prácticas, hacía olvidar a la gente su juventud y aspecto.

La estudiante corrió en busca de mi madre sin preguntarse si el mensaje que le llevaba era o no adecuado. Por supuesto, Stone no se había planteado que pudiese resultar ofensivo. Como suele suceder con las personas tímidas pero inteligentes, se le perdonaba en general lo que el doctor Ghosh denominaba su torpeza social. Meteduras de pata que en el caso de una intervención intestinal podrían resultar fatales, se pasaban por alto cuando se daban en una personalidad como la suya. No suponía un impedimento para él, sólo una molestia para los demás.

Cuando mi hermano y yo nacimos, la estudiante en prácticas aún no había cumplido los dieciocho y tendía a confundir la buena letra y una historia clínica bien presentada (que complaciese a la enfermera jefe) con el cuidado real de los enfermos.

Ser la más veterana de las cinco estudiantes de la escuela de enfermería del Missing la enorgullecía tanto que la mayor parte del tiempo conseguía olvidar que la veteranía sólo se debía a que repetía curso, o como decía el doctor Ghosh, a que estaba «en el programa a largo plazo».

Huérfana desde la infancia a causa de la viruela, que también había dejado un tenue paisaje lunar en sus mejillas, la estudiante en prácticas había combatido la timidez haciéndose exageradamente estudiosa, rasgo fomentado por las monjas italianas, las Hermanas de la Nigricia (África), que la educaran en el orfanato de Asmara. Exhibía su aplicación como si fuese un don divino y no una simple virtud, como un lunar o un dedo más en el pie. Había mostrado prometedoras expectativas en los primeros años, en que había aprobado sin problema en la escuela de la iglesia en Asmara, saltando cursos, había aprendido a expresarse con fluidez en el italiano oficial (en vez de la versión de bar y películas que hablaban muchos etíopes, en que se prescindía por igual de preposiciones y pronombres) y llegado incluso a ser capaz de recitar la tabla del diecinueve.

Su presencia en el Missing podría calificarse de accidente histórico. Asmara, su ciudad natal, era la capital de Eritrea, país que había sido colonia italiana desde 1885. En 1935 los italianos, bajo Mussolini, invadieron Etiopía desde Eritrea, sin que las potencias mundiales se mostrasen dispuestas a intervenir. Cuando Mussolini se unió a Hitler, quedó sellado su destino y, en 1941, la Fuerza Gedeón del coronel Wingate derrotó a los italianos y liberó Etiopía. Los Aliados hicieron un regalo insólito al emperador etíope Haile Selassie: añadieron la muy antigua colonia italiana de Eritrea como protectorado a la recién liberada Etiopía. El emperador había ejercido toda la presión posible para lograrlo, a fin de que su país, sin salida al mar, dispusiera del puerto de Massawa, por no mencionar la encantadora ciudad de Asmara. Es probable que los británicos quisiesen castigar a los éntreos por su colaboración prolongada con los italianos; miles de áscaris eritreos habían integrado el ejército italiano, luchado contra sus vecinos negros y muerto junto a sus amos blancos.

La entrega de su país a Etiopía fue una afrenta inconcebible para los eritreos, similar a si la Francia liberada hubiese sido cedida a Inglaterra sólo por el hecho de que la población de ambos países fuese blanca y comiese col. Cuando el emperador se anexionó el país pocos años después, los eritreos iniciaron una guerra de guerrillas para independizarse.

Pero formar parte de Etiopía supuso ciertas ventajas para Eritrea: la joven estudiante había recibido una beca para la única escuela de enfermería del país, que estaba en Adis Abeba, el hospital Missing, lo que la convertía en la primera joven que recibía esa recompensa. Su trayectoria académica hasta entonces había sido espectacular y sin precedentes, ejemplo para los jóvenes, así como una invitación al destino para que le pusiera la zancadilla. Pero no fue el destino el obstáculo con que se encontró cuando inició los cursos de prácticas, ni su torpeza con el amárico ni el inglés, pues superó las dificultades y no tardó en hablar con fluidez ambas lenguas. Descubrió que la memorización («empollar», como decía la enfermera jefe) de nada valía en la atención a los enfermos, cuando tenía que diferenciar lo trivial de lo grave. Oh, sí, podía recitar los nombres de los nervios craneales como un mantra para tranquilizarse. E incluso de un tirón la composición de la mixtura carminativa para la dispepsia: 1 gramo de bicarbonato sódico, 2 mililitros de amoniaco y otros dos de tintura de cardamomo, 0,6 mililitros de tintura de jengibre, 1 mililitro de cloroformo, completado con agua de menta hasta 30 mililitros. Pero lo que no lograba, y le fastidiaba ver lo fácil que les resultaba a sus compañeras, era adquirir la habilidad que la enfermera jefe decía que le faltaba: Sólida Sensibilidad de Enfermera. La única alusión a esto que había en su libro de texto era tan críptica, y más aún después de memorizarla, que empezó a pensar que figuraba allí solamente para fastidiarla:

La Sólida Sensibilidad de Enfermera es más importante que el conocimiento, aunque éste la fortalezca. Se trata de una cualidad indefinible, pero de incalculable valor si se posee y notoria si falta. Parafraseando a Osler, una enfermera con conocimientos teóricos, pero sin sensibilidad, es como un marinero en un buque en perfecto estado para navegar, pero sin carta de navegación, sextante ni brújula. (¡Por supuesto, la enfermera sin conocimientos teóricos ni siquiera se ha hecho a la mar!).

Ella al menos se había hecho a la mar, de eso no cabía duda. Estaba decidida a demostrar que tenía carta de navegación y brújula, y consideraba cada tarea una prueba de sus conocimientos, una oportunidad de demostrar Sólida Sensibilidad de Enfermera (o de ocultar la carencia de ella).

Corrió como si la persiguiese un jinn por el sendero cubierto que había entre el quirófano y las otras dependencias hospitalarias, flanqueado por los pacientes y familiares de quienes se operaban aquel día, que esperaban acuclillados o sentados con las piernas cruzadas. Un hombre descalzo, su esposa y dos niños pequeños compartían la comida, metiendo los dedos en un cuenco cubierto con inyera sobre la que se había echado curry de lentejas, mientras un niño de pecho mamaba casi oculto por el shama de su madre. Cuando pasó corriendo, todos se volvieron asustados, lo que la hizo sentirse importante. Al otro lado del patio divisó a mujeres con shamas blancos y pañuelos rojos y anaranjados en la cabeza que atestaban los bancos del ambulatorio; de lejos parecían gallinas en un gallinero.

Subió a la carrera la escalera de la residencia de enfermeras hasta la habitación de mi madre. Nadie respondió a su llamada, pero la puerta estaba abierta. En la habitación a oscuras distinguió a la hermana Mary Joseph Praise, tapada y de cara a la pared.

—¿Hermana? —la llamó en voz baja, y cuando mi madre gimió, supuso que significaba que estaba despierta—. El doctor Stone me manda a decirle… —Se tranquilizó al comprobar que recordaba el mensaje completo. Esperó y, al ver que la hermana no contestaba, pensó que se habría enfadado con ella—. Sólo he venido porque me mandó el doctor. Perdone que la moleste. Espero que se sienta mejor. ¿Necesita algo?

Aguardó servicial y, al poco rato, salió de la habitación. Como no tenía que llevar ningún mensaje a Stone y estaba a punto de empezar su clase de enfermería pediátrica, no volvió al Quirófano 3.

Stone acudió a la residencia de enfermeras a primera hora de la tarde. Tras terminar la apendicetomía, había practicado dos gastro-yeyu-nostomías por úlcera péptica, tres operaciones de hernia, una hidrocele, una recesión subtotal de tiroides y un injerto de piel, pero el ritmo le había resultado tortuosamente lento. Una auténtica prueba. Subió la escalera, ceñudo. Sabía que su rapidez como cirujano dependía en gran medida (más de lo que había imaginado) de las dotes de la hermana Mary Joseph Praise. ¿Por qué tenía que verse obligado a pensar en aquellas cosas? ¿Dónde estaba ella? Esa era la cuestión. ¿Y cuándo volvería?

No hubo respuesta cuando llamó a la habitación de la esquina de la segunda planta. La esposa del boticario acudió a protestar por la intrusión de un hombre. Aunque la enfermera jefe y la hermana Mary Joseph Praise eran las únicas monjas del hospital, la mujer del boticario actuaba como si se le hubiese negado su verdadera vocación. Con un pañuelo sobre la frente y un crucifijo tan grande como un revólver, parecía una de ellas. Se consideraba una especie de guardiana de la residencia de enfermeras, la custodia de las vírgenes del Missing. Poseía una sensibilidad de arácnido para detectar pasos masculinos, una incursión en su territorio. Sin embargo, al descubrir quién era el intruso, retrocedió.

Stone nunca había estado en el cuarto de la hermana Mary Joseph Praise, pues era ella quien solía acudir a las habitaciones o al despacho de él, contiguo al consultorio, cuando tenía que escribir a máquina o preparar las ilustraciones para sus manuscritos.

—¿Hermana? ¡Hermana! —exclamó al abrir la puerta, notando un hedor alarmante y familiar al mismo tiempo, que no consiguió identificar.

Buscó a tientas el interruptor sin encontrarlo, y soltó una maldición. Entonces se puso a buscar torpemente la ventana, y tropezó con la cómoda. Cuando por fin la abrió hacia dentro, empujó los postigos de madera y la luz inundó el cuarto.

Sobre la cómoda reparó en un tarro de conservas grande cuyo líquido ambarino llegaba hasta la gruesa tapa sellada con cera. Al principio pensó que contendría una reliquia, un icono. Pero entonces se le puso piel de gallina, como si el cuerpo lo reconociese antes que el cerebro: vio su dedo suspendido en el líquido, con la uña apoyada delicadamente en el fondo de cristal igual que una bailarina de puntillas. La piel bajo la uña tenía una textura apergaminada, mientras que la yema mostraba la decoloración morada de la infección. Sintió nostalgia, un vacío y un prurito en la palma derecha que sólo el dedo perdido podría aliviar.

—No sabía… —empezó a decir, volviéndose hacia la cama. Sin embargo, lo que vio lo dejó sin habla.

La hermana yacía moribunda en su estrecho catre, con los labios lívidos, los ojos apagados y la mirada perdida. Estaba mortalmente pálida. Stone le tomó el pulso, que era rápido y débil. En su mente se agolparon los recuerdos de la travesía en el Calangute, siete años atrás. Recordó a la hermana Anjali febril y comatosa. Un escalofrío le recorrió vientre y pecho, al tiempo que lo embargaba una emoción que pocas veces había experimentado como cirujano: el miedo.

Las piernas ya no lo sostenían. Cayó de rodillas al lado de la cama.

—¿Mary?

No podía hacer más que repetir su nombre: de sus labios, sonó como un interrogante, luego como expresión de cariño, después como una confesión de amor de una sola palabra. «¿Mary? ¡Mary, Mary!…». Ella no respondió, no podía.

Una parálisis senil se apoderó de las manos de Stone cuando buscó el rostro de ella. La besó en la frente. En aquel acto extraordinario e incontenible comprendió, no sin una punzada de orgullo, que la amaba, y que él, Thomas Stone, no sólo era capaz de amar sino que la quería desde hacía siete años. Si no había reconocido aquel amor, tal vez fuese porque había surgido en el mismo momento que la conociera, en aquella escalerilla resbaladiza, o quizá cuando ella lo cuidara, lavara e intentara reanimar a bordo del barco. O cuando lo había abrazado y había arrastrado su peso muerto hasta una hamaca y luego lo había alimentado, devolviéndole a la vida. O cuando ambos se inclinaran sobre el cuerpo de la hermana Anjali. Y después ese amor había llegado a su apogeo cuando la joven monja había acudido a trabajar a su lado en Etiopía, y desde entonces jamás se había debilitado. Un amor tan profundo, sin flujos ni reflujos, sin altibajos, carente en realidad de todo movimiento, que se había hecho invisible para él durante aquellos siete años; una parte de las cosas que daba por sentadas.

¿Lo amaba Mary? Sí, de eso estaba seguro. Lo había amado, pero siguiendo su indicación (siempre siguiéndola) no había dicho nada. ¿Y qué había hecho él durante aquellos años? No apreciar lo que ella valía. A eso se había limitado. «Mary, Mary, Mary». Incluso el sonido de aquel nombre le pareció una revelación, puesto que siempre la había llamado «hermana». Sollozó, aterrado ante la idea de perderla, pero comprendió que también era egoísmo aquella necesidad de ella. ¿Tendría ocasión de repararlo? Qué estúpidos podían llegar a ser los hombres.

La hermana Mary Joseph Praise apenas reconoció su caricia, aunque notaba su mejilla caliente al lado de la suya. Él levantó las sábanas y quedó al descubierto la gran hinchazón del vientre.

Stone partía del axioma de que cualquier hinchazón de un abdomen femenino era embarazo mientras no se demostrase lo contrario. Sin embargo, en aquel momento lo pasó por alto, negándose a considerarlo. Después de todo se trataba de una monja. En su lugar, llegó a un diagnóstico precipitado de obstrucción intestinal, o fluido libre en la cavidad peritoneal, o pancreatitis hemorrágica; en fin, algún tipo de catástrofe abdominal.

Cruzó la puerta, maniobrando para eludir el marco, luego procuró que los pies de ella no chocaran contra la barandilla y, pasando de los sollozos a los jadeos entrecortados a causa del esfuerzo, la sacó de la residencia de enfermeras y recorrió el camino hasta el quirófano. Tuvo la impresión de que pesaba más de la cuenta.

En el examen oral del Real Colegio de Cirujanos de Edimburgo, después de aprobar los exámenes escritos, el presidente del tribunal le había formulado una pregunta: «¿Qué tratamiento de primeros auxilios se administra por el oído en el caso de una conmoción?». La respuesta de Stone se había llevado la palma: «¡Palabras de consuelo!». Pero en aquel momento, en vez de palabras tranquilizadoras y amables que habrían sido humanitarias y terapéuticas, pidió ayuda a gritos.

Sus voces, de las que se hizo eco la guardiana de las vírgenes, atrajeron a todo el mundo, incluido Gebrew, el vigilante, que acudió a la carrera desde la puerta de entrada del recinto, con Kuchulu y dos perros sin dueño pisándole los talones.

La visión del desvalido y lloriqueante Stone conmovió a la enfermera jefe tanto como el terrible estado de la hermana Mary Joseph Praise.

«Santo cielo, ha vuelto a hacerlo», fue lo primero que se le ocurrió, pues era un secreto bien guardado que Stone se había entregado a una juerga beoda en tres o cuatro ocasiones desde su llegada al Missing. Esos episodios resultaban desconcertantes en un individuo que raras veces bebía, que amaba su trabajo, que consideraba dormir un esparcimiento y a quien había que recordarle que se fuera a la cama. Aparecían con la brusquedad de la gripe y el terror de la posesión. El primer paciente de la lista de la mañana se hallaba ya en la mesa de operaciones, preparado para la anestesia, pero de Stone no había el menor rastro. La primera vez que habían ido a buscarlo, se habían encontrado con un hombre pálido, balbuciente y desmelenado que deambulaba por sus habitaciones. Durante esos episodios no comía ni dormía, y salía sigilosamente en plena noche a reponer sus reservas de ron. La última vez, aquella criatura había trepado al árbol que se alzaba al pie de su ventana y se había quedado varias horas allí encaramado, mascullando como una gallina enfadada. Si hubiera caído desde aquella altura se habría fracturado el cráneo. Cuando la enfermera jefe había visto aquellos ojos enrojecidos de mangosta que la miraban desde lo alto, había escapado, dejando que la hermana Mary Joseph Praise y Ghosh intentaran convencerle de que bajara, comiera algo y dejara de beber.

El episodio cesaba con la misma brusquedad con que se iniciaba, dos o a lo sumo tres días después. Y tras un sueño prolongado, Stone volvía al trabajo como si nada hubiera sucedido, sin jamás hacer alusión a cómo había perturbado el buen orden del hospital, sin recordarlo. Nadie le sacó nunca a colación el asunto, porque el otro Stone, el que raras veces bebía, se habría sentido ofendido y agraviado por semejante indagación o acusación. Ese mismo Stone que trabajaba tanto como tres cirujanos a jornada completa. Así que aquellos incidentes eran un bajo precio que había que pagar.

La enfermera jefe se acercó. Stone no tenía los ojos enrojecidos ni apestaba a alcohol. No, estaba desquiciado por la enfermedad de la hermana Mary Joseph Praise, y con razón. Cuando desvió su atención de Stone para mirar a la joven monja, sintió sin embargo un asomo de satisfacción. Al fin aquel hombre había abierto su corazón, exteriorizando lo que sentía por su ayudante.

Hizo caso omiso de las divagaciones de Stone acerca de vólvulo, íleo, pancreatitis o peritonitis tuberculosa.

—Vamos al quirófano —le dijo; y cuando llegaron añadió—: Póngala sobre la mesa de operaciones.

El lo hizo y la enfermera jefe vio entonces lo mismo que viera en otra ocasión siete años atrás: la sangre empapaba el vestido de la hermana Mary Joseph Praise en la zona púbica. Recordó el día que la joven llegó de Aden y su hábito ensangrentado le había causado una impresión similar. Nunca había preguntado directamente a la muchacha de diecinueve años por la causa de aquella hemorragia. La irregularidad de la mancha en aquella ocasión había inducido a la observadora a buscar sentido en su forma, y su imaginación había ideado muchos escenarios para explicar aquel misterio. Con los años, la memoria había transformado el recuerdo misterioso en místico. Por eso miró las palmas y el pecho de la hermana Mary Joseph Praise cuando Stone la colocó sobre la mesa de operaciones, como si esperase ver estigmas, igual que si aquel primer misterio se hubiese convertido en este segundo. Pero no, sólo tenía sangre en la vulva. Muchísima sangre, con coágulos oscuros. Y riachuelos de un rojo intenso que chorreaban por los muslos y goteaban en el suelo. Ante aquello, a la enfermera jefe no le quedó ninguna duda: esta vez la hemorragia era secular.

Se sentó entre las piernas de la hermana, esforzándose en pasar por alto el vientre abultado que se alzaba ante ella. Los labios de la vulva estaban hinchados y lívidos, y cuando introdujo el dedo enguantado, comprobó que el cuello del útero se hallaba completamente dilatado.

Había mucha sangre, demasiada. Limpió, secó y apretó hacia abajo la pared vaginal posterior para ver mejor. Casi se le cae el espéculo al oír el gemido lastimero que brotó de los pulmones de la paciente. La enfermera jefe tenía palpitaciones, le temblaban las manos. Se inclinó, ladeó de nuevo la cabeza para mirar. Y allí, como una piedra en el fondo de un pozo cenagoso, una piedra del corazón, vislumbró la cabeza de un bebé.

—¡Santo cielo! ¡Está… —exclamó cuando recuperó por fin el habla, formulando de forma entrecortada la palabra sacrílega que amenazaba con ahogarla y que ya no pudo contener—: embarazada!

Todos los presentes con quienes hablé más tarde recuerdan aquel momento en el Quirófano 3, en que el aire se inmovilizó, el sonoro reloj del otro lado de la mesa de operaciones se detuvo y hubo una pausa larga y silenciosa.

—¡Imposible! —exclamó Stone por segunda vez aquel día. Y aunque su opinión era errónea y de todo punto inapropiada, permitió que los demás recuperaran el aliento.

Pero la enfermera jefe sabía que tenía razón.

Debería ser ella la que asistiese en el parto, pues la doctora K. Hemlatha (a quien todos llamaban Hema) estaba de vacaciones.

En aquel momento, para tratar de superar el pánico, se recordó a sí misma que había asistido en centenares de partos.

Pero ¿cómo iba a disipar no sólo sus reparos sino también su confusión? Una de las suyas, una esposa de Cristo… ¡embarazada! Inconcebible. Su mente se resistía a aceptarlo. Y sin embargo, tenía ante sí la prueba: la cabeza de un niño.

Ese mismo pensamiento distraía a la enfermera instrumentista, al descalzo celador y a la enfermera Asqual, la anestesista, y fue la causa de que tropezaran unos con otros y tiraran el gota a gota intravenoso en sus movimientos apresurados alrededor de la mesa de operaciones mientras preparaban a la paciente. La estudiante en prácticas, que se sentía avergonzada de no haberse percatado del problema cuando visitó a la enferma por la mañana, fue la única de los presentes que no se preguntó cómo habría quedado embarazada la hermana.

La enfermera jefe sentía el corazón desbocado, como si fuese a salírsele del pecho. «¡Santo cielo! ¿Qué circunstancia más desfavorable se puede imaginar para un parto? Un embarazo que es pecado mortal. Una futura madre que es como mi propia hija. Hemorragia masiva, palidez cadavérica…». Y encima, justo cuando Hema, la única ginecóloga del hospital, y no sólo la mejor del país sino la mejor que había conocido nunca, se hallaba ausente.

Bachelli, a quien podían localizar en la piazza, estaba capacitado en obstetricia, pero no podía contarse con él a partir de las dos de la tarde, pues a su amante eritrea le inspiraban mucha desconfianza sus «visitas a domicilio». Jean Tran, el francés-vietnamita de Casa Popolare, hacía un poco de todo y sonreía sin parar. Pero ambos tardarían bastante en llegar, si es que conseguía localizarlos.

No, concluyó la enfermera jefe, tendría que hacerlo ella misma. Debía olvidar las implicaciones de aquel embarazo. Tenía que respirar hondo, concentrarse, conseguir que fuese un parto normal.

Pero aquella tarde-noche, la normalidad los eludiría.

Mientras la enfermera jefe seguía sentada ante la vulva esperando el descenso del niño, Stone, boquiabierto, continuaba aguardando instrucciones suyas. Cruzó y descruzó los brazos y luego los dejó caer a ambos lados. Veía que la hermana Mary Joseph Praise estaba cada vez más pálida. Y cuando la enfermera Asqual comunicó con tono aterrorizado la presión arterial («Sistólica ochenta, palpable»), él se tambaleó a punto de desmayarse.

A pesar de las contracciones uterinas que la enfermera jefe sentía al tacto en el vientre y que se traslucían en la cara crispada de la parturienta, y pese al hecho de que el cuello uterino estaba muy dilatado, nada sucedía. La cabeza de un niño encajada en el canal del nacimiento le recordaba siempre la tonsura de un obispo. Pero aquel obispo permanecía inmóvil. Y entretanto, ¡cuánta sangre! Salía a borbotones de la vagina y en la mesa de operaciones se había formado un charco turbio y oscuro. En las salas de parto y los quirófanos, la sangre era tan habitual como las heces en las fábricas de callos, pero aun así a la enfermera jefe se le antojaba demasiada.

—Doctor Stone —dijo con labios temblorosos. El médico se preguntó desconcertado por qué lo llamaba a él—. Doctor Stone —repitió. Para la enfermera jefe, Sólida Sensibilidad de Enfermera significaba conocer los propios límites. «Por amor de Dios, necesita una cesárea», se dijo, pero no pronunció esas palabras porque podrían ejercer el efecto contrario en Stone. Así que, en cambio, bajó la voz, agachó la cabeza, flexionó los muslos para incorporarse y dejó libre su puesto entre las piernas de la hermana Mary Joseph Praise—. Doctor Stone, su paciente —le dijo al hombre que todos creían que era mi padre, poniendo en sus manos no sólo la vida de la mujer a quien había decidido amar, sino también las nuestras (la de mi hermano y la mía), que había decidido odiar.