La hermana Mary Joseph Praise llegó de la India al hospital Missing siete años antes de que Shiva y yo naciéramos. Ella y la monja Anjali habían sido las primeras novicias de la Orden Carmelita de Madrás que aprobaron el difícil curso para diplomarse en enfermería en el hospital general de la ciudad. El día de la entrega de títulos, ambas recibieron las insignias de enfermeras y, a última hora, hicieron los votos definitivos de pobreza, castidad y obediencia. Ahora ya no las interpelarían como «estudiantes» (en el hospital) y «novicias» (en el convento), sino como «hermanas». Su anciana y piadosa abadesa, Shessy Geevarughese, a quien llamaban con afecto Santa Amma, no había tardado en bendecir a ambas jóvenes monjas-enfermeras y comunicarles su sorprendente destino: África.
El día que zarpaban, todas las novicias fueron desde el convento al puerto en una caravana de ciclotaxis para despedirlas. Me las imagino alineadas en el muelle, conversando y temblando de nerviosismo y emoción, los hábitos blancos aleteando al viento, las gaviotas brincando alrededor de sus sandalias.
A menudo me he preguntado qué pensaría mi madre cuando la hermana Anjali y ella, que contaban sólo diecinueve años, dieron los últimos pasos en suelo indio y embarcaron en el Calangute. Debió de oír sollozos contenidos y «Que Dios os acompañe» mientras subía la pasarela. ¿Tendría miedo? ¿Sentiría dudas? Con anterioridad, al ingresar en el convento, se había separado para siempre de su familia en Cochin y trasladado a Madrás, que quedaba a un día y una noche en tren de su hogar, y que, por lo que se refería a sus padres, podría haber estado al otro lado del mundo, porque nunca volverían a verla. Y ahora, después de tres años en Madrás, se separaba de su familia religiosa, en esta ocasión para cruzar un océano. Tampoco esta vez habría vuelta atrás.
Pocos años antes de sentarme a escribir esta historia, viajé a Madrás en busca de la memoria de mi madre. No encontré nada sobre ella en los archivos de las carmelitas, pero sí hallé los diarios de Santa Amma, en que reseñaba los acontecimientos cotidianos. Cuando el Calangute soltó amarras, la abadesa había alzado la mano como un policía de tráfico y, «empleando mi voz de sermón que me dicen que desmiente mi edad», entonado las palabras «Deja tu patria por mí», porque el Génesis era su libro preferido. Santa Amma había pensado mucho en aquella misión. Ciertamente, la India tenía necesidades insondables, pero eso nunca cambiaría y tampoco era una excusa; las dos jóvenes monjas (las más inteligentes y guapas de la congregación) serían las abanderadas: indias que llevaban el amor de Cristo al África más oscura, ésa era su gran ambición. En sus diarios revela sus pensamientos: como habían descubierto los misioneros ingleses al llegar a la India, no había mejor medio de transmitir el amor de Cristo que con cataplasmas y emplastos, linimentos y apositos, limpieza y bienestar. ¿Qué ministerio era preferible al de la curación? Sus dos jóvenes monjas cruzarían el océano y así empezaría la misión de las carmelitas descalzas de Madrás en África.
La buena abadesa sintió una punzada de recelo al contemplar a las dos figuras que agitaban las manos en la barandilla del barco mientras se alejaban hasta convertirse en puntitos blancos. ¿Y si por seguir a ciegas su grandioso plan se condenaban a un destino espantoso? «Las misioneras inglesas cuentan con el apoyo del todopoderoso Imperio… pero ¿qué será de mis hijas?». Escribió que las estridentes peleas de las gaviotas y las salpicaduras de sus excrementos habían estropeado la gran despedida que imaginara. La habían distraído el abrumador olor a madera y pescado podridos y los estibadores de pecho desnudo cuyas bocas manchadas de betel babeaban de lascivia ante el espectáculo de su prole de vírgenes.
«Padre, te confiamos a nuestras hermanas para que las protejas —dijo Santa Amma echándolo todo sobre Sus hombros. Dejó de saludar y sus manos buscaron el refugio de las mangas—. Te imploramos misericordia y protección en esta misión de las carmelitas descalzas…».
Era 1947 y los británicos estaban marchándose por fin de la India; el Movimiento de Independencia Indio había logrado lo imposible. Santa Amma respiró hondo. Era un mundo nuevo y había que actuar con audacia, o eso creía.
El mísero paquebote negro y rojo que se hacía llamar barco inició su navegación por el océano Indico rumbo a su destino: Aden. En la bodega del Calangute se amontonaban cajones y más cajones de algodón hilado, arroz, seda, armarios Godrej, archivadores Tata, además de treinta y una motocicletas Royal Enfield Bullet, con los motores envueltos en hule. El buque no estaba destinado al transporte de pasajeros, pero el capitán griego aceptaba «invitados de pago». Muchas personas viajaban en buques de carga para ahorrar en el pasaje, y él estaba dispuesto a admitirlos a costa de la tripulación. Así que en aquella travesía llevaba a dos monjas de Madrás, tres judíos de Cochin, una familia gujaratí, tres malayalis de aspecto sospechoso y unos cuantos europeos, incluidos dos marineros franceses que iban a incorporarse a su barco en Aden.
El Calangute tenía una extensa cubierta, más vasta de lo que cabía esperar. En un extremo se asentaba, como un mosquito en el trasero de un elefante, la superestructura de tres plantas que albergaba a la tripulación y los pasajeros, cuya última planta era el puente.
Mi madre, la hermana Mary Joseph Praise, era una malayali de Cochin, estado de Kerala. Los cristianos malayalis remontan su fe a la llegada de santo Tomás a la India desde Damasco en el año 52 de la era cristiana. Tomás el Incrédulo edificó sus primeras iglesias en Kerala mucho antes de que san Pedro llegase a Roma. Ella era piadosa y temerosa de Dios; en la escuela de secundaria había caído bajo la influencia de una monja carmelita carismática que trabajaba con los pobres. Su ciudad natal está formada por cinco islas engastadas como piedras preciosas en un anillo que mira al mar de Arabia. Los mercaderes de especias habían navegado hasta Cochin durante siglos en busca de cardamomo y clavo, entre ellos un tal Vasco de Gama en 1498. Los portugueses se apoderaron de Goa, donde establecieron su sede colonial y convirtieron por la fuerza a la población india al catolicismo. Los sacerdotes y monjas católicos acabaron llegando a Kerala como si no supiesen que santo Tomás había llevado allí la visión incorrupta de Cristo mil años antes que ellos. Para pesadumbre de sus padres, mi madre ingresó en la orden carmelita, abandonando la antigua tradición cristiana siria de santo Tomás para abrazar (según la opinión de sus progenitores) aquella secta advenediza de adoradores del Papa. No habría sido mayor su disgusto si se hubiese hecho musulmana o hindú. Menos mal que los pobres no se enteraron de que además se había convertido en enfermera, lo que para ellos suponía que se mancharía las manos como una intocable.
Mi madre creció junto al mar, contemplando las antiguas redes de pesca chinas que colgaban en voladizo de largos postes de bambú y se balanceaban sobre el agua como inmensas telarañas. El mar era el «granero» proverbial de su gente, proveedor de camarones y pescado. Pero en la cubierta del Calangute, sin la costa de Cochin enmarcando el panorama, no reconocía ese granero. Se preguntaba si el centro del océano habría sido siempre así: brumoso, maligno y agitado. Mortificaba a la embarcación haciéndola cabecear, dar guiñadas y crujir, y al parecer pretendía tragársela entera.
Las monjas se recluyeron en su camarote y echaron el cerrojo para protegerse de los hombres y el mar. Las jaculatorias de su compañera sobresaltaban a mi madre. La lectura ritual del Evangelio de Lucas fue idea de Anjali, pues en su opinión daría alas al alma y disciplina al cuerpo. Ambas jóvenes sometían cada letra, palabra, línea y frase a dilatatio, elevatio y excessus (contemplación, elevación y éxtasis). La antigua práctica monástica de Ricardo de San Víctor resultaba útil en una interminable travesía marítima. La segunda noche, tras diez horas de lectura detenida y meditativa, la hermana Mary Joseph Praise sintió de pronto disolverse letras y páginas; las fronteras entre Dios y su yo se desintegraron. La lectura había provocado una entrega gozosa de su cuerpo a lo sagrado, eterno e infinito.
La sexta noche, en las vísperas (pues habían decidido seguir la rutina del convento a toda costa), terminaron un himno, dos salmos con sus antífonas, luego la doxología, y cuando estaban cantando el magníficat, un sonido desgarrador y penetrante las obligó a bajar de las nubes. Cogieron los chalecos salvavidas y salieron del camarote rápidamente, para encontrarse con que un sector de la cubierta se había combado y alzado como una pirámide, casi como si el Calangute fuese de cartón ondulado, según pensó mi madre. El capitán fumaba tranquilamente su pipa y por su sonrisa se deducía que aquellas viajeras se habían precipitado.
La novena noche, cuatro de los dieciséis pasajeros y un miembro de la tripulación contrajeron una fiebre cuyos síntomas visibles eran unas manchas sonrosadas en el pecho y el abdomen; aparecían al segundo día de estado febril y recordaban a un rompecabezas chino. La hermana Anjali se puso muy enferma, la piel le ardía. El segundo día, cayó en un delirio febril.
Entre los pasajeros había un joven cirujano, un inglés de ojos de lince que había dejado el Servicio Médico Indio en busca de mejores perspectivas. Era alto, fuerte, de facciones duras que le hacían parecer famélico, y no frecuentaba el comedor. La hermana Mary Joseph Praise había tropezado literalmente con él el segundo día de travesía, al perder pie en la mojada escalerilla metálica que iba de sus camarotes a la sala común. El inglés subía detrás de ella y la sujetó por donde pudo, en la zona del coxis y en la parte izquierda de la caja torácica, enderezándola como si fuese una niña. Cuando le dio las gracias tartamudeando, él se sonrojó y se puso aún más nervioso que ella, ante aquella intimidad inesperada con una monja. Aunque había sentido el brusco impacto de aquellas manos sobre su cuerpo, a la hermana algo de aquel contacto no le resultó desagradable. No había vuelto a ver al inglés en varios días.
Pero tenía que conseguir ayuda médica, así que se armó de valor para llamar a su camarote. Una voz débil le dijo que entrara. La recibió un olor nauseabundo a acetona.
—Soy la hermana Mary Joseph Praise —se presentó.
El médico yacía de lado en la litera, la piel del mismo tono caqui que sus pantalones cortos, con los ojos cerrados.
—¿También usted tiene fiebre, doctor? —preguntó ella vacilante.
Cuando él intentó mirarla, los globos oculares rodaron como canicas en un plano inclinado. Se volvió y trató de vomitar en un cubo de incendios, pero falló, lo que no importaba porque el recipiente estaba lleno a rebosar. La hermana se acercó y le tocó la frente, que notó fría y húmeda, sin rastro de fiebre. Tenía las mejillas hundidas y parecía como si el cuerpo se le hubiese encogido para encajar en aquel diminuto camarote. Ningún pasajero se había librado del mareo, pero el estado del inglés era grave.
—Doctor, he de informarle de una fiebre que afecta a cinco pacientes. Empieza con sarpullido, escalofríos y sudores, pulso lento y pérdida de apetito. Todos se encuentran estables salvo la hermana Anjali. Estoy muy preocupada por ella, doctor…
Se sintió mejor después de informarle, aunque el inglés se limitó a soltar un gemido por respuesta. Vio que tenía una ligadura de catgut atada a la barandilla de la cama cerca de sus manos, con muchos nudos, decenas. Había tantos que el hilo se alzaba como un nudoso mástil. Había señalado así las horas, o llevado la cuenta de sus episodios de emesis.
La hermana vació el cubo, lo enjuagó y volvió a colocarlo cerca del hombre. Limpió luego el suelo con una bayeta, que a continuación aclaró también y colgó a secar. Después, fue por agua y se la dejó al lado. Al retirarse se preguntó cuántos días llevaría el inglés sin alimentarse.
A última hora de la tarde el médico había empeorado. Ella le llevó sábanas, toallas y caldo. Se arrodilló a su lado e intentó darle de comer, pero el olor de la comida le provocaba arcadas. Tenía los ojos hundidos y la lengua arrugada como la de un loro. La hermana identificó el olor afrutado del camarote como el propio de la inanición. Le dio un pequeño pellizco en el dorso del brazo y cuando soltó la piel ésta quedó alzada como una tienda de campaña, igual que la cubierta combada del barco. El cubo estaba lleno a medias de un líquido claro. Él balbucía acerca de verdes praderas y no era consciente de la presencia femenina. ¿Podría ser mortal el mareo?, se preguntó ella. ¿O tendría una forme fruste de la misma fiebre que afligía a la hermana Anjali? Había muchos aspectos de la medicina que desconocía. Allí, en pleno océano y rodeada de enfermos, sintió el peso de su ignorancia.
Sin embargo, sabía cuidar a los enfermos. Y rezar. Así que mientras oraba, le quitó la camisa, acartonada de bilis y saliva secas, y le bajó los pantalones. Se sintió cohibida al lavarlo, porque nunca había cuidado a un hombre blanco y menos a un médico. Se le ponía piel de gallina al pasarle el paño. Pero reparó en que no tenía el sarpullido de los cuatro pasajeros y el grumete que habían contraído la fiebre. Los vigorosos músculos de los brazos se ensanchaban con fuerza en los hombros. Sólo entonces se fijó en que tenía el lado izquierdo del pecho más pequeño que el derecho; en el hueco que había encima de la clavícula izquierda podía caber medio vaso de agua, mientras que en el de la derecha tan sólo una cucharadita. Y justo más allá, debajo de la tetilla izquierda, había una profunda depresión que le llegaba hasta la axila. La piel que cubría aquel cráter era lustrosa y arrugada. La tocó y gimió al comprobar que se le hundían los dedos, pues no encontraban resistencia ósea. Parecía que le faltaban dos o tres costillas. En aquella depresión, notó en las yemas el firme tamborileo del corazón, solamente separado por una fina capa de piel. Retiró los dedos y apreció el empuje del ventrículo en la carne.
La fina capa de vello pectoral parecía como ascender de la veta madre del púbico. Limpió desapasionadamente su miembro incircunciso, lo dejó caer a un lado y se ocupó de la bolsa arrugada de aspecto desvalido de abajo. Luego, al lavarle los pies, lloró pensando de forma inevitable en su Dulce Señor y en la última noche que había pasado en el mundo con sus discípulos.
En sus baúles encontró libros de cirugía. Tardó un rato en darse cuenta de que los nombres y las fechas que el inglés había anotado en los márgenes correspondían a pacientes, tanto indios como británicos, recuerdos de una enfermedad vista por primera vez en un tal Peabody o un tal Krishnan. La cruz junto al nombre la interpretó como señal de que el enfermo había fallecido. Halló once cuadernos repletos de una caligrafía apretada de cortantes trazos descendentes, donde el texto bailaba sobre las líneas sin respetar otro blanco que el de los bordes de la hoja. Para ser un hombre aparentemente silencioso, su escritura reflejaba una locuacidad sorprendente.
Acabó dando con una camiseta y unos pantalones limpios. ¿Qué significaba que un hombre tuviese menos ropa que libros? Cambió las sábanas, volviéndole primero de un lado y luego del otro, y después lo vistió.
Supo que se llamaba Thomas Stone porque estaba escrito en el manual quirúrgico que había junto a la cama. Poco se decía en aquel libro sobre fiebre con sarpullido y nada acerca del mareo.
Aquella noche, la hermana Mary Joseph Praise recorrió los pasillos balanceantes, del lecho de un enfermo al del siguiente. El montículo donde la cubierta se había alabeado parecía una figura amortajada, así que desviaba la vista. En una ocasión, vio una ola como una montaña negra, de varias plantas de altura, y el Calangute pareció a punto de precipitarse en un agujero. Cortinas de agua rompían en la proa con un estruendo más aterrador que la propia visión.
En medio del océano tempestuoso, obnubilada por la falta de sueño, afrontando una crisis médica terrible, su mundo se había simplificado. Se dividía entre quienes tenían fiebre, quienes sufrían mareo y quienes no padecían ni lo uno ni lo otro. Y era posible que ninguna de esas distinciones importase, porque podían ahogarse todos en cualquier momento.
Despertó y se dio cuenta de que se había adormilado al lado de Anjali. Cuando despertó de nuevo, en lo que se le antojó un instante después, esta vez se hallaba en el camarote del inglés, donde se había dormido arrodillada junto a la cama, con un brazo de él sobre la espalda y la cabeza apoyada en su pecho. Apenas cobró conciencia de donde se encontraba, cuando volvió a dormirse para despertar al amanecer en la litera, pero al borde mismo, apretada contra Thomas Stone. Volvió presurosa con Anjali y la encontró peor, la respiración jadeante y acelerada, y la piel salpicada de grandes manchas rojizas y confluyentes.
Los rostros angustiados de los insomnes tripulantes y el hecho de que un individuo se postrase ante ella y exclamara «¡Hermana, perdone mis pecados!», le indicaron que el barco seguía en peligro. La tripulación desatendió sus peticiones de ayuda.
Desesperada y frustrada, sacó una hamaca de la sala común, siguiendo la visión que había tenido en aquel estado de fuga entre el sueño y la vigilia. La colgó en el camarote del doctor Stone entre la portilla y el pilar de la cama.
Él era un peso muerto y sólo la intercesión de santa Catalina le permitió arrastrarlo de la litera al suelo y subirle hasta la hamaca, primero una parte, luego otra. La hamaca, respondiendo más a la gravedad que a los balanceos del barco, encontró la verdadera horizontal. A continuación, se arrodilló a su lado y rezó fervorosamente a Jesús, completando el magníficat que quedara interrumpido la noche en que la cubierta se había combado.
Stone recuperó el color primero en el cuello y luego en las mejillas. La hermana le dio agua con una cucharilla. Al cabo de una hora pudo asimilar el caldo. Había abierto los ojos, a los que volvió la luz, y seguía todos los movimientos de la hermana. Luego, cuando ella alzó la cuchara, le rodeó con dedos firmes la muñeca para guiar el alimento hasta la boca. La joven monja recordó la cita que entonara momentos antes: «Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías».
Dios había escuchado sus plegarias.
Pálido y vacilante, Thomas Stone acudió con Mary Joseph Praise al lecho de la hermana Anjali. Ahogó un grito al ver a la monja delirante con los ojos desorbitados, el rostro tenso y demacrado, la nariz afilada como una pluma, las ventanillas temblando con cada inspiración, despierta en apariencia pero completamente ajena a la presencia de sus visitantes.
El se arrodilló a su lado, pero los ojos vidriosos de Anjali miraban sin ver. La hermana Mary Joseph Praise observó con qué destreza le bajaba los párpados para examinar las conjuntivas y cómo encendía la linternita frente a las pupilas. Le inclinó la cabeza sobre el pecho con movimientos suaves y fluidos para comprobar la rigidez del cuello, le palpó los ganglios linfáticos, le movió las piernas y percutió el tendón rotuliano empleando el nudillo en lugar de un martillo de reflejos. La torpeza que la joven monja percibiera en él como pasajero y paciente había desaparecido.
Luego desnudó a Anjali sin prestar atención a la ayuda de Mary Joseph Praise y se puso a examinar desapasionadamente la espalda, los muslos y las nalgas de la enferma. Le palpó el vientre para explorar el bazo y el hígado con largos dedos que parecían esculpidos para tal fin; la joven carmelita no pudo imaginarlos haciendo otra cosa. Como no tenía estetoscopio, aplicó el oído al corazón y luego al vientre de la paciente. Después la puso de lado y apoyó la oreja en las costillas para escuchar los pulmones.
—La respiración parece reducirse a la derecha… Parótidas dilatadas… Tiene los ganglios inflamados en el cuello… Pulso débil y rápido… —musitó, haciendo balance.
—Cuando empezó la fiebre su pulso era lento —informó la monja.
—Ya lo mencionó usted —repuso él con brusquedad, sin alzar la vista—. ¿Mucho?
—De cuarenta y cinco a cincuenta, doctor.
Tenía la sensación de que él se había olvidado de que estaba enfermo, e incluso de que se encontraba en un barco, y se había concentrado en el cuerpo de la hermana Anjali, que era su texto, al que estudiaba en busca del enemigo agazapado en su interior. Le inspiró de pronto tanta confianza que dejó de temer por su compañera. Se sintió eufórica arrodillada a su lado, como si sólo en aquel momento se hubiese convertido de verdad en enfermera, pues era la primera vez que conocía a un médico como aquél. Tuvo que morderse la lengua porque deseaba decirle todo eso y más.
—Coma vigil—sentenció él, y ella supuso que estaba instruyéndola—. ¿Ve cómo recorre todo con la mirada, como si esperase algo? Es un síntoma grave. ¿Y cómo aprieta la sábana? Se llama carfología. Y los leves temblores musculares, subsultus tendinum. Éste es el «estado tifoideo». Lo reconocerá usted en las etapas finales de muchos tipos de intoxicación sanguínea, no sólo tifoidea… Pero tenga en cuenta —alzó la vista hacia la hermana con una débil sonrisa que desmentía lo que dijo a continuación— que soy cirujano, no médico. ¿Qué sé de cuestiones médicas? Únicamente que ésta no es una enfermedad quirúrgica.
Su presencia no sólo había tranquilizado a la hermana Mary Joseph Praise, sino que también había calmado el mar. El sol, que había permanecido oculto, brillaba ahora tras ellos. La fiesta etílica de la tripulación dio idea de la grave situación vivida horas antes.
Pero aunque la joven monja se resistiera a creerlo, Stone no podía hacer mucho por la hermana Anjali y, en cualquier caso, ni siquiera contaba con medios para intentarlo. En la caja de primeros auxilios del barco solamente había una cucaracha seca, pues un tripulante había empeñado su contenido en el último puerto. El botiquín que usaba el capitán como asiento en su camarote parecía de la Edad Media: unas tijeras, un cuchillo de deshuesar y unos fórceps rudimentarios constituían el único instrumental de la ornamentada caja. ¿Qué podía hacer un cirujano como Stone con cataplasmas o pequeños recipientes de ajenjo, tomillo y salvia? Al ver la etiqueta de algo llamado Oleum philosophorum soltó una carcajada; fue la primera vez que la hermana oyó ese sonido alegre, aunque su eco mortecino tenía una nota crispada.
—Escuche esto —le dijo, y leyó—: ¡«Contiene viejos fragmentos de azulejos y cascotes para estreñimiento crónico»! —Y tiró la caja por la borda.
Sólo había sacado los míseros instrumentos y un frasco ambarino de Laudanum opiatum paracehi. Una cucharada de aquel antiguo remedio pareció calmar el ahogo de la hermana Anjali, «desconectarle los pulmones del cerebro», como explicó él a la joven monja.
Apareció el capitán, insomne y fuera de sí, el cual le espetó rociadas de saliva y brandy:
—¿Cómo se atreve a tirar una propiedad del barco?
El doctor se puso en pie de un brinco, y a ella le recordó a un colegial que buscara pelea. Lanzó una mirada fulminante al capitán, que tragó saliva y retrocedió un paso.
—Tirar esa caja ha sido mejor para la humanidad y peor para los peces. Una palabra más y le denunciaré por admitir pasaje sin contar con ningún suministro médico.
—Usted aceptó el trato.
—Y usted cometerá un asesinato —le replicó Stone señalando a Anjali.
El rostro del capitán perdió la compostura: cejas, párpados, nariz y labios se fundieron como una cascada.
Thomas Stone tomó entonces el control de la situación: acampó a la cabecera de Anjali y luego se aventuró a reconocer a todas las personas de a bordo, lo consintiesen o no. Separó a quienes tenían fiebre de los que no. Tomó profusas notas. Dibujó un plano de la distribución del Calangute y señaló con una equis dónde se habían producido los casos de fiebre. Insistió en fumigar todos los camarotes. Su forma de dar órdenes a tripulantes y pasajeros sanos enfureció al hosco capitán, pero si el inglés reparó en ello, no le prestó atención. No durmió en las veinticuatro horas siguientes, que pasó examinando a intervalos a la hermana Anjali y comprobando el estado de los demás: se mantenía alerta sin bajar la guardia. Había una pareja ya de edad muy enferma. La hermana Mary Joseph Praise no se apartó ni un momento del lado de Stone.
Dos semanas después de zarpar de Cochin, el Calangute entró laboriosamente en el puerto de Aden. El capitán griego ordenó a un marinero de Madagascar izar la bandera portuguesa bajo la que estaba registrado el buque, pero como había fiebre a bordo, lo pusieron en cuarentena, sin que la bandera valiese de nada. Obligado a anclar lejos del puerto, sólo podía contemplar la ciudad como un leproso desterrado. Stone intimidó al capitán de puerto escocés que se acercó al barco asegurándole que si no le facilitaban instrumental médico, botellas de solución Ringer para administrar por vía intravenosa, además de sulfamidas, él, Thomas Stone, lo responsabilizaría de la muerte de todos los ciudadanos de la Commonwealth que había a bordo. Su modo de hablar, franco y directo, maravilló a la hermana Mary Joseph Praise, aunque de algún modo estaba hablando por ella. Era como si Stone hubiese sustituido a Anjali en calidad de único aliado y amigo en aquella desventurada travesía.
Cuando llegaron los suministros, Stone atendió primero a la monja enferma. Arreglándoselas con la antisepsia más elemental, con un toque del bisturí dejó al descubierto la vena safena mayor, justo a su paso por el tobillo de Anjali. Introdujo una aguja en el vaso colapsado, que debía de tener la anchura de un lápiz. La sujetó con ligaduras, apretando un nudo tras otro con asombrosa rapidez. A pesar de la infusión endovenosa de suero Ringer y la sulfamida, Anjali no orinó ni mostró el menor indicio de reanimación. Murió aquella tarde en un terrible paroxismo final, igual que otros dos enfermos, un hombre y una mujer de edad, todos en pocas horas. Para la joven monja aquellas muertes fueron sorprendentes e imprevistas. La euforia que había sentido cuando Thomas Stone se había levantado para acudir a ver a Anjali la había cegado. Temblaba incontrolablemente.
Al ponerse el sol, la monja y el médico deslizaron los cadáveres amortajados por la borda sin ayuda de la supersticiosa tripulación, que ni siquiera quería mirar hacia allí.
La joven se sentía desconsolada. La presencia de ánimo de que había hecho gala se fue a pique cuando el cuerpo de su amiga se hundió en el agua. Stone estaba a su lado, inseguro de sí, con expresión lúgubre, disgustado y avergonzado por no haber sido capaz de salvar a Anjali.
—¡Cómo la envidio! —dijo por fin la hermana entre lágrimas. La fatiga y la falta de sueño se aliaron, y fue incapaz de contenerse—. Está con nuestro Señor. Sin duda en un lugar mejor que éste.
Stone contuvo una carcajada; el comentario le pareció un síntoma de delirio inminente. La cogió del brazo y la llevó a su camarote, la echó en la litera y le dijo que tenía que descansar. Prescripción facultativa. Él se sentó en la hamaca y esperó a que la venciese la única bendición segura de la vida —el sueño—, y entonces se apresuró a examinar de nuevo a los tripulantes y el resto del pasaje. El doctor Thomas Stone, cirujano, no necesitaba dormir.
Dos días más tarde, sin nuevos casos de fiebre, les permitieron desembarcar. Thomas Stone buscó a la hermana Mary Joseph Praise, que estaba con los ojos enrojecidos en el camarote que había compartido con su compañera. La cara y el rosario que sujetaba estaban húmedos. Se sobresaltó al darse cuenta de algo que no había advertido hasta entonces: que era extraordinariamente bella, con unos ojos grandes y conmovedores, más expresivos de lo que tenían derecho a ser los ojos. Sintió que el rostro le ardía y que no podía despegar la lengua del paladar. Desvió la mirada hacia el suelo, hacia la bolsa de viaje de ella. Cuando al fin habló, lo que dijo fue:
—Tifus. —Había consultado sus libros y reflexionado mucho sobre el asunto—. No cabe duda —añadió, al reparar en el desconcierto de ella. Había esperado que la palabra, el diagnóstico, la reconfortaría. Pero en cambio, volvieron a aflorar las lágrimas—. Tifus es lo más probable… Por supuesto, un análisis de suero podría haberlo confirmado —farfulló. Movió los pies con torpeza, cruzó y descruzó los brazos—. No sé adonde va usted, hermana, pero yo me dirijo a Adis Abeba. Está en Etiopía —masculló—. Voy a un hospital… que valoraría sus servicios si quisiese acompañarme…
La miró y volvió a ruborizarse, porque en verdad nada sabía del hospital al que iba ni si podrían necesitar los servicios de ella, y porque tenía la impresión de que aquellos ojos oscuros y húmedos podían leerle el pensamiento.
Sin embargo, eran sus propios pensamientos los que mantenían muda a la hermana. Recordaba cómo había rezado por Stone y por Anjali y que Dios sólo había respondido a una de sus plegarias. El médico se había levantado como Lázaro para consagrarse en cuerpo y alma a identificar aquella fiebre. Había irrumpido en los camarotes de la tripulación desobedeciendo al capitán y había intimidado y amenazado. En opinión de la joven monja, había obrado mal, pero buscando el bien. Su furibundo apasionamiento había supuesto una revelación. En el hospital universitario de Madrás en que se formara como enfermera, los cirujanos civiles (en aquella época casi todos ingleses) se paseaban por el recinto serenos y distantes de los enfermos, con otros cirujanos ayudantes y cirujanos residentes y en prácticas (todos ellos indios), que les seguían como patitos. A veces le parecía que estaban tan concentrados en la enfermedad que los pacientes y el sufrimiento eran accesorios de su trabajo. Thomas Stone era distinto.
Se dio cuenta de que la invitación para unirse a él en Etiopía no había sido algo premeditado: las palabras se le habían escapado. ¿Qué iba a hacer ella? Santa Amma había localizado a una monja belga que había dejado su orden y conseguido asentar una endeble base en Yemen, en Aden, base bastante precaria a causa de la mala salud de la monja. El plan de Santa Amma era que las hermanas Anjali y Mary Joseph Praise empezasen en aquel lugar, encaramadas sobre el continente africano, y aprendiesen de la monja belga todo lo posible sobre cómo conducirse en entornos hostiles. Desde allí y siempre tras contacto epistolar con la abadesa, las hermanas se dirigirían hacia el sur, pero no al Congo (que habían ocupado franceses y belgas) ni a Kenia, Tanganika, Uganda o Nigeria (los anglicanos cuidaban ya de todas aquellas almas y les molestaba la competencia), sino tal vez a Ghana o Camerún. La hermana Mary Joseph Praise se preguntó qué opinión merecería Etiopía a la piadosa abadesa.
Ahora el sueño de Santa Amma se le antojaba una quimera, un evangelismo vicario tan mal informado que la joven monja ni siquiera se atrevió a mencionárselo a Thomas Stone.
—Tengo órdenes de ir a Aden, doctor —dijo, en cambio, con tono entrecortado y desesperado—. Pero gracias. Gracias por cuanto hizo por la hermana Anjali.
Él replicó que no había hecho nada.
—Más de lo que habría hecho cualquier ser humano —repuso ella, y tomó una mano entre las suyas y la retuvo. Le miró a los ojos—. Que Dios le acompañe y bendiga.
Él notó el rosario que ella tenía aún entre los dedos, la suavidad de su piel y la humedad de sus lágrimas. Recordó aquellas manos sobre su cuerpo, al lavarlo, vestirlo e incluso al sostenerle la cabeza mientras vomitaba. Volvió a ver su rostro alzado al cielo cantando, rezando por su curación. Notó que el cuello le ardía y supo que el rubor estaba traicionándolo por tercera vez. Percibió dolor en sus ojos y oyó el gemido que escapaba de sus labios, y sólo entonces advirtió que estaba apretándola mucho, clavándole las cuentas del rosario en los nudillos. La soltó enseguida. Entreabrió los labios, pero, incapaz de hablar, se alejó bruscamente.
La joven monja no podía moverse. Reparó en que tenía las manos enrojecidas y que empezaban a palpitarle. El dolor era como un regalo, una bendición tan palpable que le subió por los antebrazos hasta el pecho. Lo que no podía soportar era la sensación de que al alejarse Stone le había sido arrebatado y arrancado algo vital. Había deseado aferrarse a él, gritarle que no se fuese. Había creído que su existencia al servicio del Señor era plena, pero ahora se daba cuenta de que en su vida había un vacío que no sabía que existiese.
En cuanto bajó del Calangute y pisó suelo yemení, deseó no haber desembarcado. ¡Qué absurdo haber pasado todos los días de la cuarentena suspirando por descender a tierra! Aden, Aden, Aden… No sabía nada de aquel sitio antes de la travesía, e incluso ahora seguía siendo sólo un nombre exótico. Pero por los comentarios de los marineros del Calangute había deducido que no se podía llegar a ningún lugar del mundo sin hacer escala allí. El estratégico emplazamiento portuario había resultado muy útil al ejército británico. Y su actual condición de puerto franco lo convertía en el sitio adecuado para comprar y encontrar el barco siguiente. Aden era la puerta de África; y desde África, la puerta de Europa. A ella le pareció la puerta del infierno.
La ciudad se hallaba al mismo tiempo muerta y en continuo movimiento, como un manto de gusanos que vivificase un cadáver en descomposición. Huyó de la calle principal y del calor sofocante buscando la sombra de las callejuelas. Los edificios parecían tallados en roca volcánica. Las carretillas se abrían paso entre el trasiego peatonal con cargamentos increíbles de bananas, ladrillos, melones e incluso, en una ocasión, con dos leprosos. Por su lado pasó una anciana encorvada con velo y un hornillo de carbón encendido sobre la cabeza, pero ningún transeúnte se paró a contemplar tan extraño espectáculo, pues reservaban las miradas para la monja de piel morena que caminaba entre ellos. Su rostro descubierto la hacía sentirse desnuda.
Después de una hora sintiendo que la piel se le hinchaba como masa en un horno, después de que le indicaran una dirección y otra, la hermana Mary Joseph Praise llegó a una pequeña puerta al fondo de un callejón que era como una hendidura. En la pared de piedra se veía el contorno desvaído de un letrero retirado hacía poco. Musitó una plegaria, respiró hondo y llamó. Un hombre gritó con voz ronca, sonido que ella interpretó como una invitación a entrar.
Sentado en el suelo junto a una balanza relumbrante había un árabe descamisado, rodeado de grandes balas de hojas empaquetadas que llegaban hasta el techo.
El olor a invernadero le cortó el aliento: aquel olor a kat, a hierba cortada en parte, pero con un fondo más especioso, era nuevo para ella.
El árabe tenía la barba tan roja de alheña que la joven monja pensó que había sangrado. Llevaba los ojos pintados como una mujer, lo que le recordó las imágenes de Saladino, que había impedido que los cruzados tomaran Tierra Santa. La mirada del hombre recorrió el rostro joven aprisionado en la toca blanca y luego se posó en la bolsa de Gladstone que sujetaba en una mano. A un movimiento de su cuerpo brotó de entre los dientes ribeteados de oro una risa grosera, que interrumpió al darse cuenta de que la monja estaba a punto de desmayarse. La hizo sentarse y pidió agua y té. Más tarde, en una mezcla de lenguaje de señas e inglés espurio, le explicó que la monja belga que vivía allí había muerto de repente. Al enterarse, la hermana Mary Joseph Praise empezó a temblar de nuevo y experimentó una fuerte sensación premonitoria, como si oyera las pisadas de la muerte al aplastar las hojas del invernadero. Llevaba una foto de la hermana Beatrice en la Biblia e imaginó su rostro convirtiéndose de pronto en una mascarilla y luego en la cara de Anjali. Se obligó a sostener la mirada de aquel individuo, a afrontar lo que le decía. «¿De qué? ¿Quién pregunta de qué en Aden? Un día estás bien, has saldado tus deudas, tus esposas son felices, alabado sea Alá, y al día siguiente la fiebre te atrapa, la piel se te abre al calor que esa misma piel mantuvo a raya tantos años y te mueres. ¿De qué? ¡Qué importa! ¡De una mala piel! ¡De la peste! ¡De la mala suerte, si quieres! ¡Incluso de la buena!».
Era el propietario del edificio. Al hablar, verdes tallos de kat le brillaban en la boca. El Dios de la anciana monja había sido incapaz de salvarla, le dijo, mirando al techo y señalando, como si Él aún estuviese allí acuclillado. Sin querer, los ojos de la hermana siguieron su mirada, antes de que pudiera darse cuenta. Él, entretanto, descendió la vista turbia desde el techo al rostro de ella, a sus labios y pecho.
Sé todo esto sobre el viaje de mi madre porque llegó de sus labios a oídos de otros y luego a los míos. Pero su narración se interrumpía en Aden. En aquel invernadero llegaba a un brusco final.
Sin duda se había embarcado en aquel viaje convencida de que Dios aprobaba su misión, velaría por ella y la protegería. Pero en Aden le ocurrió algo. Nadie sabía exactamente qué. Allí comprendió que su Dios era también severo y vengativo, y que podía mostrarse así incluso con sus fieles. El demonio se le había aparecido en la mascarilla violácea y crispada de la hermana Anjali, pero Dios lo había permitido. Aden le parecía una ciudad maligna, donde Dios utilizaba a Satanás para mostrarle lo frágil y fragmentario que era el mundo, el delicado equilibrio que existía entre el bien y el mal y lo ingenua que era ella en su fe. Su padre solía decir: «Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes». Compadeció a Santa Amma, cuyo sueño de progreso para África era una vanidad que había costado la vida de Anjali.
Lo único que supe durante muchísimo tiempo fue lo siguiente: después de un período indeterminado, tal vez unos meses o incluso un año, mi madre, que tenía entonces diecinueve años, consiguió escapar de algún modo de Yemen, cruzó el golfo de Aden, siguió por tierra quizá hasta Harar, la antigua ciudad amurallada, o hasta Yibuti, y continuó en tren a Etiopía vía Diré Dawa hasta Adis Abeba.
Conozco la historia a partir de su llegada al hospital Missing. Hubo tres llamadas espaciadas a la puerta del despacho de la enfermera jefe. «Adelante», dijo ésta, y con esa palabra en el Missing se dio paso a una trayectoria que nadie habría imaginado. Estaban al principio de la temporada de lluvias cortas, en que la población de la ciudad, tras haber quedado anonadada y sumida en húmeda rendición después de horas y días de sólo ver y oír agua cayendo, empezaba a oír y ver las demás cosas. La directora del hospital se preguntó si eso explicaría la visión de aquella bella monja de piel morena que se encontraba en el umbral y apenas podía mantenerse en pie.
La mujer sintió como si unas manos cálidas le acariciaran el rostro cuando se posaron en ella los ojos castaños, hundidos e impasibles de la joven. Tenía las pupilas dilatadas, como si los horrores del viaje aún siguiesen frescos, pensaría después la enfermera jefe. El labio inferior poseía tal turgencia que parecía que fuese a estallar si lo tocabas. La toca ceñida en la barbilla le aprisionaba los rasgos en su óvalo, pero ninguna prenda era capaz de contener el ardor de aquel semblante ni ocultar el dolor y la confusión. El hábito grisáceo debía de haber sido blanco en tiempos. Y cuando la enfermera jefe siguió bajando la vista y examinando la figura, reparó en una mancha de sangre reciente donde se unían las piernas.
Aquella aparición estaba muy delgada, tambaleante pero decidida, y parecía milagroso que fuese capaz de hablar cuando dijo con tono fatigado y triste:
—Deseo iniciar el período de discernimiento, el de escuchar a Dios cuando habla en la comunidad y a través de ella. Pido vuestras plegarias a fin de que pueda pasar el resto de mi vida en Su presencia eucarística y preparar mi alma para el gran día de la unión entre la esposa y el Esposo.
La enfermera jefe reconoció la oración de las postulantes cuando ingresaban en la orden, palabras que ella misma pronunciara muchos años antes.
—Entra en la alegría del Señor —respondió maquinalmente, igual que le había contestado su madre superiora.
La enfermera jefe salió del trance cuando la desconocida se desplomó contra la jamba; rodeó corriendo el escritorio para sujetarla. ¿Hambre? ¿Agotamiento? ¿Hemorragia menstrual? ¿Qué sería? La hermana Mary Joseph Praise no pesaba nada en sus brazos. Llevaron a la desconocida a una cama. Bajo el velo, la toca y el hábito, hallaron un pecho delicado como una cesta de mimbre y un vientre hundido. ¡Era una niña! ¡No una mujer! Sí, una niña recién salida de la infancia. Una niña que no tenía el pelo corto como la mayoría de las monjas, sino largo y tupido. Una niña (¿cómo podían no darse cuenta?) con unos senos precoces.
Los instintos maternales de la enfermera jefe afloraron, y permaneció en vela. Seguía a su lado cuando la joven monja despertó por la noche aterrada, delirante, aferrándose a ella en cuanto vio que se encontraba en un lugar seguro.
—¡Hija, hija! ¿Qué te ha ocurrido? Tranquila, ahora estás a salvo —la consoló, pero la desconocida tardó una semana en poder dormir sola y otra en recuperar el color.
Cuando remitieron las lluvias y el sol volvió su rostro hacia la ciudad como si quisiera reconciliarse con un beso y decirle que en realidad era su urbe preferida, para la que había reservado su luz más clara y maravillosa, la enfermera jefe acompañó fuera a la hermana Mary Joseph Praise, puesto que tenía que presentársela al personal del Missing.
Ambas entraron en el Quirófano 3 por primera vez, y entonces la enfermera jefe observó con asombro cómo la expresión seria y dura del nuevo cirujano, Thomas Stone, mudaba en algo parecido a la alegría al ver a la joven hermana. Se ruborizó, le tomó la mano entre las suyas y la apretó hasta que los ojos de la monja se humedecieron.
Mi madre debió de darse cuenta entonces de que se quedaría en Adis Abeba para siempre, de que permanecería en el hospital Missing y en compañía de aquel cirujano. Trabajar con él y para sus pacientes, ser su experta ayudante, era ambición suficiente y a la vez una aspiración humilde y, Dios mediante, algo que ella podría llevar a cabo razonablemente. Un viaje de regreso a la India a través de Aden era algo demasiado difícil para planteárselo.
En los siete años siguientes, en que vivió y trabajó en el hospital, la hermana Mary Joseph Praise habló muy pocas veces de su viaje y nunca del tiempo que pasó en Aden.
—Cuando sacaba a colación Aden —me contó la enfermera jefe—, tu madre miraba por encima del hombro como si esa ciudad, o lo que fuese que hubiera dejado allí, la hubiese alcanzado de nuevo. El miedo y el espanto que su rostro traslucían me disuadieron de volver a preguntar. Te confieso que me asustó. Se limitó a decir: «Fue voluntad de Dios que viniese aquí, enfermera jefe. Sus designios son inescrutables». No hubo nada irrespetuoso en esas palabras, que conste. Creía que su tarea consistía en hacer de su vida algo hermoso para Dios, que la había guiado hasta nuestro hospital.
Un vacío tan crucial en la historia, tratándose además de una vida tan corta, llama la atención. Un biógrafo o un hijo deben indagar a fondo. Tal vez ella supiera que como consecuencia indirecta yo estudiaría Medicina o buscaría a Thomas Stone.
La hermana Mary Joseph Praise dio comienzo a la tarea a que consagraría el resto de sus días cuando entró en el Quirófano 3. Se lavó y cepilló, se puso la bata y se colocó al otro lado de la mesa de operaciones, enfrente del doctor Stone como su primera ayudante, aplicando el pequeño retractor cuando él necesitaba exposición, cortando la sutura si el doctor le presentaba los extremos de ella y anticipándose a la necesidad de irrigación o succión. Unas semanas después, la enfermera instrumentista no pudo asistir a una intervención y mi madre se encargó del instrumental, además de su propio cometido como primera ayudante. ¿Quién sabía mejor que una primera ayudante cuándo necesitaba Stone un bisturí para una disección cortante o una gasa alrededor del dedo? Parecía poseer una mente bicameral que le permitía actuar como enfermera instrumentista, por un lado, al pasar los instrumentos de la bandeja a los dedos de él, y como tercer brazo de Stone, por otro, al alzar el hígado o mantener a un lado el mesenterio, el repliegue adiposo que protege el intestino, o al apretar con la yema del dedo el tejido edematoso sólo lo necesario para que Stone viese dónde debía clavar la aguja.
—Puro ballet, querido Marión. Una pareja celestial. Reinaba un silencio absoluto —me dijo la enfermera jefe, refiriéndose a una vez que se había asomado a observar—; no hacía falta pedir instrumentos ni decir «limpie», «corte» o «succione». Ella y Stone… Jamás se vio mayor eficacia. Sospecho que nosotros aminorábamos su ritmo porque no éramos capaces de colocar a los enfermos en la mesa de operaciones y retirarlos de ella con la rapidez suficiente.
Stone y la hermana Mary Joseph Praise mantuvieron el mismo programa durante siete años. Cuando él operaba por la noche, tarde y hasta la madrugada, ella estaba frente a Stone, más constante que su propia sombra, diligente, eficaz, sin una queja, y siempre centrada en la tarea. Así fue hasta el día que mi hermano y yo anunciamos nuestra presencia en su vientre y el deseo incontenible de cambiar la nutrición placentaria por el amparo de sus pechos.