PRÓLOGO
La llegada

Después de ocho meses en la oscuridad del vientre materno, mi hermano Shiva y yo llegamos al mundo a última hora de la tarde del 20 de septiembre del año de gracia de 1954. Tomamos aliento por primera vez a unos dos mil quinientos metros de altitud en la enrarecida atmósfera de Adis Abeba, la capital de Etiopía.

El milagro de nuestro nacimiento tuvo lugar en el Quirófano 3 del hospital Missing, la misma sala en la que nuestra madre, la hermana Mary Joseph Praise, había pasado casi toda su vida laboral y donde se había sentido más realizada.

Cuando nuestra madre, una monja de la Orden Carmelita Diocesana de Madrás, se puso inesperadamente de parto aquella mañana de septiembre, las intensas lluvias de Etiopía habían concluido y su tamborileo en los tejados de zinc del Missing había cesado con tanta brusquedad como un charlatán interrumpido a media frase. En la silenciosa quietud que siguió, las flores de meskel se abrieron de la noche a la mañana, tiñendo de dorado las laderas de Adis Abeba. En los prados que rodeaban el hospital, la juncia ganó la batalla al barro, y hasta el umbral pavimentado llegaba ya una brillante alfombra que prometía algo más importante que poder jugar al criquet, al croquet o al volante.

El hospital Missing se alzaba en una verde elevación; el conjunto irregular de edificios encalados de una y dos plantas parecía haber brotado del suelo en el mismo cataclismo geológico que creó los montes Entoto. Los macizos de flores, que semejaban abrevaderos alimentados por el agua de los canalones, rodeaban los edificios cuadrados como un foso. Cubrían los muros los rosales de la enfermera jefe Hirst, cuyos capullos carmesíes enmarcaban las ventanas y llegaban hasta el tejado. El suelo de légamo era tan fértil que la enfermera jefe (que era también la prudente y sensata directora del hospital) nos advertía que no debíamos andar descalzos por allí, pues podían brotarnos dedos nuevos en los pies.

De los principales edificios del hospital partían como radios de una rueda cinco caminos, bordeados de altos matorrales, que conducían a sendas casitas de techumbre de paja casi ocultas por un bosquecillo, setos, pinos y eucaliptos silvestres. La enfermera jefe se proponía que el Missing pareciese un arboreto, un rincón de los jardines de Kensington (por donde había paseado cuando era una joven monja, antes de trasladarse a Africa) o el Edén previo a la Caída.

El nombre Missing provenía, en realidad, del inglés Mission Hospital, palabra que en etíope se pronunciaba como un silbido y sonaba «MisszVzg», «desaparecido» en inglés. Un empleado del Ministerio de Sanidad que acababa de terminar el bachillerato había mecanografiado HOSPITAL MISSING en la licencia, transcripción fonéticamente correcta, a su modo de ver, y error que había acabado de perpetuar un reportero del Ethiopian Herald. Cuando la enfermera jefe Hirst había acudido al empleado del ministerio para corregirlo, él había sacado su documento original. «Mírelo usted misma, señora. Quod erat demonstrandum que es Missing», le había espetado, como si hubiese demostrado el teorema de Pitágoras, la posición central del Sol en el sistema solar, que la Tierra era redonda o el emplazamiento preciso del Missing en su rincón imaginario. Así que Missing se quedó.

La hermana Mary Joseph Praise no soltó ni un grito ni un gemido durante los dolores de su catastrófico parto. Pero tras la puerta de batiente de la habitación contigua al Quirófano 3, el descomunal autoclave (donado por la iglesia luterana de Zurich) bramaba y lloraba por mi madre mientras su vapor hirviente esterilizaba los instrumentos quirúrgicos y las toallas que se usarían con ella. Después de todo, fue en un rincón del cuarto del autoclave, justo al lado de aquel gigante de acero inoxidable, donde mi madre mantuvo un santuario propio los siete años que pasó en el Missing antes de nuestra llegada brutal. Su pupitre con asiento, una pieza rescatada de una antigua escuela misional y que llevaba grabada la frustración de más de un escolar, estaba frente a la pared. Su rebeca blanca, que según me contaron solía echarse por los hombros entre dos operaciones, pendía en el respaldo del asiento.

Sobre la pared enlucida, encima del escritorio, mi madre había clavado una lámina de calendario de la célebre escultura de Bernini de santa Teresa de Avila. La santa yace inerte, como desmayada, los labios entreabiertos en éxtasis, la mirada perdida, los párpados entornados. La flanquea un coro voyeurístico que atisba desde los reclinatorios. Con una débil sonrisa y un cuerpo más musculoso de lo que corresponde a su rostro juvenil, un ángel adolescente vigila a la santa y voluptuosa hermana. Con la yema de los dedos de la mano izquierda alza el borde de la tela que le cubre el pecho. En la derecha sostiene una flecha con la misma delicadeza que un violinista el arco.

«¿Por qué esta imagen? ¿Por qué santa Teresa, madre?».

Cuando tenía cuatro años solía retirarme a ese cuarto sin ventanas para observar la lámina. El valor sólo no bastaba para cruzar aquella pesada puerta, así que me animaban la idea de que mi madre estaba allí y la obsesión por conocer a la monja que fue. Me sentaba junto al autoclave, que retumbaba y bufaba igual que un dragón al despertar, como si el martilleo de mi corazón hubiese desvelado a la bestia. Sentado en el pupitre materno, poco a poco me embargaba la paz, una sensación de comunión con ella.

Después supe que nadie se había atrevido a retirar su rebeca del respaldo: era un objeto sagrado. Pero para un niño de cuatro años todo es sacro y ordinario a la vez. Me echaba sobre los hombros la prenda, que olía a desinfectante. Pasaba la uña por el borde del tintero seco, siguiendo el camino que recorrieran sus dedos. Alzaba la vista hacia la lámina de calendario como debía haber hecho ella cuando se encontraba en aquel cuarto sin ventanas, y la imagen me paralizaba. Años más tarde me enteré de que la visión recurrente de santa Teresa del ángel se llamaba «transverberación», que según el diccionario era el estado del alma «inflamada» de amor a Dios, del corazón «traspasado» por el amor divino; las metáforas de su fe lo eran también de la medicina. A los cuatro años no necesitaba palabras como «transverberación» para reverenciar aquella estampa. Sin fotografías de mi madre por las que juzgar, resultaba inevitable que imaginase que la mujer del calendario era ella, amenazada y a punto de ser agredida por el ángel-niño que esgrimía la flecha. «¿Cuándo vas a venir, mamá?», le preguntaba, y los fríos azulejos me devolvían el eco de mi vocecita: «¿Cuándo vas a venir?».

Yo mismo susurraba la respuesta: «¡Por Dios!». Eso era cuanto tenía: la exclamación del doctor Ghosh la primera vez que había entrado allí para buscarme, cuando se había quedado detrás de mí mirando la imagen de santa Teresa; luego me había alzado con sus fuertes brazos y con aquella voz suya que nada tenía que envidiar al autoclave había exclamado: «¡Si ya se está viniendo, por Dios!».

Han pasado cuarenta y seis años, más los cuatro desde mi nacimiento, y tengo la oportunidad milagrosa de volver a aquel cuarto. Me encuentro con que ya no quepo en la silla y con que la rebeca de mi madre me cae en los hombros como el amito de encaje de un sacerdote. Sin embargo, silla, rebeca y lámina de la transverberación siguen allí. Yo, Marión Stone, he cambiado, pero lo demás parece casi idéntico. Estar en este cuarto donde todo ha permanecido como siempre impulsa a remontarse en el tiempo y el recuerdo. La inmarcesible imagen de la estatua de santa Teresa de Bernini (ahora enmarcada y detrás de un cristal para que se conserve bien lo que mi madre sólo clavó en la pared) parece exigirlo. Me veo obligado a establecer cierto orden en los acontecimientos de mi vida, a decir aquí empezó, y luego, por esto, pasó aquello, y así es como el final se une al principio y ésa es la razón de que me encuentre en este lugar.

Llegamos a esta vida espontáneamente y, si tenemos suerte, encontramos un objetivo además de hambre, penuria y muerte prematura que es, no lo olvidemos, lo que aguarda a la mayoría. Crecí y hallé mi objetivo, que fue convertirme en médico. Más que salvar al mundo, mi propósito era curarme yo. Pocos médicos lo admitirán, desde luego no los jóvenes, pero de forma subconsciente, al elegir esta profesión debemos creer que curar a otros nos librará del mal que nos aflige. Y puede que así sea. Pero también es posible que ahonde en la herida.

Escogí la especialidad de cirugía por la enfermera jefe, una presencia constante durante mi infancia y adolescencia. «¿Qué es lo más difícil que podrías hacer?», me preguntó cuando acudí a pedirle consejo el día más aciago de la primera parte de mi existencia.

Intenté escurrir el bulto. Con qué facilidad sondeaba la enfermera Hirst el vacío que separa ambición y conveniencia.

—¿Por qué tengo que hacer lo más difícil?

—Porque eres un instrumento de Dios, Marión. No permitas que esa herramienta se quede en el estuche, hijo mío. ¡Actúa! No dejes ninguna parte de tu instrumento sin explorar. ¿Por qué conformarte con Tres ratones ciegos si puedes interpretar el Gloria?

Qué injusta fue al evocar aquel coro sublime que siempre me hacía sentir con el resto de los mortales mirando al cielo lleno de asombro mudo. Ella comprendía mi carácter aún sin formar.

—Pero, enfermera jefe, no puedo soñar con interpretar a Bach, el Gloria… —musité. Jamás había tocado un instrumento de cuerda o viento y ni siquiera sabía leer música.

—No, Marión —repuso, mirándome con ternura, acercándose y posándome en las mejillas sus manos nudosas—. No, el Gloria de Bach no. ¡El tuyo! Tu Gloriavivt dentro de ti. El mayor pecado es no encontrarlo, no hacer caso a lo que Dios hizo posible en tu persona.

Por temperamento, era más apto para una disciplina cognitiva, para un campo introspectivo, tal vez medicina interna o psiquiatría. La sola visión del quirófano me angustiaba; la idea de manejar un bisturí me revolvía y aún me revuelve las tripas. La cirugía era lo más difícil que podía imaginar.

Así que me hice cirujano.

Treinta años después, no soy conocido por la rapidez, la audacia o la pericia técnica. Llamadme seguro, llamadme tenaz; decid que adopto el estilo y la técnica que se adecúan tanto al paciente como a la situación particular y lo consideraré un gran cumplido. Me animan los colegas que acuden a mí cuando ellos mismos deben someterse al bisturí. Saben que Marión Stone se interesará tanto después de la operación como antes y durante. Que aforismos quirúrgicos como «En caso de duda, extírpalo» o «Por qué esperar si se puede operar», en mi opinión, sólo son reveladores fidedignos de las inteligencias más superficiales de nuestro campo. Mi padre, cuyas dotes quirúrgicas me inspiran el más profundo respeto, dice: «La operación que tiene el mejor resultado es la que decides no practicar». Saber cuándo no operar, cuándo no entiendes, cuándo hay que pedir ayuda a un cirujano del calibre de mi padre, ese género de talento, de «genialidad», suele pasar inadvertido.

En cierta ocasión, ante un paciente en grave peligro, le rogué que operase. Se quedó callado al lado de la cama, los dedos inmóviles en el pulso del enfermo mucho después de haber registrado los latidos cardíacos, como si necesitase el tacto de la piel, la señal filosa de una arteria radial para catalizar su decisión. Reparé en su tensa expresión de concentración absoluta. Imaginé cómo giraban los engranajes en su cabeza. Imaginé que veía el destello de las lágrimas en sus ojos. Sopesó con sumo cuidado ambas opciones. Al final, negó con la cabeza y se marchó.

Lo seguí.

—Doctor Stone —lo llamé por su título, aunque deseaba gritar «¡Padre!»—, la operación es su única posibilidad.

En el fondo sabía que dicha posibilidad era infinitesimal, y que el primer soplo de anestesia podría acabar con todo. Me puso la mano en el hombro y me habló con amabilidad, como a un joven colega más que como a su hijo.

—Marión, no te olvides del undécimo mandamiento: No operarás a un paciente el día de su muerte.

Recuerdo sus palabras las noches de luna llena en Adis Abeba, cuando relumbran los cuchillos, las balas y las piedras vuelan y se me antoja que estoy en un matadero y no en el Quirófano 3, con la piel salpicada de sangre y cartílago de desconocidos. Recuerdo. No siempre sabemos las respuestas antes de operar. Operamos en el ahora. Más tarde, el retrospectoscopio, ese socorrido instrumento de los bromistas y expertos, los representantes de la farsa que llamamos M & M (Convención de Morbilidad y Mortalidad) declarará tu decisión acertada o errónea. También la vida es así. La vivimos hacia delante, pero la comprendemos en retrospectiva. Sólo cuando paramos y miramos por el retrovisor vemos el cadáver aplastado bajo la rueda.

Ahora, a los cincuenta años, venero la visión del abdomen o el pecho abiertos. Me avergüenza la capacidad humana de herirnos y mutilarnos unos a otros, de profanar el cuerpo. Sin embargo, eso me permite reparar en la armonía cabalística del corazón que atisba detrás del pulmón, en el hígado y el bazo que se consultan bajo la bóveda del diafragma… estas cosas me dejan sin habla. «Recorro el intestino» con los dedos buscando los agujeros que podría haber hecho la hoja de un cuchillo o una bala, una reluciente vuelta tras otra, siete metros de tripas comprimidas en un espacio muy reducido. Todo el intestino que de ese modo se ha deslizado entre mis manos en la noche africana llegaría ya al cabo de Buena Esperanza, y ni siquiera habré visto la cabeza de la serpiente. Pero veo los milagros corrientes bajo la piel y la costilla y el músculo, visiones ocultas a su propietario. ¿Existe mayor privilegio en este mundo?

En tales momentos, me acuerdo de dar las gracias a mi hermano gemelo Shiva (el doctor Shiva Praise Stone), de buscarle, de hallar su reflejo en el panel de cristal que separa ambos quirófanos, y agradecérselo con un cabeceo, porque él me permite ser lo que soy ahora: cirujano.

Según Shiva, en realidad la vida consiste en reparar agujeros. No era una expresión metafórica, pues eso es precisamente lo que hacía. Y en cualquier caso, es una buena metáfora de nuestra profesión. Pero hay otro tipo de agujero, y es la herida que divide a una familia. A veces se produce en el momento del nacimiento. En otras ocasiones más tarde. Todos estamos arreglando lo que se rompió. Es tarea de una vida entera. Dejaremos mucho inconcluso para la generación siguiente.

Yo, que nací en África, que viví en el exilio en América y regresé finalmente al continente africano, soy prueba de que la geografía es destino. El destino ha vuelto a traerme a las coordenadas exactas de mi nacimiento, al mismo quirófano en que nací. Mis manos enguantadas comparten sobre la mesa de operaciones del Quirófano 3 el espacio que ocuparon en tiempos las manos de mi padre y mi madre.

Algunas noches el canto de los grillos, de miles de ellos, sus cri-crís, se sobrepone a los gruñidos y aullidos de las hienas en las laderas, y la naturaleza de pronto guarda silencio, como si se hubiese terminado de pasar lista y fuese hora de buscar en la oscuridad a tu pareja y retirarte. Y entonces, en el vacío silencioso que sigue, oigo el agudo zumbar de las estrellas y me embargan el júbilo y la gratitud por el insignificante lugar que ocupo en la galaxia. En esos momentos siento que estoy en deuda con Shiva.

Hermanos gemelos, dormimos en la misma cama hasta la adolescencia, cabeza con cabeza, piernas y torsos separados. Con los años perdimos esa intimidad, pero aún la añoro, siento nostalgia de la proximidad de su cráneo. Cuando abro los ojos al don de un nuevo amanecer, mi primer pensamiento es despertarle y decirle: «Te debo la visión de la mañana».

Lo que más debo a mi hermano es esto: contar la historia. Una historia que mi madre, la hermana Mary Joseph Praise, no reveló, de la que escapó mi intrépido padre, Thomas Stone, y que yo tuve que reconstruir. Contarla es el único medio de cerrar la grieta que nos separa a Shiva y a mí. Aunque tengo una fe infinita en el arte de la cirugía, ningún cirujano puede curar la herida que divide a dos hermanos. Donde la seda y el acero fracasan, ha de triunfar el relato. Empezaré por el principio…