Sentada en la cocina del viejo, Solana fumaba un cigarrillo de Tiny, un placer culpable que se concedía en raras ocasiones cuando necesitaba concentrarse. Se sirvió un vaso de vodka para tomárselo mientras contaba y agrupaba en fajos el dinero que había amasado. Parte procedía de una cuenta de ahorros suya, acumulada a lo largo de los años en otros trabajos. Tenía treinta mil dólares que le habían reportado intereses cómodamente mientras desempeñaba su actual empleo. La semana previa se había dedicado a vender las joyas obtenidas de Gus y los anteriores clientes. Algunas de las piezas las conservaba desde hacía años, por miedo a que hubiesen denunciado el robo. Había puesto un anuncio en el periódico local para hacer pública la venta de «joyas heredadas», lo cual quedaba muy postinero y refinado. Había recibido muchas llamadas de los sabuesos que peinaban esa sección de forma sistemática en busca de gangas surgidas de la desesperación de alguien. Había hecho tasar las joyas y calculado meticulosamente los precios de venta que serían tentadores sin generar dudas sobre la procedencia de anillos de diamantes eduardianos y Art Decó y pulseras de Cartier. Aunque no era asunto de nadie, había inventado varias historias: un marido rico que había muerto y sólo le había dejado las joyas regaladas a lo largo de los años; una madre que había sacado las pulseras y los anillos a escondidas de Alemania en 1939; una abuela que, a causa de las estrecheces, no había tenido más remedio que vender los preciados collares y pendientes heredados de su madre. A la gente le gustaban las historias lacrimógenas. Pagaban más por un objeto con una tragedia detrás. Estos relatos personales de apuros y anhelos daban a los anillos y pulseras, pendientes y broches, un valor que superaba el del contenido en oro y piedras.
Había telefoneado cada día a la galerista durante una semana para preguntarle si había encontrado comprador para los cuadros. Sospechaba que la mujer se limitaba a darle largas, pero no estaba del todo segura. En cualquier caso, Solana no podía permitirse perder ese contacto. Quería el dinero. Los muebles antiguos de Gus los había vendido uno por uno a distintos anticuarios de alto copete de la ciudad. Gus se pasaba el día en el salón o el dormitorio y no pareció darse cuenta de que le estaban vaciando la casa poco a poco. Por estas ventas se había embolsado poco más de 12.000 dólares, que no era tanto como esperaba. Si añadía esa suma a los 26.000 dólares que el viejo aún tenía guardados en distintas cuentas de ahorro, además de los 250.000 que había pedido prestados al banco hipotecando la casa, la suma ascendería a 288.000 dólares, más los 30.000 de su cuenta personal. Aún no tenía en su haber los 250.000, pero el señor Larkin, del banco, le había dicho que el préstamo estaba concedido y ya era sólo cuestión de pasar a recoger el cheque. Ese día quería hacer compras para sí misma y dejaría a Gus al cuidado de Tiny.
Tiny y el viejo se llevaban bien. Les gustaban los mismos programas de televisión. Compartían las mismas pizzas gruesas, repletas de los más repugnantes ingredientes, y las galletas baratas en envoltorios de plástico que ella compraba en Trader Joe’s. Últimamente los dejaba fumar en el salón, pese a que le molestaba sobremanera el humo. Los dos eran duros de oído, y cuando el volumen del televisor empezaba a crisparle los nervios, Solana los desterraba a la habitación de Tiny, donde podían ver el televisor viejo que se había llevado de su apartamento. Por desgracia, vivir con los dos había echado a perder los placeres de la casa, que ahora se le antojaba pequeña y claustrofóbica. El señor Vronsky insistía en mantener el termostato a veintitrés grados, y a ella esa temperatura le resultaba sofocante. Había llegado el momento de desaparecer, pero aún no había decidido qué hacer con él.
Metió el dinero en una bolsa de lona que guardaba en el fondo de su armario. Después de vestirse, se miró en el espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Se vio bien. Vestía un austero traje pantalón azul marino, con una sencilla blusa debajo. Era una mujer respetable, interesada en resolver sus asuntos. Fue por el bolso y se detuvo en el salón, camino de la puerta.
—Tiny.
Tuvo que llamarlo dos veces porque él y el viejo estaban absortos en un programa de televisión. Tomó el mando a distancia y quitó el volumen. Su hijo alzó la vista, sorprendido y molesto por la interrupción.
—Me voy —anunció Solana—. Tú quédate aquí. ¿Entendido? No salgas. Cuento con que cuides del señor Vronsky. Y no abras la puerta a menos que haya un incendio.
—Vale —contestó él.
—No abras a nadie. Quiero que estés aquí cuando vuelva.
—¡Vale!
—¡Y no me contestes!
Fue por la autovía hasta La Cuesta, su centro comercial preferido. Sentía especial debilidad por los grandes almacenes Robinson, donde compraba el maquillaje, la ropa y algún que otro artículo doméstico. Ese día tenía previsto comprar maletas para su inminente marcha. Quería un juego nuevo, bonito y caro, como símbolo de la nueva vida que iniciaba. Era casi como un ajuar, cosa a la que hoy día las jóvenes no daban mucho valor. El ajuar debía ser nuevo, cuidadosamente reunido y empaquetado antes de la luna de miel.
Al entrar en la tienda, salía una joven que le sostuvo la puerta cortésmente para dejarla pasar. Solana le lanzó una mirada y desvió la vista de inmediato, pero ya era demasiado tarde. La mujer se llamaba Peggy algo más —quizá Klein, pensó—, y era nieta de una paciente que Solana había cuidado hasta su muerte.
—¿Athena? —dijo la tal Klein.
Solana, haciendo oídos sordos, entró en la tienda y se encaminó hacia la escalera mecánica. Lejos de desistir, la mujer la siguió gritándole con voz estridente:
—¡Un momento! Yo a usted la conozco. Es la mujer que cuidó de mi abuela.
Avanzó deprisa, pegada a los talones de Solana, y la agarró del brazo. Solana se volvió hacia ella con inquina.
—No sé de qué me habla. Me llamo Solana Rojas.
—¡Y una mierda! Usted es Athena Melanagras. Nos robó miles de dólares y luego…
—Se equivoca. Debe de haber sido otra persona. Yo nunca la he visto a usted ni a nadie de su familia.
—¡Embustera de mierda! Mi abuela se llamaba Esther Feldcamp. Murió hace dos años. Usted saqueó sus cuentas e hizo cosas aún peores, como sabe de sobra. Mi madre presentó cargos, pero usted ya había desaparecido.
—Déjeme en paz. Está delirando. Soy una mujer respetable. Nunca le he robado un centavo a nadie.
Solana se subió a la escalera mecánica y miró al frente. Ascendió mientras la mujer, un peldaño por debajo, seguía aferrada a ella.
—¡Necesito ayuda! ¡Llamen a la policía! —vociferaba la tal Klein. Parecía trastornada y la gente se volvía a mirarla.
—¡Cállese! —dijo Solana. Se dio la vuelta y la empujó.
La mujer, tambaleándose, bajó un peldaño, pero permaneció aferrada al brazo de Solana como un pulpo. En lo alto de la escalera mecánica, Solana intentó zafarse, pero acabó arrastrando a la mujer por la sección de ropa deportiva. En la caja, una dependienta las observó con creciente preocupación mientras Solana cogía los dedos de la mujer y los desprendía de su brazo uno por uno, doblándole el índice hasta hacerla gritar.
Solana le dio un puñetazo en la cara y, ya libre, se alejó a toda prisa. Procuró no correr, porque si corría llamaría más la atención, pero tenía que poner la mayor distancia posible entre ella y su acusadora. Desesperada por encontrar una salida, no vio ninguna, eso significaba que debía de estar por detrás de ella. Por un instante pensó en buscar un escondite —un probador, quizá—, pero temió verse acorralada. Detrás de ella, la Klein había convencido a la dependienta para que avisara a seguridad. Las vio a las dos juntas al lado del mostrador mientras se oía por los altavoces un código que sabía Dios qué significaba.
Solana dobló la esquina y se escabulló hacia la escalera mecánica de bajada que acababa de ver. Sujetándose al pasamanos en movimiento, bajó los peldaños de dos en dos. La gente en dirección contraria se volvía para mirarla sin especial interés, al parecer ajenos al drama que se desarrollaba.
Solana volvió la vista atrás. La Klein la había seguido y bajaba rápidamente por la escalera, acercándose por momentos a Solana. En la planta baja, cuando la mujer se aproximó, Solana blandió el bolso y le asestó un fuerte golpe a un lado de la cabeza. En lugar de retroceder, la mujer agarró el bolso y tiró de él. Las dos forcejearon con el bolso, que se había abierto. La Klein cogió el billetero y Solana gritó:
—¡Ladrona!
En el departamento de ropa de hombres, un cliente se encaminó hacia ellas sin saber si el asunto requería su intervención. Desde hacía algún tiempo, la gente, por miedo, era reacia a inmiscuirse. ¿Y si uno de los contendientes tenía un arma y el Buen Samaritano resultaba muerto cuando intentaba ayudar? Era una muerte absurda y nadie quería correr el riesgo. Solana dio dos puntapiés a la mujer en las espinillas. La Klein se desplomó, gritando de dolor. Cuando Solana echó un último vistazo a la mujer, vio que la sangre le corría por las piernas.
Se alejó tan deprisa como pudo. La mujer tenía su billetero, pero ella conservaba cuanto necesitaba: las llaves de la casa, las llaves del coche, la polvera. Podía prescindir del billetero. Por suerte, no llevaba dinero en efectivo, pero la mujer no tardaría en buscar la dirección que constaba en el carnet de conducir. Debería haber dejado la dirección de la Otra tal como estaba, pero en su momento le pareció más sensato cambiarla y poner la del apartamento donde entonces vivía. Una vez había solicitado un empleo manteniendo la dirección de la Otra en lugar de sustituirla por la suya, y la hija de la paciente se había presentado en la dirección real y llamado a la puerta. De inmediato se había dado cuenta de que la mujer con la que hablaba no era la que cuidaba de su anciana madre. Solana se había visto obligada a abandonar el empleo, dejando atrás un preciado dinero en efectivo que tenía escondido en su habitación. Ni siquiera una visita ya entrada la noche le sirvió de nada, pues habían cambiado las cerraduras.
Se imaginó a la Klein hablando con la policía, llorando como una histérica y farfullando la historia de su abuelita y la ladrona contratada para cuidar de ella. Solana no tenía antecedentes penales, pero Athena Melanagras había sido detenida una vez por posesión de drogas. Eso sí fue mala suerte. De haberlo sabido, nunca habría tomado prestada la identidad de esa mujer. Solana sabía que habían presentado denuncias contra sus distintos alias. Si la Klein acudía a la policía, las descripciones coincidirían. En el pasado, había dejado sus huellas. Ahora sabía que ese era un error garrafal, pero no se le había ocurrido hasta más tarde que en todas partes debería haber limpiado a fondo antes de marcharse.
Atravesó el aparcamiento a toda prisa hasta su coche y volvió a la autovía, tomando por la 101 en dirección sur hasta la salida de Capillo. El banco estaba en el centro y, a pesar del inquietante incidente en los grandes almacenes, quería su dinero en mano. Las maletas podía comprarlas en cualquier otra parte. O tal vez ni siquiera se tomase la molestia. Se le acababa el tiempo.
Cuando llegó al cruce de Anaconda con Floresta, dio una vuelta a la manzana para asegurarse de que nadie la seguía. Aparcó y entró en el banco. El señor Larkin, el director, le dio una calurosa bienvenida y la acompañó hasta su mesa, donde la invitó a sentarse cortésmente, tratándola como a una reina. Así era la vida cuando uno tenía dinero, la gente te adulaba, se comportaba de forma servil. Sostuvo el bolso en el regazo como un trofeo. Era un modelo caro, de diseño, y sabía que causaría buena impresión.
—¿Me disculpa un momento? —preguntó el señor Larkin—. Tengo una llamada.
—Por supuesto.
Lo observó cruzar el vestíbulo y desaparecer por una puerta. Mientras esperaba, sacó la polvera y se retocó la nariz. Se la veía tranquila y segura de sí misma, no como alguien que acababa de ser agredida por una demente. Le temblaban las manos, pero respiró hondo, esforzándose por mostrarse despreocupada y serena. Cerró la polvera.
—¿Señorita Tasinato?
Una mujer había aparecido por detrás de ella inesperadamente. Solana dio un respingo y la polvera salió volando. Observando el arco descendente que trazaba en el aire, tuvo la sensación de que el tiempo se ralentizaba mientras el estuche de plástico caía al suelo de mármol y rebotaba una vez. El disco recambiable saltó y el duro redondel de polvo compacto se partió en varios trozos. El espejo de la tapa de la polvera se hizo añicos y los fragmentos se esparcieron por el suelo. La esquirla de espejo que permanecía en el estuche parecía un puñal, puntiagudo y afilado. Apartó la polvera rota con el pie. Ya se encargaría otro de recogerlo. Un espejo roto traía mala suerte. Ya era malo romper cualquier cosa, pero un espejo era lo peor.
—Disculpe que la haya asustado. Pediré que venga alguien a recogerlo. No quiero que se corte la mano.
—No es nada. No se preocupe. Ya me compraré otra —dijo Solana, pero un ánimo sombrío se había apoderado de ella. Las cosas ya habían empezado mal, y ahora eso. Una calamidad tras otra, ya lo había visto otras veces.
Dirigió la atención hacia la mujer, intentando contener su desagrado. A esta no la conocía. Tenía más de treinta años y estaba encinta, probablemente de más de siete meses a juzgar por el enorme bulto bajo el vestido de embarazada. Solana buscó la alianza nupcial, que la mujer en efecto llevaba. Sin embargo, sintió desaprobación. Debía dejar su empleo y quedarse en casa. No tenía por qué trabajar en un banco, exhibiendo su estado sin el menor pudor. Pasados tres meses, Solana vería su anuncio en el periódico: «Madre trabajadora necesita canguro experimentada y de confianza. Se piden referencias». Repugnante.
—Soy Rebecca Wilcher. El señor Larkin ha tenido que salir y me ha pedido que la atienda. —Se sentó en la silla del señor Larkin.
A Solana no le gustaba tratar de esos asuntos con mujeres. Quiso protestar, pero se contuvo, deseosa de dar por concluida la transacción.
—Permítame que eche una rápida mirada para familiarizarme con la documentación del crédito —dijo la mujer. Empezó a hojearla, leyendo con demasiado detenimiento. Solana vio deslizarse sus ojos por cada línea impresa. La mujer alzó la vista y dirigió una breve sonrisa a Solana—. Veo que la han nombrado tutora del señor Vronsky.
—En efecto. Su casa pide atención a gritos. La instalación eléctrica está vieja, las cañerías en mal estado, y no hay rampa para la silla de ruedas, lo que lo convierte prácticamente en un prisionero. Tiene ochenta y nueve años y es incapaz de cuidar de sí mismo. Sólo me tiene a mí.
—Entiendo. Lo conocí cuando empecé a trabajar aquí, pero hace meses que no lo vemos. —Dejó la carpeta en la mesa—. Todo parece en orden. Esto se presentará en el juzgado para su aprobación y, una vez resuelto ese trámite, le entregaremos el dinero del crédito. Por lo visto, falta un impreso. Tengo uno aquí en blanco que puede rellenar y devolver, si no le importa.
Metió la mano en el cajón, buscó en las carpetas y sacó un papel que le entregó por encima de la mesa.
Solana se lo quedó mirando con irritación.
—¿Qué es esto? Ya he rellenado todos los impresos que me pidió el señor Larkin.
—Este debió de pasársele por alto. Perdone las molestias.
—¿Qué problema hay con los impresos que ya entregué?
—Ninguno. Este es un requisito nuevo. No le llevará mucho tiempo.
—No dispongo de tiempo para esto. Pensaba que ya estaba todo resuelto. El señor Larkin dijo que sólo tenía que pasar por aquí y me extendería el talón. Eso me dijo.
—No sin la aprobación del juzgado. Es el procedimiento habitual. Necesitamos el visto bueno del juez.
—¿Qué me está diciendo? ¿Acaso pone en duda mi derecho a ese dinero? ¿Cree que la casa no necesita reformas? Debería venir a verla.
—No es eso. Sus planes para la casa nos parecen excelentes.
—Hay riesgo inminente de incendio. Si no se hace algo pronto, el señor Vronsky se expone a morir quemado en la cama. Puede decírselo al señor Larkin. Si ocurre algo, le pesará en la conciencia. Y también en la suya.
—Le pido disculpas por cualquier malentendido. Tal vez pueda hablar un momento con el director y resolverlo. Si me disculpa un momento…
En cuanto se alejó de la mesa, Solana se puso en pie, aferrada al bolso. Tendió la mano hacia la mesa y agarró el sobre de papel marrón con todos los documentos. Se dirigió hacia la entrada, procurando comportarse como una persona con un objetivo legítimo. Al acercarse a la puerta, bajó la vista y levantó el sobre para ocultar su cara a la cámara de vigilancia que, como bien sabía, estaba allí. ¿Qué le pasaba a esa mujer? Ella no había hecho nada para despertar sospechas. Había cooperado y demostrado buena disposición en todo momento, ¿y ahora la trataban así? Telefonearía más tarde. Hablaría con el señor Larkin y pondría el grito en el cielo. Si él insistía en que tenía que rellenar el impreso, lo haría, pero quería que él supiese lo molesta que estaba. Tal vez cambiase de banco. Se lo mencionaría. La aprobación de un juez podía tardar un mes, y siempre existía el riesgo de que la transacción se sometiera a examen.
Sacó el coche del aparcamiento y se fue derecha a casa, demasiado alterada para preocuparse por los cuadros del maletero. Advirtió que otros conductores miraban la palabra muerta grabada en la puerta del conductor. Quizás eso no había sido tan buena idea. El pequeño gamberro al que había contratado lo había hecho bien, pero ahora tenía que cargar con los daños. Era como ir con una pancarta a cuestas: miradme, soy rara. Su plaza de aparcamiento delante de la casa seguía vacía. Entró de frente y luego tuvo que maniobrar hasta que el coche quedó paralelo al bordillo.
Sólo cuando salió y cerró, notó algo extraño. Permaneció inmóvil y escrutó la calle. Recorrió las casas una por una con la mirada, llegando hasta la esquina y luego retrocediendo. El coche familiar de Henry estaba aparcado en el otro extremo de la calle, tres casas más allá, con un parasol plateado tras el parabrisas que impedía ver el interior. ¿Por qué lo había sacado del garaje y dejado en la calle?
Vio el sol moteado reflejarse en el cristal. Le pareció distinguir pequeñas sombras irregulares en el asiento del conductor, pero a esa distancia no sabía qué era lo que veía. Dio media vuelta, dudando si debía cruzar la calle y echar una mirada. Kinsey Millhone no se atrevería a desafiar la orden de alejamiento, pero quizá Henry la vigilaba. No se le ocurría qué motivo podía llevarlo a ello, pero era más sensato actuar como si no sospechase nada.
Entró en la casa. El salón estaba vacío, lo que significaba que Tiny y el señor Vronsky se habían ido a hacer la siesta como buenos chicos. Descolgó el teléfono y marcó el número de Henry. El timbre sonó dos veces y él contestó:
—¿Sí?
Dejó el auricular en la horquilla sin pronunciar palabra. Si no era Henry quien estaba en el coche, ¿de quién se trataba? La respuesta era evidente.
Salió por la puerta y bajó los peldaños. Cruzó la calle en diagonal y fue derecha hacia el coche de Henry. Aquello tenía que acabarse. No podía consentir que la espiaran. La ira que le subía a la garganta amenazaba con ahogarla. Vio que los seguros no estaban puestos. Abrió de un tirón la puerta del conductor.
Nadie.
Solana respiró hondo, aguzando los sentidos como un lobo. El olor de Kinsey flotaba en el aire: una tenue pero perceptible mezcla de champú y jabón. Solana tocó el asiento, y habría jurado que seguía caliente. No la había sorprendido allí por cuestión de segundos y experimentó una frustración tan profunda que a punto estuvo de lanzar un gemido. No debía perder el control. Cerrando los ojos, pensó: «Calma. Conserva la calma». Pasara lo que pasara, seguía siendo dueña de la situación. ¿Y qué más daba si Kinsey la había visto salir del coche? ¿Qué importancia tenía?
Ninguna.
A menos que, provista de una cámara, estuviese tomando fotografías. Solana se llevó una mano a la garganta. ¿Y si había visto la foto de la Otra en la residencia de ancianos y quería una foto reciente de ella para compararla? Solana no podía correr ese riesgo.
Regresó a la casa y cerró la puerta a sus espaldas como si la policía fuera a llegar de un momento a otro. Entró en la cocina y sacó un limpiador en aerosol de debajo del fregadero. Mojó una esponja, la escurrió y luego la roció de spray. Empezó a limpiar la casa, borrando toda huella de sí misma, de cuarto en cuarto. Ya se ocuparía después de la habitación de los chicos. Entretanto, tendría que hacer las maletas. Tendría que recoger las cosas de Tiny. Tendría que llenar el depósito de gasolina. Al salir de la ciudad, pasaría a buscar los cuadros y los llevaría a otra galería. Esta vez haría las cosas bien, sin cometer errores.