Solana aparcó y volvió a consultar el anuncio en la sección de «Personales» para asegurarse de que esa era la dirección. No incluía número de teléfono, pero daba igual. Su último intento con un anuncio había quedado en nada. La paciente era una anciana que vivía en casa de su hija, confinada en una cama de hospital instalada en el comedor. La casa era preciosa, pero el espacio improvisado para la enferma estropeaba el efecto general. Techos altos, claridad, toda la decoración de un gusto exquisito. Tenían cocinera y ama de llaves fijas, y eso puso fin al entusiasmo de Solana.
La entrevistó la hija, que buscaba a alguien para atender las necesidades de su madre, pero consideraba que no tenía por qué pagar las tarifas de un servicio privado, ya que ella también estaría en la casa. Solana tendría que bañar, dar de comer y poner pañales a la madre senil, cambiar las sábanas, hacer la colada y administrar los medicamentos. Eran responsabilidades que podía asumir, pero no le gustó la actitud de la hija. Para ella, por lo visto, una enfermera profesional era una criada, al nivel de una lavandera. Solana sospechaba que el ama de llaves recibiría mejor trato que ella.
La altiva hija tomó notas en su cuaderno y dijo que debía entrevistar a varios aspirantes más, lo cual era una mentira descarada, como bien sabía Solana. La hija pretendía inducirla a adoptar una actitud competitiva, como si tuviera que considerarse afortunada por que le ofreciera el puesto, que consistía en nueve horas de trabajo diarias, un día libre por semana y ninguna llamada personal. Dispondría de dos descansos de quince minutos, pero debía hacerse cargo de su propia comida. ¡Y eso con una cocinera en la casa!
Para demostrar que aquello le interesaba mucho, Solana formuló un sinfín de preguntas asegurándose de que la hija le explicaba punto por punto hasta el último detalle. Al final no puso el menor reparo, ni siquiera al escaso sueldo. La actitud de la mujer pasó primero de fría a remilgada y por último a ufana. Saltaba a la vista que se sentía muy superior por haber convencido a alguien de que aceptara unas condiciones tan absurdas. Solana advirtió que ya no volvió a mencionar a las otras candidatas.
Explicó que en ese momento no disponía de tiempo para rellenar los formularios, pero se los entregaría completos a la mañana siguiente a las ocho, cuando se presentara a trabajar. Anotó su número de teléfono para dejárselo a la hija por si esta deseaba comentar alguna otra cosa. Para cuando Solana se marchó, la hija no cabía en sí de júbilo, aliviada por haber resuelto el problema a tan bajo coste. Le estrechó la mano a Solana afectuosamente. Esta regresó a su coche, sabiendo que nunca volvería a ver a aquella mujer. El número de teléfono que le había dado era el del departamento de psiquiatría de un hospital de Perdido donde Tiny había permanecido ingresado durante un año.
Ahora Solana estaba a unas cuantas puertas de la dirección que buscaba, en la acera de enfrente. Había ido hasta allí por un anuncio del fin de semana anterior. Al principio lo descartó porque no incluía número telefónico alguno. Conforme avanzó la semana y no apareció ningún otro empleo de interés, decidió que quizá valdría la pena echar un vistazo a la casa. Su aspecto no era muy prometedor. El lugar tenía un aire de abandono, sobre todo en comparación con otras casas de la manzana. El barrio estaba cerca de la playa y se componía casi íntegramente de viviendas unifamiliares. Encajonados aquí y allá, entre las pequeñas y deprimentes casas, vio algún que otro dúplex o cuádruplex nuevo, del estilo arquitectónico español tan extendido en la zona. Solana supuso que muchos de los residentes eran jubilados, lo que significaba ingresos fijos y pocos gastos discrecionales.
En apariencia, ella pertenecía a la misma clase económica. Dos meses antes, uno de sus hermanos le había regalado un descapotable destartalado del que quería deshacerse. Al coche de Solana se le había desprendido una biela, y el mecánico le había dicho que la reparación costaría dos mil dólares, que era más de lo que valía el coche. En ese momento ella no disponía de ese dinero en efectivo, y cuando su hermano le ofreció el Chevrolet de 1972, lo aceptó, aunque no sin cierta sensación de humillación. Obviamente él consideraba que para ella semejante cacharro era más que suficiente. Solana le había echado el ojo a un coche mejor e incluso había estado tentada de cargar con las onerosas letras, pero al final se impuso el sentido común. Ahora se alegraba de haberse conformado con el Chevrolet de segunda mano, que se parecía a muchos de los otros coches aparcados en la calle. Un modelo más nuevo habría causado una impresión inapropiada. A nadie le interesaría contratar a una persona que parece más próspera que uno mismo.
De momento no tenía información alguna sobre el paciente, aparte de los escasos datos ofrecidos por el anuncio. Veía bien que se tratara de un viejo de ochenta y nueve años lo bastante débil para caerse y hacerse daño. Su necesidad de ayuda externa inducía a pensar que no había parientes cercanos dispuestos a arrimar el hombro. En la actualidad la gente sólo se preocupaba de sí misma y se impacientaba con cualquier cosa que estorbara su propia comodidad y conveniencia. Desde su punto de vista, eso era bueno; para el paciente, no tanto. Si estuviera rodeado de afectuosos hijos y nietos, no tendría ninguna utilidad para ella.
Lo que la preocupaba era que ese hombre estuviera en condiciones de pagar la atención a domicilio. No podía facturar a Medicare o Medicaid, porque en ningún caso pasaría los controles oficiales, y las posibilidades de que el viejo dispusiera de un seguro privado aceptable parecían más bien bajas. Eran muchos los ancianos que no habían hecho previsiones para una incapacidad a largo plazo. Entraban a la deriva en el invierno de su vida como por error, sorprendiéndose al descubrir sus limitados recursos, incapaces de cubrir los exorbitantes gastos médicos que se acumulaban a causa de una enfermedad aguda, crónica o catastrófica. ¿Acaso creían que los fondos necesarios les caerían del cielo? ¿Quién esperaban que cargaría con el peso de su mala planificación? Por suerte, su última paciente tenía sobrados medios, a los que Solana había dado buen uso. El empleo acabó con cierta acritud, pero ella extrajo una valiosa lección. El error que había cometido no volvería a cometerlo por segunda vez.
En un principio dudó de la sensatez de indagar sobre un empleo en un barrio tan modesto, pero al final decidió que al menos podía llamar a la puerta y presentarse. Puesto que había hecho el viaje desde Colgate, ya no le costaba nada explorar la posibilidad. Sabía que algunas personas acaudaladas se enorgullecían de mantener una apariencia humilde. Quizás era el caso de aquel individuo. Precisamente dos días antes había leído un artículo en el periódico sobre una anciana que, al fallecer, había dejado dos millones de dólares nada menos que a un refugio de gatos. Amigos y vecinos se quedaron atónitos, porque la mujer había vivido como una indigente, y nadie sospechaba que tuviera tanto dinero guardado. Su mayor preocupación eran sus seis viejos gatos, que la fiscalía del estado había dado orden de sacrificar incluso antes de que la mujer se enfriara en su tumba. Lo cual liberó miles de dólares para pagar las posteriores minutas legales.
Solana comprobó su aspecto en el espejo retrovisor. Llevaba las gafas nuevas, unas baratas que había encontrado, no muy distintas de las de la foto del carnet de conducir de la Otra. Con el pelo teñido de un color más oscuro, el parecido entre las dos era aceptable. Ella tenía la cara más delgada, pero eso no la preocupaba. Cualquiera que comparase su cara con la foto pensaría simplemente que había perdido peso. Para la ocasión, había elegido un vestido de algodón, planchado de forma impecable, que producía un reconfortante susurro al andar. No era un uniforme propiamente dicho, pero presentaba las mismas líneas sencillas y olía a apresto. La única joya que llevaba era un reloj con grandes números en la esfera y un ancho segundero. Un reloj así creaba la impresión de una atención inmediata y profesional a las constantes vitales. Sacó la polvera y se retocó la nariz. Estaba presentable. Tenía la tez clara y le gustaba ese pelo de un tono más oscuro. Se guardó la polvera, satisfecha de su apariencia, acorde con el papel de leal acompañante de los ancianos. Salió del coche y cerró con llave. Luego cruzó la calle.
Abrió una mujer de más de treinta años y aspecto chabacano: carmín de un rojo intenso, pelo rojo oscuro. Se la veía pálida, como si hiciera poco ejercicio y nunca saliera a la calle. Desde luego no parecía californiana, y menos con esas cejas depiladas en forma de finos arcos y oscurecidas con lápiz. Calzaba botas negras y vestía una falda estrecha de lana negra que le llegaba a media pantorrilla. Ni la forma ni el largo la favorecían, pero Solana sabía que aquello causaba furor en aquel entonces, como las uñas de color rojo subido. Aquella mujer debía de pensar que tenía buen ojo para la alta costura, y no era el caso. Había sacado ese look de las últimas revistas. Todo lo que llevaba estaría pasado de moda antes de un año. Solana sonrió para sí. Una persona con tan poco sentido de su propia imagen sería fácil de manipular.
Mostró el periódico, doblado para que se viera el anuncio.
—Creo que ha puesto un anuncio en el diario.
—En efecto. Ah, qué bien. Empezaba a pensar que nadie contestaría. Soy Melanie Oberlin —dijo la mujer, y le tendió la mano.
Solana habría podido ser un pescador con caña lanzando el anzuelo.
—Solana Rojas —contestó, y estrechó la mano a Melanie asegurándose de darle un fuerte apretón. Todos los artículos que había leído sobre el tema decían lo mismo: estreche la mano con firmeza y mire a su jefe potencial a los ojos. Solana tenía bien memorizados todos esos consejos.
—Pase, por favor —dijo la mujer.
—Gracias.
Solana entró en el salón, observándolo pero sin dar la menor señal de curiosidad ni consternación. En el aire flotaba un olor acre. La moqueta beige se veía raída y manchada, y los muebles tapizados llevaban fundas de una tela marrón oscuro parecida al crepé que, a juzgar por su aspecto, debía de estar pegajosa. Las pantallas de las lámparas presentaban un oscuro color apergaminado por efecto de grandes cantidades de humo de tabaco durante un largo periodo de tiempo. Sabía que si acercaba la nariz a las cortinas, inhalaría décadas de nicotina y alquitrán de segunda mano.
—¿Nos sentamos?
Solana tomó asiento en el sofá.
Se trataba de una casa donde un hombre había vivido solo durante muchos años, indiferente a su entorno. Se había impuesto un orden superficial, probablemente en fecha reciente, pero habría que vaciar las habitaciones para eliminar las numerosas capas de mugre. Sabía, aun sin verlo, que el linóleo de la cocina sería de un gris mortecino, y el viejo frigorífico, pequeño y decrépito. La luz interior no funcionaría y los estantes tendrían pegotes de comida derramada durante años.
Melanie miró alrededor, viendo la casa con los ojos de su visitante.
—He intentado poner orden desde que llegué. La casa es de mi tío Gus. Es el que se cayó y se dislocó el hombro.
A Solana le complació el tono de disculpa, porque de él se desprendía inquietud y un deseo de complacer.
—¿Y dónde está su tía?
—Falleció en 1964. Tenían un hijo que murió en la segunda guerra mundial y una hija que murió en un accidente automovilístico.
—Cuánta tristeza —comentó Solana—. Yo tengo un tío en una situación muy parecida. Tiene ochenta y seis años y vive aislado desde la pérdida de su mujer. He pasado muchos fines de semana con él, limpiando, haciendo recados y preparándole comida para la semana siguiente. Creo que lo que más le gusta es la compañía.
—Exacto —dijo Melanie—. El tío Gus parece un viejo gruñón, pero me he fijado en cómo mejora su humor cuando está acompañado. ¿Le apetece un café?
—No, gracias. Ya he tomado dos tazas esta mañana y ese es mi tope.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo. Debo de tomar diez tazas al día. En la ciudad lo consideramos la adicción favorita. ¿Es usted de California?
—De cuarta generación —contestó Solana, y le hizo gracia el rodeo que encontró la mujer para preguntarle si era mexicana. Aunque no lo había dicho, supo que Melanie Oberlin se imaginaría a una familia española en otro tiempo rica—. Usted misma tiene cierto acento, ¿no?
—De Boston.
—Eso me ha parecido. ¿Y esa es «la ciudad» a la que se refería?
Melanie negó con la cabeza.
—Nueva York.
—¿Cómo se enteró del desgraciado accidente de su tío? ¿Tiene más familia aquí en Santa Teresa?
—Lamentablemente, no. Me telefoneó una vecina. Vine con la intención de quedarme unos días, pero ya llevo aquí una semana y media.
—¿Ha venido de Nueva York? ¡Qué considerada!
—Bueno, no me quedaba más remedio —contestó Melanie. Esbozó una sonrisa, como quitándose mérito, pero quedó claro que pensaba lo mismo.
—La lealtad familiar es poco habitual hoy día. O eso he observado. Espero que disculpe la generalización.
—No, no. Tiene toda la razón. Es un comentario muy triste sobre los tiempos que corren —dijo.
—Lástima que no hubiera nadie viviendo cerca para ayudar.
—Provengo de una familia muy pequeña, y todos los demás ya no están.
—Yo soy la menor de nueve hermanos. Pero da igual. Debe de apetecerle volver a casa.
—Más que apetecerme, me muero de ganas. He tratado con un par de agencias de servicios de asistencia sanitaria a domicilio para contratar a alguien, pero de momento la cosa no ha salido bien.
—No siempre es fácil encontrar a la persona adecuada. Según su anuncio, busca usted a una enfermera diplomada.
—Exacto. Con los problemas médicos que tiene mi tío, necesita algo más que una acompañante doméstica.
—A decir verdad, soy enfermera de grado medio, no de grado superior. No quisiera que confunda mi titulación. Trabajo con una agencia, Asistencia Sanitaria para la Tercera Edad, pero mi situación se acerca más a la de una autónoma que a la de una empleada.
—¿Es de grado medio, entonces? Viene a ser algo muy parecido, ¿no?
Solana se encogió de hombros.
—La formación es distinta y, claro está, una enfermera diplomada de grado superior gana mucho más que alguien de mi humilde origen. Tengo a mi favor que la mayor parte de mi experiencia ha sido con ancianos. Procedo de una cultura en la que se respetan la edad y la sabiduría.
Solana siguió en esa línea, improvisando a medida que hablaba, pero no tenía por qué molestarse. Melanie se creyó todo lo que dijo. Quería creérselo para poder huir sin sentirse culpable ni irresponsable.
—¿Su tío necesita atención las veinticuatro horas del día?
—No, no. Nada de eso. Al médico le preocupa que no pueda arreglárselas solo durante su recuperación. Aparte de la lesión del hombro, tiene buena salud, así que posiblemente necesitaremos a alguien sólo durante un mes poco más o menos. Espero que eso no sea un problema.
—Casi todos mis empleos han sido temporales —contestó Solana—. ¿Qué responsabilidades tenía usted pensadas?
—Las de siempre, supongo. El baño y el aseo personal, un poco de cuidado de la casa, la colada y quizás una comida al día. Algo por el estilo.
—¿Y la compra y el traslado a la consulta del médico? ¿No necesitará que alguien lo lleve a su médico de cabecera?
Melanie se reclinó.
—No lo había pensado, pero estaría bien que usted se ocupara de ello.
—Claro. También suele haber otros recados, o al menos esa es mi experiencia. ¿Y el horario?
—Lo dejo en sus manos. Lo que usted considere mejor.
—¿Y la paga?
—Estaba pensando en algo del orden de los nueve dólares la hora. Es la tarifa habitual en la Costa Este. No sé aquí.
Solana disimuló su sorpresa. Tenía previsto pedir siete cincuenta, que ya era un dólar más de lo que cobraba normalmente. Enarcó las cejas.
—Nueve —repitió, insuflando a la palabra un infinito pesar.
Melanie se inclinó.
—Me gustaría poder ofrecerle más, pero él lo pagará de su propio bolsillo, y es todo lo que puede permitirse.
—Entiendo. En California, cuando se busca asistencia sanitaria cualificada, eso se consideraría poco.
—Lo sé y lo siento. Tal vez podamos subirlo un poco. No sé, a nueve y medio, por ejemplo. ¿Qué le parece?
Solana se lo pensó.
—Bueno, quizá podría acomodarme, en el supuesto de que estemos hablando de turnos de ocho horas, cinco días por semana. Si es necesario trabajar en fin de semana, la tarifa subiría a diez por hora.
—Me parece bien. Llegado el caso, puedo aportar unos cuantos dólares para sobrellevar el gasto. Lo importante es que él reciba la ayuda que necesita.
—Como es natural, las necesidades del paciente son prioritarias.
—¿Y cuándo podría empezar? Es decir, suponiendo que a usted le interese.
Solana guardó silencio por un instante.
—Hoy estamos a viernes, y tengo unos cuantos asuntos pendientes. ¿Qué le parece a principios de la semana que viene?
—¿Sería posible el lunes?
Solana se movió en su asiento con aparente inquietud.
—En fin, quizá pueda reorganizar mi agenda, pero dependería más de usted.
—¿De mí?
—¿Querrá usted que le rellene un formulario?
—Ah, no creo que sea necesario. Ya hemos hablado de lo básico, y si surge alguna otra duda, ya la aclararemos en su momento.
—Agradezco la confianza, pero le conviene disponer de la información en papel. Es mejor para las dos que pongamos las cartas sobre la mesa, por así decirlo.
—Eso es muy responsable de su parte. De hecho, tengo formularios. Espere un momento.
Se levantó y cruzó la sala hasta el aparador, donde tenía el bolso. Sacó unas hojas plegadas.
—¿Necesita un bolígrafo?
—No hace falta. Rellenaré la solicitud en casa y se la traeré mañana a primera hora. Así dispondrá del fin de semana para comprobar mis referencias. Hacia el miércoles ya debería tener todo lo que necesita.
Melanie arrugó la frente.
—¿No sería posible adelantarlo y empezar a trabajar el lunes? Siempre puedo telefonear desde Nueva York.
—Supongo que sí. Es más una cuestión de que usted se quede tranquila.
—Eso no me preocupa. Seguro que todo está en orden. Sólo de tenerla aquí ya me siento mejor.
—La decisión es suya.
—Bien. Y ahora, ¿qué le parece si le presento al tío Gus y le enseño la casa?
—Estupendo.
Cuando se dirigieron al pasillo, Solana vio que Melanie volvía a manifestar cierto nerviosismo.
—Lamento que la casa esté patas arriba. El tío Gus no se ha preocupado mucho de cuidarla. Típico de hombres solos. Da la impresión de que no ve el polvo y el deterioro.
—Puede que esté deprimido. Los ancianos, en especial los hombres, parecen perder el interés por la vida. Se nota en la poca atención que prestan a la higiene personal, la indiferencia al espacio donde viven y los limitados contactos sociales. A veces también se producen cambios de personalidad.
—No lo había pensado. Debo advertirle que puede ser una persona de carácter difícil. En realidad es un encanto, pero a veces se impacienta.
—Dicho con otras palabras, tiene mal genio.
—Exacto —confirmó Melanie.
Solana sonrió.
—Eso no es nuevo para mí. Créame, los gritos y las pataletas me dan igual. No me lo tomo de manera personal.
—Es un alivio.
Solana conoció a Gus Vronsky, y si bien apenas le habló, mostró por él un vivo interés. No tenía sentido intentar congraciarse con el anciano. Era Melanie Oberlin quien la contrataba, y pronto se iría. Fuera como fuese aquel viejo, malhablado o desagradable, Solana lo tendría para ella sola. Dispondrían de tiempo de sobra para resolver sus diferencias.
Ese viernes por la tarde, en el comedor de su pequeño apartamento, se sentó a la mesa redonda de formica que empleaba como escritorio. La cocina era minúscula, sin apenas encimeras suficientes para preparar la comida. Tenía un frigorífico de tamaño reducido, una cocina de cuatro fogones que parecía tan insuficiente como un juguete, un fregadero y armarios de pared baratos. Como extendía los cheques para el pago de las facturas en esa mesa, solía tenerla cubierta de papeles, y, por lo tanto, no servía para comer. Su hijo y ella comían sentados ante el televisor, colocando los platos en la mesita de centro.
Tenía delante la solicitud para el empleo de Vronsky. Al lado había dejado la copia de la solicitud que había sacado del expediente de la Otra. A cinco metros, el televisor sonaba a todo volumen, pero Solana apenas lo oía. La sala de estar era, de hecho, la sección más larga del salón comedor en forma de ele, y no existían grandes diferencias entre ambos espacios. Tiny, su Tonto, estaba arrellanado en el sillón reclinable, con los pies en alto, la mirada fija en la pantalla. Era duro de oído, y normalmente subía el volumen a niveles que hacían contraer el rostro a Solana e incitaban a los vecinos a aporrear las paredes. Al dejar el colegio, el único trabajo que encontró fue de mozo en un supermercado cercano. No duró mucho. Consideró que el empleo era poca cosa para él y lo dejó al cabo de seis meses. Luego lo contrató una empresa de jardinería para cortar césped y podar setos. Se quejaba del calor y juraba que tenía alergia a la hierba y al polen de los árboles. A menudo llegaba tarde al trabajo o llamaba para decir que estaba enfermo. Cuando se presentaba, si no contaba con la debida vigilancia, se marchaba en cuanto le venía en gana. Lo dejó o lo despidieron, eso depende de quién contara la historia. Después de eso buscó trabajo alguna que otra vez, pero no fue más allá de la entrevista. Debido a sus dificultades para hacerse entender, a menudo sentía frustración y la emprendía contra unos y otros a bulto. Al final desistió de todo empeño.
En cierto modo, a Solana le resultaba más cómodo tenerlo en casa. Como nunca había conseguido el carnet de conducir, cuando tenía trabajo le tocaba a ella llevarlo y recogerlo al final de la jornada. Con sus horarios en la clínica de reposo, eso representaba un problema.
En ese momento, él tenía una cerveza en equilibrio sobre el brazo del sillón y una bolsa de patatas fritas abierta apoyada en el muslo como un perro fiel. Comía mientras veía su programa favorito, un concurso con muchos efectos sonoros y luces. Le gustaba contestar a gritos a las preguntas con aquella extraña voz suya. No parecía avergonzarlo en absoluto equivocarse en todas las respuestas. ¿Qué más daba? A él lo que le gustaba era participar. Por la mañana veía culebrones; por la tarde, dibujos animados o películas antiguas.
Al examinar el historial profesional de la Otra, la asaltó un familiar sentimiento de envidia, mezclado con cierto grado de orgullo, ya que ahora presentaba el curriculum como propio. Las cartas de recomendación hablaban de lo fiable y responsable que era, y Solana consideraba que esas cualidades la definían a ella con toda exactitud. El único problema que veía era un hueco de dieciocho meses, durante el que la Otra había estado de baja por enfermedad. Conocía los detalles porque se había hablado mucho del tema en el trabajo. A la Otra le habían diagnosticado un cáncer de mama. Después le habían extirpado el tumor y administrado un tratamiento de quimio y radioterapia.
Solana no tenía intención de incorporar ese dato a la solicitud. Era supersticiosa en cuanto a las enfermedades, y no quería que nadie pensara que había padecido algo tan bochornoso. ¿Cáncer de mama? Dios santo. No necesitaba ni la lástima ni la aduladora preocupación de nadie. Además, temía que un jefe potencial mostrara curiosidad. Si mencionaba el cáncer, alguien podía preguntarle por los síntomas o la clase de medicamentos que había tomado, o qué le habían dicho los médicos acerca de las posibilidades de recurrencia. Nunca había tenido un cáncer. Ni ella ni nadie de su familia cercana. Desde su punto de vista, el cáncer era tan vergonzoso como el alcoholismo. Además, le preocupaba que la enfermedad se manifestara de verdad si incluía ese dato.
Pero ¿cómo podía explicar el intervalo en que la auténtica Solana —la Otra— había estado de baja? Decidió sustituirlo por un empleo que había tenido ella por esas fechas. Había trabajado de acompañante de una anciana llamada Henrietta Sparrow. La mujer ya había muerto, así que nadie podía telefonearla para pedirle referencias. Henrietta ya no podía quejarse (como había hecho en su día) de malos tratos. Todo eso se había ido a la tumba con ella.
Solana consultó un calendario y anotó las fechas de inicio y fin del empleo junto con una breve descripción de las tareas de las que se había ocupado. Escribió con clara letra de imprenta, pues no quería dejar muestras de su caligrafía en ningún sitio. Cuando acabó de rellenar la solicitud, se sentó con su hijo delante del televisor. Satisfecha de sí misma, decidió pedir tres pizzas pepperoni grandes. Si resultaba que Gus Vronsky no tenía un centavo, siempre podía dejar el empleo. Esperaba con impaciencia que Melanie Oberlin se marchase, y cuanto antes, mejor.